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Hilda

diciembre 4, 2002

«Como me lo contaron os lo cuento».

El país de las aventuras misteriosas, la patria de las sílfides y las ondinas, el suelo predilecto de los encantadores y las magas, es la Alemania, la poética, la nebulosa Alemania. Sus selvas, tan antiguos como la tierra, tan negras como el infierno, son asilo de innumerables duendes y fantasmas: sus lagos y sus torrentes están poblados por mil hermosas ondinas; las orillas de sus caudalosos ríos, siempre cubiertas de una neblina gris, están erizadas de fuertes castillos feudales, teatros de las más increíbles tradiciones… ¿Y qué mucho? En todos ellos reside algún diablo azul o algún blanco espectro, ya fije su mansión entre los pilares de sus góticas capillas, ya en sus revueltos subterráneos, ya entre sus desiguales almenas, ya en el húmedo panteón donde duermen con eterno sueño en sus tumbas de piedra los antiguos señores del castillo.

Hay en la orilla izquierda del Rin una fortaleza de piedra de que era señor hace trescientos años un barón muy poderoso. Tenía este barón una hija de dieciséis abriles. Hablando de ella, decía en la crónica que escribió de aquella época el capellán del castillo, hombre ya asaz contaminado con las nuevas doctrinas de Lutero, estas palabras: La condesa Hilda es una viva imagen de su madre, la baronesa Matilde, que pasaba por la mujer más hermosa del imperio: sus ojos son del color del cielo en una mañana de primavera; su rostro delicado tiene la palidez de la luna, en su cabello de un color rubio ceniciento brillan reflejos argentinos cuando los hiere la luz del sol; su cuerpo es tan airoso y flexible como una palma oriental. Hay además en toda su persona un no sé qué de aéreo e ideal, que revela una celeste naturaleza. Tal es la condesa Hilda, hija única del barón Steinlonberg».

No es extraño, pues, siendo tan perfecta Hilda, que estuviera su padre tan orgullosos con ella, y que la destinara allá en su mente a los más brillantes partidos. Cuando la veía el anciano barón, en los escasos momentos que le dejaba libre la costumbre feudal de vivir en perpetua guerra con sus vecinos, arrodillada al pie de un crucifijo, cruzadas las manos sobre el pecho y los ojos húmedos de lágrimas, pedir al cielo que conservara la vida de su padre y rezar con fervor por su difunta madre; cuando la oía cantar con una voz tan dulce como la de los ángeles, inclinada como una azucena sobre su arpa de ébano, las dulces baladas tirolesas, 0 la veía descifrar con una paciencia benedictina, para disipar los cuidados que anublaban la frente del poderoso barón, las crónicas de sus antecesores manuscritas en iluminados pergaminos; cuando consideraba, en fin, que aquella delicada flor, aquel arcángel de luz era el solo consuelo de su ancianidad, la única criatura que sabía con una sonrisa o una mirada de amor despejar su frente sombría como un cielo de invierno, entonces se la hubiera negado aun al mismo emperador de Alemania.

Y con más motivo a quien no fuera príncipe ni emperador. Porque, en efecto, debe de ser cosa amarga para un anciano desprenderse del objeto más querido de su corazón, dar a otro voluntariamente un pedazo de su alma, y no saber cuál será la suerte que le espera bajo la protección del hombre a quien la entrega. Si fuera evidente, como dicen, que todos nuestros afectos son hijos del egoísmo, o sea un reflejo del afecto profundo que cada cual se profesa a sí propio; si estuviera bastante probado este vergonzoso secreto de la naturaleza humana, diríamos que el barón se amaba tanto que no quería exponerse a tener un disgusto viendo a su hija infeliz o malograda.

