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Una fuerza de banalización

diciembre 4, 2002

Volviendo al problema de los efectos de la eclosión de la televisión, es verdad que la oposición ha existido, pero nunca con esta intensidad (establezco un término medio entre «nunca visto» y «siempre ha sido así»). Por su poder de difusión, la televisión plantea al universo del periodismo escrito en particular, y al de la cultura en general, un problema absolutamente terrible. Comparada con ella, la prensa de masas que tanto horrorizaba (Raymond Williams ha aventurado la hipótesis de que la revolución romántica en poesía fue suscitada por el horror que inspiró a los escritores ingleses la aparición de la prensa de masas) carece de importancia. Por su extensión, por su peso realmente extraordinario, la televisión produce unos efectos que, aunque no carezcan de precedentes, son absolutamente inéditos.

Por ejemplo, la televisión puede hacer que una noche, ante el telediario de las ocho, se reúna más gente que la que compra todos los diarios franceses de la mañana y de la tarde juntos. Si un medio de esas características suministra una información para todos los gustos, sin asperezas, homogeneizada, cabe imaginar los efectos políticos y culturales que de ello pueden resultar. Es una ley que se conoce a la perfección: cuanto más amplio es el público que un medio de comunicación pretende alcanzar, más ha de limar sus asperezas, más ha de evitar todo lo que pueda dividir, excluir -piensen en Paris-Match-, más ha de intentar no «escandalizar a nadie», como se suele decir, no plantear jamás problemas o sólo problemas sin trascendencia. En la vida cotidiana, se habla mucho del sol y de la lluvia porque se trata de un problema respecto alcual se tiene la seguridad de que no va a provocar roces; salvo si uno está de vacaciones y elogia el tiempo seco y soleado ante un campesino que necesita urgentemente que llueva, el tiempo es el tema intrascendente por antonomasia. Cuanto más extiende su difusión un periódico, más se orienta hacia los temas para todos los gustos que no plantean problemas. Se elabora el objeto en función de las categorías de percepción del receptor.

Por eso se lleva a cabo toda la labor colectiva que acabo de describir, tendente a homogeneizar y a banalizar, a «conformar» y a «despolitizar», etcétera, a pesar de que, hablando con propiedad, no va destinada a nadie en concreto y de que nadie ha pensado ni pretendido nunca conseguir semejante objetivo. Se trata de algo que se observa con frecuencia en el mundo social: ocurren cosas sin que nadie lo pretenda, aunque lo parezca (siempre hay quien dice: «Lo hacen adrede»). Y aquí es donde la crítica simplista resulta peligrosa: exime del esfuerzo que hay que hacer para comprender fenómenos como el de que, sin que nadie lo haya pretendido realmente, sin que las personas que financian la televisión hayan tenido prácticamente que intervenir, tengamos ese extraño producto que es el «telediario», que conviene a todo el mundo, que confirma cosas ya sabidas, y, sobre todo, que deja intactas las estructuras mentales. Hay revoluciones que trastornan las bases materiales de una sociedad, las más evidentes como la desamortización de los bienes ecleiásticos-, y revoluciones simbólicas, que son las que llevan a cabo los artistas, los científicos, los grandes profetas religiosos o a veces, en contadas ocasiones, los grandes profetas políticos, que trastornan las estructuras mentales, es decir que cambian nuestra manera de ver y de pensar. Es el caso, en el ámbito de la pintura, de Manet, que echó por tierra una oposición fundamental, una estructura sobre la que se asentaba toda la enseñanza académica, la oposición entre lo contemporáneo y lo antiguo. Si un instrumento tan poderoso como la televisión iniciara un giro, por leve que fuera, hacia una revolución simbólica de esta índole, les aseguro que no tardarían en cortarle las alas… Pero resulta que, sin que nadie necesite pedírselo, debido al mero efecto de la lógica de la competencia y de los mecanismos a los que he aludido, la televisión no hará nunca una cosa así. Está perfectamente ajustada a las estructuras mentales del público. Buena muestra de ello es el moralismo de la televisión, patente en el fenómeno de las maratones televisivas, que habría que analizar dentro de esta lógica. «Con buenos sentimientos», decía Gide, «se hace mala literatura», pero con ellos se «suben los índices de audiencia». Es digno de reflexión el moralismo de los profesionales de la televisión: a menudo cínicos, hablan con un conformismo moral absolutamente asombroso. Nuestros presentadores de telediarios, nuestros moderadores de debates, nuestros comentaristas deportivos, se han convertido, sin tener que esforzarse demasiado, en solapados directores espirituales, portavoces de una moral típicamente pequeñoburguesa, que dicen ”lo que hay que pensar» de lo que ellos llaman «los problemas de la sociedad», la delincuencia en los barrios periféricos o la violencia en la escuela. Y lo mismo ocurre en el ámbito de la literatura y del arte: 1os programas llamados literarios más conocidos éstan al servicio –y de una forma cada vez más servil- de los valores establecidos, del conformismo y el academismo, o de los valores del mercado.

