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La literatura y la imaginación compasiva

diciembre 4, 2002

Las bases para la imaginación cívica deben asentarse tempranamente en la vida. A medida que los niños exploran las historias, las rimas y las canciones – especialmente en compañía de los adultos a quienes aman -,se les conduce a prestar una mayor atención al sufrimiento de otras criaturas vivas. En este punto, las historias pueden comenzar a confrontar a los niños más claramente con las vueltas de la vida, persuadiéndolos emocionalmente de su urgencia e importancia. «Dejémosle ver, dejémosle sentir las calamidades humana?, escribe Rousseau sobre su alumno imaginario. ¨Inquietemos y asustemos su imaginación con los peligros que constantemente rodean a los seres humanos. Permitámosle contemplar todos estos abismos que lo circundan y que escuche vuestra descripción, bien asido a ustedes por miedo de caer en sus profundidades.»‘

Se debería agregar obras literarias más complejas para los niños mayores y adultos jóvenes. La cultura griega antigua asignó enorme importancia al drama trágico porque le preocupaba la educación moral del adulto joven. Ir a presenciar una tragedia no se entendía como una ¨experiencia estética», si eso significa una experiencia independiente del interés cívico y político. Los festivales de tragedia del siglo quinto a.C. eran festivales cívicos durante los cuales todas las otras funciones cívicas se suspendían y todos los ciudadanos se reunían. Habitualmente los dramas fueron valorados tanto por su contenido moral y político como por sus otras características. En efecto, según lo muestra la crítica literaria preservada en Las ranas, de Aristófanes, se consideraba que los artificios de metro, vocabulario y verso eran en sí mismos portadores de un contenido moral. ¿Y cuál era la educación cívica que las tragedias querían promover?

Las tragedias familiarizan al joven ciudadano con las cosas malas que podrían suceder en la vida humana, mucho antes de que la vida misma se encargue de hacerlo. En el proceso, hacen que la importancia del sufrimiento y de las pérdidas que lo inspiran sean algo inequívocamente patente para el espectador: es una forma en que los recursos poéticos y visuales del drama tienen peso moral. Al invitar a los espectadores a identificarse con el héroe trágico, al mismo tiempo que retrata al héroe como una persona relativamente buena, cuya aflicción no emana de una deliberada maldad, el drama logra que la compasión por el sufrimiento se apodere de la imaginación. Esta emoción se estructura dentro de la forma dramática.

La identificación empática del espectador va ampliándose durante el proceso, por medio de la noción de los riesgos que son comunes a todos los seres humanos. Las tragedias muestran obsesivamente las posibilidades y debilidades humanas, y hacen ver el contraste entre la vida humana en tanto tal y las vidas menos limitadas de dioses y semidioses. Y al hacerlo trasladan a su espectador, en su imaginación, desde el mundo varonil de la guerra hasta el femenino ámbito de lo doméstico. Las tragedias piden al futuro ciudadano varón del mundo de la antigua Grecia que se identifique no solo con quienes efectivamente podría llegar a ser -mendigo, exiliado, general o esclavo-, sino también con muchas personas que en cierto sentido nunca podría llegar a ser, como un troyano, persa o africano, o una esposa, hija o madre.

Por medio de tales recursos el drama explora las igualdades y las diferencias. Al identificarse en un drama con una mujer, un joven espectador masculino descubrirá que puede, en cierto sentido, seguir siendo él, es decir, un ser humano racional con virtudes y compromisos morales. Por otra parte, por medio de esta identificación descubre muchos destinos distintos del suyo: la posibilidad, por ejemplo, de ser violado y forzado a dar a luz al hijo del enemigo; la posibilidad de presenciar la muerte de los niños a quienes se ha amamantado; la posibilidad de ser abandonado por el esposo y, en consecuencia, perder por completo el apoyo social. Se ve confrontado al hecho de que personas tan elocuentes y capaces como él enfrentan el desastre y la vergüenza en formas a las que los hombres no están expuestos; y se le pide reflexionar al respecto como algo importante para él mismo. De este modo, lejos de ser «obras maestras» sin una agenda política, estos dramas estaban directamente vinculados con los debates democráticos sobre el trato dado a los prisioneros de guerra. Con sus esfuerzos por superar las invisibilidades socialmente impuestas, participaban activamente de esos debates.

La literatura no transforma la sociedad por sí sola. Sabemos que estas poderosas y, hasta cierto punto, radicales experiencias dramáticas se dieron en una sociedad extremadamente represiva de las mujeres, aun para las normas de su época. Algunas nociones sobre los demás pueden existir en el ámbito de las ideas, pero sin que se actúe de acuerdo con ellas: así de poderosa es la fuerza de la costumbre y de las estructuras arraigadas del privilegio y de las convenciones. No obstante, la forma artística hace que el espectador perciba por un momento a las personas invisibles de su mundo, y eso, por lo menos, es un comienzo de justicia social.

