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Del amor a la lectura y sus provechos

diciembre 4, 2002

Desde que nuestros lejanos antepasados comenzaron a transformarse en hombres desarrollaron una notable capacidad de comunicacíon, que desembocó en el lenguaje articulado, y posiblemente desde que comenzaron a hablar empezaron a contarse historias, a realizar narraciones en las que se describen hechos que les han acontecido a ellos mismos o les han sucedido a otros. Algunas de esas historias, especialmente atractivas, se fueron difundiendo y conservando por medio de la tradición oral. Pero cuando los humanos inventaron la escritura empezaron a recogerlas en textos escritos, algunos de los cuales han llegado hasta nosotros, lo que nos permite seguir disfrutando de ellos cuando leemos lo que algunos crearon, en muchos casos hace miles de años.

La escritura ha servido para conservar las adquisiciones culturales de la humanidad sin necesidad de que exista contacto directo entre el narrador y el oyente. Pero permite conservar no sólo las narraciones sino otros tipos de textos, de los que podemos obtener distracción, instrucción y deleite. Entre esos otros textos podemos destacar los que tienen como propósito explicar el mundo, que es lo que solemos denominar ciencia.

La narración es una forma de pensamiento, que vamos a contraponer al pensamiento abstracto, porque trata de sujetos delimitados en el espacio y en el tiempo. Pero ante cualquier clase de texto el lector tiene que extraer la información, interpretarla y realizar un esfuerzo mental, de donde proviene su valor formativo.

La ubicuidad de las narraciones

La narración constituye una forma básica de la comunicación humana. Durante muchos siglos las narraciones fueron únicamente orales pero cuando apareció la escritura en el Próximo Oriente y Egipto, hace más de cinco mil años, se empezaron a recoger por escrito. Encontramos narraciones literarias en Mesopotamia y en Egipto en los primeros textos que se conservan, y el hecho de que apenas aparecida la escritura se escriban historias bastante elaboradas muestra que posiblemente existían mucho antes y se habían ido elaborando mediante la transmisión oral.

Parece que esas narraciones tenían un notable éxito y los egipcios, por ejemplo, gustaban mucho de ellas. Un buen narrador era una persona que gozaba de prestigio, como nos lo muestra el cuento «Las quejas del campesino (‘fellah’) [recogido en Maspero 1911] en que un campesino al que le han robado va a quejarse al gran intendente Maruitensi y éste, por consejo del faraón, le deja que se queje durante largo tiempo sin hacerle caso y con la única intención de poder escuchar sus hermosos discursos en los que glosaba su desgracia y la injusticia que se había cometido con él, con el solo designio de mandar escribirlos y enviárselos al faraón.

Pero la función no era solo entretener o maravillar, sino también enseñar. Esto explica que las narraciones constituyan las producciones literarias más antiguas de la humanidad y que los mitos y leyendas proporcionen explicaciones sobre los orígenes del mundo y de las sociedades. De esta manera se describe un estado de cosas, generalmente a través de la acción de personajes, que pueden ser reales o simbólicos. El interés de ese tipo de descripciones radica en que lo que se describe no se toma como un ejemplo determinado en el espacio y en el tiempo, sino que es también un prototipo, un modelo que sirve para muchas otras situaciones. Algunos ejemplos de esas descripciones son las que se encuentran en la narración que se hace en la Biblia de la creación del mundo o en las primeras obras literarias griegas como las de Homero o Hesíodo.

El género narrativo puede presentarse de muchas maneras y adoptar, como Proteo, múltiples formas, por lo que resulta difícil dar una descripción que sea suficientemente precisa y valga para todos los casos. Las formas de la narración son múltiples y se presentan todos los días. Ejemplos de ella son la conversación telefónica de dos amigas, una de las cuales cuenta a la otra como transcurrió su salida con unos amigos la noche anterior, el informe que escribimos sobre cómo se desenvolvió un viaje de trabajo, un cuento, una obra literaria, las narraciones del folklore, la historia, la presentación de los acontecimientos en un proceso judicial, etc. Y respecto a las obras literarias nos encontramos con algunas extremadamente complejas y extensas frente a otras simples y breves. Por ejemplo, uno de los cuentos de Augusto Monterroso, considerado como un notable narrador, sólo consta del siguiente texto: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Un autor brasileño, José Ángelo Gaiarsa ha escrito un libro muy provocativo que lleva por título Tratado general sobre a fofoca [Gaiarsa 1978]. En castellano no tenemos una palabra tan expresiva como ‘fofoca’ para designar el cotilleo, el chisme, el comentario a veces malévolo sobre otros. Lo que mantiene Gaiarsa es que la fofoca es el más fundamental de los hechos humanos y que la fofoca constituye una parte esencial de las conversaciones.

