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La mujer 121

diciembre 4, 2002

Marie era una preciosa niña de diez años. Unas largas trenzas rubias enmarcaban un óvalo facial pequeño, de tez pálida, casi ocupado por unos inmensos ojos azules, bordeados de largas y espesas pestañas negras.
Marie apareció un día deambulando por las calles de Londres. Tenía tres años y parecía estar sola. Apenas hablaba, dormía en cualquier rincón y comía de la basura de la calle. Iba vestida con apenas unos harapos y caminaba descalza.
Unos policías decidieron, acuciados por sus conciencias, llevarla al orfanato de St. Mary. Como no tenía nombre ni apellido, el director de la casa cuna le puso el mismo que ostentaba la Institución, y así, la niña vagabunda y anónima pasó a llamarse Marie Must. Le preguntaron muchas veces por sus padres pero ella decía o directamente se negaba a recordar. Por tanto, las autoridades decidieron inventar una historia para ella. No era nada original, la sufrían miles de niños en aquella época, madre prostituta, padre desconocido, cuartucho de los suburbios. La pobre meretriz, enferma de sífilis muere ignorada en el mugriento agujero que hace de casa. Nadie se percata durante mucho tiempo y la niña, acuciada por el hambre, escapa y vagabundea por las calles hasta que es recogida y llevada a la inclusa.
No se sabrá nunca si fue eso lo que le ocurrió a Marie pero ella lo acepta porque, con el tiempo, olvida que, su origen, fue inventado por otros y lo incorpora a su memoria como si fuera cierto.
Corría el año 1830 y había estallado la Revolución Industrial. A las clases poderosas, formadas hasta entonces por nobles, comerciantes, banqueros, terratenientes, se incorporará un nuevo elemento ciego y hambriento de poder, carente de escrúpulos. Su único dios será el dinero y hará cualquier cosa para obtenerlo. Su método preferido, la explotación. Me refiero, claro está, a los empresarios.
Y como «poderoso caballero es don dinero», estos depredadores tendrán el apoyo incondicional de las autoridades en detrimento de los pobres explotados.
El objetivo de estos empresarios será que, el margen de beneficio entre la manufactura y la comercialización sea lo mayor posible. Para ello intentarán gastar lo menos posible en la mano de obra. Por tanto las condiciones laborales de lo que se dio en llamar por primera vez «obreros» serán lamentables. Ósea, exactamente igual que ahora, siglo XXI.
Aunque las circunstancias eran ideales para poder tener grandes beneficios con pocas inversiones, el objetivo de la reducción de costes les llevó a prescindir del trabajo masculino, más caro. Habían descubierto a los «obreros» ideales, las mujeres y los niños. Los podían mantener en sus puestos durante 17 horas seguidas a cambio de unas pocas monedas pero nunca protestaban.
Una de las fuentes principales que generaba gran cantidad de estos trabajadores infantiles eran los orfanatos. Los gestores de estas «caritativas» instituciones proporcionaban la mano de obra a cambio de un agradecimiento monetario.
Marie siempre había sido una niña buena, obediente. Era dispuesta, limpia y nunca protestaba o se enfadaba. Por tanto era una candidata ideal para acabar atada a un telar en la industria textil.
La despertaban a las 5 de la mañana fuera invierno o verano. Aunque lloviera a cantaros o se congelara el aliento. Con un delantal encima de su vestido de entretiempo y una bufanda que una vez le regaló una dama «piadosa», caminaba con sus compañeros durante una hora para llegar a la fábrica. Les daban un mendrugo de pan y un trozo de queso que servía como almuerzo y comida.
Inmediatamente les colocaban en sus puestos que solo podían abandonar dos veces durante la jornada para hacer sus necesidades en un patio al que se le pasaba agua de vez en cuando.
Roían sus exiguas vituallas sin parar de trabajar.
De vuelta al orfanato, ya noche cerrada, apenas tenían fuerza para beber un vaso de leche aguada. Inmediatamente caían en un sueño pesado, producto del cansancio extremo.
Y pasaron cinco años. Marie se había convertido en una jovencita alta y muy delgada. Más pálida si cabe, más callada si eso era posible. Sus ojos azules eran opacos, hundidos, rodeados de negras sombras. Sus manos, prematuramente artríticas y su espalda encorvada eran el premio a todos los años de duro trabajo.
Pero ella se había resignado a su destino lo mismo que, de niña, aceptó un pasado impuesto. Sin protestar, sin rebelarse.
Pero el azar juguetón hizo que un día Marie conociera a una chica de su misma edad. Y quiso, así mismo, que acabara trabajando a su lado en la fábrica textil. Y la crueldad del hado no sería completa si esta chica, que se convirtió en la hermanita que Marie nunca tuvo, no estuviera enferma de tuberculosis.
Nuestra dulce niña, esa que jamás alzó la voz, que era dócil como una hoja movida por el viento, llevada por el amor fraternal y el instinto de protección del débil que toda mujer lleva dentro, pasó a tomar el protagonismo del huracán.
Se enfrentaba a los encargados de la sección de telares para conseguir más descanso para la enferma. Se colaba en la cocina de estos y robaba pan y lonchas de jamón para que pudiera alimentarse mejor.
Al principio no se le dio demasiada importancia a este cambio de actitud. Solo era un hecho aislado.
Pero una mañana, Ruth, dos telares más allá de Marie, se negó a que su hijo, Peter de ocho años, fuera obligado a empujar rollos de tela de 25 kilos.
Poco a poco, el espíritu de rebeldía fue prendiendo entre las trabajadoras como la chispa de un rayo en la hojarasca seca.
Inicialmente fue algo aislado, individual, con poca decisión. Luces que brillaban un momento y se extinguían rápido. Pero los corrillos a la salida cada vez eran más numerosos. Las voces de protesta fueron in crescendo de tal manera que se convirtieron en gritos que llegaron a oídos del que ocupaba el puesto más alto, el amo. Pasado el estupor inicial del que no entiende que unas pocas mujeres hallen el valor para enfrentarse a él, gran señor, su dueño, este se dio cuenta de que debía tomar represalias antes de que todo aquello se tradujera en perdidas para su pecuniario.
Buscó a las cabecillas, las incitadoras, las que con sus palabras incendiarias y sus razones inventadas habían conseguido arrastrar con ellas a esas otras pobres desgraciadas que se habían creido que tenían derecho a una vida mejor.
Porque las revoluciones no tienen justificación sino proselitistas charlatanes y convincentes.
Cuando consiguió la información que necesitaba, hizo lo que todo poderoso para luchar contra las reivindicaciones justas, utilizar la violencia y la represión.
Y así nuestra dulce Marie Must, la pequeña vagabunda anónima a quien nadie conocía, que nunca había importado demasiado y de la que pocos habian oído el tono de su voz, apareció una mañana atada a su telar, con las ropas rasgadas, muerta por los golpes de manos desconocidas como ella.
Pero, lo que nuestro poderoso no previó es que, con este acto de castigo, convirtió esa voz en un grito de rebeldía que llevaría a otras a tomar el testigo y daría a conocer, para siempre, a la valiente Marie.

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