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La voz y el estilo

diciembre 4, 2002

Si recordamos nuestros primeros encuentros con la ficción, lo que aparece ante nosotros no es la página silenciosa de un libro, sino el sonido de una voz. Las primeras historias que el niño empieza a descifrar son las nanas que le canta su madre y luego las narraciones y las conversaciones de los mayores, a las que él, que sólo domina parcialmente las pala-bras e ignora todo sentido que no sea literal, otorga siempre un carácter entre fantástico y ambiguo. Faulkner hablaba con gratitud de las criadas negras de su casa, que fueron para él las primeras portadoras de historias. García Lorca atribuía siempre el origen de su vocación poética a las coplas y cuentos popula-res que oía de labios de las mujeres de la Vega de Granada. Imaginamos a Proust escuchando en la ca-ma las voces de su madre o de su abuela que le leen a la luz de una bujía un relato de George Sand. Y una de las imágenes más vívidas de mi niñez no procede de un recuerdo visual, sino de la voz profunda de mi abuelo materno contándome la historia de una mujer a la que enterraron viva en el cementerio de mi ciudad y que cuando abrieron el ataúd tenía los ojos en blanco y los dedos rotos de arañar el terciopelo y la madera de la tapa.

Durante una parte de nuestra vida, justo aquella en que la imaginación es más poderosa y más ávido el deseo de saber, nos alimentamos exclusivamente de narraciones orales, igual que les ha ocurrido hasta no hace mucho tiempo a casi todos los hombres. A finales del siglo XV la invención de la imprenta permitió que se multiplicaran más que nunca hasta entonces los ejemplares de los libros, pero el número de lectores posibles no se incrementó sino mucho tiempo después, y aun ahora sabemos melancólicamente que la alfabetización universal no trae consigo el hábito de la lectura. En un corredor del metro de París yo vi una vez a un recitador árabe que contaba una historia rodeada de hombres fascinados y tan ajenos al estrépito de los trenes y a los pasos de las gentes como si se encontraran en una tienda del desierto. El Mío Cid, la Ilíada y los romances viejos se transmitían de memoria en memoria y eran declamados en las plazas. Cuando yo era niño, aún quedaban ciegos, que cantaban junto a la puerta del mercado romances de crímenes y de milagros, las niñas saltaban a la comba cantando la historia desdichada del Rey Alfonso XII y de doña María de las Mercedes. De noche, en las esquinas iluminadas nos reuníamos en corros para escuchar y contar historias de aparecidos y de tísicos, igual que los niños de Barcelona de posguerra se contaban aquellas aventis que constituyen la médula inagotable de las novelas de Juan Marsé.

Del mismo modo se han transmitido los cuentos populares, incluso después de que los recogieran en compilaciones eruditas, cuya misma existencia ya es un aviso del peligro de su desaparición. Si en los días anteriores hemos resaltado la evidencia de que la ficción es mucho más amplia y más antigua que la literatura, también nos conviene recordar que la costumbre solitaria de leer y de atesorar los libros es extremadamente minoritaria, y que esos dones que tanto amamos unos pocos las palabras escritas, las páginas que recorre nuestra mirada y pasan con delicadeza nuestros dedos – no constituyen la parte esencial de la experiencia narrativa, sino una modalidad muy tardía en su transmisión.

