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Pantallaancha

diciembre 4, 2002

El canto del gallo en el jardín le sobresaltó como todas las mañanas. De inmediato, se encendieron las luces en la habitación y en la inmensa pantalla que quedaba a su derecha amaneció de forma delicada, sin estridencias. Ningún rayo del sol brillaba con mayor fuerza que el resto aunque el color de 16 bits se asemejaba con certeza a la realidad exterior. A los quince segundos, como en todas las fracciones de su vida que había consumido, el mismo pájaro de siempre cantó tres veces. Se revolvió en el lecho de algodón que estaba colocado inconexo en el centro de la habitación, equidistante con las cuatro paredes. Habían pasado 10 minutos exactos cuando desde un foco de cuarzo de 500 watios proyectaron un haz de luz que lo cegó durante unos instantes. Entonces, una vaca -en el jardín con el gallo, las ovejas, las gallinas y los cerdos- mugió. Automáticamente, las maquinas ordeñadoras se pusieron en funcionamiento y sirvieron un cuenco con leche fresca. Aquel individuo se incorporó, salió al patio y bebió la leche. Cuando retornó a la habitación, en la pared del norte aparecían un anciano que paseaba a un perro pequinés y una señora de cincuenta años, las mismas personas que transitaban por la misma calle cada mañana, treinta minutos después de que cantase el gallo. Aquel individuo sin nombre estaba desnudo pero no tuvo pudor porque no se sintió observado.

No tenía nombre. En realidad, era un ciberciudadano anónimo. Había crecido en aquella ínsula, entre la habitación y el jardín. La fortaleza no tenía puertas ni ventanas; en definitiva, ningún orificio que se comunicara con el mundo exterior. Las cuatro paredes de la habitación medían 10 centímetros de grosor. Eran de cristal líquido. Por la parte posterior eran opacas para que ningún ciudadano pudiera contemplar lo que sucedía en la casa digital. De frente, eran pantallas donde se proyectaban continuamente imágenes -siempre las mismas, programadas- en un circuito cerrado. En la pared del este había constantemente un río inmenso y cristalino, completamente azul. En el oeste, frente a la masa de agua, crecía un bosque profundo y verde. Al sur, se dibujaba siempre una calle por la que aparecían continuamente las mismas personas que se dirigían al mismo sitio. Y en la pared del norte, se sucedían los programas de televisión que veía la gente en el exterior.

El ciberciudadano tenía un mando a distancia con el que podía programar las distintas paredes de la habitación a su antojo. El agua del río podía correr sigilosa o saturarle los oídos. Podía elegir entre un caudal apagado, embargarse de azul e, incluso, todas las escalas intermedias. En cambio, sólo podía alternar entre dos imágenes diferentes. En una, aparecía un río rodeado de plantas con un par de peces rojos -siempre los mismos- chapoteando. En la otra, el paisaje estaba rodeado de rocas y montañas por las que se desprendía un hilo tímido de agua. El ciberciudadano tampoco pudo nunca graduar el olor del horizonte, ni el de la tarde madurando las plantas, ni tan siquiera el aroma que desprende el aire cuando se roza con el agua.

Con los botones del mando a distancia podía elevar el silbido de los pájaros en el bosque o anularlo por completo, adelantar la caída de las hojas de los árboles en primavera, apresurar la noche y el día -sin distinguir la diferencia entre ambas cosas- o aumentar el contraste de la tierra. Podía hacer que los conejos comieran de distintas matas de hierba, pero siempre eran los mismos conejos. El ciberciudadano conocía las flores rojas y las amarillas. Pero ignoraba las azules y las violetas. Había visto la imagen de un abeto, sin embargo, nunca había estado sentado a los pies de una encina. Le resultaba agradable el canto del jilguero, \pero nunca había escuchado el aullido de los perros. Podía modificar y alternar la imagen del bosque pero no podía avanzar por el espesor. Así, que pronto se cansó de combinar las mismas flores, los mismos árboles, los mismos conejos, y la imagen del bosque permaneció fija, muda. El aire soplaba pero no se sentía. Los jilgueros cantaban -siempre tres veces- aunque pasaban desapercibidos. Y las flores rojas y amarillas dejaron de florecer.