Al emperador de Alemania tampoco le hubiera dado Hilda su mano voluntariamente, y en esto a lo menos era de la misma opinión que su padre. Pero la hermosa niña amaba ya con aquella ternura inefable con que se ama a los dieciséis años, y cuando lo supo el barón, penetró en su alma la más profunda amargura. Hasta entonces él había sido el único objeto de los pensamientos de Hilda, el único ser por quien alguna vez se había despertado sobresaltada en medio de la noche. Cuando conoció al que amaba su hija, sintió hacia él un odio implacable, y le maldijo en el fondo de su corazón.

Arturo, sin embargo, no era digno de ser aborrecido: Hilda le hacía más justicia amándole con toda su alma. Era éste uno de aquellos jóvenes, blancos como la nieve, apasionados y novelescos, de que tanto abunda la novelesca Alemania; uno de aquellos seres sublimes y melancólicos, cuyo tipo se encuentra en Schiller y en Mozart, especie de ángeles desterrados del cielo, condenados, por una injusta fatalidad, a vivir entre los hombres. Tal era el joven Arturo.

Sus ojos de un azul sombrío, húmedos y rasgados, se dirigían continuamente al cielo con una expresión de amargura indecible, y se veía al mismo tiempo en su frente, de una blancura celestial, la más profunda resignación. Sus labios entreabiertos como una rosa de verano, exhalaban un aliento perfumado y purísimo, Su rostro, perfectamente ovalado, mostraba aquella inocente serenidad que tanto nos hechiza en el semblante de los niños; y aunque era alto de cuerpo y gallardo como un mancebo, se traslucía en todo él una delicadeza mujeril.

Así que, inútil decir cuánto se amaban Hilda y Arturo: sus almas se comprendían como dos hermanas gemelas, y hasta cierto punto formaban parte la una de la otra. Separarlas hubiera sido destruirlas, hubiera sido cortar el lirio de su tallo, arrancar al laúd sus cuerdas sonoras. Sus dos almas unidas formaban una misteriosa armonía; su amor era una predestinación, un efecto del irresistible influjo de las estrellas.

Estaba el cielo cubierto de nubes: algunos relámpagos amarillentos desgarraban de cuando en cuando su negro velo: un viento agudo y sonoro sacudía las altas ramas de los pinos, gigantes embozados en sus capas de escarcha. El reloj de un monasterio vecino acababa de dar las seis de la tarde, cuando atravesaba Arturo un bosque contiguo a la morada del soberbio barón. Caminaba el joven a muy buen paso, pero volviendo atrás la cabeza continuamente y parándose para percibir el menor ruido: la palidez natural de su rostro estaba entonces aumentada por el terror supersticioso que le causaba la soledad de aquellos sitios.

¡Triste soledad! Arturo no temía hallarse con una partida de salteadores, ni ver de repente brillar sobre su pecho el puñal de un asesino: no temía extraviarse en aquel laberinto de árboles que tan perfectamente conocía; la próxima tempestad sólo le causaba un leve sobresalto, y sin embargo su corazón latía apresurado como el de un ruiseñor cautivo entre las manos de un niño.

Porque cada árbol cubierto de nieve que veía a lo lejos le parecía un fantasma evocado de su sepulcro; a cada golpe que le daban al andar las ramas de los arbustos, creía sentir sobre su cuerpo la mano helada de algún duende. Y no es extraño que así fuera: Arturo vivía en el siglo xvi, siglo de candor y de fe, de superstición y de creencias. Iba pues andando Arturo con no poco miedo, cuando llegó éste en su corazón al más alto punto, al ver brillar entre las ramas, a la repentina luz de un relámpago, un bulto metálico que despedía reflejos de color de sangre.

Entonces toda la suya se le heló en las venas y quedó inmóvil, sin que le fuera posible dar un paso ni adelante ni atrás: los reflejos azules de sus cabellos negros como el azabache se veían cubiertos de un sudor casi cuajado. La oscuridad crecía por instantes y con ella el rumor del viento que arreciaba: volvió a herir la luz de un relámpago en el bulto metálico, y Arturo se estremeció de nuevo hasta la médula de sus huesos, porque en efecto era supersticioso y débil como una mujer.