A nosotros el acto de escribir nos parece sagrado, y por eso veneramos a nuestros escritores preferidos y buscamos con avaricia sus palabras exactas. Pero una gran parte de las mejores historias que se han inventado y contado en el mundo no tienen un autor conocido, y muchos de los más grandes narradores eludieron o desdeñaron el acto de escribir. Ni Homero ni Sócrates lo hicieron nunca. Platón desconfiaba de la escritura, porque imaginaba que induciría a los hombres a descuidar el ejercicio de la memoria. A Shakespeare lo sabemos tan negli-gente por la perduración de su trabajo que no parece que se ocupara de hacer copiar o imprimir con fidelidad sus propias obras. De Cristo, nos recuerda Borges, sólo se sabe que escribiera una vez, fue sobre la arena, y nadie llegó a leer lo que escribió porque él mismo se apresuró a borrarlo. En los diccionarios de literatura buscaremos en vano el nombre de una de las mayores narradoras que han existido; la admirable Sherezade, que recibía invariablemente cada amanecer el más valioso de los premios literarios a que podrá aspirar nunca un escritor: no morir decapitada para que a la noche siguiente continuara contando. Ulises no sólo es el protagonista de la Odisea: también, en su parte central, se convierte en narrador de sus propias aventuras, en la corte de Alcinoo, rey de los feacios, y el relato es tan apasionante que el rey posterga la hora de irse a dormir para pedirle al náufrago extenuado que continúe su narración. En cada uno de los cuentos de Sherezade siempre hay un personaje que cuenta un cuento, y dentro de éste hay otro que refiere un tercero, de modo que el prodigio más repetido de Las mil una noches es el acto de contar. El Amadís de Gaula , una novela difundida ya en tiempos de la imprenta, conserva sin embargo los hábitos de las narraciones orales, y su autor sabe que la mayor parte del público que llegue a conocerlo lo hará por mediación de una voz que lee en alto, y por eso no se dirige a un lector, sino a un oyente: «Ahora oiréis «, dice de vez en cuando, o «como oído habéis».

En la primera parte del Quijote , donde se trenzan tantas historias diversas, sólo dos de ellas surgen de la lectura directa, y nada más que una, la que dice descubrir Cervantes en el manuscrito de Cide Hamete Benengeli, es leída en solitario. Pero es que Cervantes, o ese personaje innominado que nos habla, ya es un adicto precoz a la palabra impresa, y la ama tanto y conoce tan profundamente su peligro que dedica un libro entero a contarnos el infortunio y la grandeza de un hombre enajenado por los libros, una de las primeras víctimas conocidas de la imprenta. Junto al fuego de la venta, o en medio de un bosque, en la inquietud de la noche de verano, los personajes se vuelven narradores o testigos atentos: así conocemos, como si también nosotros nos hubiéramos sentado en el círculo de los oyentes, la historia de Crisóstomo y de la pastora Marcela, el gran embuste de la princesa Micomicona, las desgracias del loco Cardenio y de la fugitiva Dorotea, las aventuras del Cautivo: cada personaje es primero un enigma y luego una voz que refiere una historia. La del Celoso Impertinente, que lee el cura en voz alta, está escrita, pero no impresa. Y sabemos que, en la venta donde todas estas narraciones se enredan con la misma fertilidad que en Las mil y una noches, se guardan también varios libros de caballerías por los que el ventero muestra una devoción que no habríamos sospechado en un hombre tan rudo. Escuchemos su voz: «Y tengo aquí dos o tres dellos, con otros Papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo a mí, sino a otros muchos. Porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámoslo más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas; a lo menos, de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar, oyéndoles noches y días.

El ventero no sabe lo que es la literatura: lo que si sabe es que quiere escuchar una voz que le cuente una historia, igual que nosotros cuando éramos niños, o que algunos de nosotros cuando ya somos adultos y no hemos perdido, aunque tendemos a ocultarlo por pudor, el instinto de prestar atención a las voces que cuentan. Cuando voy en el autobús, cuando estoy en la barra de un bar o en la cola del super-mercado, yo siempre miro las caras de los desconocidos y atiendo a sus voces. Se trata de vicio tan inevitable, como el de leer todos los papeles que hay al alcance de mi mano y todos los letreros de las tiendas, y veces, cuando camino sin prisa y sin una dirección exacta, es decir, casi siempre, tengo la sensación de estar atravesando no una ciudad sino un bosque de miradas, de historias y de voces, algunas de las cuales tienen la misteriosa cualidad de atraparme en lo que están contando. Hace poco en Granada, una mañana de sol, pasé junto a un banco donde estaban sentados un viejo con aspecto de contable jubilado y uno de esos africanos que se dedican a la venta ambulante de baratijas electrónicas. Mientras pasaba oí que el viejo le decía al otro: «La verdad es que he tenido suerte en la vida. Me casé con una mu-jer muy ardiente”.

