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Discreta aproximación al relato breve fantástico

diciembre 4, 2002

La búsqueda de lo insólito, de lo extraordinario, de lo misterioso, de lo irracional, de lo portentoso, de lo que los griegos llamaban “tháumata” y los romanos “mirabilia”, de lo que Freud llamó “Unheimlich”, va unida desde la antigüedad a la creación literaria; siendo, de hecho, la matriz misma de la literatura, su molde primigenio. Borges incluso repetía que toda literatura es, por definición, fantástica. Las ficciones fantásticas pueblan la Biblia, las colecciones indias de apólogos, los poemas homéricos y Las mil y una noches. Elementos fantásticos se encuentran en la mitología grecolatina, en la novela desde sus orígenes clásicos –Heliodoro, Apuleyo- hasta la narrativa hagiográfica, en Dante, en las fábulas, en los libros de caballería, en las misceláneas renacentistas o en el género gótico. Tanto en este magma literario del pasado como en el del presente, hay textos y autores que, sin ser propiamente fantásticos, nos parecen fantásticos o admiten una lectura fantástica. Y esto es porque nada hay tan subjetivo como los ingredientes del gran pastel de la fantasía. Sin la labor desbrozadota de teóricos como Castex, Roger Caillois, Todorov o Louis Vax, sería prácticamente imposible definir el “hecho fantástico” en literatura, cuyos límites son siempre imprecisos. Pese a las múltiples perspectivas desde las que estos estudiosos han abordado el tema, todos coinciden en afirmar que lo fantástico es la intromisión violenta, insólita, de un suceso extraño en el mundo real; la irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana, “el momento inesperado en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio”. Obviamente, esa violación del orden natural debe hacerse con arreglo a las leyes de la ficción. El truco está en hacer verosímil lo inverosímil, en convencer al lector de que algo que no corresponde a las leyes de la lógica ni de la razón es creíble. Y para ello la narración fantástica se vale de unos principios compositivos muy particulares: el estado de incertidumbre, la brevedad y su posición estratégica entre dos formas opuestas, el relato maravilloso y el relato realista.

El estado de incertidumbre es la vacilación del lector ante el acontecimiento extraño, y para provocar ese estado y un cierto impacto en el lector, el hecho fantástico tiene que producirse en el mundo real, con elementos tomados de la realidad, sólo que ordenados de manera inhabitual o mediante ambigüedades y alusiones tendentes todas ellas a alimentar la duda en el lector, la impresión de extrañeza. El artificio del relato fantástico, concebido para mantener en vilo al lector y cambiar su percepción del mundo, no recae en el discurso sino en la naturaleza de las cosas, por lo que si un objeto nos inquieta no es porque no lo conozcamos, sino porque sospechamos su naturaleza equívoca, ambigua; será, además, el contexto en el que ese objeto se desenvuelva lo que suscite la inquietud en el lector. Es importante recordar que el sentimiento fantástico se pierde en aquellas obras que dan al final del cuento una explicación objetiva que destruye la ilusión. Cuando los sucesos sobrenaturales que irrumpen en la vida real, alterándola, no son explicados, el efecto conseguido sobre el desorientado lector es mucho más poderoso.

La forma literaria a la que mejor se adapta lo fantástico es la narración breve puesto que al cumplir con todos los requisitos –unidad de tiempo, de acción, de espacio y de efecto- su totalidad es abarcable con una sola mirada. Según Torrente Ballester, una narración es como una mano: para resultar bella, la carne que recubre el esqueleto no ha de ser excesiva. Según Gracián, más vale quintaesencias que fárragos. Según el Arcipreste de Hita, lo poco y bien dicho hinca en el corazón. Según Alexander Pope, las palabras son como hojas, y cuanto más abundan raramente se encuentra debajo demasiado fruto o sentido. Según mi mujer (que mide 1’66) las cosas buenas se guardan en frascos pequeños. Y finalmente, según uno mismo, basta lo suficiente. El autor de relatos fantásticos precisa de extensiones reducidas para que el poder de sus sortilegios no se disperse, para mantener la atención del lector y la tensión hasta el desenlace. Es la “Teoría del efecto único” de Edgar Allan Poe: todos los elementos del relato han de estar sometidos a la consecución de un efecto concreto que ha de sorprender el ánimo del lector, y en la exigente persecución de este efecto no debe faltar ni sobrar una coma.