No le era posible seguir adelante, y sin embargo sabía que Hilda le aguardaba en su ventana, desde la cual le había prometido hablarle aquella noche por estar ausente su padre. Se lo había prometido en una carta que, confiada a un mensajero infiel, llegó primero a manos del barón de Steinlonberg que a las de Arturo. Este, por fin, se resuelve a seguir adelante: después de haberse encomendado a la Virgen María con todo fervor, arrodillado sobre la yerba encanecida por la escarcha, sigue su camino hacia el Castillo, cuyas altas almenas se desprendían apenas a lo lejos del fondo adusto del horizonte.

Sus labios pronunciaban el dulce nombre de Hilda: el sobresalto le hacía volver la vista atrás a cada instante y apenas podían sostenerle sus rodillas. Cada vez que algún relámpago le descubría el objeto de su terror, cerraba los ojos como un hombre que conoce el peligro y se resuelve a no oponer resistencia. Al cabo de pocos momentos, al volver una senda, vio delante de sí, tan cerca que podía alcanzarle con la mano, un guerrero armado de punta en blanco: este guerrero era el barón de Steinlonberg.

-¿A dónde vas? -le dijo con voz tan bronca y destemplada que Arturo creyó oír junto a sí la explosión de un arma de fuego-¡Imprudente! ¡Pensabas poder arrebatar a un anciano el único consuelo de su vida!… ¡Oh! ¡Maldición sobre ti!

Apenas oyó estas palabras, sintió el desgraciado joven penetrar en su pecho la punta helada de un puñal, y cayó al suelo como una flor arrancada por el huracán: un instante después exhaló el último suspiro, con un sonido tan tenue y fugitivo como el que forma resbalando sobre las cuerdas del arpa una mano moribunda. Caía la lluvia a torrentes, y apenas tocó el suelo el cadáver de Arturo, le arrebató en sus aguas un arroyo desprendido de la más cercana colina… Entonces tembló a su vez el soberbio barón: un terror supersticioso embotó por un momento todas las potencias de su alma.

En la noche de aquel mismo día, estaba el padre de Hilda en un salón del castillo, acompañado del capellán cronista, que, con una voz lenta y monótona, iba leyendo en alta voz las sublimes palabras de la Biblia, heréticamente vertida en lengua vulgar. Ardía una encina entera en la inmensa chimenea de la estancia, y la lámpara de hierro que pendía del techo bañaba las paredes y los trofeos que la adornaban con una luz macilenta.

Sumergido estaba el barón en inquietas meditaciones, lo que se conocía por los movimientos bruscos con que se revolvía en su sillón, como un oso apresado en estrecha jaula: de cuando en cuando salía de su pecho alguno que otro ronco suspiro. Era ya bastante entrada la noche, y aquella hora avanzada, y la voz lenta del capellán y el suave calor de la chimenea, todo contribuyó a sumergirle en una agradable modorra, semejante a la que cierra después de comer, en su muelle sillón, los carnosos párpados de obeso canónigo toledano.

Frontero al sitial que ocupaba junto a la chimenea el padre de Hilda había un sitial vacío. Entreabrió el barón los ojos al cabo de una hora de sueño, y no sería fácil decir lo que sintió al ver delante de sí, sentado en el sitial frontero al suyo, un guerrero vestido de armas negras, estrechando entre sus brazos a la hermosa Hilda y al oír los nombres de ¡Arturo! ¡Hilda! suspirados con amor por aquellos dos jóvenes enamorados. Al mismo tiempo resonaban en los oídos del barón estas palabras de la Escritura, pronunciadas lentamente por la voz severa del capellán: «Y el Señor le dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano grita desde la tierra hasta mí. Por lo cual ahora serás maldito en esta tierra que ha abierto su boca para tragar la sangre de tu hermano derramada por ti».

