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El casamiento engañoso

diciembre 4, 2002

Salía del Hospital de la Resurrección, que está en Valladolid, fuera de la Puerta del Campo, un soldado, que, por servirle su espada de báculo, y por la flaqueza de sus piernas y amarillez de su rostro, mostraba bien claro que, aunque no era el tiempo muy caluroso, debía de haber sudado en veinte días todo el humor1 que quizá granjeó en una hora. Iba haciendo pinitos y dando traspiés, como convaleciente, y al entrar por la puerta de la ciudad, vio que hacia él venía un su amigo, a quien no había visto en más de seis meses, el cual, santiguándose, como si viera alguna visión, llegándose a él le dijo:

-¿Qué es esto, señor alférez Campuzano? ¿Es posible que está vuesa merced en esta tierra? ¡Cómo quien soy yo, que le hacía en Flandes, antes terciando arié , la pica2 que arrastrando aquí la espada! ¿Que color, qué flaqueza es ésa?

A lo cual respondió Campuzano:

-A lo si estoy en esta tierra o no, señor licenciado Peralt el verme en ella le responde. A las demás preguntas no tengo que decir sino que salgo de aquel Hospital, de sudar catorce cargas de bubas3 que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía, que no debiera.

-Luego, ¿casóse vuesa merced? -replicó Peralta.

-Sí, señor -respondió Campuzano.

-Sería por amores -dijo Peralta-, y tales casamientos traen consigo aparejada la ejecución del arrepentimiento.

-No sabré decir si fue por amores -respondió el alférez-, aunque sabré afirmar que fue por dolores, pues de mi casamiento o cansamiento saqué tantos en el cuerpo y en el alma, que los del cuerpo, para entretenerlos, me cuestan cuarenta sudores, y los del alma no hallo remedio para aliviarlos siquiera. Pero porque no estoy para tener pláticas en la calle, vuesa merced me perdone, que otro día con más comodidad le daré cuenta de mis sucesos, que son los más nuevos y peregrinos que vuesa merced habrá oído en todos los días de su vida.

-No ha de ser así -dijo el licenciado-, sino que quiero que venga conmigo a mi posada, y allí haremos penitencia juntos, que la olla es muy de enfermo, y aunque está tasada para dos, un pastel suplirá con mi criado, y si la convalecencia lo sufre, unas lonjas de jamón de Rute4 nos harán la salva5, y sobre todo la buena voluntad con que lo ofrezco, no sólo esta vez, sino todas las que vuesa merced quisiere.

Agradecióselo Campuzano, y aceptó el convite y los ofrecimientos. Fueron a San Llorente, oyeron misa, llevóle Peralta a su casa, dióle lo prometido y ofreciósele de nuevo, y pidióle, en acabando de comer, le contase los sucesos que tanto le había encarecido.

No se hizo de rogar Campuzano; antes, comenzó a decir de esta manera:

-Bien se acordará vuesa merced, señor licenciado Peralta, cómo yo hacía en esta ciudad camarada con el capitán Pedro de Herrera, que ahora está en Flandes.

-Bien me acuerdo -respondió Peralta.

-Pues un día -prosiguió Campuzano- que acabamos de comer en aquella Posada de la Solana donde vivíamos, entraron dos mujeres de gentil parecer, con dos criadas. La una se puso a hablar con el capitán, en pie, arrimados a una ventana, y la otra se sentó en una silla junto a mí, derribado él manto hasta la barba, sin dejar ver el rostro más de aquello que concedía la raridad del manto; y aunque le supliqué que, por cortesía, me hiciese merced de descubrirse, no fue posible acabarlo con ella, cosa que me encendió más el deseo de verla; y para acrecentarle más, o ya fuese de industria o acaso, sacó la señora una blanca mano, con muy buenas sortijas.

Estaba yo entonces bizarrísimo, con aquella gran cadena que vuesa merced debió de conocerme, el sombrero de plumas y cintillo, el vestido de colores a fuer de soldado, y tan gallardo a los ojos de mi locura, que me daba a entender que las podía matar en el aire. Con todo esto, le rogué que se descubriese, a lo que ella me respondió: «No seáis importuno; casa tengo, haced a un paje que me siga; que aunque soy más honrada de lo que me promete esta respuesta, todavía a trueco de ver si responde vuestra discreción a vuestra gallardía, holgaré de que me veáis más despacio».