Si voy en el autobús o en el tren y oigo a mi espalda una voz que cuenta, procuro no volverme para no ver la cara del narrador, averiguar su carácter únicamente por el metal y el tono de su voz y las palabras que usa. Cuando era niño, a las voces de mis mayores se sumaban las que oía en la radio, las de los locutores de las novelas, que solían ser solemnes y oscuras, las de los cuadros de actores, que se repetían en todos los folletines con papeles distintos, aunque equivalentes, y que actuaban sobre la imaginación con una intensidad no igualada más tarde por los esplendores visuales del cine. Aún hoy, cuando estoy acostado en la oscuridad y tardo en dormirme, me gusta poner la radio para oír sus voces a la vez íntimas y remotas, y me parece que son iguales a las voces de los libros que más me importan, porque también ellas proceden de ninguna parte y hablan como si se dirigieran exclusivamente a mí, como si hubieran adivinado en la distancia mi soledad y mi insomnio y se ofrecieran a acompañarme hasta que yo me duerma o decida elegir el silencio, desconectando la radio con un gesto semejante al de quien cierra el libro y lo deja sobre la mesa de noche y tal vez sueña con la historia que ha estado leyendo.

Dice Forster que en el interior de cada nove-la hay un reloj. Pero es un reloj que tiene algo de me-trónomo y que mide no sólo el tiempo de las peripecias de los personajes, sino sobre todo el ritmo con que hablan sus voces, y en especial la voz que cuenta. Dice Nietzsche, que es un crítico tan agudo de literatura como de música, que una parte de la tarea del escritor consiste en encontrar equivalencias para los medios de expresión que sólo están al alcance de quien habla, es decir, para los gestos, el acento, el tono, la mirada.

Hace muchos años que nos alejamos de la infancia y el mundo en el que las voces eran las depositarias soberanas de la ficción se ha extinguido, pero a pesar de todo, nosotros, lectores cultos que nos decimos en silencio las palabras escritas, lo que buscamos es escuchar una voz o una sucesión de voces que se entrelacen en nuestra imaginación como los sonidos de la música. Simétricamente, la tarea del escritor es encontrar la suya y aprender a usarla, y también oír las voces de los otros y hacer que suenen en las palabras de sus personajes. La atención del oído importa tanto como la atención de la mirada, pero éste no es sólo un ejercicio de perspicacia, sino también, y uso a propósito una palabra poco frecuente hoy, de humildad, o, como escribe Onetti refiriéndose a Faulker, » respeto por la vida, por los seres que la pueblan y la hacen» . Atención apasionada, humildad y respeto encontramos siempre en los artistas más grandes: en las fotografías mágicas de Henri Carter Bresson, en la pintura de Velázquez, de Vermeer de Delft o de Antonio López García. Y puedo decir que no he encontrado a ningún escritor vanidoso que no fuera mediocre. Me acuerdo ahora de un exabrupto admirable de Flaubert: » Orgullo, sí Vanidad, nunca. El orgullo es una fiera solitaria que vive en el desierto. La vanidad es un loro que parlotea de rama en rama a la vista de todos».

