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El esqueleto vivo

diciembre 4, 2002

Recorriendo las elevadas montañas de Silcilis, que a lo largo del Nilo se levantan, es fácil que el viajero llegue a un sitio, en el cual se escuchan ayes lastimeros, como si algún ser viviente de agudísimos dolores se quejara; pero es también fácil que, sabiendo que las aguas de aquel sagrado río son un inmenso criadero de cocodrilos, atribuya a éstos aquellos ayes, y no pare en ellos su atención.

Yo, en uno de mis frecuentes viajes por el Egipto y la Nubia, después de disfrutar de los magníficos panoramas que a mis ojos ofrecieron las alturas de la cordillera líbica, del Djebel-Mahagah, y las gargantas de Taphis, detúveme una tarde, sofocado por aquel sol ardiente, a la sombra de un sicomoro, que se levantaba sobre la falda de aquellas montañas. Cerca de él ahondaba la roca un antiquísimo hipogeo, cuya entrada presentaba un magnífico conjunto artístico de piedras y de ruinas, por cuyas grietas brotaban los narcisos, y se entretejían zarzales y violetas.

Abstraído en una inmensidad de consideraciones que se sucedían en tropel en mi mente, fascinado a la vista de aquellos restos de la civilización antigua, que parecían como suspiros lanzados por un pueblo moribundo, llegó, sin apercibirme de ello, la noche.

Desconocía por completo el terreno, y decidido a dormir entre los riscos que a mi lado había, interrumpieron mi tranquilidad unos ahogados suspiros, que por la entrada del hipogeo se escuchaban, como si él mismo los exhalase con sus inmensos labios de granito.

La curiosidad me atrajo hacia aquel sitio, y penetré en el subterráneo.

La luna, tantas veces adorada por aquellos pueblos, que dormían el eterno sueño de la muerte entre el polvo de sus templos, iluminaba con una luz tan viva, que no parecía de noche.

A la misteriosa claridad que difundían los rayos suyos, deslizándose por entre las hojas y las piedras, pude ver en las paredes indecisos restos de jeroglíficos, inscripciones, bajo-relieves y símbolos egipcios, grabados allí quizá desde los tiempos faraónicos.

Sobre mi cabeza caía de cuando en cuando alguna gota de agua perdida, y algunas estalactitas y trepadoras entorpecían mis pasos.

Creíme entonces trasladado al funerario cuartel de las Memnonias, y los recuerdos históricos causaban una emoción tan triste en mi alma, que caía de mis ojos convertida en lágrimas, lágrimas que me hacían pensar que las gotas que caían de las montañas eran también lágrimas arrancadas a la fuerza de un dolor parecido al mío.

A cada paso me imaginaba que se rompían aquella multitud de ibis, de cocodrilos y de esfinges, aquella infinidad de hombres~serpientes, de discos y de cuernos, aquellos grabados de Neplítys y de Osiris, de Isis y de Ammon’, y de tanta divinidad egipcia; creía ver levantarse entre tanto símbolo, sacudiendo el polvo de sus huesos y rompiendo sus perfumadas ligaduras, alguna Cleopatra, algún Ptolorneo o algún faraón momificado y los oía reprenderme por el atrevimiento con que perturbaba aquel silencio eterno!.

Esforzándome por determinar alguno de aquellos signos borrados por el tiempo, por el aire y por las aguas, mi corazón se heló de espanto. Una infinidad de lucecillas fosfóricas se encendían en torno a mí, y se perdían en la oscuridad de la cueva, como si fuera una iluminación fantástica, y los suspiros que me habían decidido a entrar resonaron distintamente a mi espalda.

Entonces volví la cabeza y lancé un grito de horror.

Había en el suelo un esqueleto tendido, un esqueleto que se retorcía haciendo crujir sus huesos carcomidos,como crujen los manojos de las cañas secas cuando unos sobre otros se amontonan.

Al acercarme a él, una infinidad de lagartos y de culebras saltaron por entre los huesos de sus costillas y por entre los agujeros de sus ojos, de su boca y de sus narices, y así saltaron como salta la espuma de la cerveza cuando se levanta el tapón que la comprimía; parece que en las cavidades de su cráneo y de su pecho tenían formado su nido.

Y los huesos, conforme salían los reptiles, chocaban unos con otros. Parecía que tenían vida y sensibilidad; parecía que entre sus poros se agitaba un ser incomprensible; parecía, en una palabra, que aquel esqueleto estaba vivo.

Luego, le vi incorporarse.

Necesité entonces un valor inusitado para verle y no caer en un desmayo de miedo y de turbación; pero más aún le necesité, cuando le oí exclamar, sin que supiera por dónde:

-¡Oye, tú, cuyos huesos están cubiertos de carne aún, cuyos ojos ven y cuyos oídos oyen, siendo aun ojos y oídos, si algún día por las montañas que se levantan sobre nuestras cabezas, te encuentras algún monje copto con su traje humilde y con su barba blanca, dile que has oído a Thamar gritos de dolor y de angustia, dile, ¡ay de mí!, dile que me has visto como me estás viendo, dile que padezco horriblemente, dile que apenas los granos que se desprenden de esta roca comienzan a cubrir mis huesos; los reptiles, que en ellos viven, los mueven y caen los granos al suelo, y siempre estoy sobre la tierra, y no hay nadie que quiera darme sepultura!

