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Tiempos modernos

diciembre 4, 2002

Tuve mi primer presentimiento de lo que llegaría a ser Internet a finales de los años cincuenta, cuando todavía trabajaba en Dolibleday y acababa de publicar en Anchor un libro titulado The Human Use of Human Beings, de Norbert Wiener, profesor de ingeniería eléctrica en el MIT. Wiener había sido un niño prodigio que ingresó en el Tufts College a los once años y obtuvo en Harvard su doctorado en matematicas a los dieciocho. Durante cuarenta años enseñó en el MIT, donde adquirió una reputación de excéntrico. Pero esta fama oscurecía el alcance y la naturaleza extraordinaria de su mente, que poseía un intenso componente poético. En los años cincuenta, Wiener se hizo famoso de la noche a la mañana como autor de un best-seller inesperado: un libro titulado Cibernética. Era un estudio principalmente técnico de los llamados mecanismos de realimentación tal como actúan en los ordenadores y en el cerebro humano. Él no creía que los dos fenómenos fuesen literalmente análogos, sino que ejemplificaban de maneras distintas sistemas de realimentación autocorrectores, de los que el medio ambiente en su conjunto constituya otro ejemplo. En este libro profético, Wiener explicaba el modo en que los interruptores de encendido y apagado de los ordenadores calculan rápidamente variables complejas, y que algo similar ocurre en el cerebro cuando alargamos la mano, por ejemplo, para asir un objeto móvil: una pelota de tenis, pongamos. No la cogemos directamente, sino que corregimos gradualmente (y en fracciones de segundo) el error de nuestra mano en respuesta a señales digitales de las sinapsis del cerebro. La analogía que Wiener empleó en sus conversaciones conmigo fue la de un artillero que apunta a su objetivo atendiendo a las señales de si/no que le transmite su observador.

Wiener sabía algo de artillería. En los años de entreguerras se habla ofrecido a construir para el ejército un mecanismo de cañón antiaéreo basado en un ordenador experimental que estaba desarrollando. Wiener era un pacifista, pero pensaba que las numerosas variables que intervienen en el acto de apuntar el cañón la velocidad y las maniobras evasivas del avión enemigo, la dirección y velocidad del viento, el diseño del mecanismo ofensivo, las imperfecciones de sus engranajes y demás- brindaban la oportunidad de probar los interruptores electrónicos de gran velocidad que había diseñado para reemplazar los sistemas mecánicos utilizados en los componentes informáticos primitivos de aquella época. Más adelante, cuando el ejército decidió adoptar su invento, Wiener se quejó de que le hablan engañado. No quería que su trabajo se utilizase para matar gente. Se quejó al ejército pero no le hicieron caso. Su fama de excéntrico aumentó a raíz de estos episodios.

Wiener acuñó el titulo de su best-seller, cuyas dos primeras sílabas han pasado a ser omnipresentes y perdido su significado, de la palabra griega que significa timonel. Su idea consistía en que los mecanismos de realimentación autorreguladores en busca de equilibrio eran análogos al timonel que ajusta su timón
según las corrientes de aire y de agua, el peso y el equilibrio del barco y otras variables imprevisibles. La
lección moral implícita para el medio ambiente es que acciones inadecuadas propiciarán reacciones in deseadas: un timonel que maneja mal el rumbo hundirá la embarcación; una ciudad que envenena su aire
enfermará y morirá; una sociedad rígida o individualista que no sepa procesar nueva información fracasará. Wiener era un ecologista adelantado que advertía que a la naturaleza sólo se la puede empujar hasta que
empieza a devolver el empujón. Su advertencia sobre sistemas rígidos incapaces de procesar nueva informa
ción llegaría a ser para mi una metáfora aplicable al mercado del libro excesivamente concentrado y a la
censura implícita que un mercado así imponía al proceso de auto corrección que suponía una discusión sin
intermediarios.

Me interesaban mucho mis visitas a Wiener en Cambridge y sus especulaciones sobre adónde podrían conducir aquellos nuevos mecanismos electrónicos de realimentación, cuyo sistema de circuitos él había contribuido a desarrollar. Wiener era un hombre risueño, rechoncho como una bola y con brazos y piernas demasiado cortos para su cuerpo. Llevaba un terno tejido con algo parecido al hierro, una especialidad de los sastres de Boston en aquellos tiempos. Como Wiener tenla muy mala vista, veía por dónde iba levantando la cabeza para atisbar por encima de los bordes superiores de la montura gruesa y negra de sus gafas. En consecuencia parecía que estaba observando planetas lejanos cuando atravesábamos el campus del MIT hacia la cantina donde tomaba su comida habitual del mediodía, un cartón de leche y una bolsa de patatas fritas. Era notoriamente distraído. Cuentan que irritaba a sus colegas porque irrumpía en sus aulas para garabatear en la pizarra mientras ellos impartían su clase. Pero sus excentricidades eran superficiales. De su mente brotaban con toda facilidad poderosas metáforas que vinculaban su trabajo teórico con el mundo visible. A diferencia de muchos científicos que se imaginan el mundo en el lenguaje de las matemáticas, Wiener era capaz de exponer sus ideas en un lenguaje sencillo de insólita claridad.