A Flaubert, por cierto, que tanto sufría escribiendo, nada lo martirizaba más que la invención de los diálogos. Porque el habla de los personajes, como sus rostros o sus caracteres, nunca consiste en una trascripción del natural, que por lo demás es imposible. Se repite aquí una ley que ya hemos enun-ciado: la naturalidad o la verdad de lo escrito sólo se logra con el máximo artificio, que es la suma de la atención – la del oído en este caso -, la selección y la combinación de los rasgos más significativos, a la manera de esos dibujantes que resuelven un rostro en dos o tres líneas de lápiz. Pero el artificio, o la téc-nica, de nuevo es una consecuencia de algo anterior que importa mucho más y que lo justifica: la capaci-dad del escritor de convertirse en otro, de abdicar de su punto de vista privilegiado y central y enmarcarse en sus personajes como el califa Harun al-Rmhid cuando salía de noche de su palacio de Bagdad para buscar aventuras e historias por los zocos. Para saber cómo hablaba Madame Bovary era preciso que Flau-bert se encarnara en ella mientras escribía. Nadie como Baudelaire ha explicado este misterio de la mul-tiplicación de la conciencia y en una pluralidad de identidades simultáneas: «Soy la herida y el cuchillo, soy la bofetada y la mejilla, soy los miembros y la rueda, y la víctima y el verdugo». El novelista, como casi todo el mundo, es un califa que se aburre en el palacio gramatical del yo, y una voz que se disuelve en muchas voces y que se detiene a escucharlas todas para distinguir la única que es la suya

Porque tampoco es fácil distinguir y usar la propia voz, sobre todo cuando aparece por medio el fantasma prestigioso y distorsionador del estilo. De nuevo hemos de recurrir a un personaje que a estas alturas ya nos es familiar, el artista adolescente o aprendiz de escritor que quiere deslumbrar al mundo con los resplandores de su estilo y que para no contaminarse de influencias no quiere escuchar otra voz que la de su sinceridad, contaminándose enton-ces de los lugares comunes más enfáticos y desgas-tados de toda la literatura. Tardará años en darse cuenta de que la imitación entusiasta es el único ca-mino posible hacia la originalidad. El joven escritor, decía Stevenson, ha de ser sobre todo un simio diligente. Se aprende a escribir como se aprende a hablar o caminar: fijándose y copiando con determinación y con paciencia, igual que copiaban estatuas clásicas los antiguos aprendices de pintores. El joven escritor está muy mal dotado para copiar del natural, pero todavía conserva de la infancia el hábito de la emulación y si aprovecha su ímpetu puede copiar beneficiosamente a sus maestros. Yo releo los lamentables poemas que escribía hace veinte años y puedo decir sin vacilación a quién había estado leyendo hasta unas horas antes de ponerme a escribirlos. En mi casa había un curioso volumen titulado Los veinticinco mil Mejores versos de la poesía castellana, cuyo antólogo teína el mérito de haber escogido infaliblemente los peores veinte mil. Gracias a ese libro ahora estoy en condiciones de recitar fragmentos de El tren expreso de Campo amor o el furioso y apócrifo poema a la desesperación, de Espronceda, pero en él me Familiaricé también con Garcilaso, Manrique, Fray Luis, Garcia Lorca, Neruda, Vallejo o José, Asunción Silva, y a cada uno de ellos les rendí copiosos homenajes en verso que a veces tenían la gracia del pastiche y casi siempre la torpeza chapucera de la falsificación. Mi voz, en cada caso, se con-vertía en la del poeta que aquel día me hubiera entusiasmado. Como el apacible Zelig de Woody Allen yo adoptaba instintivamente la apariencia de quien tuviera más cerca. Tal vez por eso, cuando años después leí en Cortázar su estupendo elogio del camaleón no pude menos que reconocerme en la maleabilidad de esa criatura, contrapuesta a la rigidez del escarabajo y el crustáceo, del escritor vanidoso, del hombre tan satisfecho de sí mismo que desconoce la tentación de perderse en otra identidad y de adoptar otras voces, tan enamorado de la suya que no conoce placer más alto que el de oírse a sí mismo mientras aletea de rama en rama como el loro de Flaubert a la vista del público.

