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Las sentencias de los filósofos

diciembre 4, 2002

Deseas que añada a estas cartas, como a las anteriores, algunas sentencias de nuestros grandes maestros. No nos entretendremos en florecitas, porque todo el tejido de su obra es bien grave y viril. La desigualdad aparece cuando las cosas altas quedan de manifiesto; no despierta admiración un árbol cuando todo el bosque se eleva a la misma altura. Colmadas de estas sentencias encontramos las obras de los poetas y las historias. No quiero, pues, que creas que son de Epicuro: son de todos, y, por añadidura, nuestras; pero en él son más notadas, porque aparecen raramente, porque son inesperadas, y porque es admirable que tan firmes palabras broten de un hombre que hizo profesión de molicie. Pues de esta manera lo juzga la mayoría de la gente; para mí, Epicuro es también fuerte aunque vaya con mangas. La fortaleza, la habilidad y la prontitud para la guerra pueden encontrarse tanto entre los persas como entre los pueblos vestidos de largo. No exijas, pues, sentencias extraídas y citadas de otros, pues en los nuestros es continuo lo que en los demás se encuentra escasamente. No tenemos aquellos escaparates para engañar al comprador, el cual sólo encontrará, cuando entre, aquellas cosas que ve colgado delante de él; nosotros le permitimos escoger en todas partes las muestras. Hazte cargo de lo que sucedería si nosotros quisiésemos separar cada una de las sentencias del montón de todas. ¿A quién las atribuiríamos? ¿A Zenón, a Cleanto, a Crisipo, a Panesio, o a Posidonio? No somos súbditos de un rey, antes cada uno de nosotros reclama su libertad. Otros atribuyen a un solo maestro todo lo que dijera Hermaco o Metrodoro; todo lo que cada uno dijera en aquella escuela lo dijo bajo la guía y los auspicios de uno sólo. Nosotros no podemos, lo repito, aunque lo intentemos, extraer nada de una tal muchedumbre de cosas iguales; «contar el rebaño hace pobre». Donde quiera que pongas los ojos sorprenderás alguna cosa que podría ser sobresaliente si no la leyésemos entre tantas otras. Por lo tanto, abandona la esperanza de poder gustar sumariamente el genio de los varones más grandes; precisa que los estudies y los manejes por entero. El plan va siendo tejido hilo a hilo en la obra del genio, y nada puede ser sustraído sin destruirlo. No te prohíbo que los examines uno a uno, con tal que los refieras al mismo hombre; no es bella la mujer cuyo brazo o cuya pierna se alaba, sino aquella cuya figura suscita en los que la contemplan la admiración por el conjunto de sus miembros. Pero si lo exiges no me comportaré contigo con escasez, sino que te serviré a manos llenas: por todo encontramos gran cantidad de sentencias; se pueden recoger al azar sin elegirlas. No caen sólo de cuando en cuando, manan a chorro; las encontramos formando sin interrupción un solo tejido. No dudo que de aquel modo son más provechosas a los rústicos, a los que escuchan desde fuera, pues son recordadas más fácilmente las sentencias concisas y condensadas a manera de versos. Por ello hacemos aprender a los muchachos sentencias sueltas, y lo que los griegos llaman «crías», pues el alma de los niños puede así comprenderlas y no lo podría hacer con cosa más extensa. Al varón que ya ha progresado bastante no le corresponde, empero, andar buscando florecillas, ni apoyarse en un corto número de sentencias conocidísimas; no le corresponde luchar a fuerza de memoria: que luche ya sólo consigo mismo; que pronuncie palabras propias y no ande repitiendo razones de otro, ya que es cosa vergonzosa para el anciano, o para quien se avecina a la ancianidad, poseer como única sabiduría cosas aprendidas de memoria. «Esto lo dijo Zenón.» ¿Y tú que dices? «Esto lo dijo Cleanto». ¿Y tú, qué? ¿Hasta cuando te moverás sólo siguiendo la voz ajena? Manda tú alguna vez, di alguna cosa que puede confiarse a la memoria: saca algo de tu fondo. Todos estos hombres, nunca autores, siempre intérpretes, escondidos bajo la sombra de otro, para mí no tiene nada de valerosos, pues nunca se atreven a realizar finalmente aquello que llevan aprendiendo desde hace mucho tiempo. Ejercitaron su memoria en otra ajena, pero una cosa es recordar y otra saber. Recordar es tener una cosa encomendada a la memoria; al contrario, saber es haberla tomado propia y no estar ya pendiente del ejemplo, de tener que mirar constantemente al guía. «Esto lo dijo Zenón, aquello Cleanto.» No te limites a ser un libro. ¿Hasta cuándo aprenderás? Ya es hora que enseñes. ¿Qué es lo que puedo oír de ti? «La viva voz es muy importante», me dices. Pero no aquella que pide prestadas palabras de otro, que sólo realiza oficio de escribano. Añade que estos hombres que nunca salen de la tutela de otro, primeramente siguen a los antiguos en aquello de que nadie se ha separado jamás, después en aquello que aún se anda buscando y que no se encontrará nunca si nos contentamos con las cosas que ya han sido encontradas. Por otra parte, quien siempre va siguiendo a otro no encuentra nada, ni tan sólo busca. ¿Pues, qué? ¿No debo seguir las pisadas de mis antepasados? Yo seguiré también el camino abierto; pero si descubro otro más corto y más llano lo abriré. Los que trillaron estos caminos antes que nosotros no son nuestros amos, sino nuestros guías. La verdad se ofrece a todos, aún no ha sido ocupada; mucha parte de ella ha sido dejada a la posteridad. Consérvate bueno.

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