A él le oí hablar por primera vez en los años cincuenta de la segunda ley de la termodinámica, que postula el deterioro inexorable de los sistemas cerrados de la naturaleza a medida que su temperatura iguala a la del entorno con el transcurso del tiempo. No hay nada esotérico en esta ley: un fuego no alimentado se consumirá solo, y cuando lo haga la temperatura de sus cenizas no se distinguirá de la temperatura de la atmósfera circundante. Lo mismo puede decirse de mí mismo, cuando ya no pueda asimilar energía y me transforme en polvo. Según esta ley, tanto el polvo como la atmósfera llegarán a convertirse en moléculas aleatorias que a su vez sufrirán un deterioro hasta que toda la energía haya fluido fuera del sistema y toda la temperatura se haya vuelto uniforme. La medida de este deterioro se llama entropía. Puesto que la segunda ley predice el fin hipotético de todo, incluido el presumible universo finito y todos sus innumerables soles, la entropía cobrará pronto vida propia en las mentes de los Hamlets de posguerra. La entropía representaba el autoproclamado empobrecimiento de sus propias vidas aisladas en la América residencial, aisladas de fuentes de vida externas. En términos cosmológicos, esta uniformidad terminal de la temperatura a medida que el universo consume su energía irremplazable se conoce como muerte térmica, y este concepto también se convirtió en una metáfora de la vida en los años cincuenta.

En los términos electromagnéticos que interesaban a Wiener, la entropía mide asimismo la pérdida de información transmitida por un circuito o a través de la atmósfera a medida que las señales se debilitan o desintegran en el curso del tiempo, y se convierten primero en ruido y después en silencio, si el sistema no se alimenta con energía nueva. Pero Wiener era un optimista. En un hipotético plazo muy largo, el universo perecerá cuando todas las temperaturas se extingan en la indiferenciada muerte térmica. Entretanto, sin embargo, existe vida, que crea orden y significado. La metáfora que Wiener empleaba para ilustrar la segunda ley era un salmón que nada río arriba para sembrar nueva vida. Conforme el río discurre hacia el mar y pierde su identidad junto con su temperatura distintiva, el salmón se abre camino a contracorriente y temporalmente genera nuevo sentido, nuevo orden, nueva vida. Aunque el salmón acabará regresando al mar y muriendo, su lucha representa la victoria temporal de la vida, el arte y la moral sobre la vasta fuerza desplegada contra ellos. El salmón era el héroe de Wiener.

Un día en que estábamos sentados en la cantina, donde solíamos mantener nuestras conversaciones, Wiener predijo que en un decenio o menos los ordenadores, que por entonces eran máquinas del tamaño de una habitación, se miniaturizarían, de la misma manera que los dispositivos electrónicos de estado sólido hablan sustituido a las válvulas de vacío. Estas máquinas -extendió la palma de la mano para indicar su tamaño final? estarían conectadas por líneas telefónicas o inalámbricas con bibliotecas y otras fuentes de información, de tal forma que todos los habitantes del planeta tendrían, en teoría, acceso a los datos casi ilimitados en un circuito de realimentación global que se corregiría y actualizaría incesantemente por sí solo. Dijo que los científicos no tendrían que esperar meses o años para ver publicados los resultados de sus investigaciones y tampoco tendrían que esperar la respuesta de los colegas de otros países, sino que podrían comunicarse directamente con sus pares. Además, los dictadores y censores no controlarían la circulación de la información. Los materiales de referencia podrían almacenarse y renovarse digitalmente y los datos actuales recuperarse a voluntad. Vaticinó que los libros de referencia, que se vuelven obsoletos en cuanto son publicados, ya no serían volúmenes encuadernados, sino que bancos de datos centrales los mantendrían al día mediante información nueva. Se imaginaba un palimpsesto de mapas, desde los antiguos hasta los modernos, en que pudiesen trazarse las migraciones humanas y el apogeo y caída de las civilizaciones.

Lo que Wiener estaba prediciendo era el seminario abierto y sin mediadores que a mí me parecía la democracia ideal. Él era más optimista que yo sobre la naturaleza humana. Pensaba que un sistema de realimentación global podría crear una comunidad humana que se corrigiese a sí misma. Yo creía que esto presagiaba una confrontación intensificada entre las fuerzas creativas y destructivas dentro de la naturaleza humana, pero preferíamos no debatir estas diferencias meramente temperamentales. Las palabras «Internet» y «desintermediación», esta última puesta de moda por una generación posterior del MIT, aún no habían sido acuñadas. Pero Wiener había previsto la sustancia de ambas con su penetración y su entusiasmo característicos.

Deseché esta profecía como ciencia-ficción, al igual que otra de las ideas de Wiener aquel día los seres humanos podrían ser codificados, como cualquier otro compendio de información, transmitidos electrónicamente a la velocidad de la luz y descodificados en el otro extremo. De este modo podríamos viajar más allá del sistema solar. Esto, por supuesto, llegó a ser una preocupación real de los escritores de ciencia-ficción. Pero yo no debería haber despreciado así la visión que Wiener tenia de los ordenadores interconectados. En la forma de World Wide Web, esos ordenadores acabarían ofreciendo una solución a la excesiva concentración del mercado del libro que pronto habría de preocuparme a mí. Además, al describir a los seres humanos como paquetes de información susceptibles de desintegrarse aisladamente, Wiener creaba una nueva metáfora: la del remedio que suponía la interactividad como fuente de renovación cultural.