Características de las narraciones

Resulta, por tanto, difícil caracterizar las narraciones, y no lo pretenderemos aquí, pues se han escrito demasiados libros sobre el asunto [véase un resumen, por ejemplo, en Smorti 1994. Pero sí daremos algunos rasgos, entre los que se cuentan el papel que desempañan los personajes, el tiempo y el espacio.

Una de sus principales características es que tratan acerca de personajes, es decir, lo que acontece está relacionado con unos actores, que generalmente son seres humanos, aunque en muchas fábulas o cuentos los protagonistas sean animales, o incluso objetos, pero que actúan como seres humanos. Además, transcurre en un tiempo que se va desarrollando a lo largo de la narración. El tiempo puede estar claramente especificado, como cuando se dice «anoche salí inmediatamente después de cenar, o plantearse de una forma más imprecisa, como en los cuentos cuando se dice «hace ya muchos años en un remoto país. Por eso puede afirmarse lo mismo acerca del espacio, que también está especificado de forma precisa o imprecisa: anoche fuimos al bar X, o el país remoto de los cuentos. En todo caso el oyente construye una representación del espacio y del tiempo en que transcurre la acción.

Podemos entender por narración una enumeración de acontecimientos encadenados con un orden que tratan de transmitir una información al oyente, y que se refiere siempre a la exposición de una serie de hechos que ya acontecieron. Una conversación entre dos personas no es una narración más que si en ella se están exponiendo acontecimientos que ya pasaron. Ese aspecto de vuelta atrás en tiempo me parece que es una de las características definitorias de la narración. Es algo que no está sucediendo en este momento y por ello se puede denominar una ‘metadescripción’

Como decíamos, las narraciones se han empleado muy ampliamente con fines educativos y con gran éxito. Las fábulas de Esopo, que aparecen en el siglo v antes de Cristo, son breves historias con una «moraleja» o conclusión moral y se han leído e imitado desde entonces. Pero las fábulas no son el único tipo de narraciones que se han empleado con fines educativos. Por ejemplo, las Vidas paralelas de Plutarco, esa colección de biografías de legisladores, oradores, militares y hombres de Estado griegos y romanos, sirven para señalar los aspectos morales de su conducta, y fue una obra muy divulgada e imitada, que se adaptó para uso de los niños. Igualmente las biografías de figuras importantes en la historia de cada nación (políticos, héroes, aventureros, santos, científicos, etc.) se han utilizado ampliamente como lecturas edificantes en la escuela. En muchas culturas no occidentales las narraciones constituyen el vehículo educativo fundamental, y se realizan en las actividades sociales, generalmente tras haber terminado el trabajo; los que escuchan terminan por aprenderlas y contarlas a su vez, de tal modo que se van transmitiendo de generación en generación.

Lo que hace atractivas las narraciones es que lo que se cuenta es realizado por personajes y que sus acciones están situadas en un contexto espacio?temporal. Podríamos decir que proporcionan un “conocimiento encarnado’ porque se identifican fácilmente las acciones humanas, los motivos, las normas de conducta, el bien y el mal, la manera eficaz de realizar las cosas, y el oyente se puede identificar o distanciar de lo que acontece. Por eso son fáciles de seguir y de recordar. El conocimiento narrativo tiene enormes ventajas que hacen fácil su aprendizaje.

