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El hombre cansado

diciembre 4, 2002

Una de las consecuencias de la grave crisis económica sufrida por nuestro país los últimos años ha sido el paro en los mayores de cuarenta y cinco años.

Andrés había entregado 30 años de su vida a aquella empresa. Su padre, que se había jubilado allí, le había recomendado cuando, a los dieciocho, había decidido que no quería seguir estudiando.
Auspiciado por unos pequeños ascensos y subidas de sueldo, consiguió formar una familia, de las que hay millones en España, matrimonio con un par de hijos, de clase media.
Había podido proporcionar a sus pequeños todo lo necesario para que se convirtieran en dos buenos muchachos de catorce y dieciséis años. Y, a estas alturas, su ilusión era pagarles una carrera universitaria a cada uno. Ellos debían tener una vida mejor que la suya.
De repente, cuando ya hacía tiempo que en los telediarios, el tema de la crisis económica, se había convertido en recurrente, se inició un rumor entre los compañeros.
Se decía que las ventas habían caído en picado los últimos meses. Que si la cosa seguía así iban a tener que presentar un expediente de regulación de empleo. Las primeras medidas de saneamiento ya se habían dejado sentir cuando despidieron a todos los eventuales de la plantilla.
Para Andrés fue como un mazazo. Hasta aquel momento no se había planteado la posibilidad de quedarse sin trabajo a estas alturas de su vida.
Cuando se llega a la madurez, un futuro seguro es la base del resto de la existencia. Es necesario saber que se seguirá disfrutando de un nivel económico suficiente como para no tener que preocuparse hasta el día de la jubilación, la cual, incluso, se refuerza por medio de un Plan de Pensiones por si acaso.
El valor y la fuerza de la juventud se van gastando con el tiempo y el uso, como la batería de un móvil, y el miedo a la incertidumbre, se vuelve insuperable.
Así las cosas y, casi sin darse cuenta, Andrés entró en el periodo más oscuro de su vida. Navegaba en un océano de angustia infinita, como el condenado a muerte que espera que se cumpla su sentencia. Y ese día, al fin, llegó.
Le llamaron al despacho del gerente por primera vez en sus treinta años en la empresa.
El director fue muy amable. Le agradeció sus desvelos y el trabajo bien hecho. Después se perdió en una serie de explicaciones con las que intentaba justificar el destrozar una vida en favor del dinero y usó su habilidad para el chantaje moral explicándole que, su sacrificio, facilitaría que otros compañeros, más jóvenes y con niños pequeños, pudieran conservar su puesto.
Le puso delante unos papeles para firmar y un cheque con una cantidad que era menos de la mitad de lo que, legalmente, le correspondía.
Hasta ese momento había conseguido mostrar una fortaleza que distaba mucho de sentir pero, cuando llegó a su casa, y tuvo que plantarse delante de su mujer para decirle que se había quedado en el paro, se derrumbó.
Los siguientes meses se diluyeron en un ir y venir arreglando papeles e intentando adaptar la economía familiar a los nuevos ingresos. Todos en la familia tuvieron que sacrificar cosas pero, y gracias también a la indemnización, consiguieron evitar problemas financieros.
Andrés parecía animado, no había problema, quizá tardara un poco pero, al final encontraría algo, «Dios aprieta pero no ahoga».
Pasados los dos años de subsidio y después de tener que solicitar la ayuda familiar, nuestro hombre se dió cuenta que, eso, no era más que una frase hecha. ¡Dios ahoga, y de que manera!.
Su hijo empezó a trabajar de repartidor de pizzas y sus estudios se resintieron. Probablemente ya no sería el universitario que él tanto había soñado.
Se sentía el hombre más fracasado del mundo. Estaba convencido de que le había fallado a su familia.
Al principio había ido a algunas entrevistas de trabajo pero, en ese período, fue consciente de verdad, de lo que su edad le condicionaba. Siempre era superado por chicos unos cuantos años más jóvenes que él.
Pasados cuatro años y con cincuenta y dos a sus espaldas, Andrés ya parecía un jubilado prematuro.
Su hijo mayor corrió la misma suerte que él y abandonó sus estudios, en aquel momento trabajaba en una gasolinera.