Mi incapacidad para tomar en serio las profecías de Wiener reflejaba las limitaciones de mi propia visión del mundo en aquella época y las de mis amigos intelectuales, que estaban cada vez más enfrascados en cuestiones de la guerra fría y pensaban que el destino de la civilización occidental dependía de las posiciones que ellos adoptaran en sus artículos para Partisan Review y en las conversaciones que mantenían en sus cenas. A diferencia de estos amigos, a mí nunca me habla atraído el socialismo que presupone una visión ultra optimista de la naturaleza humana y una respuesta prematura a preguntas sin respuesta. Coincidía, sin embargo, con los marxistas en que los cambios tecnológicos -lo que Marx denominaba cambios en las formas de producción producen cambios en la conciencia. Las nuevas tecnologías industriales, por ejemplo, alteraron a principios del siglo XIX la relación entre los artesanos y sus patronos, que ya no trabajaban juntos como colegas sino que evolucionaron hacia clases distintas de trabajadores y propietarios en conflicto. La profecía de Marx de que esta nueva conciencia de clase conduciría a la revolución, seguida finalmente por un paraíso del proletariado, una versión ilusoria del Apocalipsis cristiano, me parecía insensata. Pero su idea de que las nuevas tecnologías transforman las culturas parecía verdadera, aunque no sus fantasías revolucionarias. El tipo movible, en definitiva, tuvo enormes consecuencias culturales, y en los años cincuenta la cultura literaria se vio transformada aún más por la tecnología de la combustión interna, que condujo al éxodo de la población hacia las zonas residenciales, a la expansión de las cadenas de librerías y al dominio de los best?sellers en detrimento de stocks más extensos y variados. Debería haber visto que Wiener estaba describiendo un cambio tecnológico incluso más profundo que ninguno de los mencionados, pero yo había caído bajo el sortilegio de mis amigos neoyorquinos. Como Wiener no era uno de ellos, sus vaticinios me parecieron irreales y no los tomé en cuenta.

A mediados de los ochenta, cuando apareció la Biblioteca de América, Wiener ya había muerto y sus profecías eran un recuerdo lejano. Había empezado a oír hablar de Internet y de empresas llamadas Compu-Serve y Prodigy a colegas mas jóvenes de Random House, pero su aplicación a la industria del libro no se me pasó por la cabeza. Si me hubieran informado de tales posibilidades, quizá mi siguiente proyecto hubiese tenido un resultado distinto y tal vez desastroso.

El puñado de librerías independientes de primera fila lo bastante fuertes para haber sobrevivido a mediados de los ochenta eran los últimos ejemplares de una especie en vías de extinción. Elliott Bay en Seattle, Powell’s en Portland, Book Soup y Dutton’s en Los Ángeles, Black Oak y Cody’s en Bay Area, Books and Co. en Coral Gables, Coliseum en Nueva York, Square Books en Oxford, Mississippi, la maravillosa Northshire: Books en Manchester, Vermont, eran establecimientos vigorosos y arraigados en sus respectivos hábitats, aunque era difícil que se reprodujeran. De este grupo, la más destacada era la Tattered Cover, en Denver, cuyos doce mil metros cuadrados de superficie para la venta contenían a mediados de los ochenta, cuando yo la visité, mucho más de 100.000 títulos catalogados en innumerables categorías, muchas de las cuales incluían todo lo editado sobre determinados temas, títulos tan esotéricos en algunos casos que era imposible imaginar para quién habían sido escritos. Los curiosos podían leer a sus anchas en sofás y butacas, y empleos dinámicos se mantenían fuera de la vista hasta que les llamaban. El departamento de libros infantiles era como una escuela con una sala donde niños de diversos tamaños leían sentados en taburetes o tumbados en el suelo. Denver nunca había sido una ciudad con mucha vocación lectora, pero la Tattered Cover había pasado en el plazo de unos veinte años de ser la típica librería de nombre coqueto en una callejuela a convertirse en una de las grandes librerías del mundo. Había creado un mercado que nunca había existido o que habría sido impensable que llegase a existir en Denver.

La Tattered Cover demostraba que existía un público potencialmente amplio para la mirada de libros publicados que ya no se encontraban en los centros comerciales y que a los editores les costaba cada vez más trabajo mantener en el mercado. Por añadidura, Denver es la típica ciudad del Oeste sin una gran población universitaria ni la fama lectora de ciudades como San Francisco y Boston. Me pregunté por qué, si una librería así florecía en Denver, su éxito no podía repetirse en otras ciudades. Había una razón evidente. El propietario de la Tattered Cover es un genio del marketing que decidió vender libros en vez de otros productos más rentables que atraen a otros comerciantes de talento. Que estas dotes se consagren al libro es algo infrecuente. Unas semanas después, cuando visité la tienda original de Borders, en Ann Arbor, descubrí que habla otra razón para que tales comercios prosperasen en determinadas poblaciones y no en otras.

Debido a su ubicación universitaria, Borders ofrecía una apariencia más académica que la Tattered Cover, pero sus secciones eran igualmente numerosas y su stock casi igual de exhaustivo. A diferencia de ésta, Borders no presentaba pilas de best?sellers del momento, pero exponía en un pequeño estante cerca de la entrada una selección semanal de títulos, viejos y nuevos, oscuros? y actuales, que la tienda consideraba que podrían interesar a sus clientes. Por lo demás, los libros se exhibían con el lomo hacia fuera en centenares de metros de estanterías en las que Joe Gable, el encargado, que me guió a través de la librería, podía escoger un título con los ojos cerrados. La Tattered Cover daba la impresión de ser una feria del libro mágica donde podían encontrarse todos los libros del mundo simplemente pronunciando el nombre de su autor, pero Borders era como la biblioteca privada de un mítico erudito resuelto a devorar todo el conocimiento del planeta.