«Beséle las manos por la gran merced que me hacía, en pago de la cual, le prometí montes de oro. Acabó el capitán su plática. Ellas se fueron. Siguiólas un criado mío. Díjome el capitán que lo que la dama le quería era que le llevase unas cartas a Flandes a otro capitán, que decía ser su primo, aunque él sabía que no era sino su galán. Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto, y muerto por el rostro que deseaba ver; y así, otro día, guiándome mi criado, díóseme libre entrada.

«Hallé una casa muy bien aderezada, y una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las manos. No era hermosa en extremo, pero éralo de suerte, que podía enamorar comunicada6, porque tenía un tono de hablar tan suave, que se entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos coloquios- blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí e hice todas las demostraciones que me pareció necesarias para hecerme bienquisto7 con ella; pero como ella estaba hecha a oír semejantes o mayores ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento oído antes que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó en flores cuatro días que continué en visitarla, sin que llegase a coger el fruto que deseaba.

«En el tiempo que la visité siempre hallé la casa desembarazada, sin que viese visiones en ella de parientes fingidos ni de amigos verdaderos. Servíala una moza más taimada que simple. Finalmente, tratando mis amores como soldado que está víspera de mudar, apuré a mi señora doña Estefanía de Caicedo -que éste es el nombre de la que así me tiene- Y respondióme:

-«Señor alférez Campuzano, simplicidad sería si yo quisiese venderme a vuesa merced por santa:
pecadora he sido, y aún ahora lo soy, pero no de manera que los vecinos me murmuren, ni los apartados me noten. Ni de mis padres ni de otro pariente heredé hacienda alguna y, con todo esto, vale el menaje de mí casa, bien validos, dos mil quinientos ducados, y éstos, en cosas que, puestas en almonedas, lo que tardare en ponerlas se tardará en convertirse en dineros. Con esta hacienda busco marido a quien entregarme y a quien tener obediencia; a quien, juntamente con la enmienda de mí vida, le entregaré una increíble solicitud de regalarle y servirle; porque no tiene príncipe cocinero más goloso, ni que mejor sepa dar el punto a los guisados, que le sé dar yo, cuando, mostrando ser casera, me quiero poner a ello. Sé ser mayordomo en casa, moza en la cocina y señora en la sala. En efecto, sé mandar y sé hacer que me obedezcan; no desperdicio nada y allego mucho: mi real no vale menos, sino mucho más, cuando se gasta por mi orden. La ropa blanca que tengo, que es mucha y muy buena, no se sacó de tiendas ni lenceros: estos pulgares y los de mis criadas la hilaron, y si pudiera tejerse en casa, se tejiera. Digo estas alabanzas mías, porque no acarrean vituperio cuando es forzosa la necesidad de decirlas. Finalmente, quiero decir que yo busco marido que me ampare, me mande y me honre, y no galán que me sirva y me vitupere. Si vuesa merced gustase de aceptar la prenda que se le ofrece, aquí estoy moliente y corriente, sujeta a todo aquello que vuesa merced ordenare, sin andar en venta, que es lo mismo andar en lenguas de casamenteros, y no hay ninguno tan bueno para concertar el todo como las mismas partes.

«Yo,que tenía entonces el juicio, no en la cabeza, sino en los carcañales, haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y ofeciéndoseme tan a la vista la cantidad de hacienda, que ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros discursos de aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía echados grillos al entendimiento, le dije que yo era el venturoso y bienafortunado en haberme dado el cielo, casi por milagro, tal compañera, para hacerla señora de mi voluntad y de mi hacienda, que no era tan poco que no valiese con aquella cadena que traía al cuello, y con otras joyuelas que tenía en casa, y con deshacerme de algunas galas de soldado, más de dos mil ducados, que, junto con los dos mil y quinientos suyos, era suficiente cantidad para retirarnos a vivir a una aldea de donde yo era natural, y adonde tenía algunas raíces, hacienda tal, que sobrellevada con el dinero, vendiendo los frutos a su tiempo, nos podía dar una vida alegre y descansada.