Por suerte, el pequeño había podido cursar un grado superior de administración. Estaba de becario en un banco con la esperanza de que, pasado ese período, le contrataran.
Pero nuestro héroe cotidiano hacía tiempo que se había rendido. No se molestaba en apuntarse a ofertas de empleo. Ya ni siquiera le llamaban para hacer trabajos esporádicos para el ayuntamiento.
El naufragio de su vida le había dejado en una playa desconocida, desnudo y… ¡Solo!. Mortalmente solo. Porque su mujer decidió que no podía luchar más con el agrio e irascible carácter de un marido que siempre había sido la dulzura hecha hombre. Se refugió en su familia y, uno de sus hermanos, al que, al contrario que a él, la vida si sonreía, le pagaba un dinerillo por cuidar de sus hijos y su casa.
Por tanto, Andrés, se pasaba el día deambulando por la calle sin rumbo fijo y sintiéndose el más desgraciado de los mortales. Al atardecer volvía a su casa para cenar en familia e, inmediatamente, se iba a dormir.
Era un fantasma, como si hubiera muerto pero su espíritu continuára cohabitando con sus seres queridos.
Y de pronto ocurrió. Cuando se dan estos sucesos la gente suele utilizar la típica frase: «ves como Dios existe y no abandona a sus hijos». O vuelve la consabida «Dios aprieta pero no ahoga» mientras se deja a un lado la botella de oxígeno.
En definitiva que un día Andrés recibió la ansiada llamada y, como es lógico después de más de cuatro años esperando, ésta le pilló fuera de juego. Cuando oyó por el auricular: «Buenos días, pregunto por el Sr. González», estuvo a punto de contestar que su hijo no llegaba a casa hasta por la tarde.
¡Pero quizá no!, con voz apenas audible, dijo: «¿A qué Sr. González se refiere?».
«Oh, sí, perdón. Andrés González». La seguridad y la fuerza con la que su interlocutor pronunció su nombre le sobresaltó. Se quedó callado. El hombre del teléfono continuo: «Le llamo de la empresa Enterprise Company referente a una oferta de empleo a la que usted optaba.»
Sus manos empezaron a temblar. No se acordaba de que solicitud de empleo se trataba y, a estas alturas, le daba igual. El solo quería recuperar su vida, volver a ser él, y hubiera aceptado hasta robar un banco si ese hubiera sido el caso.
«Sr. González, ¿está usted ahí?». Sin darse cuenta había permanecido dos minutos largos en silencio mientras todos estos pensamientos pasaban por su cabeza.
«¡Sí!. Disculpe, me ha pillado desprevenido. Sé que puede sonar raro pero, en este momento no recuerdo de que se trataba el trabajo».
«Lógico, no se preocupe, han pasado ya muchos meses. Pero por cuestiones administrativas nos hemos visto obligados a parar, durante un tiempo, la búsqueda que habíamos iniciado. Somos una empresa de tecnología punta y el puesto ofertado es el de jefe de producción en nuestra fábrica de Emiratos Árabes».
El temblor de sus manos aumentó de tal manera, que amenazó la integridad del auricular que sujetaba.
La educada voz continuó, «si le va bien, podemos quedar mañana a las nueve de la mañana».
«Estupendo, allí estaré. ¡Muchísimas gracias!». Y la voz de Andrés sonó distinta,  con un entusiasmo que hasta a él le costó reconocer.
Apenas pudo dormir en toda la noche. Se movía, inquieto en la cama hasta que, su mujer empezó a quejarse. Por su cabeza pasaba una y otra vez diferentes versiones de la entrevista. Barajaba las posibles preguntas y construía elaboradas respuestas que le hicieran parecer el perfecto profesional y el hombre más equilibrado del mundo.
Espero a que todos los miembros de la familia se fueran a sus obligaciones diarias y se plantó delante del armario. Después de muchas vueltas eligió el traje de la boda de su cuñado. Tenía más de quince años pero era lo más nuevo que tenía. Al haberle dado más uso a la camisa los puños estaban un poco gastados pero, debajo de la chaqueta no se verían.
Tuvo que cambiar dos veces de autobús antes de llegar a su destino, pero, estaba en la puerta diez minutos antes de la hora prevista.
El sitio le impresionó. Eran unas oficinas muy modernas y con mucha clase. Rodeada de jardines, el silencio imperaba dentro del recinto.