Visité Borders con mi amigo y gran amante de los libros Mort Zuckerman, que casualmente era agente inmobiliario. Yo pensaba que seria posible abrir una librería como Borders o como Tattered Cover en Nueva York, donde no había habido nada comparable desde que la Eighth Street había cerrado, diez años antes. Volar con Mort a Denver con este propósito habría significado pernoctar en la ciudad. Un viaje a Ann Arbor respondería a nuestros interrogantes en una tarde. Sucedió, sin embargo, que nuestras preguntas se respondieron solas cuando Tom Borders dijo que necesitaba más espacio, pero que no podía permitirse alquilar la superficie recientemente desocupada en un rincón del mismo edificio y que pertenecía a otro propietario. Lo que Tom había descubierto era la conocida relación entre el alquiler y el stock: un alquiler alto exige un volumen de ventas elevado, y un volumen de ventas elevado requiere best?sellers. La naturaleza del stock de Tom le impedía aceptar el sacrificio que suponía pagar un alquiler elevado a cambio de un poco más de espacio. Yo no sabia nada de la estructura financiera de la Tattered Cover, pero Denver, en la época de mi visita, sufría un estancamiento inmobiliario. La Tattered Cover estaba situada aproximadamente a un kilómetro y medio del centro de negocios de la ciudad, en el edificio que antes habían albergado unos grandes almacenes. Era evidente que no pagaba un alquiler de Nueva York, como tampoco Borders. Esto ayudaba a explicar la magnitud de los stocks de estas dos librerías.

Las escasas posibilidades de mantener un stock bien surtido en un local caro de Nueva York y de contratar a personal cualificado con sueldos neoyorquinos nos disuadió de la idea a Mort y a mí. Pensamos que una versión con alquiler alto de la Tattered Cover o de Borders en grandes ciudades desembocaría inevitablemente en tiendas de galerías comerciales a mayor escala, dependientes de porcentajes de rentabilidad incompatibles con stocks muy amplios y de salida lenta. Además, nosotros no nos dedicábamos al comercio al por menor, y regentar una librería no nos seducía. En vez de eso decidí crear una librería virtual: la Tattered Cover o la Borders en forma de catálogo para venta directa por correo, un listado en el que figurasen miles de títulos publicados que podrían encargarse por teléfono marcando un número gratuito. El resultado, un año más tarde, fue The Reader’s Catalog, un catálogo de dos mil páginas con más de cuarenta mil títulos, tantos como cabían en un volumen de siete y medio centímetros de grosor.

Al igual que Anchor Books y The New York Review of Books, The Reader’s Catalog se explicaba por si solo al público al que se dirigía, y los ejemplares a 25 dólares se vendieron rápidamente. Conectamos nuestro ordenador con el de un distribuidor nacional cuyos extensos stocks servíamos pedidos en el plazo, de veinticuatro horas, y no tardamos en descubrir que existía un mercado mundial potencialmente vasto para la gran variedad de libros que no se encontraban en los centros comerciales y sólo estaban, por lo demás, disponibles en las pocas grandes librerías independientes que atendían a mercados locales cuyo acceso estaba vedado a la mayoría de los americanos. Al principio parecía que The Reader’s Catalog se convertiría en una librería mundial sin paredes que ofrecía una amplia oferta de títulos, a la larga en todos los idiomas: en la práctica, lo que ha llegado a ser Amazon.com. Pero yo había calculado mal: supuse que él obtendría beneficios operando con el margen del 40 por ciento entre lo que pagábamos al distribuidor y lo que cobrábamos al cliente, junto con los gastos de expedición y portes, también incluidos en el precio de venta al público. Me equivoqué. Aunque enviábamos los pedidos en cuanto el distribuidor los hacía llegar a nuestro almacén, los costes de embalaje, los sueldos de los empleados y los gastos de ordenador y tarjetas de crédito superaban lo que yo había presupuestado. Presumí que a medida que el negocio creciese estos costes en forma de porcentaje deducible de las ventas se reducirían. No obstante, conforme contratábamos más personal para atender el aumento de las ventas, descubrí que nuestro margen ser a insuficiente por mucho que el negocio creciera, aun cuando tuviéramos la ventaja del cobro inmediato a nuestros clientes y un plazo de treinta días para pagar a nuestro proveedor, y a pesar de que estábamos cursando cada vez más pedidos directamente a los editores a cambio de mayores descuentos.