En resolución, aquella vez se concertó nuestro desposorio, y se dio traza como los dos hiciésemos información de solteros, y en los tres días de fiesta, que vinieron luego juntos en una Pascua, se hicieron las amonestaciones, y al cuarto días nos desposamos, hallándose presentes al desposorio dos amigos míos y un mancebo que ella dijo ser primo suyo, a quien yo me ofrecí por pariente con palabras de mucho comedimiento, como lo habían sido todas las que hasta entonces a mi nueva esposa había dado, con intención tan torcida y traidora que la quiero callar; porque, aunque estoy diciendo verdades, no son verdades de confesión, que no pueden dejar de decirse.

«Mudó mi criado el baúl de la posada a casa de mi mujer, encerró en él, delante de ella, mi magnífica cadena; mostréle otras tres o cuatro, si no tan grandes, de mejor hechura, con otros tres o cuatro cintillos9 de diversas suertes; hícele patentes mis galas y mis plumas, y entreguéle para el gasto de la casa hasta cuatrocientos reales que tenía. Seis días gocé del pan de la boda, espaciándome en casa como el yerno ruin en la del suegro rico. Pisé ricas alfombras, ajé sábanas de holanda, alumbréme con candelabros de plata. Almorzaba en la cama, levantábame a las once, comía a las doce, y a las dos sesteaba en el estrado. Bailábanme doña Estefanía y la moza el agua adelante. Mi mozo, que hasta allí le había conocido perezoso y lerdo, se había vuelto un corzo; el rato que doña Estefanía faltaba de mi lado, la habían de hallar en la cocina toda solícita en ordenar guisados que me despertasen el gusto y me avivasen el apetito; mis camisas, cuellos y pañuelos eran un nuevo Aranjuez1O de flores, según olían, bañados en el agua de ángeles y de azahar que sobre ellos se derramaba.

‘Pasáronse estos días volando, como se pasan los años que están debajo de la jurisdicción del tiempo; en los cuales días, por verme tan regalado y tan bien servido, iba mudando en buena la mala intención con que aquel negocio había comenzado; al cabo de los cuales, una mañana -que aún estaba con doña Estefanía en la cama- llamaron con grandes golpes a la puerta de la calle. Asomóse la moza a la ventana, y quitándose al momento, dijo:

«-¡Oh, que sea ella la bienvenida! ¿Han visto, y cómo ha venido más presto de lo que escribió el otro día?

¿Quién es la que ha venido, moza? -le pregunté.

«-¿(Quién? -respondió ella-. Es mi señora doña Clementa Bueso, y viene con ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez, con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó consigo.

«-¡Corre, moza! ¡Bien haya yo, y ábrelos! -dijo a este punto doña Estefanía-. Y vos, señor, por mi amor, que no os alborotéis ni respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí oyéredes.

«-Pues quién ha de deciros cosa que os ofenda, y más estando yo delante- Decidrne qué gente es ésta, que me parece que os ha alborotado su venida.

«-No tengo lugar de responderos -dio doña Estefanía-. Sólo sabed que todo lo que aquí pasaré es fingido, y que tira a cierto designio y efecto que después sabréis.

«Y aunque quisiera replicarle a esto, no me dio lugar la señora doña Clementa Bueso, que se entró en la sala, vestida de raso verde prensado, con muchos pasamanos» de oro, capotillo de lo mismo, y con la misma guarnición, sombrero con plumas verdes, blancas y encarnadas, y con rico cintillo de oro, Y con un delgado velo cubierta la mitad del rostro. Entró en ella el señor don Lope Meléndez de Almendárez, no menos bizarro que ricamente vestido de camino.

-La dueña Hortigosa fue la primera que habló, diciendo:

«-¡Jesús! ¿Qué es esto? ¡Ocupado el lecho de mi señora doña Clementa, y más con ocupación de hombre! ¡Milagros veo hoy en esta casa! ¡A fe que se ha ido bien del pie a la mano la señora doña Estefanía, fiada en la amistad de mi señora!

«-Yo te lo prometo, Hortigosa -replicó doña Clementa-; pero yo, yo me tengo la culpa: ¡que jamás escarmiente yo en tomar amigas que no lo saben ser si no es cuando les viene a cuento!