La tercera característica de la narración fantástica radica en su carácter de síntesis, de bisagra entre las narraciones realistas y las maravillosas (recuérdese la “teoría de la tostada del desayuno”, de Italo Calvino). Lo fantástico se manifiesta cuando hay perplejidad frente a un hecho increíble, cuando hay indecisión al elegir entre una explicación racional y una sobrenatural. Lo maravilloso, por el contrario, presupone aceptar lo inverosímil e inexplicable -como sucede en los cuentos de hadas o en los cuentos orientales-, sin cuestionarse la existencia de acontecimientos extraordinarios ni reflexionar sobre la realidad representada en el texto, lo que conduce a que ese estado de incertidumbre propio de lo fantástico no se produzca. A grandes rasgos, podemos afirmar que la literatura fantástica antes del XVIII es literatura maravillosa –incluyendo la ficción maravillosa medieval, renacentista o barroca nutrida de elementos mitológicos, legendarios, cristianos o folklóricos- y que la literatura fantástica propiamente dicha surge en el siglo XIX con el Romanticismo y su interés por lo irracional, el delirio, la superstición, el espiritismo y demás ciencias ocultas, en definitiva, todo lo extraordinario. Para Calvino, además, en la primera mitad del XIX conviven lo fantástico visionario –con Hoffmann como autor más señero- y lo fantástico interiorizado. Ambas tendencias se aúnan en la figura indiscutible de Poe. Lo fantástico, vuelto ahora cotidiano, predomina hacia finales del siglo XIX. Como apunta Bioy Casares en el prólogo a la “Antología de la literatura fantástica”, la atmósfera evolucionó en las narraciones fantásticas desde un mero ambiente de miedo (véase el acercamiento de Lovecraft al tema en su ensayo “El horror en literatura) hasta la aparición, en obras posteriores, del hecho increíble en un mundo cotidiano, cercano al lector, mediante descripciones minuciosamente falsas destinadas a producir una sugestión poética capaz de transmitir el prodigio. Pero no hay sólo uno o varios tipos de relatos fantásticos, sino muchos, tantos como autores, y yo añadiría que casi tantos como relatos. Si la literatura fantástica es una forma de experimentar la realidad humana, de trascenderla, y aún de soportarla, mediante una acción subversiva que pone en cuestión lo convencional al establecer relaciones nuevas entre sus elementos, si los relatos fantásticos son –como los llamó Arreola- “enmiendas a los planes de la Creación”, entonces estos ejercicios de la imaginación libre pueden abrir una serie amplísima, casi infinita, de puertas que colindan con la filosofía, la metafísica, el juego, la experimentación, la parábola, la fábula, la sátira, el humor, el terror o la poesía.

Paradójicamente, a pesar del engañoso auge que vive hoy el género (merced sobre todo a novelistas de éxito que publican eventualmente relatos como sobresueldo, como si vendieran frascos de temporada con su caspa), a pesar de que la narrativa breve es la más idónea para un tiempo cada vez más acelerado y de que sus hallazgos son los que nutren y renuevan a la novelística, el género breve –el Príncipe de las Letras como en Francia se le ha llamado- sigue sin disfrutar del favor del público y de los editores; y ello es debido, en gran parte, a que un libro de narraciones breves requiere un tipo de lector mucho más preparado y atento que el de una novela, porque le obliga a cambiar de tono, de asunto, de mundo narrativo a las pocas páginas o a las pocas líneas (como en el caso de los microrrelatos), mientras que en la novela el lector recibe lo archisabido, consiguiendo desde el comienzo una cómoda velocidad de crucero en la lectura, hecho que halaga su pereza natural y su falta de imaginación. Y si hablamos del cuento breve por excelencia, el fantástico, hablamos entonces del apestado de los apestados. La errónea comprensión de lo fantástico (como ha sucedido en España hasta hace muy pocos años), considerándolo como un simple medio de evasión, como desvaríos estrambóticos o como un desdeñable producto infracultural, ha impedido contemplarlo como la depurada y rigurosa expresión artística que ilumina una zona de lo humano y de la realidad donde la razón está condenada a fracasar. Pocos canales de difusión han estimulado su desarrollo: apenas la revista mejicana “El cuento”, la argentina “Puro cuento” y la española “Lucanor”. Pocos autores, de entre la nómina universal, han podido cultivar el cuento y lo fantástico y ser tomados en serio: Conan Doyle, Wells, Kipling, M. R. James y Machen; Buzzati y Landolfi; Maupassant, Schwob y Jean Ray; Poe, Bierce, Lovecraft y Bradbury; Kafka y Mrozeck; Bécquer, Max Aub, Joan Perucho, Pere Calders, Gonzalo Suárez, Merino y Méndez Ferrín; Quiroga, Borges, Bioy, Arreola, Cortázar, Felisberto Hernández, Piñera, Denevi y Ana María Shua. Sus artificios, sus sortilegios, sus venablos fulgurantes, dejan una huella, intensa como una caricia o un zarpazo, en la mente y en la vida de esos lectores que prefieren las miniaturas a los grandes frescos, las ascuas a las hogueras, los elixires a las barricas, los dardos a los cañones, las luciérnagas a las supernovas, los orgasmos a los idilios, una casita misteriosa en un acantilado a una aparatosa pirámide, una esquirla de espuma al océano ilimitado. Monterroso ve la novela como un gran mariscal entorchado que desfila a la vista de todo el mundo en los días patrios. Entretanto el cuento, calladamente, acepta su papel de guerrillero que pasa del campo a la ciudad y de la ciudad al campo, sin que se sospeche su poderosa carga explosiva.

Estoy seguro de que en la aspereza de la vida cotidiana “el hombre precisa, como quien bebe agua, beber sueños” y “a ese anhelo más permanente del hombre corresponde el cuento fantástico: al inmortal anhelo de oír cuentos lo satisface mejor que ninguno, porque es el cuento de los cuentos”.

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