El problema no residía en el tamaño. Era estructural. Aunque no tuviésemos que pagar el mantenimiento de un stock, ni el alquiler de un local, ni los sueldos de los dependientes, y aun cuando cobrásemos por adelantado, un pedido estándar de 25 o 30 dólares sencillamente no producía un margen suficiente para cubrir el coste de embalaje y jamás lo haría, por grande que se hiciera el negocio, ya que cuanto más creciera, tanta más infraestructura necesitaríamos para atender a nuestra clientela en expansión. Mis apuros me recordaron los líos en que se metía un pequeño comerciante de una ciudad pequeña, interpretado por W. C. Fields, en un cortometraje de los años treinta. Para competir con el otro drugstore de la localidad, Fields ofrecía una entrega gratuita a cualquier hora del día y de la noche. Encantado con su estrategia, instalaba un teléfono y se frotaba las manos al pensar en el primer pedido. Pronto sonaba el teléfono y a Fields se le veía repitiendo algo parecido a unas instrucciones: «Doble a la izquierda en la calle Mayor y camine dieciséis kilómetros, luego gire a la derecha y siga un camino que entra en el bosque hasta llegar a un arroyo…” Y a continuación, con la voz entrecortada, Fields preguntaba: «¿Y dice que sólo quiere un sello de dos centavos?» El aspecto económico de servir a domicilio productos baratos no había cambiado desde la época de Fields. Entretanto surgió otro problema que yo tampoco había previsto

A mediados de los años ochenta, las cadenas de tiendas en galerías comerciales se acercaban a los limites de su expansión, y sus propietarios iniciales se deshicieron de ellas. En 1984 Kmart compró Walden, y en 1986 Barnes & Noble compró B. Dalton. Los nuevos dueños no sólo descubrieron que los nuevos emplazamientos eran cada vez más periféricos, sino que las ventas de los establecimientos consolidados se estabilizaban, de tal modo que el crecimiento anual previsto por los inversores era insostenible. Mientras tanto, la Tattered Cover y otras librerías independientes supervivientes habían demostrado que los stocks bien surtidos atraían a clientes a las librerías que no pertenecían a ninguna cadena, con a menudo menos coste por metro cuadrado que un espacio comparable en galerías de alquiler elevado. En consecuencia, los propietarios de la cadena Walden adquirieron la librería Borders con el propósito de reproducirla a escala nacional, y en 1989 Barnes & Noble compraba Bookstop, una cadena de grandes almacenes del Sur en la línea de los grandes supermercados. Éste fue el origen de la gran cadena de librerías Barnes & Noble. Desde el punto de vista de los escritores y los lectores, estas supertiendas, con sus stocks relativamente amplios, representaban una mejora con respecto a centros comerciales. Pero la guerra de precios en la que se embarcaron inmediatamente ocasionó que los lectores ahora pudiesen encontrar los títulos que buscaban en The Reader’s Catalog y pedirlos con descuentos a las cadenas. El catálogo, cuyos márgenes, de entrada, eran insatisfactorios, no podía sobrevivir a esta competencia. Al final los inversores decidieron que las grandes librerías tampoco podían sobrevivir a su guerra de descuentos. En el primer trimestre del año 2000, el precio de sus acciones, que habían bajado a lo largo de meses, sufrió nuevas caídas.

Es posible que a los inversores les desalentara aún más el hecho de que las grandes cadenas, tras haberse expandido rápidamente, saturasen los emplazamientos limitados donde los libros podían venderse, y que conocieran las mismas restricciones al crecimiento futuro que sus antecesores en las galerías habían conocido cuando los locales disponibles se hicieron cada vez más periféricos. Entretanto, muchas de estas supertiendas, presionadas para incrementar sus márgenes de beneficios, redujeron sus stocks y, al igual que los centros comerciales, ofrecían best-sellers de la temporada y ediciones publicadas por ellos mismos de títulos de promoción, a menudo, en mi opinión, en detrimento de los grandes stocks bien surtidos que habían sido su punto fuerte original. Esto les situó en desventaja con respecto a los vendedores de Internet y brindó a los inversores un tercer motivo para huir. La viabilidad de las grandes cadenas de librerías, presionadas por los vendedores de Internet y que encaran un reto electrónico aún más serio en el futuro, a medida que autores y lectores se vayan conectando electrónicamente, es discutible. Mientras tanto las cadenas, que buscan mejorar sus frágiles márgenes de beneficios, ejercen una presión creciente sobre los editores para que apuesten por best-sellers en potencia y proporcionen incentivos que se sumen a los descuentos adicionales. Ni editores ni libreros eligieron esta danza de la muerte, pero ninguno de los dos puede eludir el abrazo del otro.

Cuando, a mediados de los ochenta, concebí The Reader’s Catalog, acordé con Prodígy, un precoz y fracasado intento de crear un servicio de ventas por Internet, que lo promoviera. La estrategia de Prodigy, sin embargo, fue convertirse en un centro comercial virtual. Sus creadores no entendieron que el fondo editorial era la principal fuerza del catálogo, y que la ventaja de Internet sobre los vendedores convencionales es su oferta ilimitada y original de títulos al servicio de una gran variedad de intereses. Prodigy, imprudentemente, utilizó The Reader’s Catalog para promover sólo best-sellers del momento, y el experimento, como era de esperar, fracasó.

Entretanto, los editores independientes creaban sus propios sitios Web, pero tenían sólo una vaga idea de cómo explotarlos. Los resultados fueron insignificantes. Los editores se mostraban reacios a vender sus títulos directamente a consumidores, en competencia con los libreros, ni siquiera a su precio completo, y no digamos con descuentos competitivos. Además, los lectores no tenían en cuenta si compraban un libro de Random House o de HarperCollins, como los espectadores de cine no distinguen entre una película de la Paramount o una de la Fox. Los sitios Web experimentales de los editores fueron un oneroso callejón sin salida. Como demostró el éxito de la Tattered Cover, los lectores querían un único stock bien surtido donde pudiesen encontrar sus libros.