«A todo lo cual respondió doña Estefanía»:

«-No reciba vuesa merced pesadumbre, mi señora doña Clementa Bueso, y entienda que no sin misterio ve lo que ve en esta su casa, que cuando lo sepa, yo sé que quedaré disculpada y vuesa merced sin ninguna queja.

«En esto ya me había puesto yo en calzas y en jubón, y tomándome doña Estefanía por la mano, me llevó a otro aposento, y allí me dijo que aquella amiga suya quería hacer una burla a aquel don Lope que venía con ella, con quien pretendía casarse, y que la burla era darle a entender que aquella casa y cuanto estaba en ella era todo suyo, de lo cual pensaba hacerle carta de dote, y que hecho el casamiento, se le daba poco que se descubriera el engaño, fiada en el grande amor que el don Lope le tenía.

«-Y luego se me volverá lo que es mío, y no se le tendrá a mal a ella ni a otra mujer alguna de que procure buscar marido honrado, aunque sea por medio de cualquier embuste.

«Yo le respondí que era grande extremo de amistad el que quería hacer, y que primero se mirase bien en ello, porque después podría ser tener necesidad de valerse de la justicia para cobrar su hacienda. Pero ella me respondió con tantas razones, representando tantas obligaciones que la obligaban a servir a doña Clementa, aun en cosas de más importancia, que mal de mi grado y con remordimiento de mi juicio hube de condescender con el gusto de doña Estefanía; asegurándome ella que sólo ocho días podía durar, el embuste, los cuales estaríamos en casa de otra amiga suya.

«Acabámonos de vestir ella y yo, y luego, entrándose a despedir de la señora doña Clementa Bueso y del señor don Lope Meléndez de Almendárez, hizo a mi criado que se cargase el baúl y que la siguiese, a quien yo también seguí, sin despedirme de nadie.

«Paró doña Estefanía en casa de una amiga suya, y antes que entrásemos dentro estuvo un buen espacio de tiempo hablando con ella, al cabo del cual salió una moza y dijo que entrásemos yo y mi criado. Llevónos a un aposento estrecho, en el cual había dos camas tan juntas que parecían una, a causa que no había espacio que las dividiese y las sábanas de entrambas se besaban. En efecto, allí estuvimos seis días, y en todos ellos no se pasó hora que no tuviésemos pendencia, diciéndole la necedad que había hecho en haber dejado su casa y su hacienda, aunque fuera a su misma madre.

«En esto iba yo y venía por momentos, tanto, que la huéspeda de casa, un día que doña Estefanía dijo que iba a ver en qué término estaba su negocio, quiso saber de mí qué era la causa que me movía a reñir tanto con ella, y qué cosa había hecho que tanto se la afeaba, diciéndole que había sido necedad notoria, más que amistad perfecta. Contéle todo el cuento, y cuando llegué a decir que me había casado con doña Estefanía y la dote que trajo, y la simplicidad que había hecho en dejar su casa y hacienda a doña Clementa, aunque fuese con tan sana intención como era alcanzar tan principal marido como don Lope, se comenzó a santiguar y a hacerse cruces con tanta prisa y con tanto «Jesús, jesús, de la mala herribra!» que me puso en gran turbación.

«Y al fin me dijo:

«-Señor alférez, no sé si voy contra mi conciencia en descubriros lo que me parece que también la cargaría si lo callase; pero a Dios y a ventura, sea lo que fuere, viva la verdad y muera la mentira. La verdad es que doña Clementa Bueso es la verdadera señora de la casa y de la hacienda de que os hicieron la dote. La mentira es todo cuanto os ha dicho doña Estefanía; que ni ella tiene casa, ni hacienda, ni otro vestido del que trae puesto; y el haber tenido lugar y espacio para hacer este embuste, fue que doña Clementa fue a visitar unos parientes suyos a la ciudad de Plasencia, y de allí fue a tener novenas a Nuestra Señora de Guadalupe, y en este entretanto dejó en su casa a doña Estefanía que mirase por ella, porque, en efecto, son grandes amigas; aunque bien mirado, no hay que culpar a la pobre señora, pues ha sabido granjear a una tal persona como la del señor alférez por marido.