En la pantalla que se levantaba en la pared del sur siempre había de fondo una calle. El ciberciudadano podía variar entre cinco escenarios diferentes: una avenida, una calle recortada y sin salida, un ensanche con una plaza, un residencial con casas bajas y otro con bloques de pisos. Por estas calles deambulaban personas. Con el mando a distancia podía arrastrar a los actores de un escenario hasta otro. Pero siempre eran los mismos actores: un anciano con un perro, una señora de cincuenta años que no hacía nada en especial, un niño que botaba una pelota tres veces consecutivas cada cinco minutos, dos niñas que saltaban a la comba y se tropezaban cuando levaban ciento cincuenta vueltas, un señor de treinta años al que podía cambiar de traje pero que nunca soltaba su maleta y una chica de veinticinco que nunca le miraba a los ojos. El niño podía jugar a la pelota en la plaza del ensanche e incluso en la avenida, pero nunca saltaba la comba. El anciano no se cansaba de caminar pero no consiguió llegar a ninguna parte. Y de la señora de cincuenta años no se supo si vivía en las casas bajas o en los bloques de pisos. El niño nunca se convirtió en señor de treinta años ni en anciano. Las niñas nunca se aburrieron de saltar a la comba. Ciberciudadano no pudo apreciar los rostros de aquellas personas porque siempre caminaron de espaldas. Así, que se hartó de contemplar las mismas calles, la misma gente anónima y se desentendió de la pantalla de la pared del sur, como había hecho meses antes con las imágenes del río y con la representación del bosque.

Así que ciberciudadano se dedicó por completo a contemplar la pared del norte, donde se proyectaban los programas de televisión. El poder sugestivo de aquellas imágenes encadenadas en planos medios, cortos y generales era mucho mayor que el cuadro estático del bosque o del río. Las secuencias se enlazaban en fotogramas de pocos segundos que mantenían la atención de manera persuasiva. No había tiempo para distraerse. Todo lo que él sabía lo había aprendido de aquella pantalla. Había visto sucederse a personas una detrás de otra, en distintos canales, pero no conocía lo que era la amistad. En las películas había presenciado a gente besarse pero no comprendía porque lo hacían ya que ignoraba el sentimiento del amor. Alguna vez había coincido mientras cambiaba de canal con alguna escena de cama pero no tuvo la necesidad de poseer a nadie porque desconocía si existía alguien más. Sólo se había relacionado con imágenes ilusorias e intangibles. El ciberciudadano sabía escuchar los testimonios de los entrevistados pero era incapaz de dialogar.

Cuando tenía hambre salía al jardín. En el patio había distintas jaulas pero no se podía diferenciar que había en el interior. En una había cinco vacas conectadas a máquinas ordeñadoras para dar leche cada mañana. En otro departamento estaban las gallinas y el gallo. Otro cajón era para las ovejas y, finalmente, uno para los cerdos. El ciberciudadano se acercaba a las diferentes jaulas y le bastaba con presionar un botón de su mando a distancia para obtener productos manufacturados de cada uno de los animales. El ganado se reproducía de manera instintiva y nunca faltaba alimento.

En la parte derecha del jardín estaban los árboles frutales encerrados en cajas opacas de metraquilato con un solo orificio en la parte superior. Ciberciudadano no podía alcanzar los frutos pero estos caían al suelo cuando maduraban de manera automática. El olor a azahar, a almendro y a ciruelo en primavera era lo único abstracto que se podía apreciar en aquella fortaleza.

Cuando ciberciudadano había saciado el hambre volvía al asiento en la habitación y continuaba viendo la pantalla de la pared norte. Cuando alguna imagen le desagradaba o no le sugería nada cambiaba de inmediato. Así que nunca reparó en la pobreza, en el hambre, en los desastres medioambientales, en la desigualdad, en los asesinatos. Tampoco en la soledad, en la injuria o en el abandono. A veces, había contemplado paisajes de este tipo pero no tenía competencia para asociarlo a su idea correspondiente.

