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María

diciembre 4, 2002

-¡Venid y mirad esta fotografía¡, ¿a que no os imagináis quién es esa jovencita tan guapa?, es María, la maestra –el grupo de amigos observa la fotografía en blanco y negro, un poco amarillenta por el paso de los años, y se hace el silencio-. ¡Cómo se estropean los cuerpos¡ – suspira la directora del Colegio.

-Los cuerpos y ¡la cabeza¡ -añade uno de los chicos, provocando la risa en el grupo.
María es conocida porque fue la primera maestra que hubo en el pueblo. Siempre va con la misma ropa, una falda y una camisa que hace unas décadas sí estaban de moda. El cabello recogido en un moño alto, ya con canas, por supuesto, pero con el mismo volumen. En su rostro destacan las manchas en la piel, y del lóbulo de sus orejas cuelgan unos pendientes llamativos.

Siembre lleva el bolso consigo, y dentro del bolso una pequeña libreta y un lápiz, porque le gusta escribir las cosas que cree importantes. Habla mucho, cualquiera que se cruza en su camino tiene su sonrisa y un saludo, pero como te pares un poco resulta complicado cortar la conversación, que más que conversación es un monólogo en el que sólo puedes asentir con la cabeza y con resignación.

Es la soledad.
Es la falta de amor.

Hubo un tiempo en el que María brillaba por su belleza, por su lozanía, sus ganas de vivir y su alegría. Era joven. Como cualquiera de sus amigas tenía ilusiones, ilusiones y toda la vida por delante. Entonces, las mujeres no podían dedicarse a los estudios, en cuanto acababan la formación básica comenzaban a trabajar en la costura y se convertían en amas de casa. Pero ella no se conformaba con eso, le gustaba aprender, le maravillaban las cosas que decían los libros y la imaginación se le disparaba con las historias que contaban esas páginas.

Poco a poco se fue convenciendo de que lo que necesitaba era continuar estudiando y convertirse en maestra. Eso era lo que quería. Necesitaba hablar sobre todo lo que conocía, quería que todos los niños tuvieran la oportunidad de aprender a leer y escribir, y que se emocionaran igual que ella con los libros, esos hermosos libros.

María planteó sus planes de futuro en casa, su padre puso un poco de resistencia porque no era lo habitual, pero gracias a la intervención de la madre llegaron a un acuerdo: los estudios los tendría que completar a distancia, acudiendo una vez a la semana a clase, y tendría que trabajar para colaborar en el sustento de la casa, ya que la economía no era muy boyante.
Era feliz, muy feliz, y además estaba enamorada. Cada vez que Manuel la miraba sentía como le temblaban las manos y las piernas. Ellos se querían mucho, no había quien lo dudara.

Manuel trabajaba en el campo, como casi todos los jóvenes del pueblo. Era alto, moreno y fuerte. Cuando tenía que hacer algún recado en el pueblo, aunque se dirigiera en sentido contrario, se las ingeniaba para pasar por la calle donde vivía María, y cuando llegaba a la altura de su casa miraba de reojo para ver si, por el hueco que quedaba de la puerta entreabierta, podía verla.

Y cuando, por fin, llegaba la hora de dar el paseo, acudían al punto de encuentro habitual, en la esquina al final de la calle, donde María acudía siempre en compañía de sus amigas. Eso sí, cuando tenían ocasión se separaban del grupo para poder hablar a solas y decirse cosas bonitas, porque Manuel siempre le decía a María palabras sencillas pero llenas de amor. Aprovechaba entonces para acariciar su pelo y cogerse de las manos, y entonces no existía nada más a su alrededor.
María, igual que a su familia, le planteó a Manuel su proyecto de futuro, un proyecto sencillo que consistía en hacerse maestra, y con el que podría dedicarse a eso que tanto le gustaba, enseñar. Manuel frunció el ceño, no le gustaba la idea de que su novia trabajara en un colegio, donde sólo daban clases las monjas o los maestros, nunca había visto a mujeres casadas que fueran maestras. ¿Quién cuidaría de los hijos de ambos, cuando los tuviesen?, ¿cómo tendría la casa ordenada si debía estar fuera casi toda la mañana y parte de la tarde?. No, a Manuel no le gustaba la idea.

Las semanas siguientes María se planteaba a todas horas qué es lo que tendría que hacer para convencer a Manuel y poder dedicarse a la enseñanza. No lo consiguió. Entonces dejó de salir con sus amigas. Los libros se convirtieron en su única escapatoria del mal de amores. Y dejó de pensar en Manuel.