Amazon.com satisfizo esta necesidad al ofrecer un stock de estas características en su sitio Web, un decenio después de que Prodigy fracasara con The Reader’s Catalog. Pero Amazon.com tropezó inmediatamente con el mismo problema estructural del margen insuficiente que The Reader’s Catalog había afrontado y que desanimó a W. C. Fields cuando le encargaron que sirviera un sello de dos centavos. Además, Amazon. com, en su competencia con otros sitios Web, se vio obligada a descuentos suicidas, de los cuales las comparaciones de precio instantáneas disponibles en la Web no dejaban escapatoria. Amazon.com estaba vendiendo sellos de dos centavos con un 20 % de descuento.

En la primavera de 1997, Rea Hederman, el editor de The New York Review of Books, que se había hecho cargo de The Reader’s Catalog, acababa de sacar una segunda edición. Él y yo hablamos sopesado la posibilidad de crear para ella un sitio Web, pero abandonamos el proyecto cuando el director comercial de Rea nos mostró que Internet no resolvería el problema estructural del margen insuficiente que había echado al traste mi tentativa anterior de gestionar el catálogo como una librería virtual. En vez de eso, decidimos subastar a un vendedor ya existente en Internet el derecho de utilizar los listados anotados y actualizados de nuestro catálogo. Los candidatos principales eran barnesandnoble.com y Amazon.com, y en abril nos reunimos con Jeff Bezos, el fundador de Amazon, en mi apartamento de Nueva York. Le dijimos que nos encantaría trabajar con él si ganaba la subasta, pero también le enseñamos los resultados de mi intento inicial de vender libros de The Reader’s Catalog por medio de un número de teléfono gratuito y las previsiones aún peores formuladas por el director comercial de Rea si ahora operábamos en Internet. Bezos desechó estos números y dijo que, según sus cálculos, cubriría sus costes fijos cuando sus ventas alcanzaran los 200 millones de dólares. Lo mismo que yo cuando concebí, diez años antes, The Reader’s Catalog, Bezos no vio que se guiaba por un modelo comercial erróneo, en el que los costes crecerían en proporción con las ventas mientras que los márgenes de beneficio permanecerían sometidos a la presión constante de los descuentos competitivos y los altos costes del servicio.

Tres años después de esta reunión, Amazon.com había perdido casi 900 millones de dólares, una trayectoria quizá disculpable para empresas prometedoras que dan sus primeros pasos en la economía hiperactiva de hoy, pero una pérdida catastrófica para lo que en esencia sigue siendo una librería que también ofrece discos, juguetes, aparatos electrónicos y otros tipos de productos. El comercio electrónico, el e-comercio, no está exento de las reglas que rigen el cálculo de costes. Sears y Wal-Mart empezaron con una estructura sólida y mantuvieron su rentabilidad a medida que crecían. Los problemas estructurales de los vendedores on-line, por el contrario, son intrínsecos e insoslayables. El comercio on-line premia las transacciones sin intermediarios entre productor y consumidor. Aborrece los mediadores, un vestigio de tecnologías anteriores y obsoletas, y devora su liquidez. En 1999, barnesandnoble.com, el principal competidor de Amazon, perdió 102 millones de dólares sobre unas ventas de 202 millones, el punto el que Bezos nos habla dicho a Rea Hederman y a mí que proyectaba amortizar, mientras que Amazon.com, por su parte, perdía 719 millones de dólares con unas ventas de 1.630 millones de dólares. Amazon combinó el anuncio de sus pérdidas en 1999 con la buena noticia de que su negocio de venta de libros igualaría la inversión en el trimestre siguiente, pero este vaticinio más que anunciar el incremento del flujo de caja general, anunciaba la reasignación de los costes generales de los libros a otras líneas de productos Amazon de bajo margen.

Tal vez Amazon.com evolucione hacia otra clase de negocio, una especie de agencia para una gran variedad de productos y servicios o incluso un medio publicitario. Tal vez se transforme en un distribuidor online de textos electrónicos. Conforme aumentaban sus pérdidas, se habló de «compra de su clientela básica», expresión que significa vender el acceso a sus millones de clientes a vendedores de otros productos. Pero es posible que los compradores de libros Amazon no estén necesariamente interesados en otros productos, al tiempo que los vendedores afiliados a Amazon afrontarán los mismos márgenes bajos que afligen a esta empresa. Como la tienda de Flelds, Amazon.com ha adquirido una clientela vendiendo productos y servicios deficitarios. Pero su clientela es volátil, libre de desertar en un instante electrónico si otro vendedor ofrece un servicio mejor y precios aún más baratos, o si la propia Amazon.com llega a la conclusión de que ya no puede permitirse continuar ofreciendo a sus clientes productos y servicios por los que no hay que pagar.

Ya en 1998 era evidente para muchos miembros de esta industria que Amazon no podría superar los problemas estructurales que derrotaron a The Reader’s Catalog. Pero también era obvia otra posible alternativa. Si los editores formaban un consorcio para vender sus libros directamente a los lectores a través de Internet, la lógica del comercio electrónico, ajena a la presencia de intermediarios, se impondría y quedaría resuelto el problema del margen insuficiente. Mi idea consistía en un consorcio abierto a todos los editores, veteranos y noveles, grandes y pequeños, en igualdad de condiciones. Este consorcio crearía un catalogo combinado con todos sus títulos y mantendría almacenes donde los libros de diversas editoriales serían empaquetados y enviados directamente a los compradores por Internet. La supresión de los distribuidores y los 1ibreros permitiría a los editores miembros del consorcio rebajar los precios a los consumidores, pagar derechos de autor más elevados a los escritores e incrementar sus propios márgenes de beneficios. En la medida en que el consorcio vendiese directamente los libros a los consumidores, se eliminaría asimismo el problema de las devoluciones de los libreros con excedentes.