«Aquí dio fin a su plática, y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera si tantico se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que mirase que era cristiano, y que el mayor pecado de los hombres era la desesperación, por ser pecado de demonios. Esta consideración, o buena inspiración, me confortó algo; pero no tanto que dejase de tomar mi capa y mi espada, y salir en buscar a doña Estefanía, con prosupuesto de hacer en ella un ejemplar castigo, pero la suerte, que no sabré decir si mis cosas empeoraba o mejoraba, ordenó que en ninguna parte donde pensé hallar a doña Estefanía la hallase. Fuíme a San Llorente, encomendéme a Nuestra Señora, sentéme sobre un escaño y, con la pesadumbre, me tomó un sueño tan pesado, que no despertara tan presto si no me despertaran. Fui lleno de pensamientos y congojas a casa de doña Clementa, y halléla con tanto reposo como señora de su casa. No le osé decir nada, porque estaba el señor don Lope delante. Volví en casa de mi huéspeda, que me dijo haber contado a doña Estefanía como yo sabía toda su maraña y embuste, y que ella le preguntó qué semblante había yo mostrado con tal nueva, y que le había respondido que muy malo, y que a su parecer había yo con mala intención y con peor determinación a buscarla. Díjome finalmente, que doña Estefanía se había llevado cuanto en el baúl tenía, sin dejarme en él sino un solo vestido de camino.

«¡Aquí fue ello! ¡Aquí me tuvo de nuevo Dios de su mano! Fui a ver mi baúl y halléle abierto y como sepultura que esperaba cuerpo difuntol2 y a buena razón había de ser el mío, si yo tuviera entendimiento para saber sentir y ponderar tamaña desgracia.

-Bien grande fue -dijo a esta sazón el licenciado Peralta-, haberse llevado doña Estefanía tanta cadena y tanto cintillo. Que, como suele decirse, todos los duelos, etc.

-Ninguna pena me dio esa falta -respondió el alférez-, pues también podré decir: «Pensóse don Simueque que me engañaba con su hija la tuerta, y por el Dío, contrecho soy de un lado».

-No sé a qué propósito puede vuesa merced decir eso -respondió Peralta.

-El propósito es -respondió el alférez, de que toda aquella balumbal3 y aparato de cadenas, cintillos y brincos, podía valer hasta diez o doce escudos.

-Eso no es posible -respondió el licenciado-, porque la que el señor alférez traía al cuello mostraba pesar más de doscientos ducados.

-Así fuera -respondió el alférez-, si la verdad respondiera al parecer; pero como no es todo oro lo que reluce, las cadenas, cintillos, joyas, brincos, con sólo ser de alquimia se contentaron; pero estaban tan bien hechas, que sólo el toque o el fuego podía descubrir su malicia.

-De esa manera -dijo el licenciado-, entre vuesa merced y la señora doña Estefanía, pata es la traviesa14.

-Y tan pata -respondió el alférez-, que podemos volver a barajar; pero daño está, señor licenciado, en que ella se podrá deshacer de mis cadenas, y yo no de la falsía de su término. Y en efecto, mal que me pese, es prenda mía.

-Dad gracias a Dios, señor Campuzano -dijo Peralta-, que fue prenda con pies, y que se os ha ido, y que no estáis obligado a buscarla.

-Así es -respondió el alférez-; pero con todo eso, sin que la busque la hallo siempre en la imaginació¡, y adonde quiera que estoy tengo afrenta presente.

-No sé que responderos -dijo Peralta-, si no es traeros a la memoria dos versos de Petrarca, que dicen:

Che chi prende diletto di far frode.
Non si de lamentar s’altri Pinganna.

Que responde en nuestro castellano: «Que el que tiene costumbre y gusto de engañar a otro, no se debe quejar cuando es engañado».

