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El invitado de la noche

diciembre 4, 2002

Era verano. Una de esas insoportables noches de verano en que
el calor asedia y uno quisiera sentirse de aire sobre un lago de
hielo.
A toda la velocidad que le permitía su corto cilindraje, la
motocicleta rugía sobre el ardiente asfalto de la carretera que
bordeaba la playa, ensordeciendo el romper de las olas contra
la alta mole de rocas que se alzaba en la orilla.
El motorista, vuelta la cabeza a la brisa salada que el mar
le enviaba, parecía no atender al solitario trazado que recorría.
No obstante, sin apenas variar la posición de la cabeza, cada
curva que se le presentaba era vencida con innata maestría,
como si de un profundo conocedor de cada palmo de aquella
carretera se tratara y un especial sentido de la orientación guiase
su moto. La camisa, casi por completo desabrochada para
que penetrara por ella el escaso vientecillo que la velocidad arrancaba
a la noche, iba empapada de un sudor tibio que le producía
un leve cosquilleo en los costados por el contacto del fino
tejido contra la piel húmeda.
Entre la oscuridad circundante, los viejos eucaliptos que
acotaban a ambos lados la carretera, fugazmente iluminados
por el faro de la moto, semejaban centinelas que, cual estelas
repentinas, mostraran la ruta, apagándose al instante para sumirse
de nuevo en un ingrato destino.
Ajeno a todo lo que estaba próximo a él: su propia
motocicleta, la carretera, el mar cercano, los árboles…, el motorista
se abandonaba, como en sueños, a misteriosos pensamientos.
El pecho amenazaba con expulsar, como un volcán, su fuego.
Los ojos, alegres y claros, y las manos, firmes sobre el manillar,
dejaban entrever la juventud en que aquel ser se mecía.
¿Cuántos kilómetros habría consumido desde que partiera
cuando el sol abandonaba sus rojizos rayos sobre las aguas,
y las playas comienzan a gozar su soledad, libres de cuerpos
que les son extraños? Su meta no quedaba lejos. Se trataba de
un pequeño pueblo de pescadores cuyas casas, todas ellas blancas,
se disponían escalonadamente sobre un macizo rocoso que
bajaba hasta las olas.
Entretanto la motocicleta no remitía en su perfecto ritmo,
pues a cada acelerón seguían unos momentos de calma en
los que el motor tomaba aire para el siguiente esfuerzo, y así
sucesivamente transcurría igual espacio de tiempo entre cada
subida de tensión. La sangre quería salirse más allá de la piel y
su esfuerzo era vano. El invitado de la noche se imaginaba oscuro
como la luna rompiendo nubes. No soñaba. Ahora su frente
despejada brillaba como el faro de la moto. Llegaría a tiempo.
Lo esperaban, y el simple hecho de pensarlo le producía
una tranquilidad absoluta. «¡A que forzar más el débil motor!
Mejor aminorar un poco la marcha», pensó. De repente algo
cruzó la carretera fugazmente. Creyó atropellarlo. Hizo un viraje
yéndose a la derecha contra uno de los eucaliptos. El golpe
fue seco como un desgarrón, y el motorista sintió miles de astillas
penetrándole los sentidos. Notó un amargo sabor a madera
húmeda que le aturdía, como si respirara un serrín espeso asfixiándole
al tiempo que le invadía un terrible rozar de hierros
oxidados, como si chirriaran mil sierras en sus oídos. Los ojos
permanecieron abiertos. A un palmo de su cabeza estaba el
enorme tronco. No había podido evitar el choque. Todo ocurrió
tan rápido como se oculta una pupila al contacto con la fina
arena que arrebata y empuja hasta el ojo el enojado viento.
«Menos mal que hoy me puse el casco protector», pensó, Raúl
– así se llamaba – mientras se incorporaba, examinándose primero
él – las manos, las rodillas, las ropas… – sin advertir el más
leve rasguño en su cuerpo, y comprobando minuciosamente
que su motocicleta no había sufrido el menor daño y se encontraba,
lo mismo que él, en condiciones de seguir. « Gracias al
casco», volvió a pensar mientras arrancaba el motor, y esta vez
acudieron las palabras a sus labios agradecidos
Como quiera que le quedaba muy poco camino por