Pero aunque se trate de personajes identificables es importante subrayar que en estas obras hay una intención generalizadora, que posiblemente aparece en toda obra literaria de valor y que consiste en que los personajes, su vida o su acción se pueden considerar como ejemplos, modelos o prototipos de la acción humana en múltiples circunstancias. Frecuentemente lo que hace valiosas las grandes obras literarias, nos lleva a gozar con su lectura, y explica que se sigan leyendo siglos después de haberse producido, es que en ellas se pueden encontrar modelos de la conducta humana significativos en todas las épocas, que son válidos independientemente de las circunstancias en que se describen en una obra particular. En las grandes obras literarias se crean tipos de personajes y mundos que trascienden esa obra. Los ejemplos son muy numerosos y nos basta con mirar cualquier gran obra. Frecuentemente consideramos que es una gran obra cuando se ha creado un tipo, o un prototipo, como Hamlet, Don Quijote, Fausto o Edipo, que representan los grandes dramas de la vida humana.

Cosa notable en las narraciones es que todas ellas tienen una estructura común, aunque se presenten bajo formas muy distintas. Por ejemplo, en su famoso estudio sobre los cuentos maravillosos el ruso Vladimir Propp señaló que todos los cuentos de ese tipo presentan una misma estructura en la que se organizan las acciones de los personajes y que sus funciones son limitadas y se repiten. Es decir, que hay muchas variaciones en el contenido, pero pocas en la forma [Propp 1928].

Toda narración precisa de una trama, con un comienzo, un desarrollo y un desenlace, a través de los cuales los personajes particulares intervienen en acontecimientos particulares. Se parte de un estado inicial regular basado en la situación ordinaria de las cosas, que se ve interrumpido por un problema que consiste en circunstancias atribuibles a la actividad humana o susceptible de cambiar por intervención humana, lo que lleva a señalar los esfuerzos para resolverlo o transformarlo, que pueden tener éxito o fracasar, de tal modo que el antiguo estado inicial vuelve a restaurarse o se crea un estado inicial nuevo (transformado), y la historia concluye frecuentemente dejando traslucir alguna consideración general, como, por ejemplo, la moral de la historia característica de Esopo [Amsterdam y Bruner 2000. Precisamente lo que facilita la comprensión de las historias es que tengan esa estructura común, que los sujetos aprenden a reconocer y a interpretar.

Las narraciones tienen un importante papel en la adquisición de los guiones de las situaciones, es decir, de las formas de actuación estereotipadas, que se realizan, por ejemplo, cuando te encuentras con un personaje principal o con un pobre mendigo. Pero toda narración conlleva también una violación, una ruptura, un elemento discrepante, aunque éste puede ser mayor o menor. Probablemente una narración tiene poco interés cuando todo transcurre dentro del orden previsto. Tiene que haber un elemento fuera de lo común en lo cual consiste el nudo de la intriga.

Desde hace algunos años se ha venido produciendo un creciente interés por estudiar las narraciones como una forma de conocimiento, señalando las diferencias que existen con el pensamiento científico. Uno de los que han insistido sobre ello ha sido el psicólogo norteamericano Bruner que los considera como dos modos distintos de funcionamiento cognitivo que no pueden reducirse uno a otro. A uno lo llama pensamiento narrativo y al otro pensamiento paradigmático, o lógico-científico [Bruner 1988, 1997; Amsterdam y Bruner 2000].

El conocimiento científico

La explicación científica de la realidad se diferencia bastante por sus características de las narraciones. También aparece más tarde, tanto en la historia de la humanidad como en el desarrollo del individuo. Entre sus antecedentes se encuentran los primeros filósofos griegos que trataron de encontrar explicaciones generales de la naturaleza. Con autores como Platón y Aristóteles esa forma de pensar, generalizadora y abstracta, alcanzó un alto nivel de elaboración. En sus orígenes tenía una forma que podemos llamar filosófica, porque está basada fundamentalmente en la reflexión, pero posteriormente dio lugar también a la forma de pensar científica. Esta forma es típica de Occidente, y se desarrolla sobre todo a partir del Renacimiento.

Lo primero que podemos observar es que el conocimiento científico no tiene actores, y es mucho más independiente del espacio y del tiempo. Sus protagonistas son los conceptos que se relacionan entre sí, se encajan o se diferencian. La forma de pensar científica delimita sus problemas, los reduce a un ámbito determinado, y busca pruebas. Trata de determinar claramente los elementos esenciales de la explicación, hace predicciones y busca comprobarlas. La forma filosófica delimita menos los problemas y, sobre todo, se basa más en la observación de lo que existe que en interrogar directamente a la realidad. Pero el origen de la explicación científica está en la reflexión filosófica, de la cual se ha ido diferenciando a lo largo del tiempo.