De este modo se sucedieron las fracciones de su vida disueltas en fotogramas. Pero un día, al salir al jardín para tomar un poco de leche, notó un agujero en uno de los muros fruto del aire, que al mezclarse con la arena había ido corroyendo el sillar. Al principio no le dio importancia. Sin embargo, un haz de luz le cegó y le alumbró la piel. La inclemencia era mayor que la del foco de cuarzo de 500 watios pero la sensación le resultó más dulce. Sintió curiosidad y se asomó al agujero. En los primeros momentos sólo sabía distinguir manchas pero, al poco tiempo, comenzó a asociarlas con las imágenes que había visto en las pantallas. Una mancha azul extensa le recordó a la pared del este, donde se proyectaba el río. El caudal se iba iluminando poco a poco con los rayos de sol y ganaba brillo. El ciberciudadano no estaba adiestrado para oler, pero una bocanada de aire fresco le inundó por dentro y le recordó los momentos de asfixia cada primavera cuando en el jardín florecían los almendros, los naranjos y los ciruelos. Estuvo tentado de atravesar el agujero y salir al exterior pero regresó a la habitación seducido por las imágenes de la pared del norte.

A las pocas horas retornó al jardín para tomar una pieza de fruta y algo de queso de la jaula de las ovejas. La brisa del río había humedecido las lozas del patio y algunos insectos se habían introducido por el agujero del muro. Se acercó nuevamente hasta el orificio y se inclinó para dilucidar de dónde procedía la hilera de hormigas que serpenteaban por el sillar y se colaban en su huerto artificial a robarle las semillas. Al asomarse, el mando a distancia se le escapó entre las manos y se precipitó en el exterior. En el inicio no le dio importancia y volvió a la habitación pero no pasaron cinco minutos cuando las imágenes de la pantalla de televisión en la pared norte le aburrieron y no pudo cambiarlas. Trepó entonces por la pared del jardín, se deslizó por el agujero del muro y saltó hacia el exterior para recuperar su mando a distancia. Nada más tomar contacto con el suelo las briznas de hierba que crecían alrededor del río le humedecieron las plantas de los pies y le hicieron cosquillas. Notó un escalofrío hasta la cintura que le resultó agradable y caminó sobre la hierba verde desnudo, se revolcó y rodó hasta llegar a la orilla del río. Chapoteaban dos peces rojos pero también amarillos, grises y de varios colores. En un margen había plantas y en el otro desfenecía los pies de una montaña. Al ciberciudadano le tentó la curiosidad de tocar el agua del río e introdujo delicadamente su mano derecha mientras sostenía con la izquierda el mando a distancia. Nada más tocar con las yemas de los dedos el caudal del río se sobresaltó y se retiró de golpe. El agua estaba demasiado fría y le repelió.

De pronto, distinguió a lo lejos el canto de un jilguero. Sonó una vez, dos veces, tres… y cuando retiró su atención porque dio por finalizada la frecuencia, enlazó un trino mecido y prolongado. Junto al canto del jilguero -que él había oído en la pantalla de la pared del oeste- apreció otros sonidos nuevos, seguramente de otros pájaros. Dejó a un lado el río y avanzó por el bosque. Había abetos, pero también encinas y olmos. Los conejos se retiraron al verlo e intentó sin éxito alcanzarlos. Tanto corrió que se perdió en el espesor del bosque y no supo regresar. Caía la tarde y una luz de pomelo arrastraba sus brazos sobre las ramas. Una luz que nunca había experimentado y que acarició los pliegos de su piel. Caminó hasta alcanzar una meseta de eucaliptos, donde el olor le limpió las entrañas. Allí permaneció varios minutos aspirando el aroma, desnudo, natural, con el mando a distancia en la mano izquierda. Descubrió flores rojas y amarillas. Y, al lado, otras similares color azul y margaritas blancas. Despreció las rojas y las amarillas porque ya las había visto en imágenes y se dedicó a recoger pétalos de margaritas y nardos. Se entretuvo oliendo los arbustos, los setos, todas las plantas, hasta que se hizo de noche. El ciberciudadano disfrutó también de la sensación de la oscuridad en aquel paraje y continuó caminando sin rumbo, como los cinco actores de la pared del sur. Cuando tuvo hambre engulló los pétalos que había recolectado pero les defraudó el sabor. El olor había sido más excelso. Entonces, el bosque comenzó a emitir ruidos desagradables que intentó suavizar con su mando a distancia. Aullaban los lobos, crujían las hojas de los abetos y no conseguía dar brillo al negro profundo que se imponía en el espacio. Sintió algo parecido al miedo que no supo distinguir y se tumbó en el suelo hasta que se quedó dormido.