La forma trágica pide a su espectador que atraviese las fronteras culturales y nacionales. Por otra parte, en su universalidad y carácter abstracto omite gran parte de la trama de la vida cívica cotidiana, con sus diferencias concretas de rango, poder y riqueza, y sus correspondientes formas de pensamiento y discurso. Por tales razones, algunos pensadores democráticos posteriores, interesados en la literatura como un vehículo de construcción de ciudadanía, llegaron a tener un particular interés en la novela, género cuya aparición coincidió con el surgimiento de la democracia moderna, y lo apoyó. Al leer participativamente una novela realista, el lector hace lo mismo que el espectador de la tragedia, e incluso algo más. Se pone en contacto con lo común. Además de preocuparse por los reyes y los hijos de los reyes, se preocupa por un David Copperfield, que trabaja penosamente en una fábrica o que camina sin alimento cuarenta kilómetros, desde Londres hasta Canterbury. La novela le hace presente esas realidades concretas de una vida de pobreza, con una intensidad llena de matices que no se da en la poesía trágica.

Una vez más, el aprendizaje del lector abarca a la vez lo similar y lo diferente. Cuando se lee una novela que trata de las diferencias de clase (por ejemplo, una novela de Dickens), se está consciente, por un lado, de las muchas conexiones que se tiene con las vidas de los personajes, con sus aspiraciones, esperanzas y sufrimientos. Sin embargo, existen muchas formas en que las circunstancias han hecho muy diferentes las vidas de los personajes más pobres respecto de las de los lectores de clase media. Tales lectores evalúan esas diferencias, examinando su incidencia en las aspiraciones a una vida plena y satisfactoria. También perciben diferencias en el mundo interior, viendo la delicada interaccíón entre los fines humanos comunes a todos y el carácter ajeno con que pueden teñirlos determinadas circunstancias. Las diferencias de clase, raza, etnia, género y origen nacional condicionan las posibilidades de las personas y, con ellas, su psicología. El «hombre invisible» de Ellison, por ejemplo, se resiste a la amabilidad simple y fácil que dice que «todos somos hermanos», porque su mundo interior le parece al lector algo oscuro y aterrador, a medida que el niño seguro, producto de un hogar afectuoso, va adoptando sentimientos cada vez más salvajes y pesimistas. De esta forma comenzamos a reparar en cuán profundo puede calar el racismo en la mente y en las emociones. Por ejemplo, pensemos en la escena en que el narrador compra una batata a un vendedor callejero de Harlem. Sus emociones de nostalgia, de deleite y de reconocimiento resultan, en algún sentido, familiares; sin embargo, la batalla contra la vergüenza, cuando decide no esconder su placer ante algo que se le enseñó a ver como signo de ser negro, será desconocida para el lector blanco de clase media, quien probablemente no podrá identificarse con esa experiencia. Esa imposibilidad de resonancia impulsa, sin embargo, otra más profunda y más pertinente, cuando uno ve que un ser humano que inicialmente podría haber crecido libre de toda experiencia deformante de racismo ha sido irremediablemente moldeado por esa experiencia; y se llega a ver esa experiencia de haber sido conformado por la opresión como algo «que le pudo suceder» a uno mismo o a alguien a quien amamos.

Este complejo arte interpretativo es lo que pedían los estoicos cuando invitaban al ciudadano del mundo a cultivar un entendimiento empático de las personas que son diferentes.(9) Sin embargo, es necesario desarrollar esta idea de un modo específicamente democrático, como una parte esencial del pensamiento y del juicio justo en una sociedad democrática pluralista que forma parte de un mundo aún más complejo. Una figura literaria que nos proporciona una singular ayuda en esta tarea es Walt Whitman, que vio al artista literario como un valioso e irreemplazable educador de ciudadanos democráticos. «Sus presidentes -escribió- no serán su árbitro común tanto como lo serán sus poetas.»(10 )A continuación planteó que el arte literario desarrolla capacidades de percepción y juicio que son medulares a la democracia; entre ella incluía, de manera destacada, la capacidad de «ver la eternidad en los hombres y mujeres, entendiendo las aspiraciones y complejidades de su mundo interior, en lugar de ver a los hombres y mujeres como sueños o puntos?, como meras estadísticas o números. Whitman deja muy en claro que su idea de una poesía democrática es su propia versión de la antigua idea ateniense para la situación de la actual Norteamérica: en «Canto a la Exposición» imagina que la musa de la poesía de la antigua Grecia emigra al Nuevo Mundo e inspira su poesía, sin amilanarse ante la mezcla de pueblos que allí encuentra ni por su sorprendente amor a las máquinas.