El pensamiento abstracto trata de precisar al máximo los conceptos que utiliza, mientras el pensamiento narrativo sugiere, busca provocar emociones en el oyente, trata de hacerle participar y de que se implique en la trama de la acción que se está describiendo.

El conocimiento científico constituye probablemente el mayor avance que ha conseguido la humanidad y que ha abierto posibilidades insospechadas para la mejora de la vida humana. Lo característico de la ciencia es buscar una explicación sistemática de los hechos que permite dar cuenta de lo que ha sucedido y anticipar lo que va a suceder. Aunque los hombres se han interrogado desde tiempo inmemorial por las causas de los fenómenos y han tratado de encontrar explicaciones, sólo a partir del Renacimiento se inició esa nueva actitud consistente en interrogar sistemáticamente a la realidad mediante la creación de situaciones nuevas para ver qué es lo que sucede. Así se originaron teorías para dar cuenta del funcionamiento de la realidad física que consiguieron éxitos enormes en la tarea de explicar cómo y por qué acontecen los fenómenos de la naturaleza.

Una característica de la ciencia es que el criterio último de validez es su capacidad explicativa y el acuerdo con lo que sucede. Por tanto, la autoridad, el consenso sobre las creencias, el que sean compartidas por muchos, tiene poco peso y el científico trata de buscar mejores explicaciones y al hacerlo oponerse a las que se han proporcionado hasta ese momento. Tiene que mirar la realidad con sus propias ideas y someter a prueba lo que le han enseñado para buscar mejores explicaciones. Es una actitud de continua búsqueda para explicar más cosas, para poner de manifiesto nuevos fenómenos y para tener una representación de la realidad que se adecue mejor a lo que sucede. Por ello las nuevas teorías permiten descubrir nuevos hechos y explicar mejor los anteriores.

El pensamiento científico ha sido un desarrollo exclusivo de la sociedad occidental. Todas las sociedades han acumulado y acumulan conocimientos, pero en muchas el papel de la tradición y la autoridad constituyen un criterio de aceptación fundamental y hay cosas que no pueden ponerse en duda, mientras que el científico duda hasta de lo que parece más evidente y de sentido común, cosa que en algunos casos es lo que le conduce a descubrir mejores explicaciones.

El conocimiento abstracto y sistemático requiere un entrenamiento difícil porque está alejado de lo que se realiza habitualmente, de la práctica cotidiana de los individuos. Tradicionalmente ha sido un conocimiento reservado a unos pocos. Sin embargo, en la escuela ha pasado a ocupar un papel primordial, desplazando a las narraciones, más encaminadas a la formación moral y del espíritu nacional, que tanto se utilizaban antes. Pero los éxitos en la utilización del pensamiento científico son menores de lo que nos gustaría esperar, y muchos investigan por qué los alumnos, tras tantos años en la escuela, siguen explicando el mundo de forma precientífica. Esto debería llevamos a reflexionar sobre si en la enseñanza no se es demasiado impaciente y si la escuela no debería ir más despacio en la introducción de las explicaciones científicas, porque no hay que dar por supuesto que los sujetos son capaces de apropiarse inmediatamente de las explicaciones científicas, desechando las otras. Lo que he defendido en otros lugares [Delval 2000] es que la escuela debería prestar una mayor atención a las formas espontáneas de aprendizaje, al aprendizaje en la vida, a la hora de organizar la transmisión del conocimiento. Y una de las tareas pendientes es enseñar a contextualizar el pensamiento científico y mostrar su poder para la acción y para entender el mundo.

Del conocimiento narrativo al teórico

Debemos insistir en que aunque el conocimiento narrativo* esté situado en el espacio y en el tiempo, y la historia se encarne en personajes, no es simplemente un conocimiento concreto, limitado a ese espacio y ese tiempo, sino que tiene un valor más universal. Eso es lo que puede parecer paradójico: la narración versa sobre unos acontecimientos determinados, pero como todo conocimiento los transciende y se refiere a problemas generales. Los personajes y las situaciones son prototipos que se supone que van más allá de los sucesos concretos y tienen un valor universal, eso es lo que los hace servir de ejemplo para otras situaciones. Cuando Esopo (fábula 32) presenta la conocida historia de 1a zorra y las uvas» no pretende contar una historia sobre una zorra que se consolaba pensando que las uvas que no podía alcanzar estaban verdes, sino que trata de ridiculizar a los que culpan a las circunstancias de lo que no pueden conseguir por incompetencia, como dice en la moraleja.