Y diciendo esto, lanzó el esqueleto un ¡ay! profundo, que fue de eco en eco perdiéndose por aquel prolongado espacio.

No sabía yo si atreverme a preguntar a aquella visión extraña: me creía acometido de una espantosa fiebre o de un calenturiento delirio.

Al fin me decidí, y le pregunté:

-Dime, tú, voz que de entre esos huesos sale sin que yo aún por dónde acierte, ¿qué poder secreto mueve tus labios y tu lengua, que ya dejaron de serlo? o ¿es que mi fascinación es tal, que sólo veo en ti un esqueleto y eres en realidad un ser viviente?

-No -me dijo-, no soy un ser viviente si al preguntarme que si lo soy, que si soy como el ser tuyo me preguntas; pero sí soy un ser viviente, porque, aunque sólo soy un esqueleto, y mis huesos están desnudos y fríos, tienen sensibilidad y vida, que así le plugo que la tuvieran a la voluntad de Aquél, que con ella le es posible hacer tales cosas, que no alcanza a comprender nuestra limitada inteligencia.

«Oye, yo soy Thamar. Manfalut es el pueblo donde por primera vez fue ser el ser mío.

»Un día, atormentándome la vida pacífica de aquel sitio, y cansada de la virtud de mi marido Ismail, huí a Menfis, adorné mi cuerpo con las galas que me fueron posibles, peiné mis cabellos provocativamente, abrí mi túnica hasta descubrir el seno, vertí en mis vestidos aromas de Alejandría, y me lancé en brazos de las más escandalosas orgías.

»Allí viví un año. La casualidad hizo que Ismail acertara mi residencia, y tuve que trasladarme a Syut.»Una noche, ¡qué terribles recuerdos evocan en mí la memoria de aquella noche!

»Se celebraba un espléndido banquete en la sala de los placeres de mi casa. En torno de nuestra mesa bailaban infinidad de voluptuosas almeas, y mis compañeras y yo caímos soñolientas en brazos de nuestros amantes, adormecidos también por él placer, por el espíritu de las bebidas y por la atmósfera, cargada de esencias y de gases.

«De repente vi moverse el tapiz que cubría la entrada de la habitación. Levanté mi cabeza y entonces vi quebrarse los pálidos reflejos de la antorcha que nos alumbraba, sobre la limpia hoja de acero de un puñal; vi una mano plegar aquel tapiz maldito, y delante de mí, con los ojos inyectados en sangre, se presentó Ismail amenazándome.

»Pero yo di precipitadamente un golpe en la pared que a mi espalda se levantaba, y que no era otra cosa sino una puerta secreta, y sin dar tiempo a que por ella penetrara mi marido, la cerré detrás de mí y huí sin saber por dónde huía.

¡Corría, corría sin cesar; mi ceñidor se había desatado, y mis vestidos se doblaban sueltos al capricho delaire; mis cabellos se habían desordenado; yo debía de parecer una loca!

«No sé cuánto tiempo corrí. Debí de correr mucho, porque estaba muy fatigada. Por eso me senté a la sombra de un templo de Nephtys, por el cual conocí que atravesaba la cordillera líbica, después volví a correr; pero cuando llegó la noche, vi debajo de mis pies, alumbradas por la luz de la luna, las torres y las columnas de Sy-ut como si fueran fantasmas que acusaban a mi conciencia.

«¡No había corrido nada!

«¡Volví la cabeza asustada, y corrí tanto, que bajé aquella montaña y subí y bajé otra y otras muchas más!

Luego llegué a la que sobre nosotros se levanta.

«Subía por la mitad de su pendiente, cuando vi una luz que se movía.

»Era un pobre monje copto de los que viven por esos sitios retirados.

Luchaba por enterrar un muerto, y al verme cerca de él, me rogó que le ayudase.

Yo me reí de su pretensión, y al llegar a mí el olor infestado del cadáver, recuerdo que le dije:

«-Dejad ese cuerpo que ya empieza a pudrirse; si le enterráis, ¿qué vais a dejar a los grajos y a los buitres?…

«Pero ¡ay! más lejos encontré el puñal de Ismail, cuyo nombre estaba grabado en su hoja, y a los pocos pasos pisé un trozo de su manto.

«Al ver estos despojos, me aseguré de la muerte de mi marido, y pensé que, muerto ya, podría dedicarme con entera libertad a mi vida escandalosa.

“Pensando así, determiné otra vez volver a Syut, y volviendo atrás mis pasos, comencé a desandar todas las montañas que antes anduviera.

»Aún faltaba una hora para que los primeros rayos del sol perfilaran de color de grana los contornos de las nubes.