Los periodistas-habría que decir el campo periodístico- deben su importancia en el mundo social a que ostentan el monopolio de hecho de los medios de producción y difusión a gran escala de la información, mediante los cuales regulan el acceso de los ciudadanos de a pie, así como de los demás productores culturales, científicos, artistas, escritores, a lo que a veces se llama «el espacio público», es decir a la difusión en gran escala. (Con este monopolio se topa uno, como individuo o como miembro de una asociación, de un colectivo cualquiera, cuando intenta dar una amplia difusión a una información.) A pesar de ocupar una posición inferior, dominada, en los campos de producción cultural ejercen una forma realmente insólita de dominación: son dueños de los medios de expresarse públicamente, de existir públicamente, de ser famoso de alcanzar la notoriedad pública (lo que, para los políticos, y para algunos intelectuales, significa un reto capital). Y gracias a esto gozan por lo menos los más poderosos) de una consideración con frecuencia desproporcionada en relación con sus méritos intelectuales… Y pueden desviar una parte de ese poder de consagración en provecho propio (que los periodistas estén, incluso los más famosos, en una posición de inferioridad estructural respecto de otros grupos, a los que pueden dominar ocasionalmente, como los intelectuales -entre cuyas filas se desviven por contarse- y los políticos, contribuye, sin duda, a explicar su tendencia constante al antiintelectualismo).

Pero, sobre todo, ya que están en disposición de aparecer en público de modo permanente, de expresarse a gran escala, algo absolutamente impensable, por lo menos hasta la aparición de la televisión, para un productor cultural, por muy famoso que fuera, pueden imponer al conjunto de la sociedad sus principios de visión del mundo, su problemática, sus puntos de vista. Podría objetarse que el mundo periodístico está dividido, diferenciado, diversificado, que es, por lo tanto, idóneo para representar todas las opiniones, todos los puntos de vista, o para brindarles la ocasión de expresarse (y es verdad que para atravesar la barrera periodística existe la posibilidad de beneficiarse, hasta cierto punto, y a condición de tener un mínimo de peso simbólico, de la competencia entre los periodistas y los periódicos). Lo que no quita que el campo periodístico, como los demás campos, se base en un conjunto de presupuestos y de creencias compartidos (más allá de las diferencias de posición y de opinión). Estos presupuestos, inscritos en un sistema determinado de categorías de pensamiento, en una determinada relación con el lenguaje, en todo lo que implica, por ejemplo, una noción como «resulta en televisión», son los que fundamentan la selección que los periodistas llevan a cabo en la realidad social, así como en el conjunto de las producciones simbólicas. No hay discurso (análisis científico, manifiesto político, etcétera) ni acción (manifestación, huelga, etcétera) que, para tener acceso al debate público, no deba someterse a esta prueba de selección periodística, es decir, a esta colosal censura que los periodistas ejercen, sin darse cuenta, al no retener más que lo que es capaz de interesarlos de «captar su atención» es decir de entrar en sus categorías, en sus esquemas mentales, y condenar a la insignificancia o a la indiferencia a expresiones simbólicas merecedoras de llegar al conjunto de los ciudadanos.

Otra consecuencia, más difícil de advertir, del crecimiento del peso relativo de la televisión en el espacio de los medios de comunicación, y del peso de los constreñimientos comerciales sobre esa televisión que se ha vuelto dominante, es el paso de una política de acción cultural a través de la televisión a una especie de demagogia de lo espontáneo (que se manifiesta de modo especial, por supuesto, en la televisión, pero que va alcanzando también a los periódicos llamados serios: éstos otorgan un espacio cada vez mayor a esa especie de cartas al director que son las tribunas libres, los espacios de libre opinión). La televisión de los años cincuenta pretendía ser cultural y utilizaba en cierto modo su monopolio para imponer a todos unos productos con pretensiones culturales (documentales, adaptaciones de obras clásicas, debates culturales, etcétera) y formar así los gustos del gran público; la televisión de los años noventa se propone explotar y halagar esos gustos para alcanzar la audiencia más amplia posible ofreciendo a los telespectadores productos sin refinar cuyo paradigma es el talk-show, retazos de vida, exhibiciones sin tapujos de experiencias vividas, a menudo extremas e ideales para satisfacer una necesidad de voyeurismo y de exhibicionismo (como, por lo demás, los concursos televisivos, en los que la gente se desvive por participar, incluso a título de mero espectador, con tal de conseguir por un instante que la vean). Con todo, no comparto la nostalgia de algunos por la televisión pedagógica y paternalista del pasado, pues opino que es tan contraria como el recurso a la espontaneidad populista y la sumisión demagógica a los gustos populares a una utilización realmente democrática de los medios de comunicación de masas

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