Se supone entonces que el oyente o el lector sólo toma la historia como motivo o ejemplo y que puede generalizarla a otras situaciones distintas. Por eso las narraciones, las fábulas, las vidas de personajes o las obras literarias se han utilizado como medio de enseñanza durante tanto tiempo, y es de lamentar que ahora se utilicen poco y hayan sido eliminadas de manera sumaria en beneficio del conocimiento científico. Lo que sucede es que para trascender la historia no basta con escucharla sino que hay que realizar una generalización que no sabemos muy bien cómo tiene lugar y cómo puede fomentarse.

Por ello no creo que se trate de dos formas de pensamiento que no tienen conexiones entre sí, e intentar

separarlas demasiado me parece artificial. Lo que es cierto es que la gente se siente particularmente atraída por el pensamiento literario, que parece más fácil de entender y que llega más directamente al receptor, pero existe el riesgo de que el lector no sea capaz de generalizar.

La vinculación entre ambas se pone de manifiesto en que la exposición narrativa se ha utilizado frecuentemente para transmitir un conocimiento abstracto, como sucedía en los Diálogos de Platón: Platón utiliza personajes para presentar ideas contrapuestas y la forma de diálogo hace que la discusión de las ideas se tome más concreta. Y tras él la forma dialogada se ha utilizado por otros muchos autores, más próximos a nosotros, como cuando Galileo encarna en Salviati, Sagredo y Simplicio las ideas contrapuestas sobre los «dos máximos sistemas del mundo».

Por tanto, se puede decir que hay una serie de características comunes entre el conocimiento narrativo y elconocimiento teórico. Respecto a sus relaciones podrían caber dos posiciones, una que marcaría más las diferencias y que sostendría que el conocimiento teórico y el conocimiento narrativo son dos formas diferentes de conocer la realidad, aunque tengan puntos en común, y otra que defendería que en definitiva se trata del mismo tipo de conocimiento y de dos formas de expresarlo, pues ambos implican conceptos, categorías, reglas, y ambos nos informan sobre la realidad.

¿Son de hecho dos formas irreductibles de pensamiento? El paso de la narración al pensamiento paradigmático me parece que es uno de los problemas más complejos, pues hace intervenir las operaciones cognitivas que el sujeto tiene que realizar para dar significado al texto, y que estamos lejos de comprender perfectamente. Pero podemos fijarnos en un ejemplo sencillo que pone de manifiesto la transición entre los dos.

El psicólogo suizo Jean Piaget realizó amplios estudios sobre la adquisición de la clasificación, es decir, de la capacidad de organizar un conjunto de elementos de acuerdo con sus semejanzas y diferencias. La tarea que se plantea al niño es la de colocar junto aquello que debe estar junto, o colocar junto lo que es igual. Encontró que los niños comienzan por hacer lo que denominó «colecciones figurales», en las que predomina un criterio de asociación entre elementos, basado a veces en una historia, otras en una figura. Por ejemplo el niño a los 5 ó 6 años coloca juntos un triángulo y un cuadrado, el primero encima del segundo, porque así forman una casa. Sólo a partir de los 7 años se empiezan a hacer categorías lógicas propiamente dichas: los cuadrados por un lado, los triángulos por otro, los círculos por otro.

Smorti ha señalado con acierto la semejanza entre las colecciones figurales y la narración. Muchos niños organizan los objetos de acuerdo con una historia. Smorti nos ofrece un ejemplo interesante: el niño hace un conjunto con un hombre, pan, un oso y un perro y explica: «el papá se está llevando de paseo al perro, cuando se encuentra a un oso que está merendando» [Smorti 1994: 182-183]. Pero Smorti cree que puede establecerse la existencia de dos tipos de niños, unos 1ógicos» y otros «narrativos». Tal vez pueda ser así, pero el hecho es que todos los sujetos llegan a hacer clasificaciones lógicas. Lo que los sujetos parece que aprenden claramente en la escuela es a diferenciar esos dos criterios de actuación, el narrativo y el lógico, cosa que para los más pequeños no parece estar tan clara.