Es el caso que todo esto debía de ser una ilusión de aquel padre celoso, porque Hilda entre tanto estaba sola en su estancia, tendiendo la vista por el balcón abierto sobre el espeso bosque, que hasta donde podía alcanzar la vista rodeaba el castillo. Apoyada la frente en la palma de la mano, cargados los ojos de ternura y de anhelo, llena su alma de inquietud, esperaba a su Arturo la dulce niña, sin saber a qué atribuir aquella tardanza.

Muchos motivos tenía Hilda para estar inquieta; pero era el mayor de todos saber que debían de estar prontos a entrar en campaña para el día siguiente todos los vasallos, en edad de tomar las armas, dependientes de aquella gran baronía; su señor feudal lo había exigido así para terminar de una vez sus contiendas con otro barón no menos inquieto y belicoso que él. Arturo era vasallo del padre de Hilda, no porque hubiera nacido en sus dominios, antes bien nadie sabía quiénes eran sus padres, ni cómo o cuándo se había establecido en aquellas cercanías; pero se hallaba en ellas, estaba en edad de tomar las armas, y fuese noble o villano, cosa que nadie sabía tampoco, era menester que al día siguiente, al primer toque de los clarines, estuviese formado con los demás vasallos delante del castillo, bajo las banderas feudales del barón de Steinlonberg.

A la tempestad de la tarde había sucedido una de aquellas noches blancas y frías que tan generales son en los países del Norte: parecía que la bóveda celeste reflejaba el color de un suelo cubierto de nieve. Más de una hora hacía ya que estaba Hilda en su balcón, sumergida en mil vagas ideas, cuando vio a lo lejos acercarse al castillo con toda velocidad un bulto negro, que luego distinguió ser un hombre y un caballo que a toda carrera se adelantaban.

Estaba el hombre cubierto de armas negras, y era el caballo del mismo color que las armas del caballero. En su gallardo porte, en la gracia de sus movimientos reconoció al joven Arturo; pocos instantes después una escala de seda reunió a los dos afortunados amantes. El caballo quedó atado a una argolla bajo el balón de la doncella, golpeando las guijas del suelo con su ferrado casco.

Creyó Hilda hallarse bajo la influencia de un sueño, cuando de repente, sin acordarse de haber salido del castillo, se halló sentada a la grupa del caballo negro que montaba Arturo, y sintió sobre su cintura la presión de una mano cubierta de hierro que fuertemente la sujetaba: esta mano era la de Arturo. Él y su amada cruzaban a caballo con la rapidez del relámpago colinas y selvas y llanuras inmensas, acercándose más y más a un horizonte oscurísimo donde serpeaban en rápida vislumbre algunas ráfagas de luz. El cielo por lo demás estaba, como antes, puro, blanco y sereno; pero la pobre Hilda se hallaba en una angustia inexplicable: pálida como la muerte, los ojos desencajados, seca y fría, los cabellos erizados, violentamente oprimida su linda boca con ambos puños cerrados, temblaba la hermosa niña en los brazos de aquel misterioso espectro como la tímida gacela entre las garras del tigre…

Al choque de los pies del negro trotón brotaban chispas del suelo, y por los ojos y por la boca arrojaba llamas azules y rojas: el más profundo silencio reinaba en derredor, y ni aun se oía el ruido que hacía el caballo al galopar. Después de haber andado dos horas por lo menos, llegaron Hilda y Arturo a la entrada de una gruta; bañaba la atmósfera una media luz semejante al último crepúsculo de la tarde. Apeóse el caballero de las armas negras, y con gentil cortesía, puesta una rodilla en tierra y la otra doblada a guisa de estribo, ofreció su mano a Hilda y la ayudó a apearse del negro corcel.

Estaban los dos jóvenes a la entrada de la gruta, Hilda palpitando aún de terror, Arturo, grave e inmóvil como una estatua de bronce.

-Hilda, Hilda -dijo éste con una voz tan triste y cavernosa que parecía salir de un subterráneo-, ¡vamos a separarnos para siempre! Dame tu mano, Hilda, deja que estampe mis labios en los tuyos.

