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Misterios del misterio

diciembre 4, 2002

Estoy atrapado en un barrio de las afueras de la ciudad, por causa de un paro del transporte. No sé por qué vine aquí a sabiendas de que estaba anunciado el paro. En este atardecer, veo pasar personas muy extrañas, pero no me atrevo a preguntarles donde encuentro un taxi, porque me van a mirar con ojos de asombro. Prefiero estar quieto y silencioso por un buen rato, mientras dejo que mi inconsciente busque soluciones; ¡eso me ha dado muy buenos resultados en muchas ocasiones!

Observo una casa abandonada y algo me dice que debo entrar allí para protegerme de todos esos desconocidos que no parecen tener buenas intenciones. Tiene el aspecto de esas casas que dejaron en su huida, en varias ciudades, esos torvos personajes que estaban dedicados al comercio ilegal y la delincuencia en general. La puerta principal cede fácilmente y logro entrar. Estoy en una espaciosa y bastante deteriorada sala-comedor que fue muy lujosa, según se nota por el tipo de piso, ya carcomido, los frisos, de donde parecen haber sido arrancadas incrustaciones de oro, los cortinajes de terciopelo hechos jirones, las sombras que dejaron los inmensos cuadros retirados de la pared.

Me siento con cuidado en uno de los sillones que quedaron y percibo el olor polvoriento de su desteñido tapizado; un ratón sale corriendo y se pierde por un rincón; un escalofrío me recorre de pies a cabeza. ¿Qué alimañas e ingratas sorpresas encontraré allí adentro? ¿No debería escapar de inmediato? nadie me retiene. Inspiro y exhalo profundamente varias veces para cobrar ánimos, pero me siento atornillado al sillón. Como que algo me dice que no avance más… ¿Otra vez “algo me dice”? ¡No! No existen “algos” que nos hablen; todo está dentro de mí; es mi miedo el que me paraliza; debo continuar la exploración que inicié.

Tres botellas de whisky y aguardiente, a medio consumir, que quedaron abandonadas en una vitrina rota me hacen antojar de un trago para “templar los nervios”, pero desisto para no mezclar en mi saliva la saliva corrompida de los personajes corrompidos que de allí pudieron haber bebido directamente sin molestarse en usar las copas de fino cristal volcadas a su lado; solo me acerco a verificar la exclusiva marca del licor y sigo caminando hacia una segunda sala de recibo, donde está todavía empotrado un inmenso televisor en una columna central giratoria.

Aparte del televisor, en este recinto nada más queda; solo se oyen extraños ruidos; al extremo, todavía reluce (si se puede decir así) una escalera semicircular de mármol para acceder al segundo piso; ya no tiene pasamanos, pero no es difícil ascender por los amplios escalones. Subiendo, pienso en el ascenso vertiginoso de aquella gente, validos de su sucio comercio, y lo comparo con el ascenso de los otros comerciantes, de negocios no sucios pero administrados sin piedad para con sus servidores. ¡Qué paradoja! los unos, empobreciendo a la gente con sus negocios “limpios”, los otros, tendiendo demagógicamente la mano a esa población empobrecida.

Me recibe un amplio corredor que, en su tiempo debió de ser muy fastuoso. También hay huellas de obras de arte, marcas de consolas que estuvieron adosadas a la pared, rastros de muchas pisadas sobre los tapetes. Camino sobre estos vestigios y me imagino siendo el compinche que llega a donde el capo a darle las buenas nuevas que no se podían comunicar por otro medio; me imagino siendo la mujer voluptuosa que venía a vendérsele al hombre que pagaba fortunas por unas buenas tetas; me imagino siendo el cómplice caído en desgracia que viene arrastrado por otros dos a rendirle cuentas al jefe.