¿Qué pueden conseguir los sujetos por medio de la lectura?

El lector que se coloca ante una página impresa lo único que tiene ante sí son manchas de tinta seca, como nos recuerdan Gough y Wren, y, por tanto, lo que pueda sacarse de esas manchas, el significado, debe surgir en la mente del lector [Gough y Wren 1999: 591. Esto quiere decir que el lector contribuye activamente al proceso, ya que lo que logra extraer del texto lo realiza a partir de lo que ya sabe, a partir de todo su conocimiento anterior, y sólo es capaz de asimilarlo en la medida en que dispone de conocimientos previos para hacerlo. Por ello el sujeto que lee tiene que realizar complejas operaciones cognitivas.

Se admite generalmente que el lector para interpretar el sentido de lo que lee está actuando simultáneamente en tres sistemas: el de las palabras y su forma (grafofónico), el de las relaciones entre las palabras (sintáctico), y el del significado que proporciona al texto (semántico). Probablemente los sujetos actúan simultáneamente sobre los tres sistemas, aunque no sea así a lo largo del desarrollo, pues los niños que están aprendiendo a leer tienen que centrarse mucho más en la forma de las palabras, mientras que los lectores expertos analizan la forma de las palabras de una manera muy rápida y global y se dirigen más hacia el significado. Sobre esto se ha realizado una gran cantidad de investigación y tiene que ver con las discusiones acerca de la enseñanza de la lectura (la discusión sobre si se debe enseñar a leer con métodos globales, que parten de unidades con significado como las frases o sí se debe empezar por letras o sílabas).

Una característica general de los textos es que son ambiguos e imprecisos. El autor no puede especificar todos los aspectos de la situación o todos los rasgos de los personajes, lo que resultaría tremendamente tedioso, y es el lector el que tiene que rellenar esas ambigüedades, los lugares vacíos, cosa que hace apoyándose en su conocimiento previo. Eso se realiza de manera distinta en las narraciones y en el pensamiento científico, que tiene como ideal la precisión. En este caso lo que el lector necesita hacer es poder aplicar esas ideas abstractas a situaciones concretas, a lo que constituirían ejemplos de esas relaciones generales, viendo las implicaciones que tiene para la práctica. Cuando se aprende el principio de Arquímedes hay que ser capaz de aplicarlo a la explicación de por qué un barco flota mientras que un tornillo se hunde. Por ello podríamos conjeturar que en el texto científico y en el narrativo se siguen caminos opuestos. En el científico hay que ser capaz de aplicar las explicaciones generales a las situaciones concretas, mientras que en la narración se extraen consecuencias generales del caso particular.

La narración es una re-creación, en la que el narrador está seleccionando los elementos que le parecen sustanciales y organizándolos de una cierta manera. Ese aspecto de organización es fundamental en la narración y ha sido subrayado por diferentes autores [Smorti 1994: cap. 21. La narración presenta siempre una organización interna, que a veces altera mucho el curso natural de los acontecimientos (pues se mezclan espacios, tiempos, puntos de vista, que el lector tiene a su vez que reorganizar). La narración no puede ser exhaustiva, no es como el momento en que los hechos están aconteciendo, y, por tanto, el narrador tiene que seleccionar algunos elementos que le parecen fundamentales, lo cual da lugar a lagunas, que constituyen también un aspecto fundamental de la narración, puesto que el lector tendrá que suplir esas lagunas y aquí es donde entra y se da espacio a la imaginación.

En la tarea de construir el significado del texto algunos hablan de la construcción de una microestructura (por ejemplo, Van Dijk), que trataría del significado de las proposiciones, pero sobre ellas se tiene que extraer la macroestructura o representación del significado global, lo que da lugar a numerosos niveles de análisis. El lector tiene que aprender a distinguir las ideas fundamentales de las accesorias a jerarquizarlas, y todo eso se hace a partir del conocimiento previo y de la experiencia anterior con la lectura [García Madruga et al. 19951.