La capacidad del poeta para «ver la eternidad, sostiene Whitman, es especialmente importante cuando tratamos con grupos cuya humanidad no siempre ha sido respetada en nuestra sociedad: mujeres y minorías raciales, homosexuales, los pobres y desamparados. Parte importante de la función social del artista literario, según él, era impulsar en nosotros la comprensión y simpatía por todos los marginados u oprimidos, prestándole voz a su lucha. «Yo soy quien atestigua la simpatía,¨ anuncia el poeta (Canto a mí mismo 22.461-24.5):

De mi garganta salen voces largo tiempo calladas,
voces de largas generaciones de prisioneros y de esclavos,
voces de desesperados y de enfermos, de ladrones y enanos,

De mi garganta salen voces prohibidas,
voces de sexo y de lujuria,
voces veladas que yo desgarro,
voces indecentes que yo clarifico y transfiguro…

Tremenda y deslumbrante la aurora me mataría,
si yo no llevase ahora y siempre otra aurora dentro de mí.

En efecto, el poeta se transforma en la voz de la gente acallada, y arroja fuera de sí las palabras de esa gente como una especie de luz para la democracia. Al igual que Ellison mucho más tarde, Whitman se centra en nuestra ceguera ante la carne y la sangre de aquellos con quienes vivimos; sus poemas, al igual que la novela de Ellison, se presentan como mecanismos de reconocimiento e inclusión. El tipo de imaginación que Whitman exige fomenta el respeto por las voces y por los derechos de los demás, recordándonos que el prójimo es un sujeto agente y complejo, que no es un mero objeto ni un recipiente pasivo de beneficios y de satisfacciones. Al mismo tiempo, promueve una intensa conciencia de las necesidades y desventajas, y en este sentido da substancia al deseo abstracto de justicia.

Así como sucedió en Atenas, también sucede en Norteamérica: el hecho de que la comprensión y simpatía inspirada por la imaginación literaria no produzca inmediatamente un cambio político no quiere decir que debiéramos negar su valor moral. Si seguimos la idea de Whitman, concluiremos que es esencial proporcionar al estudio de la literatura un lugar central en un currículo para la construcción de ciudadanía, ya que ella desarrolla las artes de la interpretación que son esenciales para la participación y la conciencia cívicas

Marco Aurelio atribuyó incluso más a la imaginación narrativa: argumentaba que contribuye a anular la ira retributiva. Con ello implica que cuando somos capaces de imaginar por qué alguien llega a actuar de manera que en general podría provocar una respuesta airada, seremos menos propensos a demonizar a esa persona, a creerla simplemente malvada y extraña. Aun si nunca entendemos completamente la acción, solo preguntar e intentar representar la psicología de la persona, como si fuéramos un buen novelista, constituye un antídoto contra la ira egocéntrica. Es fácil ver cómo funciona este mecanismo psicológico en nuestras vidas, donde la capacidad de contamos la historia de un padre, un amante o un niño que nos ha encolerizado a menudo puede ayudarnos a evitar nuestro egoísta carácter vengativo. En nuestra vida política, esta capacidad tiene un papel igualmente importante, en especial cuando alternamos con personas distintas a nosotros, a quienes tan fácilmente podríamos tratar como objetos extraños, sin el tipo de complejidad psicológica e histórica que solemos atribuimos a nosotros mismos.

Este aspecto aparece repetidamente en las obras literarias que tratan de personajes sobre quienes la sociedad ha descargado su ira. El lector de la novela Hijo nativo, de Richard Wright, contrasta la versión demonizada de Bigger Thomas, el acusado, en la relación de los hechos del juicio que la prensa hace en la novela, con la compleja persona que ha llegado a conocer. El lector de la novela Maurice, de E. M. Foster, publicada póstumamente, contrasta de igual forma los estereotipos demonizados del homosexual, que la mayoría de los personajes entrega en la novela, con el mundo interior del propio Maurice, tal como el lector ha llegado a conocerlo, con sus sueños de compañía y su intenso anhelo de amor. Tal como insiste Whitman, la comprensión literaria es una forma de receptividad imaginativa y emocional que puede parecer profundamente amenazadora al tipo de persona que demonizaría a un grupo. Dar cabida en nuestra mente a personas que nos parecen extrañas y aterradoras es demostrar una capacidad de apertura y sensibilidad hacia los demás que corre a contrapelo de muchos estereotipos culturales de autosuficiencia.