Y quitándose la manopla de la diestra, presentó a su amada los dedos largos y nudosos de una mano de esqueleto, y levantando con la izquierda el casco guerrero, dejó ver el cráneo pelado y la expresión sardónica de una calavera, cuyas huecas facciones, vistas a la luz de la luna, formaban un conjunto verdaderamente espantoso: aquella calavera movía sus labios de hueso como si quisiera articular algún sonido. Dio entonces el espectro un paso para acercarse a Hilda; pero ésta, lanzando un grito de horror y sacando nuevas fuerzas de aquella sensación profunda, corrió hacia la gruta y penetró en ella, delirante, frenética, como penetra en los abismos un alma criminal acosada por los espíritus infernales. Fue, sin embargo, aquella sensación tan violenta como rápida, pues familiarizada ya, por decirlo así, con las impresiones sobrenaturales de aquella noche, se recobró pronto y volvió la vista atónita a todos lados para reconocer el sitio en que se hallaba. ¡Cuál fue entonces su admiración! Vio que era aquél una gruta fresca y hermosa, cubierta de algas y conchas marinas, en que se respiraba un ambiente puro como el que refresca en las noches de verano el rostro de las hermosas sobre las aguas de los canales en las góndolas venecianas.

Oyó Hilda a corta distancia los ecos de una dulce armonía, lenta, melancólica y sublime; un concierto de arpas e instrumentos desconocidos unido a la acorde modulación de algunos acentos mujeriles. Era un himno funeral, un canto de muerte lo que tan dulcemente sonaba; y a la horrible agitación en que hasta entonces se había encontrado Hilda, sintió ésta suceder en su pecho un sentimiento de lánguida tristeza, inefable y profunda. Continuó adelantándose hacia el sitio de donde salían aquellos sonidos; pero sin duda debía de estar muy lejano, o ir retrocediendo lentamente y sin que ella lo advirtiera, porque, aun después de haber andado mucho, siempre se hallaba a igual distancia del término de la gruta. Sentía Hilda una especie de marco, de aturdimiento; pero ni padecía, ni se consideraba desgraciada. Empezó de nuevo a circular la sangre en sus venas, y dos lágrimas de ternura humedecieron sus párpados. Llegó, en fin, al término deseado y penetró en una estancia cuyas paredes eran tan diáfanas y cristalinas, que no parecía sino que el éter del cielo las circundaba por todas partes. En un lado de aquella estancia vio una escena capaz de conmover un corazón de roca.

Un grupo de mujeres hermosas como serafines, reclinadas sobre arpas de cristal y veladas con blancos cendales y largas cabelleras argentinas, rodeaba un túmulo formado de conchas y yerbas, sobre el cual yacía el cadáver de un joven. Una mujer, más hermosa que todas las mujeres, reclinado el cuerpo sobre el cadáver, le miraba con amor, humedecía con el aliento de su boca sus cárdenos labios y la frente pálida del mancebo, derramando al mismo tiempo sobre él un torrente de lágrimas. En el rostro de aquella mujer brillaba la ideal belleza de las ondinas; era una ondina en efecto. Un momento después de haber entrado Hilda en aquella estancia, huyeron despavoridas al verla las jóvenes que con sus arpas de cristal llenaban el aire de una celeste armonía. Al ver el espectáculo que tenía delante, sintió Hilda abrirse de nuevo todas las
llagas de su corazón, porque en aquel joven muerto reconoció a su desgraciado amante Arturo. En su rostro, privado de vida, reinaba aquella serenidad celeste que tanto le embellecía en tiempos más felices, pero examinándole de cerca se veían también en él algunas violentas contracciones, señales de su reciente agonía.

-Ven, ven -dijo a Hilda la mujer que lloraba sobre el cuerpo de Arturo-; ven, por ti murió este mi desgraciado hijo. Yo le recogí en mis brazos, porque me hallaba entre las aguas del arroyo junto al cual le asesinó tu inicuo padre. Ven, fatal mujer, ven; contempla tu víctima.