-Yo no me quejo -respondió el alférez, sino lastímome. Que el culpado, no por conocer su culpa deja de sentir la pena del castigo. Bien veo que quise engañar y fui engañado, porque me hirieron por mis propios filos; pero no puedo tener tan a raya el sentimiento, que no me queje de mí mismo. Finalmente, por venir a lo que hace más al caso, a mi historia -que este nombre se le puede dar el cuento de mis sucesos-, digo que supe que se había llevado a doña Estefanía el primo que dije que se halló a nuestros desposorios, el cual, de luengos tiempos atrás, era su amigo a todo ruedo. No quise buscarla, por no hallar el mal que me faltaba. Mudé mi posada, y mudé el pelo dentro de pocos días; porque comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los cabellos, y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia15, y por otro nombre más claro, la pelarela. Halléme verdaderamente pelón, porque ni tenía barbas que peinar, ni dineros que gastar. Fue la enfermedad caminando al paso de mi necesidad; y como la pobreza atropella a la honra, y a unos lleva a la horca, y a otros al hospital, y a otros le hace entrar por las puertas de sus enemigos con ruegos y sumisiones, que es una de las mayores miserias que puede suceder a un desdichado, por no gastar en curarme los vestidos que me habían de cubrir y honrar en salud, llegado el tiempo en que se dan los sudores en el Hospital de la Resurrección, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores16. Dicen que quedaré sano, si me guardo: espada tengo; lo demás Dios lo remedie.

Ofreciósele de nuevo el licenciado, admirándose de las cosas que le había contado.

-Pues de poco se maravilla vuesa merced, señor Peralta -dijo el alférez-; que otros sucesos me quedan por decir que exceden a toda imaginación, pues van fuera de todos los términos de naturaleza. No quiera vuesa merced saber más, sino que son de suerte que doy por bien empleadas todas mis desgracias, por haber sido parte de haberme puesto en el hospital, donde vi lo que ahora diré, que es lo que ahora ni nunca vuesa merced podrá creer ni habrá persona en el mundo que lo crea.

Todos estos preábulos y encarecimientos, que el alférez hacía antes de contar lo que había visto encendían el deseo de Peralta, de manera, que con no menores encarecimientos le pidió que luego le dijese las maravillas que le quedaban por decir.

-Ya vuesa merced habrá visto -dijo el alférez- dos perros que con dos linternas andan de noche con los Hermanos de la Capacha, alumbrándoles cuando piden limosna.

-Sí he visto -respondió Peralta.

-También habrá visto u oído vuesa merced -dijo el alférez- lo que de ellos se cuenta: que si acaso echan limosna de las ventanas y se cae en el suelo , ellos acuden luego a alumbrar y a buscar lo que se cae, y se paran delante de las ventanas donde saben que tienen costumbre de darles limosna; y con ir allí con tanta mansedumbre, que más parecen corderos que perros, en el hospital son unos leones, guardando la casa con grande cuidado y vigilancia.

-Yo he oído decir -dijo Peralta- que todo es así; pero eso no me parece ni debe ser maravilla

-Pues lo que ahora diré de ellos -dijo e alférez-, es razón que la cause, y que, sin hacerse cruces, ni alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced se acomode a creerlo. Y es que yo oí y cas vi con mis ojos a estos dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza, estar una noche que fue la penúltima que acabé de sudar, echados detrás de mi cama en unas esteras viejas, y a la mitad de aquella noche, estando a oscuras y desvelado, pensando en mis pasados sucesos y presentes desgracias, oí hablar allí junto, y estuve atento escuchando, por ver si podía venir en conocimiento de los que hablaban, y de lo que hablaban, y a poco rato vine a conocer, por lo que hablaban los que hablaban, que eran los dos perros Cipión y Berganza.

Apenas acabó de decir esto Campuzano, cuando, levantándose el licenciado, dijo:

-Vuesa merced quede mucho en buen hora, señor Campuzano; que hasta aquí estaba en duda si creería o no lo que de su casamiento me había contado, y esto que ahora me cuenta de que oyó hablar los perros, me ha hecho declarar por la parte de no creerle ninguna cosa. ¡Por amor de Dios, señor alférez, que no cuente estos disparates a persona alguna, si ya no fuere a quien sea tan su amigo como yo!

-No me tenga vuesa merced por tan ignorante -replicó Campuzano- que no entienda que, si no es por milagro, no pueden hablar los animales: que bien sé que si los tordos, picazas y papagayos hablan, no son sino palabras que aprenden y toman de memoria, y por tener la lengua estos animales cómoda para poder pronunciarlas; mas no por eso pueden hablar y responder con discurso concertado, como estos perros hablaron. Y así, muchas veces, después que los oí, yo mismo no he querido dar crédito a mí mismo, y he querido tener por cosa soñada lo que realmente estando despierto con todos mis cinco sentidos tales cuales nuestro Señor fue servido dármelos, oí, escuché, noté y finalmente escribí sin faltar palabra por su concierto; de donde se puede tomar indicio bastante que mueva y persuada a creer esta verdad que digo. Las cosas de que trataron fueron grandes y diferentes, y más para ser tratadas por varones sabios que para ser dichas de bocas de perros. Así que, pues yo no las pude inventar de mío, a mi pesar y contra mi opinión vengo a creer que no soñaba, y que los perros hablaban.