delante y la caída reciente no le había hecho perder apenas
tiempo, Raúl no forzó lo más mínimo su moto, y como quien
disfruta de un paseo siguió hasta el pueblo. Al pasar delante de
las primeras casas pudo reconocer el familiar bullicio de la taberna
que siempre visitaba, llegado a este lugar, por ser la que
se encontraba más próxima a la carretera. Procuró refrescarse y
saciar la apremiante sed que en los últimos metros había acumulado.
Pidió medio litro de cerveza que agotó de inmediato en
no más de seis tragos, volviendo a pedir al instante otra botella
cuyo contenido consumió con mayor detenimiento mientras
charlaba con varios amigos, compañeros de las faenas de la
pesca, que acostumbraban a visitar aquella taberna a esa horas
tempranas de la noche. Poco debía faltarles para reemprender
una nueva jornada de trabajo.
De repente, Raúl comenzó a sentir un ligero escalofrío
por la espalda que progresivamente y en cuestión de segundos
se fue haciendo intenso, subiéndole hasta la base del cráneo y
haciéndole temblar visiblemente a la vez que notaba erizársele
el abundante vello que cubría su piel oscura. Sus amigos se
percataron al instante y, sin apenas comprender lo que ocurría,
tomaron una cortina que se encontraba sin cumplir función alguna
apartada en un rincón de la taberna y cubrieron con ella a
Raúl, que en un primer momento no articuló palabra, pero a
medida que fue entrando en calor – gracias sobre todo al coñac
que le ofrecieron – comunicó a sus amigos que no sabía cuál
podía ser la causa de su estado, y les habló del accidente – pequeña
caída sin importancia, lo llamó él – que le ocurriera hacía
escasos minutos en la carretera.
Como quiera que se recuperó, desapareciendo aquel frío
que momentos antes le hiciera estremecerse, Raúl se despojó
de su improvisada capa y, para mejor asegurarse de que se encontraba
en condiciones de salir, pensó sentarse, por unos instantes,
a la mesa donde sus amigos iniciaban una partida de
cartas, olvidados ya del accidente que su compañero les había
relatado y al que, igual que éste, no concedieron importancia
alguna, dado que no mostraba la menor señal del mismo, por
lo que en ningún momento lo relacionaron con los escalofríos
del amigo.
Habían transcurrido escasos minutos de juego cuando
Raúl, que atendía sin participar en él, se sintió envuelto por una
atmósfera asfixiante. El calor le ahogaba y un sudor espeso le
bajaba como lava ardiente por todo el cuerpo hasta las plantas
de los pies, que notaba frías y pesadas como mármol. Se incorporó
de la silla tratando de proporcionarse aire con la camisa a
modo de abanico y pidió «algo refrescante» con palabras
entrecortadas que no parecían salidas de su garganta. Más confusos
que antes, pero sin detenerse a buscar una explicación a
lo que ocurría, sus amigos le rodeaban acercando ya unas almohadas
donde recostarle, ya un ventilador que le procurase
aire o un paño mojado para refrescarse las sienes. Fue entonces
cuando advirtieron el casco protector de Raúl cubriéndole todo
el cráneo hasta las orejas y del que, por su intención de detenerse
en la taberna el tiempo imprescindible para saciar la sed y los
repentinos escalofríos luego, no se había desprendido, ya que
pensaba continuar en la moto hasta el otro extremo del pueblo,
donde quedaba el pequeño puerto al cual se dirigía.
Ligeramente reclinado sobre unas mantas, Raúl dio muestra
de una repentina recuperación, y él mismo levantó sus manos
hacia el casco que en aquellos momentos notaba incrustado
hasta el fondo y de un peso muy superior al suyo real. Al
hacerlo cayó fulminado al suelo a los pies de los que allí se
encontraban, quedando atónitos ante la visión inesperada. Con
el casco se había levantado la tapa del cráneo, mostrando su
interior humeante, como cuando descubrimos un recipiente
con alimentos recién apartados del fuego.
En la parte superior de la frente se apreciaba una ligera y
penetrante hendidura por la que comenzaba a brotar un leve
hilillo de sangre amarillenta

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