El individuo que le recibió y que se presentó como el jefe de personal, parecía sacado de un anuncio de «El corte Inglés». Saludo a Andrés con un fuerte y seguro apretón de manos que le dejó marcada la huella de su aroma en la palma.
Le llevó a una habitación amplia, con grandes ventanales que mostraban parte del bonito jardín. El suelo estaba cubierto de alfombras y cómodos y mullidos sofás se agrupaban alrededor de mesitas de café en diferentes rincones de la estancia.
Más que una sala de reuniones, parecía un salón de té de lujo.
Andrés se sintió pequeño y vulgar dentro de aquella magnificencia. Con su traje de saldo quince años pasado de moda, su corbata, la única que tenía, manchada con nata del pastel de la última boda a la que asistió y su camisa de mangas raidas.
Y, sobre todo, con la inseguridad y la ansiedad de la persona que sabe que este es su último tren. Que si no consigue subirse a él se quedará en la estación para siempre, sin poder recuperar el respeto de su familia, sin contar para la sociedad. Aquella sombra molesta que sólo aparece en las estadísticas de los informativos.
Las preguntas, al principio, fueron las normales. Estudios, experiencia, situación laboral y familiar.
Pero la encorsetada charla profesional fue degenerando a temas más personales lo que provocó que Andrés empezara a relajarse. El jefe de personal pidió unos cafés a su secretaria y su voz se tornó cálida y confidencial. Le habló de su propia familia, de sus hijos y la preocupación que estos le generaban.
Él, a cambio, le contó de sus muchos años de trabajo en su anterior empresa. De la magnífica situación en la que se encontraba antes del despido y de estar convencido que iba a durar para siempre. Cuando se dio cuenta, estaba vertiendo toda la frustración, la pena, la desesperación que los años pasados en su situación de desempleo le habían generado.
El jefe de personal escuchaba. Era un experto oyente. Mantenía la mirada prendida de los ojos de su interlocutor. Su expresión era atenta, comprensiva y solo interrumpía para introducir alguna frase de aliento o dar un apretón de consuelo al brazo de Andrés.
La entrevista duró dos horas. Cuando el entrevistador se inclinó hacía adelante en su asiento, gesto inequívoco de que está había finalizado, nuestro protagonista espero las consabidas frases: «muchas gracias por su interés en el puesto» y «pronto recibirá noticias nuestras».
Pero no fue eso lo que oyó. Recuperado el tono profesional de alguien acostumbrado a dar ordenes le informó de que el puesto era suyo. Que al día siguiente se pasara por las oficinas a recoger el billete de avión pues necesitaban que empezara lo antes posible un curso acelerado sobre algunas cuestiones técnicas.
Así mismo le aconsejo que viajara solo y que, una vez acomodado, trasladara al resto de la familia.
Andrés volvió a su casa montado en una nube, esperando despertar en cualquier momento. Compró una botella de cava por el camino y reunió a toda la familia.
Conforme iba relatando toda la experiencia vivida ese día, su entusiasmo se iba diluyendo ante la cara de desconfianza de su mujer.
Una vez acabó se enfrentó a ella, «¿qué te pasa, acaso no estas contenta?».
Ella le miro con la dulzura que pone en los ojos el cariño resultante de muchos años de convivencia, «Claro que sí, mi amor. Es solo que me parece demasiado bueno para ser verdad. Y no quiero que te hagan daño».
Pero él estaba demasiado necesitado para hacer caso del sentido común, así que, al día siguiente, su familia le vio partir con la felicidad y el entusiasmo pintados en la cara.
Y fue una bonita última imagen la que tuvieron de él. Porque Andrés jamás regreso.
No volvieron a tener noticias de él. La policía le busco durante un tiempo pero no tenían ningún dato de la supuesta empresa que le había contratado y no hallaron el más mínimo rastro de su presencia en Emiratos Árabes. Ni siquiera les constaba que hubiera salido del país.
Pasado el tiempo legalmente requerido, fue dado por muerto.
Pero Andrés estaba vivo. Bueno, no exactamente él. Sus riñones vivían en una adolescente de Londres y un magnate de Berlín. Su corazón seguía latiendo en el pecho de un empresario japonés. Sus córneas…

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