-¡Cuerpo de mí -replicó el licenciado-, si se nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña17 cuando hablaban las calabazas, o el de Esopo18, cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con otros!

-Uno de ellos sería yo, y el mayor -replicó e alférez-, si creyese que ese tiempo ha vuelto, aun también lo sería si dejase de creer lo que oí y lo que vi, y lo que me atreveré a jurar con juramento que obligue y aun fuerce a que lo crea la mism incredulidad. Pero puesto caso que me haya engañado y que mi verdad sea sueño, y el porfiarla disparate, ¿no se holgaría vuesa merced, señor Peralta, de ver escritas en un coloquio las cosas que estos perros, o sean quien fueren, hablaron?

-Como vuesa merced -replicó el licenciado no se canse más en persuadirme que oyó hablar a los perros, de muy buena gana oiré ese coloquio, que, por ser escrito y notado del buen ingenio del señor alférez, ya le juzgo bueno.

-Pues hay en esto otra cosa -dijo el alférez-, que como yo estaba tan atento y tenía delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la memoria -merced a las muchas pasas y almendras que había comido-, todo lo tomé de corol9, y casi por las mismas palabras que había oído lo escribí otro día, sin buscar colores retóricas para adornarlo, ni que añadir ni quitar, para hacerle gustoso. No fue una noche sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo no tengo escrita más de una, que es la vida de Berganza, y la del compañero Cipión pienso escribir -que fue la que se contó la noche segunda-, cuando viere, o que ésta se crea, 0, a lo menos, no se desprecie. El coloquio traigo en el seno. Púselo en forma -de coloquio, por ahorrar de djio Cipión, respondió Berganza, que suele alargar la escritura.

Y en diciendo esto, sacó del pecho un cartapacio y le puso en las manos del licenciado, el cual le tornó riéndose, y como haciendo burla de todo lo que había oído y de lo que pensaba leer.

-Yo me recuesto -dijo el alférez- en esta silla, en tanto que vuesa merced lee, si quiere, esos sueños o disparates., que no tienen otra cosa de bueno sino es el poderlo dejar cuando enfaden.

-Haga vuesa merced su gusto -dijo Peralta- y que yo con brevedad me despediré de esta lectura.

Recostóse el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba puesto este título:

1 HUMOR: Cuerpo quido y fluido.

2 PICA: Lanza larga. Está haciendo referencia a la frase «Poner una pica en Flandes».

3 BUBAS: Pústulas, particularmente se llama así a las de origen sifilítico.

4 RUTE: Pueblo de la provincia de Córdoba.

5 HACER LA SALVA: Alegrarán.

4 RUTE, pueblo de la provincia de Cordoba

5 Hacer la salva: alegrarán

6 Teniendo trato con ella.

7 BIENQUISTO: Querido, apreciado.

8 Almoneda: subasta

9 CINTILLO: Sortija guarnecida de diamantes y otras piedras preciosas.

10 Un nuevo Aranjuez: alusión a los jardines de Aranjuez, ya entonces famosos.

11 PASAMOS: Especie de galón o trencilla de oro, plata, seda o lana que sirve para adornar los vestidos por el borde o las costuras.

12 Esto es vacío.

13 BALUMBA: Montón, conjunto de cosas desordenadas.

14 PATA ES LA TRAVIESA: Expresión tomada del juego de los naipes que viene a significar que habían quedado empatados.

15 Uno de los efectos de la sífilis.

16 El procedimiento para curar la sífilis era aplicar a los enfermos medicamentos que les hicieran sudar copiosamente.

17 TIEMPOS DE MARICASTAÑA: Expresión que se utiliza para referirse a un tiempo lejano, propio de los cuentos y las fábulas.

18 ESOPO: Fabulista griego del siglo VI a. de C.

19 De memoria.

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