«Yo estaba completamente destrozada, y pensé arreglar mis vestiduras y ceñir mis cabellos para entrar en la ciudad.. …»

En llegando ¡aquí, el esqueleto lanzó otro suspiro más profundo aún que el primero, y continuó su historia, exclamando:

-¡OH! ¡Derrama tus lágrimas, que si al escuchar dolores las viertes, no los has de escuchar nunca más intensos que los míos!

«¡En las ruinas de otro templo me senté!

«Mas no bien había comenzado a combinar los rizos sueltos de mis cabellos, vi brillar delante de mis ojos los ojos de una enorme serpiente, que debajo de un capitel roto dormía, y a quien yo sin duda desperté con el ruido de mis pasos.

,’Al verla, me levanté y corrí aterrada; pero yo sentía arrastrarse detrás de mí a aquel animal maldito.

«En mi huida, encontré tendido entre las piedras el cadáver de Ismail, sobre el cual revoloteaban los grajos y los buitres. Yo no podía ni quería pararme, porque la serpiente me perseguía y me perseguía sin cesar, y yo sin cesar huía.

Luego cuando bajé toda la montaña, vi a la falda suya un hueco que se abría entre la maleza y entre los riscos, y yo quise ocultarme en él, pero la serpiente me seguía.

Ya no tenía aliento, me faltaban las fuerzas y caía desfallecida, me daba espanto la oscuridad y me daba más espanto aún la serpiente; pero temía más a la última y, huyendo de ella, penetré en una oscura galería y me perdí en sus revueltas misteriosaosas.

«Entonces tuve un delirio horrible, ¡el último delirio de mi vida!

«Oía a la serpiente silbar y sentía venir otras que me mordían por todas partes, y se enroscaban alrededor de mi cuerpo, oprimiéndome con sus anillos.

»Luego se abrieron mucho mis ojos, y escucha lo que vieron:

«Vieron a Ismail que llamaba con una voz atronadora a los muertos que allí dormían, y daba golpes con nerviosa fuerza sobre todas las paredes, que resonaban como si estuvieran huecas, y contestaban a su voz.

«Entonces vi caerse una multitud de trozos del subterráneo, como si un terremoto agitara la montaña, y por cada uno de ellos aparecer una momia.

«Mi marido cortaba con su puñal las ligaduras que oprimían a todas, y les decía:

‘-Miradla; ésa es Thamar, la mujer pública de Menfis y de Syut, hagamos en su honor una orgía. ¡Oh! ¡sabed que con eso la divertiréis mucho!’.

«Y las momias, lanzando sonrisas indescriptibles, y cayéndose sus dientes al sonreír, danzaban en torno cruzando sus ligaduras de un modo que me desvanecía.

Ismail no cesaba de exclamar:

‘-Mira, Thamar, mira si te quiero, te proporciono una danza como la danza de tus almeas, las de aquella noche, ¿te acuerdas?’

«Después las momias me abrazaban, exclamando:

-¡Qué hambre tenemos!’.

«Y así diciendo, rasgaban mis vestidos y mordían mis carnes.

Luego rompieron mis huesos, que yo misma los oía quebrarse, los roían, y, cuando se vieron satisfechas, se escuchó un ruido atronador por todas las grietas del hipogeo, por las cuales todas las momias desaparecieron de repente.

“Yo estaba hecha mil pedazos, y sin embargo veía a Ismail coger mis huesos, ordenarlos y formar con ellos otra vez mi cuerpo.

«Cuando concluyó su obra, él mismo cavó su sepultura y se encerró en ella.I

«Desde entonces, que ya hace muchos siglos, estoy en este sitio.

«No soy más que un montón de huesos y, aunque no soy más que esto, los lagartos que anidan dentro de mí y me roen continuamente, me causan agudísimos tormentos.

«Díselo así a los monjes que habitan sobre esta montaña, y si algún día te encuentras con algún cadáver, dale sepultura, sí, dale sepultura, porque si no se levantará y dirá a los muertos:

-Mirad, mirad el hombre sin compasión, el hombre cruel que no nos hubiera dejado lecho para dormir nuestro último sueño.

Mirad el hombre infame que nos hubiera dejado sobre la tierra para alimento de las fieras, de los grajos y de los buitres.

Mirad el hombre desnaturalizado que nos hubiera dejado rodar al Nilo para que nos destrozaran los cocodrilos y los caimanes”.

Y diciendo esto, dio el esqueleto un tercer suspiro angustioso y cayó al suelo.

Yo quise mirar con más detención aquellos huesos, pero, al abrir mis ojos, en vez de sus líneas entre amarillas y blancas, vi las líneas sonrosadas de la aurora que se rompían entre las grietas de las piedras y entre las hojas y los narcisos que cubrían la entrada de aquel hueco, donde, sin duda, me había quedado dormido.

Entonces me convencí de que todo había sido un sueño, efecto de tantos recuerdos como se amontonaban en mi excitada imaginación.

Sin embargo de que bien pudiera ser realidad, porque ¿de qué castigo no es digna una mujer como Thamar? ¿Qué tormento no se merece un hombre que no quiere enterrar a un hermano suyo, y le deja encima de la montaña para alimento de las fieras y de las aves?

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