Igual que con la poesía me ocurrió con la prosa: he copiado con aplicación y fervor a todos mis maestros, y si ahora alguien reconoce como mía la voz con la que escribo siento sobre todo gratitud y lealtad hacia los escritores y los narradores orales de quienes sigo aprendiendo. Pues no basta con ser un simio diligente: también hay que ser un simio agradecido, y darse cuenta de que el estilo no es un sistema de guiños, de adornos y de costumbres verbales, sino un ejercicio desvelado y continuo de naturalidad, de valentía y de vigilancia. Desvelo y naturalidad para saber qué es lo que tiene uno que de-cir y decirlo con las únicas palabras posibles, para no impostar ni engolar la propia voz. Valentía para sa-ber perderse en las incitaciones que parecen contener en sí mismas las palabras y que nos son dictadas por lo mejor y más hondo que hay en nosotros, para atreverse a no fingir, a no mirar de soslayo hacia el público o hacia los críticos, para no rendirnos a la rutina de los caminos ya pisados muchas veces. Vigilancia para que las palabras muertas no conta-minen nuestra voz, para que esa literatura residual que circula por el aire como los gases tóxicos no se introduzca en el fluido de nuestra escritura. Un es-critor muy olvidado ahora, pero que a mí me gusta mucho, y del que he aprendido a escribir artículos, Julio Camba, observó: » Siempre que un hombre de pocas letras, aunque lo sea de muchas ciencias, inicia un relato diciendo que lo va a escribir sin galanuras retóricas, puede de antemano descontarse el resultado. A la segunda línea nos hablará de «las riendas del gobierno», de «la hidra revolucionaria», de «la caricia del sol» o del «murmullo de las fuentes», y es que no sabiendo combinar las palabras a su modo, el buen hombre tendrá que tomarlas ya combinadas, y no siendo un literato, no podrá prescindir de la literatura».

Los libros nos importan cuando escuchamos en ellos una voz singular que no hemos oído antes nunca, o cuando al cabo de una o dos relecturas ya la reconocemos tan inmediatamente como la voz querida de un amigo. Cuando se dice que el estilo es el hombre yo creo que suele entenderse al revés el sentido de esa afirmación: pues no se trata de que el estilo sea el don más valioso que un hombre, un artista, pueda poseer, sino que es una emanación y una expresión veraz de un carácter, de una vida y de una actitud que se manifiestan en él igual que en su manera de mirar o en el metal y en el tono de su voz.

Nadie puede ser sino aquello que es: de modo que Ia originalidad, y no esas extravagancias que se con-funden con ella, no es nunca un propósito, sino un resultado: se nos olvida con frecuencia que originalidad viene de origen; igual que radicalismo no viene de exceso o de extremo, sino de raíz, como nos recordó, por cierto, Karl Marx. No hay ni un solo gran artista que no haya venerado y traicionado al mismo tiempo su propia tradición. Vuelvo de nuevo a Camba: » Para prescindir de la literatura hecha sólo exis-te un procedimiento, que es el de hacer otra, y si en un sentido despectivo se denomina literarios a aquellos temperamentos que utilizan como vehículo de sus emociones las formas literarias ya creadas, en buena ley no se les debería aplicar esta denominación más que a los que crean unas formas nuevas».

Hay libros magníficos en los que escuchamos una sola voz. Algunas veces no sabemos de dónde procede, como cuando movemos al azar el dial de una radio y la voz surge de improviso viniendo de una emisora y de una ciudad desconocida. Óiganla conmigo: «Una mañana, al despertarse, Grigori Samsa se encontró convertido en un enorme insecto». Escuchen también ésta, que es más misteriosa porque alude a alguien que no tiene nombre: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche». Ni en el relato de Kafka ni en el de Borges sabemos quién habla, pero eso no impide que la voz nos hipnotice desde la primera línea, y que ya no deseemos parar de oírla hasta el final. Es la tercera persona, el tercer hombre, el narrador oculto que nos habla en la oscuridad. A lo largo de toda la historia no oímos ninguna otra voz, y su efecto sobre nosotros es muy parecido al de las narraciones que nos contaban de niños. Esa voz es nuestra y al mismo tiempo no es de este mundo, carece de todo asidero con las evidencias y las trampas de la realidad. Ante ese narrador nos rendimos inermes: puede contarnos lo que quiera a condición de que no varíe el tono, puede, a su gusto, callar o explicar, porque, es él quien lo sabe todo y nosotros quienes miramos fascinados sus labios. Puede fingir la indiferencia de un informe oficial. Pero nosotros sentimos que lo que está contando pertenece al reino sagrado de la ficción: oigamos ahora a otro maestro: «El 15 de septiembre de 1840, hacia las seis de la mañana, el Ciudad de Montfereau, presto a zarpar, exha-laba grandes torbellinos de humo en el muelle de Saint Bemard». Estas precisiones de Flaubert en el arranque de La educación sentimental son como los por-menores exactos de la pintura de Vermeer, como la detallada penuria de esas habitaciones que pinta Antonio López García: enuncian la realidad y al mismo tiempo la vuelven fantástica, adoptan el tono neutro de una voz cuya apariencia de vulgaridad la hace más poderosa.