Por ello en la lectura el sujeto tiene que realizar un trabajo considerable, que varía con la dificultad del texto, pero que resulta extremadamente beneficioso para desarrollar la capacidad de pensar. La familiaridad con la lectura de cuentos e historias abre una vía magnífica para poder entender otro tipo de textos, incluidos los científicos, y también para aprender a escribir, es decir, transmitir significados a otros por medio del texto escrito.

La lectura de textos escritos puede contraponerse con la interpretación de otras formas de narración, y en particular con los medios audiovisuales, a los que actualmente los escolares dedican mucho más tiempo que a la lectura.

La demanda cognitiva

Se debate mucho desde hace años acerca de los efectos de la televisión desde el punto de vista educativo,entre encendidos defensores y radicales detractores. La televisión, como el cine, son fundamentalmente vehículos para transmitir narraciones y mucho menos adecuados para la expresión del pensamiento abstracto.

En todo caso se subraya que ante la televisión los sujetos tienen un papel mucho más pasivo que ante el texto escrito. Basándose en los trabajos sobre profundidad de procesamiento* realizados por psicólogos cognitivos, algunos autores, como Salomon, han señalado que los efectos de la televisión dependen de la actividad que el sujeto realiza. Salomon establece un índice que llama cantidad de esfuerzo mental invertido (CEMI) (Amount of Invested Mental Effort, AIME), que depende del número de acciones no automáticas que el sujeto tiene que realizar para interpretar el mensaje [Salomon 1981].

Salomon sostiene que la televisión es percibida como un medio con el que las cosas resultan sencillas y que es más distraído que la lectura, y por ello el esfuerzo mental que se realiza es menor; esto es lo que causa el escaso aprendizaje que se produce, que es entonces independiente de la naturaleza del medio. En otras palabras es el CEMI el que determina lo que el niño aprende con independencia del medio, y lo que sucede es que las expectativas de aprendizaje a través de la televisión son menores que con otros medios, como la lectura.

Algunos autores, como Singer, sostienen que la televisión no favorece mucho la elaboración mental. Y esto por su propia naturaleza, ya que se trata de material pictórico, que es procesado fundamentalmente por el hemisferio derecho del cerebro y que conduce a conocimientos globales, pero no a análisis en profundidad.

Por ejemplo, Meringoff encontró que los niños que escuchan una historia basan sus inferencias sobre sus experiencias anteriores y sobre el conocimiento general con más frecuencia que los niños que miran la misma historia animada en la televisión. Esto supondría que la televisión requiere menos CEMI y que incluso puede inhibirlo.

De multitud de estudios parece desprenderse entonces que la lectura es un medio especialmente adecuado para estimular el trabajo intelectual, mucho más que los vehículos audiovisuales, que eliminan parte del trabajo de interpretación* que el sujeto tiene que realizar. Quizá por eso es tan frecuente observar que cuando se adapta una obra literaria al cine los sujetos se sienten defraudados porque no corresponde con la representación que se habían hecho, ya que los medios audiovisuales cierran las interpretaciones, que la lectura deja mucho más abiertas.

El amor al libro

Se ha hablado mucho acerca de que los libros y los textos impresos van a tender a desaparecer por efecto de los ordenadores y los nuevos vehículos de comunicación. Sería lamentable, pero no parece que, de momento, las cosas vayan en esa dirección. De hecho resulta tan difícil, desagradable e incómodo leer en las pantallas que la mayor parte de las cosas que escribimos tratamos inmediatamente de pasarlas a la impresora, para poder verlas sobre el papel. Las manchitas de tinta sobre la hoja en blanco son un consuelo para la vista.

El libro, además, es un objeto estético que estimula más nuestros sentidos. Podemos acariciarlo, subrayarlo, sentimos el contacto de sus páginas o gozamos de sus ilustraciones. Además, es un objeto físico mucho más manejable, requiere muchos menos intermediarios, no depende de la electricidad, se ve mejor, se puede llevar a cualquier sitio, y gozar de él en la cama o en medio del campo, o al borde de la piscina.

Por otra parte, frente a la televisión y otras pantallas, el lector tiene una gran autonomía y es dueño de buena parte de la situación. Puede detener la lectura cuando quiera, puede recrearse en las palabras, puede volver cuantas veces lo desee sobre el texto escrito, puede añadir detalles al texto. Todo esto no es posible en la narración audiovisual, o lo es en mucho menor grado. La lectura es la llave que nos abre un mundo infinito de fantasías que nos transportan a mundos posibles en que no sólo aprendemos sobre la vida, sino que nos estimula a pensar, como nos muestra Savater en La infancia recuperada [Savater 1976].