La concepción de un consorcio así era sencilla. Ponerlo en práctica resultó imposible. Aunque Internet, tarde o temprano, hacia inevitable dicho consorcio, los ejecutivos de los grandes grupos a los que expuse la idea no se mostraron entusiasmados, ni tampoco Jeff Bezos cuando le sugerí que una solución a su problema del margen insuficiente seria quizá que Amazon se convirtiese en una agencia que transmitiese los pedidos, a cambio de unas tarifas, al hipotético consorcio de editores.

Una objeción inmediata que pusieron los editores a quienes expuse mi proyecto fue la probable reacción de los libreros, pero había otros escollos menos tangibles y seguramente más decisivos. Aquellos ejecutivos extranjeros no eran editores y no habían experimentado la descentralización de la industria americana y su mercado al por menor. Los más ingenuos estaban obsesionados con los best-sellers y subestimaban el valor de los fondos editoriales. A todos les preocupa hacer avanzar los barcos obsoletos e inservibles que acababan de adquirir por arrecifes inexplorados en aguas desconocidas. Aunque un consorcio de editores era una estrategia bastante evidente, tácticamente exigía la audacia y la astucia del almirante Nelson. Un contraataque de los libreros, por ejemplo, era inevitable, pero el consorcio podría argumentar que la venta directa por parte de los editores no incrementarla la participación en el mercado de la venta on-line más de lo que ya lo habían hecho Amazon.com y barnesandnoble.com. Por otra parte, el consorcio haría viable la venta de libros on-line, en la que Amazon.com y sus competidores en Internet actuarían como agentes. Pero para ello eran necesarias maniobras demasiado hábiles por parte de unos directores demasiado ocupados apedazando velas, achicando vías de agua y vigilando para que no les arrojaran por la borda mientras aprendían a distinguir babor de estribor.

Las nuevas tecnologías crean sus propias infraestructuras. Un catálogo universal de títulos digitalizados que pueda descargarse en diversos formatos es un componente esencial de la futura venta de libros por Internet. Lo mismo cabe decir de maquinas capaces de imprimir un libro bajo pedido desde cualquier lugar del mundo. Estas nuevas tecnologías, a mi juicio, no erradicarán las librerías de toda la vida. Tiendas como la Tattered Cover y Northshire, o las filiales de cadenas que han sobrevivido, prosperarán por la misma razón que los cines prosperan a pesar de la televisión y las cintas de vídeo. Las nuevas tecnologías no suprimen el pasado, sino que edifican sobre él.

Las viejas historias de East Hampton hablan de un buhonero con una voz de oro llamado Locke Weems, que en otro tiempo había sido predicador y que seguía llamándose «reverendo» a sí mismo. Un día de otoño, no mucho después de la muerte del presidente Washington, en 1799, Weems llegó a un pequeño pueblo muy instruido de Long Island con un tambor atado a la espalda. Se colocó debajo de los grandes olmos que flanqueaban la plaza del pueblo, se desató el tambor y tras algunos porrazos había convocado a un corro de gente. Probablemente fue un impresor de Filadelfia llamado John Ormrod, que de vez en cuando recorría los caminos vendiendo libros, quien informó a Weems de que la federalista East Hampton era un buen mercado para el libro que proyectaba escribir sobre George Washington. El año anterior, Weems y Orrnrod habían sido contratados para vender suscripciones a la biografía en cinco volúmenes de Washington que habían escrito John Marshall, el tercer gran presidente del Tribunal Supremo, y su colega jurista, el sobrino predilecto de George Washington, Bushrod Washington. A Ormrod le asignaron los estados del Norte y a Weems le habian encomendado la venta al son de tambor en el mucho menos promisorio territorio del Sur antifederalista. Ahora Weems se presentaba en el Norte, en el federalista East Hampton, en busca de suscriptores para su propia y en gran parte ficticia biografía de Washington, con su cerezo, su hacha y el dólar arrojado a través del río Rappahanock.

Weems no necesitaba un editor para vender su libro en la plaza del pueblo de East Hampton. Lo anunciaba y vendía él mismo, cubriendo los gastos y obteniendo su ganancia directamente de los futuros lectores, a los que posteriormente enviaba su ejemplar por correo. Tal vez también confiase en que esos mismos lectores le prestaran ayuda editorial, tomando nota de las invenciones que les gustaban y moldeando el libro en consonancia. Cuando Weems visitó East Hampton, la industria editorial aún no había nacido en los Estados Unidos. Había impresores en las ciudades y localidades importantes, pero en East Hampton no había libreros. Como Weems, muchos escritores en aquella época vendian sus libros ellos mismos-según el biógrafo de Marshall, Weems era un narrador capaz de cautivar a su auditorio tanto con el violín como con el tambor- o, si carecían del magnetismo de Weems, encargaban a otros esa tarea, como John Marshall y Bushrod Washington cuando contrataron en Richinorid al editor de un periódico federalista, quien a su vez contrató a Ormrod y a Weems para que recorrieran los caminos.

