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Caridad bien ordenada

diciembre 4, 2002

Uníanse en don Eleuterio a una honda filantropía trascendental, un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecieran perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veia la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la vela entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

Ia verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo sus obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.

Cuando le tocaba en las entrañas el espectáculo de alguna repugnante miseria callejera, consolábase imaginando que no era el dolor de que era testigo tan grande como parecía, porque, embotado el paciente por su penuria y endurecido merced a los rigores de la suerte, saturaríase pronto de dolor, quedándole pocas más afinidades libres para éste. Y pensaba además don Eleuterio que muchas quejas eran cuando no comedia y fingimiento, puros fenómenos reflejos, a los que no acompañaba estado de conciencia adecuado a ellos. Por donde se ve que no carecía don Eleuterio de alguna cultura y de cierta tinturilla de sicología, que le venía a las mil maravillas.

Paseábase una noche el reflexivo señor, en compañía de sus sesudas opiniones, meditando en cierta reforma del hospicio de huérfanos, de cuya junta era presidente, y absorto en tal tarea prolongaba su paseo por las afueras de la ciudad, cuando vino a interrumpir intempestivamente el curso de sus meditaciones una voz que le dijo melosamente:

-Una limosnita por amor de Dios, caballero…

-Perdone, hermano – contestó don Eleuterio, confesando inconscientemente su pecado al pedir perdón de él.

-Señorito, por favor, que no he comido…

-Pero habrás bebido… -replicó amostazado al inoportuno que le hacía perder el hilo de sus reflexiones.

Acercándosele entonces el pordiosero, vio don Eleuterio que le miraban unos ojos mortecinos, que recorrían luego éstos el contorno, y vio enseguida brillar una hoja de navaja o de algo parecido, a la vez que la voz, haciéndose seca y dura, le decía:

-¡Ea, vengan los cuartos, y me los beberé!

Sintió el sociológico filántropo que se le desmadejaba el cuerpo, le oprimía el corazón, la garganta y se le turbaba la vista; y balbuciendo: «Espere, espere… por Dios, ¡qué barbaridad fue sacando cuanto llevaba!.

-¡Buenas noches, y que usted descanse! -le dijo el pedigüeño, una vez cobrado el salario de su trabajo, desapareciendo en la oscuridad.

Repuesto don Eleuterio al poco rato, y olvidado ya de la reforma del hospicio de huérfanos, de que era presidente, se decía:

-i Dios mío, de buena me he librado… ! ¿Cuál no será el miserable estado de estos infelices cuando les pone así a dos pasos del crimen? He evitado un crimen mayor… ¿Cuál no será su necesidad? Es preferible que sean mendigos y vagos a no que den en ladrones, en asesinos tal vez. Hombres hay de éstos, que siendo por naturaleza mendigos y desordenados, morianse en el asilo, o se escaparían, o corromperían a los demás; y si en la calle no los dejamos vivir de su natural, acabarán en cualquier cosa mucho peor… Aman la vagancia; hay que tener caridad con ellos… Y el pobre, i qué cortésmente me ha despedido! Tal vez no tengan qué cenar sus hijos, si es que los tiene.

Siguiendo don Eleuterio en el curso de estas reflexiones, fructificó en él el instintivo y casi reflejo «iperdone, hermano!», Conque respondiera de primeras al mendigo, y acabó por cambiar sinceramente de sentido. El providencial encuentro de aquella noche le ha abierto nuevos horizontes, proporcionándole convicciones nuevas.

De tal modo ha cambiado de opiniones don Eleuterio, y tanto se le han arraigado las nuevas, a favor de variadísimas razones, que han ido presentándosele enredadas, como las cerezas, las unas en las otras, que cuando ahora encuentra a algún mendigo no deja de darle limosna, sobre todo si es de noche o en las afueras de la ciudad, circunstancias que al avivar el recuerdo del golpe de gracia que decidió de su conversión racional, le traen algo as! como el brillo en el espacio dé algo decisivo.

Esto es lo que se llama caridad bien ordenada.

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