Escuchemos ahora otras voces que también les serán familiares enseguida: «He estado mucho tiempo acostándome temprano», nos dice un narra-dor que si no declara su nombre se nos identifica enseguida, nos señala el lugar que él mismo ocupa en la ficción, tan abiertamente como Montaigne al principio de sus ensayos declara: «Yo mismo soy la materia de mi libro», o como Durero, por primera vez en la Historia del Arte, se retrata a sí mismo de frente y en primer plano. El narrador de Proust calla su nombre y tarda mucho en explicar su condición: la primera de todas las voces de la novela afirma su identidad con un impudor que tiene algo de decla-ración notarial: » Pues sepa vuestra merced, ante todas las cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes». Tres siglos más tarde, en la Primera página de Moby Dick, ese aire de informe se convierte en una severa imposición: «Llamadme Ismael «.

Pero la voz soberana, la que instaura y cuenta la ficción, desaparece en ocasiones o se difumina en otras voces, de tal modo que es posible que nos Pase desapercibida, que no lleguemos a notarla. La voz del narrador de Proust es tan omnipresente como un bajo continuo, pero de vez en cuando, con una especie de cortesía irónica, con un talento de parodista que no suele celebrársele, deja paso a otras voces, la de la señora Verdurin, a quien podríamos lla-mar con propiedad el loro de Proust, la del cretino Profesor Cottard, la del vacuo y solemne señor de Norpois, la popular, charlatana y arcaica de la criada Fracoise, la del audaz idiota Bloch, que cuando alguien le pregunta si está lloviendo declara: «Vivo tan apartado de las contingencias físicas que mis senti-dos ya no se molestan en comunicármelas «. Proust es uno de esos raros escritores que tienen al mismo tiempo una voz inconfundible y un oído magnífico. De otro excelente novelista Henry James, se ha dicho que sólo tenía voz, porque todos sus personajes hablan como él. Lo mismo suele ocurrirnos con Cortázar: en sus novelas oímos hablar a mucha gente, pero nunca se nos olvida que a quien oímos sobre todo es a Julio Cortázar. De Galdós y Baroja podría decirse, con una cierta injusticia, que tienen sobre todo oído. A Galdós como a Dickens, nos lo imaginamos recorriendo las calles y los mercados oyendo con felicidad y avaricia las voces de todos los hombres y de todas las mujeres, atesorándolas, trasmutándolas luego, adoptando tan íntimamente la posición de esas gentes que hablan que son capaces de hacernos percibir en sus libros un vasto y cálido rumor de voces simultáneas. Otro escritor dotado de un oído prodigioso es Adolfo Bioy Casares: por eso sus relatos, aunque no estén escritos en primera per-sona, nos transmiten tan vívidamente la sensación de estar asistiendo a una experiencia singular, no de estar admirando el estilo de un escritor, sino escuchando las voces de seres tan vivos como nosotros que el novelista nos señala con un gesto y una sonrisa al mismo tiempo de ternura y de complicidad. Creo que nunca es tan admirable un escritor como cuando abdica de su propia voz y de las tentaciones del estilo y es poseído como un médium por la voz caudalosa de uno de sus héroes: lo que más me con-mueve de Joyce es el monólogo de Molly Bloom, y si tuviera que elegir entre la selva de las páginas de William Faulkner me quedaría con la voz silenciosa de Benji, el idiota de «El ruido y la Ia furia».