-¡Mi víctima! -exclamó Hilda-, ¡oh! ¡no! ¡no!

Y diciendo esto voló con los brazos abiertos hacia el fúnebre lecho; pero no bien hubo tocado el frío cadáver, cuando desplomándose a la voz de la ondina la gruta y el lecho, se sintió arrebatada llevando entre sus brazos a su perdido amante por una corriente impetuosa. Durante algunos minutos la persiguió como su sombra la imagen de la desolada ondina, que en pie a la orilla del agua, adelantándose con la misma velocidad que la corriente, aunque sin dar paso alguno, la miraba con una expresión indefinible de dolor y de ira. Desapareció por fin esta imagen, e Hilda, privada ya de sentido, se dejó llevar por la corriente sin soltar el cuerpo del infeliz Arturo.

Terrible fue la batalla en que el barón de Steinlonberg, resuelto a terminar de una vez sus desavenencias con otro caballero tan poderoso como él, perdió la mayor parte de sus soldados y todas las posesiones de su baronía, excepto el fuerte castillo situado en la orilla izquierda del Rin. Al fin de la prolija relación de esta batalla, inserta en la página 542 de la ya citada crónica del capellán del castillo, se lee lo siguiente: «Serían las siete de la tarde, cuando el barón, perdida ya toda esperanza, se retiró del campo de batalla, seguido de algunos escuderos y del autor de esta crónica. No menos rendido de cansancio que su señor estaba el hermoso alazán andaluz del barón: tuvo, pues, éste que detenerse en un espeso bosque, distante como hasta tres millas de su fortaleza. Sentóse sobre la yerba a la margen de un arroyo, y, mientras estaba sumergido en sus amargas meditaciones, aumentó de repente la espantosa lluvia que durante todo el día había estado despidiendo las nubes. La corriente acrecida del arroyo junto al cual descansaba el barón, trajo al cabo de pocos momentos entre sus aguas y depositó a sus pies dos cuerpos abrazados: uno de ellos era el de su hija única, la hermosa Hilda. No fue ya posible ocultarle el terrible secreto que yo sabía ya por acaso, y que hasta entonces había podido guardar. ¡Infeliz!… La noche del día anterior entré en la estancia de la condesa Hilda, pero demasiado tarde por desgracia para evitar su temprana muerte. Aun no había yo pasado el dintel de su puerta, cuando a la claridad de la luna, vi a la hermosa joven precipitarse desde su ventana en un raudal que corría a los pies del castillo, y en cuyas aguas vio la infeliz, que acababa de despertar de un largo y agitado sueño, el cadáver de un joven a quien amaba con toda su alma. Cuando acudí a sacarla de las aguas, a ella y al joven se los había llevado ya la corriente. Oculté esta cruel nueva al barón, esperando siempre que no sería mortal para su hija aquella caída y tomando las más minuciosas precauciones para descubrir su paradero. ¡Pero todo fue inútil! Cuando volví a verla en el bosque donde estaba su padre, ya era cadáver… El desgraciado barón, al verla, perdió enteramente el juicio, y pocos meses después murió de pesadumbre en el castillo de sus mayores».

Hasta aquí el texto histórico.

No obstante la autenticidad de este documento, la tradición popular ha conservado a la desastrada muerte de Hilda la explicación fantástica que daba de ella el barón en sus raptos de delirio.

-¡He matado -exclamaba- al hijo de una ondina!, y la ondina se ha vengado ahogando a mi hija. El espectro de su amante la atrajo a la gruta fatal: ¡allí está! ¡Ya se hunde la gruta!… ¡madre desapiadada!… ¡Hilda!, ¡adiós!, ¡adiós! -Y el miserable anciano, presa de aquella horrible visión, se moría lentamente.

El lector escogerá como guste entre la historia y la tradición.

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