La insistencia de Whitman en dar cabida a las voces de los excluidos sugiere una consideración adicional: para que pueda desempeñar su función cívica, a la literatura se le debe permitir, es más, se le debe invitar a que nos perturbe. Si podemos simpatizar fácilmente con un personaje, la invitación a hacerlo tendría escaso valor moral; además, la experiencia puede degenerar con toda facilidad en autocomplacencia ante nuestras propias tendencias compasivas. Con su Filoctetes, Sófocles desafió a su público a que vieran sin acobardarse lo que para los personajes resultaba desagradable y repugnante: el pus, gritos blasfemos o el cuerpo de Filoctetes cubierto de úlceras. El desafío de Hijo nativo de Wright era y es meterse en la vida de un criminal violento que asesina sin piedad a su amante, Bessie, como si se tratara de una rata. Asimismo, el desafío de El hombre invisible es entender qué se siente cuando los demás miran a través de uno, como si fuera invisible, o se es visto por la lente de diversas fantasías degradantes. Una vez más, se trata de una experiencia difícil para el público probable de una novela.

Todas estas obras usan un lenguaje literario convencional, lo que explica su aceptación relativamente fácil dentro del reino de la «literatura», a pesar del carácter radical de sus temáticas. Sin embargo, también se podría sostener que el arte literario es el que mejor lleva a cabo la misión whitmaniana de reconocimiento de los excluidos, al permitirles que hablen en su propio lenguaje un tipo de lenguaje cotidiano que no es literario y que podría agredir nuestra sensibilidad. El Premio Booker de Ficción, el premio literario más distinguido en Gran Bretaña, se otorgó en 1994 a James Kelman por su How late it was how late, una novela sobre la vida de la clase trabajadora en Glasgow, Escocia. La novela, que se desarrolla en la mente del protagonista, usa en todo momento el dialecto de la clase trabajadora escocesa, el mismo que realmente usaría el personaje, e incluye todas las palabras que ese personaje probablemente usaría en sus pensamientos y en su habla. Este premio provocó una cierta polémica, ya que muchos críticos literarios objetaron enérgicamente que se concediera un premio de su prestigio a una obra que llega a incluir la palabra joder unas cuatro mil veces. En entrevistas que Kelman dio durante la controversia, defendió su proyecto en términos dignos de Whitman. Las voces de la clase trabajadora, alegaba, por lo general han sido excluidas de la «literatura inglesa» en esa sociedad todavía tan consciente de las diferencias de clase. A lo largo de generaciones, al menos desde Dickens, ha habido algunos atisbos de inclusión, con novelas donde figuran personajes de la clase trabajadora; pero primero sus voces tuvieron que ser asimiladas a las normas del discurso
literario de la clase media. Esto fue una forma de hacer invisible a la clase trabajadora de la vida real.

Una función fundamental del arte es desafiar la sabiduría y los valores convencionales. Una de las maneras en que las obras llevan a cabo esta empresa socrática es pedir que nos enfrentemos a – y que por un momento seamos – aquellos a quienes habitualmente no nos gustaría conocer. Lo ofensivo no constituye en sí un signo de mérito literario; sin embargo, lo ofensivo de una obra puede ser parte de su valor cívico. La inclusión de obras nuevas y perturbadoras en el currículo se debe evaluar a la luz de estas ideas. Cuando sopesamos tales obras, deberíamos recordar que es difícil saber por anticipado, o rápidamente, qué obras no convencionales, o partes de alguna de ellas, perdurarán en su capacidad de iluminar la situación de un grupo, y cuáles son meramente escandalosas. La mayoría de nosotros tiene temores y puntos débiles al respecto que inciden negativamente en nuestro reconocimiento de algunos conciudadanos; y, por lo tanto, deberíamos admitir que nuestras reacciones de perturbación pueden ser muy poco confiables, al llevamos a considerar como meramente desagradable lo que a la larga será visto como un mérito genuino. (Solo a manera de ejemplo, las sensibilidades contemporáneas pidieron que se excluyera una escena decisiva de Hijo nativo de Wright, en la que Bigger y su amigo se masturban en el cine mientras contemplan la imagen de una mujer blanca. Esta escena, demasiado escandalosa para ser publicada en 1940 y no incluida en posteriores ediciones hasta 1993, ahora puede considerarse decisiva para el desarrollo del relato y para la exploración de la formación social de la imaginación y los deseos de Bigger.) No es necesario negar la existencia de criterios justificables de mérito literario para admitir que nosotros mismos somos jueces poco confiables en los casos en que las obras tocan nuestras vidas y las controversias de nuestra época. Por esta razón, debemos proteger la oportunidad que tienen las artes de explorar nuevos y más amplios territorios, y también deberíamos proteger el derecho de los profesores universitarios para explorar obras polémicas en el aula, más allá de que estemos o no estemos convencidos de la perdurabilidad de sus méritos.

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