Pero la voz, en la ficción, es algo más que un sonido: es también el espacio que la mirada delimita. Esa tercera persona que nos informaba con tanto detalle de la hora, el día y el año en que zarpó el Ciudad Montereau es omnisciente, invisible y ubicua, igual que Dios, de modo que puede informarnos de todo aquello que le parezca oportuno sin que nos atrevamos a elevar ni una sola objeción. A Lázaro de Tormes ya no le concederemos tales libertades, y sólo le consentiremos que nos cuente lo que le haya sucedido a él mismo o lo que legítimamente haya llegado a saber. Del narrador de Proust sospechamos que de vez en cuando nos hace trampa. Con dema-siada frecuencia se encuentra en situación de observar sin ser visto, oculto en oportunos bosquecillos o en cuartos oscuros dotados de un conveniente espejo falso. Sherezade teína menos escrúpulos, pues nadie le exiga las fuentes de su información: se limita a decir «he sabido, oh gran rey «, y ni el rey ni nosotros le preguntamos cómo lo ha sabido ni quien se lo ha dicho.

Hasta ahora, en las tres novelas que yo he publicado, y en la mayor parte de mis relatos, he si-do incapaz de contar la historia si no era a través de la mirada y la voz de un personajes. La he comenzado siempre en tercera persona, y siempre, metódicamente, han fracasado al cabo de unos pocos capítulos, y he tenido que volver al principio para encarnarlas en una voz que participara de los hechos y limitara, en el ámbito desordenado de la ficción, un espacio invariable. Les dije el otro día que no existe el personaje hasta que no tiene nombre o hasta que se descubre que carece de él. Tan radicalmente puede decirse que la historia sólo se convierte en argumento y novela cuando el escritor encuentra la voz o las voces que tienen que contarlas, el ángulo donde ha de situarse la mirada.

Yo me temo que aún no he aprendido a establecer en mi literatura una polifonía de voces: estuve imaginando y escribiendo borradores de Beatus Ille durante siete años, y todo ese trabajo habría sido en vano si al cabo de tanto tiempo no hubiera encontrado la voz única y necesaria que habla y se embosca y al final se revela en el libro. Empecé a escribir. El invierno en Lisboa usando esa tercera persona que tan decididamente se niega a obedecerme. intenté luego que quien le hablara al lector fuera Biralbo. Sólo cuando encontré, por casualidad desde luego, como les dije el otro día, la voz de ese narrador del que casi nada sabemos ni ustedes ni yo, la novela pareció que empezaba a escribirse sola, que yo la veía y la escuchaba escribirse, ajena mí, íntima y secreta. En Beltenebros me ocurrió igual, pero tengo la sensación de que esa voz que encontré no era la adecuada, y me duele pensar que por su culpa, o por mi falta de sabiduría, o de paciencia, borró a otras voces que importaban más y que ni el lector ni yo podremos ya oír. Puede que esa voz sea parcialmente falsa porque está contaminada de estilo, porque no es la voz de un hombre, sino la de una máscara.

Pero si me equivoqué, y algunas personas que me importan mucho juzgan que lo hice, no fui del todo yo como escritor quien se internó en un camino falso y acabó tanteando en la oscuridad un callejón sin salida: fui yo, desde luego, pero no sólo el yo que escribe ni el que les habla ahora mismo, sino un tercero, y como tercero el más oculto y el más enigmático, ese lector que mira desde fuera aunque lo haga a través de los ojos de uno mismo, el lector que exige el libro que desea leer y que nos impulsa a escribirlo, el doble, el semejante, el hermano y la sombra de alguien que me importa tanto que le he reservado la última divagación.

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