En mitad del corredor hay una puerta para ingresar a lo que fue un amplio y opulento baño. Entro, ya está oscureciendo, por la falta de luz eléctrica todo es sombrío; las sombras parecen incrementar la intensidad de los ruidos que se han estado escuchando: silbidos, arrastres, traquidos. Al fondo, parece venir un hombre hacia mí; me siento completamente erizado, no sé si salir huyendo; resuelvo enfrentarlo y camino hacia él; ¡es un espejo! Pero no es la imagen que me devuelven todos los espejos; ésta me hace muecas; la miro fijamente y me mira fijamente; me río burlonamente y también se ríe de mi.

Concluyo que estoy enfrentado a mi otro yo y le hago preguntas; parece modular pero no le escucho nada. Me quedo helado unos momentos, pero luego reflexiono sobre ese “otro yo” que parece enfrentarme. ¡Eso no es más que una imagen en un espejo! No debo inventarle connotaciones esotéricas; mi otro yo está dentro de mí mismo. En realidad, tengo muchos “otros yo”: cuando me domina la ira, otro yo hace cosas de las que se arrepiente luego mi primer yo; cuando me dejo llevar de la pasión, otro yo es capaz de vivir experiencias que el tímido primer yo no emprende, pero las disfruta cuando queda inmerso en ellas; es también otro yo el que me llama en ocasiones a reflexionar sobre recientes acciones equivocadas, otro yo el que me produce chispazos creativos.

Salgo, pues, del baño, transformado por estas cogitaciones y penetro a una espaciosa habitación; todavía está allí la cama de agua, inmensa, detrás de ella un bar (ya vacío) y a los lados dos mesas de noche con sus gavetas casi salidas del todo; quien haya saqueado allí, no tuvo tiempo de guardarlas de nuevo. Alcanzo a ver estos objetos porque entra un tenue rayo de luz por la ventana; alcanzo a notar también que la pintura de las paredes está descascarada y el cielo raso lleno de humedad. Pongo el “imaginador” nuevamente a trabajar y veo sobre el lecho a aquel mafioso-político-filántropo haciendo sus juegos amorosos con dos exuberantes hembras y llenándolas de billetes; transformo ahora ese tálamo en el mío matrimonial y revivo las escenas de más excitante recordación; ahora se estrecha hasta mi cama de adolescente y me llegan aquellas inocentes masturbaciones que eran terribles pecados para confesar al sacerdote… ¡Debo salir rápido de aquí!

Otro saldría a decir que la casa está hechizada, que lo asaltaron mil alucinaciones. Yo, no obstante lo miedoso que soy, me dispongo a continuar explorando y, sin hacer caso de las demás habitaciones, vuelvo a bajar al primer piso. Entro a una cocina lastimosa, que en su tiempo debió de ser como las magníficas cocinas de los antiguos palacios europeos, pero con todos los adelantos tecnológicos del siglo. Me imagino con qué gusto se comerían las viandas salidas de aquí y me represento el asco que me daría recibir cualquier alimento que se cocinara (si fuera posible) en el desastre actual, entre cucarachas; casi me dan náuseas. ¡Cómo hace la diferencia sobre un mismo objeto su presentación, su estado de conservación! ¡Cómo podemos dar una imagen maravillosa de nosotros con nuestra belleza física exterior, sea natural o artificialmente lograda, con la vestimenta, con los perfumes, aunque interiormente tengamos una anatomía sobrecogedora, unos contenidos intestinales que no necesito calificar, tal vez una personalidad torva, quizás unos pecados en el alma!

La oscuridad crecía y sentí el deseo morboso de bajar unas escalas que llevaban al sótano; me ayudaba únicamente con la luz del teléfono móvil que era muy tenue y no les hacía caso a los ruidos que se seguían escuchando, pues los atribuía a las ratas, ratones y otras alimañas. El sótano no era tan estrecho como imaginaba y no estaba tan desolado como pensé; se vislumbraban cosas grandes, como muebles, aquí y allí. De repente avisté a varias brujas volando por lo más alto del recinto. ¡Nuevo escalofrío! “¿Para qué me metí por aquí?” Traté de alumbrarlas con el aparatico; la luz no tenía ese alcance; las malvadas seguían revoloteando; intenté regresarme y tropecé y caí; palpando a tientas en el piso, recuperé mi celular y recordé que el muy cretino tenía servicio de linterna (¡cretino él, no yo!); nervioso, no encontraba como activarla y las brujas se me acercaban a la cara.