Los años pasaron, la joven se convirtió en una maestra excelente, los niños la querían y las madres la apreciaban. Cuando entraba en clase a primera hora, antes de que llegaran los niños, María respiraba hondo y sentía como si estuviera en otro mundo. El olor de los niños, con las colonias frescas que les echaban sus madres, y sobre todo, su inocencia, le hacían sentirse muy bien. Sus carrillos rechonchos, sus grandes y curiosos ojos, las manos manchadas con los colores de los rotuladores que utilizaban en sus dibujos, sus pinturas que colgaban en las paredes de la clase, todo eso hacía que esas cuatro paredes se convirtieran en un lugar protegido por los buenos espíritus. Así lo sentía María.

Y tuvo que educar a los hijos de Manuel, que se casó con otra joven del pueblo. Les dedicó un cariño muy especial, porque ellos podían haber sido suyos, sus propios hijos, pero eran hijos de Manuel, el amor de su vida. Cuando llegaba la hora de los relatos, los cuentos y las historias, los niños se agolpaban alrededor de María, porque les hacía soñar. Ellos eran los verdaderos protagonistas, como las cigüeñas, las hormigas o los gatos que les acompañaban en sus aventuras. Su voz les apaciguaba, y su rostro expresivo, el rostro de la bella María, les hacía vivir esos maravillosos cuentos de una manera muy especial. Un rostro que se fue llenado de arrugas, y que tuvo que ser sustituido por otro, porque el tiempo no perdona y todo se acaba.

Se terminó el amor, llegó la hora de dejar su trabajo, y se vio sola en casa.

Tenía las estanterías llenas de libros, y no le faltaban antiguos alumnos que acudían a su casa para que les aconsejara una lectura u otra. Y veía orgullosa cómo muchos de ellos habían salido del pueblo para estudiar una carrera. Pero todo el día estaba sola en casa, y tenía que salir a la calle para poder respirar. Al principio se volvió silenciosa, saludaba con una sonrisa a los conocidos y seguía su camino. Le había ocurrido una cosa extraña, le habían vuelto los recuerdos.

Recordaba cuando era joven, cuando la piel era suave y le brillaba. Y cuando se sentía la mujer más feliz del mundo porque sabía que Manuel la quería, y paseaban juntos por las calles del pueblo. Ahora echaba de menos tener una familia, unos hijos que fueran sangre de su sangre y que salieran de sus entrañas. Recuerda que su madre lloró mucho cuando María decidió que su vida continuaría por el camino de la enseñanza, y que no seguiría los pasos que le marcó Manuel.
Pero María no se había equivocado, simplemente había nacido antes de tiempo. Ahora no hubiera pasado lo que pasó. Ahora los padres obligan a estudiar a sus hijos, sean del sexo que sean. También ahora, las mujeres trabajan todo el día fuera de casa, y cuando acaba la jornada laboral atienden a su familia, las mujeres y los hombres.

Ha cambiado tanto la forma de vida, en tan pocos años, que parece un sueño. Y esto es lo que dice siempre María cuando te ve por la calle. Aunque hay veces que la memoria se le borra, ella sabe que la vida ha cambiado mucho, será por eso que desde hace unos meses le gusta ir vestida como cuando era joven, con esa ropa que le trae tan buenos recuerdos.
En su antiguo colegio saben la pasión de María por contar historias y por las tardes van a buscarla para que hable con los niños y los jóvenes. Se inventa cada día un nuevo relato, y recoge personajes de tantos libros que ha leído. Y quienes la escuchan sueñan con ella. Y al final, ella les pregunta qué quieren ser de mayores, dónde quieren viajar, cuántos hijos quieren tener …

Y cuando se marcha, va feliz, porque es como si tuviera muchos hijos. Así ha ido recuperando las ganas de hablar, porque son tantas las vidas que le han proporcionado los libros, son tantas las cosas que tiene que decir que cuando alguien le presta un poco de atención, coge carrerilla y le brotan las palabras una detrás de otra.

Ahora, unos chicos del pueblo están observando una fotografía de cuando ella era joven, precisamente se la hicieron en su último año de los estudios básicos, un año en el que ella cambió el rumbo de su vida. Entonces lo tenía todo, la ilusión, el amor, la familia, los amigos, y eso se ve en la fotografía. Hoy, la vida de María es una gran historia, es la historia de una mujer valiente, generosa, una de tantas vidas que ha permitido que cambie el rumbo de un pueblo. Y como María habrá tantos hombres y mujeres que han marcado su propio camino.

Dicen que conocer nuestra historia ayuda a no repetir los mismos errores. La historia está escrita en los libros, pero también es historia lo que ocurre en la calle, las vivencias de nuestros mayores que muchas veces conocemos por casualidad, o que imaginamos de algún que otro comentario que escuchamos sin querer.

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