Escritores lectores no tardarán en reunirse de nuevo en una plaza de aldea mundial donde los primeros vuelvan a tocar el tambor o a contratar a un Weems para que lo haga por ellos. En la World Wide Web, los futuros narradores y sus lectores podrán mezclarse a su gusto y hablar por extenso. Escritores de libros de cocina, de jardinería, de guías regionales y otros textos informativos y de referencia pueden, si quieren, componerlos interactivamente con sus futuros lectores, al igual que Weems hizo probablemente con los suyos. Del mismo modo, poetas y otros narradores descubrirán al final del proceso que los compradores, identificables por sus direcciones de e-mail, aguardan la obra terminada en forma impresa, electrónica u otras formas que aún no han sido inventadas. Pero las guías, repertorios, catálogos, almanaques y demás, que quedan anticuados desde el día en que se publican, no necesitan reeditarse. En vez de eso, sus datos pueden actualizarse y recuperarse electrónicamente cuando sea preciso.

La mejor publicidad para cualquier libro es la divulgación de la boca a oreja. A este respecto, la aldea global ofrece un horizonte ilimitado. Pero la Web será algo más que una plataforma para la venta y promoción de libros. Algunos se compondrán interactivamente en la Web y otros estarán compilados a la espera de que los pidan desde fuentes aleatorias para ser expedidos electrónicamente en un solo bloque o en entregas periódicas. Empleados trasladados a nuevos emplazamientos en Seattle, Nalrobi, Taipei o Poughkeepsie recibirán de diversas fuentes de sus empresas compilaciones sobre las condiciones locales, historia, y prestaciones y acceso a un sitio Web que responda a preguntas adicionales a medida que vayan surgiendo. Pueden transmitirse programas de estudios interactivos desde un sitio determinado a estudiantes situados en lugares lejanos. Asimismo es posible enviar interactivamente asesoramiento médico, jurídico y financiero a usuarios individuales. Las perspectivas de la investigación multidimensional son seductoras para los historiadores y otros estudiosos. Al no estar ya los libros encerrados de por vida dentro de encuadernaciones fijas, los editores disponen en Internet de oportunidades inagotables de crear productos nuevos, útiles y lucrativos. La Web habría sido ideal para Walt Whitman y sus cambiantes ediciones de Hojas de hierba. También lo habría sido para Theodore Dreiser y Vladimir Nabokov, amargados por editores melindrosos e ignorantes, así como para los escritores de samizdat en la antigua Unión Soviética, y lo será para sus homólogos sometidos a las tiranías actuales.

Entre las muchas esclavitudes que suprimirá la World Wide Web figura la de las exigencias de rotación de que son victimas los libreros. En las estanterías infinitamente ampliables de la Web habrá espacio para una variedad prácticamente ilimitada de libros que pueden imprimirse por encargo o reproducirse en libros electrónicos o aparatos similares. La invención del tipo movible creó oportunidades que no podían preverse en la época de Gutenberg. Las que aguardan a los escritores y a sus lectores en el futuro próximo son infinitamente mayores.

Desaparecerán los obstáculos que entre escritores y lectores han impuesto las prácticas de edición tradicionales: un sistema de improvisaciones acumuladas a lo largo de generaciones por los caprichos y el estancamiento de tecnologías obsoletas. La plaza de la aldea global no será un paraíso. Será indisciplinada, polimórfica y políglota, como ha sido nuestro destino y nuestro medio desde que la autocracia divina mostró su fuerza derribando la torre de Babel monolingüe. Pese a las objeciones de incontables dioses locales y de sus vicarios, los escritores han improvisado desde entonces muchas torres imperfectas -claros en el bosque, mercados en Atenas, catacumbas en Roma, graffitis en paredes de mazmorras, samizdat en los campos de Siberia-, y seguirán haciéndolo en lo sucesivo, en una escala sin precedentes, en la World Wide Web. En este punto hay sólidos fundamentos para el optimismo. La facultad critica que nos permite distinguir el sentido del caos forma parte de nuestro bagaje instintivo, así como el don de crear y recrear civilizaciones y sus leyes sin seguir una guía externa. Los seres humanos poseen un genio para hallar su camino, crear dioses, organizar mercados, distinguir la calidad y atribuir valor. Esta facultad puede darse por supuesta. No hay motivo para temer que la aplaste la imponente diversidad de la Web. De hecho, esa diversidad ampliará estos poderes, o al menos eso es lo que mi experiencia como individuo de la especie humana me permite esperar.

Que los editores se adapten con previsión a esta oportunidad o dejen que lo hagan otros no está claro.
Lo que sí lo está es que en la World Wide Web las tareas de los editores pueden reducirse a un puñado crucial: soporte editorial, publicidad, diseño, digitalización y financiación. Para estas funciones, el tamaño
no confiere una ventaja y, en determinadas magnitudes, se convierte en un engorro. Presumo que las futuras unidades de edición serán pequeñas, aunque quizá dependan de una financiera central. En la medida en que los escritores entreguen el contenido de su mente directamente a la de sus lectores en la Web, como ha hecho Stpehen King, la labor editorial obsoleta, como el marketing, las ventas los envíos y el almacenamiento, junto con sus burocracias e ineficiencias inherentes, puede minimizarse y confiarse a empresas especializadas. Así, hay razones para creer que la edición de libros puede, en consecuencia, volver a ser una industria artesanal compuesta de diversas y creativas unidades autonómicas.

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