En mi propia infancia recuerdo la lectura de un libro sobre los descubrimientos científicos, en el que estos se relacionaban con la vida de sus autores y los contextos en que se produjeron. En aquellos breves textos, mezcla de narraciones y pensamiento científico, aprendí sobre la máquina de vapor, la alquimia, las vacunas, la entropía y muchas cosas más con las que me he seguido topando a lo largo de la vida. Y todo ello me resultó familiar más tarde gracias a aquellas páginas, pobremente impresas e ilustradas en los años cuarenta, que leí y releí muchas veces, en las que se hablaba del esfuerzo humano por comprender la naturaleza, por mejorar la condición humana.

Hoy los libros no tienden a verse como una obra de arte, sino como un puro instrumento para usar y tirar. Nuestros alumnos en la universidad fotocopian trozos de libros sin que les preocupe saber ni el nombre del autor ni el lugar donde se publicó. Igual que no han adquirido el gusto por la buena comida y pueden engullir con placer los sabores fáciles de una hamburguesa, no han aprendido tampoco a gozar del contacto con las páginas de un libro, y menos con una edición cuidada, o con una primera edición.

Por eso me voy a permitir terminar estas líneas con dos citas de escritos que hablan del amor a los libros, dos textos que sólo tienen en común que fueron escritas hace muchos años, pero una en la Inglaterra medieval y otra en la remota China del siglo xvii.

Ricardo de Bury (o Richard de Aungerville, Canciller de Inglaterra) escribió uno de los más hermosos elogios del amor a los libros, en 1344, cuando todavía faltaba más de un siglo para que Gutenberg empezara a sacar los libros de los monasterios para hacerlos accesibles a mucha gente. En su Filobiblión, muy hermoso tratado sobre el amor a los libros, escribió:

Los libros son los maestros que nos instruyen sin vara ni palmeta, sin gritos ni cólera, sin vestido ni dinero. Si te acercas a ellos, nunca duermen; si les preguntas, no se esconden; no murmuran reproches cuando te equívocas; no se burlan de ti cuando algo ignoras. [Bury 1995: 25].

En los libros veo a los muertos como si estuvieran vivos; en los libros preveo el futuro; en los libros se disponen las cosas de la guerra; de los libros proceden los derechos de la paz. [Bury 1995: 231.

Fu Sung-ling (1640-1715) fue un escritor chino que no consiguió pasar los exámenes para funcionario y tuvo que dedicarse a la enseñanza privada, pero nos dejó Liao-chai chih i, una colección de breves cuentos fantásticos, fechada en 1679. En el que se titula «Rostro de Jade» se cuenta la historia de Lang Yuh-Chu, que al verse en la pobreza tuvo que vender todo lo que había en su casa, excepto los libros que llenaban una gran habitación. P’u nos cuenta:

Cuando vivía su padre, había escrito para Yuh-Chu todo el capítulo de la Exhortación al Estudio, y lo había pegado a la derecha de su poltrona:

`No es menester, para enriquecer tu casa, que compres un fértil campo; en los libros hallarás grano a quintales. No es menester que, para alojar a tu esposa, construyas una espaciosa habitación; en los libros hallarás una habitación de oro. Para casarte, no te sepa mal el no haber hallado intermediario; en los libros hallarás una mujer de rostro precioso como el jade. Si sales de casa, no te sepa mal que nadie vaya contigo; en los libros hallarás tiros de caballos y coches en abundancia. Si deseas que se cumpla tu voluntad mientras dure tu vida, lee con respeto los libros sagrados ante tu ventana.»

Lang recitaba cada día estas sentencias, y aun, temiendo que se le borrasen, las cubrió con una gasa transparente. Pero no pensaba en granjearse una buena posición con el estudio; creía firmemente que era en los mismos libros donde se hallaban materialmente el grano y el oro. Por esto escribía de día y de noche sin cuidarse del frío ni del calor. [P’u Sung-ling 1941].

Y de uno de esos libros salió esa preciosa Rostro de jade que cambió su vida.

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