Al amanecer, de nuevo el sol desveló sus ojos y el reflejo en la retina le resultó, al principio, amargo pero, más tarde, tremendamente dulce. Sin embargo, se sentía atrapado en el trance diario de noches que aterrizaban de improvisto y días que se precipitaban desde el horizonte. No podía controlar los ratos de oscuridad y diferenciarlos de la luz de la mañana. Había dormido debajo de una encina, recostado sobre su tronco. Cuando se incorporó, distinguó a apenas cien metros una calle empedrada similar a las que se proyectaban en la pared sur. Instintivamente buscó al anciano, al hombre de treinta años, a las niñas, al niño con la pelota, a la vieja, a la muchacha de 25. Pero no encontró nada. Caminó por el bosque hasta que consiguió abandonarlo y se introdujo en un laberinto de calles empedradas que configuraban avenidas de distintas formas y tamaños, con casas bajas y altas, bloques de pisos, ruinas, iglesias y otro sinfín de edificios que nunca había contemplado. De pronto surgieron masas de gente que caminaban por las calles sin rumbo preciso, con prisa -mucha prisa-. Había ancianos, jóvenes, niños, mujeres… pero a diferencia de lo que sucedía en la pared sur, donde siempre deambulaban de espaldas, el ciberciudadano sí pudo distinguir sus rostros. Nunca había contemplado nada igual. Los rasgos de algunas personas le resultaban agradable; en cambio, otros le provocaron repulsa. Sin embargo, no sabía distinguir la belleza, como tampoco la dulzura o la bondad. Cuando observó a todas aquellas personas comenzó a descubrirse a sí mismo. Se palpó la cara y notó un saliente abultado a mitad del rostro, arrastró las yemas de los dedos de su mano derecha por los labios e introdujo, por error, el anular en uno de sus ojos hasta que notó escosor. Nunca antes había tocado a nadie y no conocía la sensación que provocaba la tesura de la piel humana. Sólo en ese momento reparó en que estaba desnudo cuando apreció en su cuerpo partes que el resto llevaba ocultas. Y sintió pudor sin saber con certeza de que sentimiento se trataba.

Podía escuchar a la gente hablar entre ellos e incluso entendía las palabras. Pero no sabía dialogar. Como no diferenciaba las calles tropezaba continuamente. A medida, que fue discurriendo el día, el sonido se fue haciendo mayor hasta que saturó sus tímpanos.

Chillaban los vendedores de pescado, lloraban los niños, frenaban los coches… Él intentaba sin éxito graduar el volumen con su mando adistancia, pero estaba indefenso.

Se sintió cansado y se detuvo en un callejón de piedras húmedas y arcos dilapidados en cal. Al margen del tiempo, los sonidos se detuvieron e incluso pudo distinguir el canto de un jilguero una, dos, tres veces… y luego su trino, prolongado, hilvanado de plata. Estaba allí, desnudo, fundido con las rocas mudas del callejón y los zócalos de las paredes. De pronto, vio aparecer por uno de los extremos a una muchacha de veinticinco años. Era la misma que se contoneaba por la pantalla líquida de la pared sur. Pero, esta vez, pudo distinguir su rostro. Llevaba una melena morena ensortijada que le caía sobre el hombro derecho con rizos serpenteados. Los ojos se polongaban verdes e incisivos y sus labios redondeaban el mentón recatado que remataba la cara. Ciberciudadano tuvo necesidad de poseerla, una sensación que desconocía. Nunca antes había experimentado algo parecido. Toda su naturaleza humana se estremeció y se le erizó la piel. Entonces, aquel individuo se lanzó hacía la muchacha de veinticinco años que había visto tantas veces en la pantalla y, sin mediar palabra, la intentó besar con fuerza, como había visto hacer en las películas que proyectaban en la pared norte. Pero la muchacha lo rechazó, auque él no conocía el sentimiento del rechazo. Sin embargo, algo de dolor turbio se le agarró al corazón y, sin darse cuenta, lloró. Nunca antes había llorado. Apuntando con su mando a distancia hacia la muchacha intentó hacerla volver, arrastrarla hasta sus brazos con el puntero de la pantalla y besarla de nuevo, sin saber lo que es besar. E incluso abrazarla, sin conocer el abrazo. Pero la muchacha caminó hacia ninguna parte. Y las paredes de la pantallancha se precipitaron sobre él.

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