Encendida la linterna, esta me reveló un secreto: las brujas eran simples murciélagos. Nuevamente el misticismo se va de bruces al tropezar con la realidad. Como dijo el filósofo, “el reducir algo desconocido a algo conocido alivia, tranquiliza, satisface, proporciona además un sentimiento de poder. Con lo desconocido vienen dados el peligro, la inquietud, la preocupación”. ¡Murciélagos! Fastidiosos, sí, pero inofensivos animalitos. Los alejé agitando los brazos y enfoqué el chorro de luz hacia los muebles; descubrí que eran unos potros de tortura; allí debieron de haber llevado a muchos desgraciados para extraerles secretos o cobrarles cuentas; todavía se encontraban restos de sangre oxidada y muy aferrada y me dispuse a seguirla de mesa en mesa, cuando escuché unos quejidos lastimeros. “¡Madre mía! ¡Las almas en pena de los que aquí expiraron! ¿Cómo me metí en esto?” De improviso tropecé con un bulto; pensé que había quedado un muerto por allí; lo iluminé, esperando encontrar un horripilante esqueleto con colgajos de carne; se movió; era un hombre con ropas de miseria y aspecto de borrachera o “traba”.

“¿Qué hace usted aqui?” “No me haga nada; necesitaba un rincón bien oscuro y pacífico para dormir” “¿Para dormir la rasca?” “No me fumé sino un varetico chiquitico. Y necesito dormir para embolatar estos retortijones y este dolor de cabeza” “Bueno, hombre; sígala durmiendo pues” “¿No tiene unos pesitos por ahí? no tengo con qué salir a desayunar mañana”. Supe, pues, de donde venían los quejidos lastimeros –otra vez lo conocido me aliviaba– le acomodé un par de billetes en un bolsillo, lo dejé donde lo encontré y me fui a buscar las escaleras para subir y reponerme del susto. Logré llegar hasta la sala, vacilante de sueño; me eché sobre el sucio sofá para descansar “un momentito”.

¡Qué noche de pesadillas! Primero fue una de las típicas persecuciones de perro rabioso; el perro salió de un sótano y yo subía y bajaba escaleras huyéndole. Desperté sudando, pero ni recordaba donde estaba y quise conciliar el sueño de nuevo. La segunda fue una pesadilla garciamarquiana: yo estaba en el tétrico sótano y salía por la puerta que daba a las escalas; me encontraba de nuevo en el mismo sótano oscuro, o un sótano idéntico, con salida por unas escalas; me metía por estas y me encontraba de nuevo en el mismo sótano oscuro, o un sótano idéntico y así sucesivamente, aterrorizado, sin el alivio de un despertar…

El despertar sí llegó, bruscamente, en pleno día, con un fuerte sol y cuatro agentes de la policía sacudiéndome y haciéndome preguntas; querían saber qué relación tenía con “esos tipos”, dónde escondía la droga, y me requisaban. “Yo no conozco a esa gente” (estaban ahí, ya esposados, el que me tropecé por la noche y otros dos –deduje que estos últimos durmieron en las habitaciones que no visité– ). Nada valió, me condujeron con ellos a esta celda oscura y sucia de detención provisional; ya pasó todo el día y no me ha interrogado ningún inspector, no me han formulado cargos, ya veo que voy a pasar otra dura noche. Espero que mañana sí pueda alegar mi inocencia, pues no me encontraron nada ilícito en mi poder, ni me hallaron señales de estar bajo efectos de alucinógenos, no tengo el aspecto, las ropas, el comportamiento de un vagabundo vicioso y podré llamar a mi gente a que atestigüe por mí…

…Al menos, esa es mi optimista esperanza.

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