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La escalera

diciembre 4, 2002

¿Sabes quíen a vuelto de París? -me preguntó ayer un amigo.

¡Qué he de saber, hombre! Vamos, dime quién.

-¡Marianito Lucientes!

Y ahora voy a contar a ustedes por qué se había marchado a París Marianito.

Hace cuatro años, y a eso de las once de la noche, me dirigía yo hacia mi casa, por la calle Mayor, cuando, de pronto, sentí un golpe violento en la espalda. Me volví, sorprendido y furioso, y vi que el golpe me lo había dado un caballero que llevaba una escalera en el hombro. Un caballero, sí, señores, y esto era lo sorprendente.

Él siguió, sin decirme una palabra, con paso rápido, con ademán descompuesto, y hasta me pareció que hablando a media voz consigo mismo.

Me quedé atónito; acababa de conocer en el caballero de la escalera a mi amigo Lucientes; un joven distinguido, letrado, empleado en el Ministerio de Hacienda, con sus puntas y ribetes de poeta y músico.

-No puede ser él -me dije?. Sí, es él -añadí-, es que se ha vuelto loco.

Y eché tras él, hacia los Consejos, gritando:

-¡Eh, Marianito!

Pero Marianito no volvió la cabeza.

Era una noche de febrero, clara, pero muy fría; la calle estaba desierta.

-¡Estás loco! No es posible dudarlo. ¡Una persona decente por la calle, con una escalera, ni más ni menos que un cartelero! ¿Qué misterio es este?

Pero Marianito no corría, volaba. Verdad es que la escalera era muy delgada y corta.

Marianito llegó al final de la calle Mayor, y, en vez de torcer hacia Palacio, como yo me figuraba, entró en el Viaducto.

Una idea terrible atravesó mi cerebro. Acababan de alzar la verja del puente, con objeto de que los desesperados de la vida no pudieran arrojarse de un salto, como estaba de moda.

En efecto; Mariano entró en el puente, y, antes de llegar al centro, aplicó la escalera a la barandilla, subió un tramo…

Y no subió más, porque yo le agarré del paletó y le obligué a bajar violentamente.

-¡Dejadme! ¡Dejadme! -exclamó, levantándose del suelo, pálido como la cera, con los ojos extraviados y dispuesto a luchar conmigo para realizar su propósito.

-¡Qué he de dejarte! ¡Dame el brazo, vente conmigo o llamo a la pareja y hago que te lleven a la cárcel!

No había pareja ninguna; pero mi afirmación le convenció de que le era imposible realizar su suicidio. Me dio el brazo, bajó la cabeza, rompió en sollozos, y sentí que en mis manos caían sus ardientes lágrimas.

Corno una hora estuvimos andando por las calles extraviadas de Madrid, sin que él ni yo pronunciásemos palabra. De este modo llegamos hasta la plazuela de las Cortes. Allí, al fin, me decidí a interpelarle.

-Pero, hombre -le dije-, tú, el hombre feliz por excelencia; querido de tus jefes, de tus amigos, de las mujeres en general, y de tu hermosísima novia en particular.. Explícame, que no comprendo… ¿No ibas a ser más dichoso que nunca?… ¿No ibas a realizar tu sueño dorado?… ¿A casarte?

-¡Oh, fementida! ¡No me hables de ella! ¡Mujer inicua, vil!

Me quedé consternado.

-¿Qué dices? ¿Ella, un ángel de hermosura y de bondad, todo amor, todo constancia?… ¿No me lo has dicho cien veces?

-Sí, te lo he dicho. ¡Oh! ¡Quién puede bucear en ese abismo que se llama corazón de la mujer! ¡Me he engañado: su amor era mentira; su rostro angelical es una máscara que oculta el semblante del más repugnante materialismo!

-Me confundes. Cuéntamelo todo. Soy yo, tu amigo de la infancia. ¿Dudas de mi amistad?

-No, aunque me hayas salvado la vida. Escucha, pues. Ya lo sabes: había decidido casarme con Julia: yo lo deseaba, Y, Por otra parte, su madre me había hecho indicaciones tan explícitas, que no tenía más remedio que pedir su mano o no volver por la casa. Yo no dudaba del amor de Julia. ¿Qué dudar? ¡Si creo que creo en él todavía! Sin embargo, aunque esperaba ser feliz con ella, me inquietaba su afición a los placeres, al lujo, a todo género de vanidades. ¡Lo que esa mujer me ha hecho gastar en butacas para los teatros, en bouquets, en chucherías y, ahora me atrevo a decirlo, en alguna que otra joya de excesivo valor para mí, y que ella fingía regalo de algunas amigas! Pero yo encontraba todo esto disculpable. ¿No es natural que la mujer se complazca en regalarse y brillar, y más quien, como Julia, es tan bonita? Cuando se case -decía yo- dejará de ser frívola, y será buena mujer de su marido y de su casa. El día en que ella supo que yo había pedido su mano, manifestó júbilo; pero me dijo… que no corría prisa.

-¡Rara contestación! -exclamé.

Lucientes continuó:

-Mira -me dijo la pérfida-, yo te quiero mucho, muchito, de todas veras, más de lo que tú te figuras; pero no soy tan impaciente como mi mamá. ¿No me has dicho que te darán pronto un ascenso? ¿Qué ese ministro amigo tuyo quiere que seas diputado? ¿Qué tienes proyectos importantes para mejorar de fortuna? ¿Y por qué no esperar?… ¿No crees en mi cariño? ¡Jamás, jamás seré de nadie, sino tuya!

No sé qué inquietud se apoderó de mí. Sus ojos expresaban amor; pero sus frases…

La madre, por el contrario, muy satisfecha, me convidó a comer aquel día.

-Come con nosotros -me dijo- un antiguo amigo de mi difunto esposo; uno de los más ricos propietarios de Valladolid. Parece que se vuelve a fijar en la corte. ¡Mire usted lo que le ha regalado a Julia en recuerdo de la amistad que él tuvo con su padre!

Y me mostró una caja para guantes, de cristal y plata, que valdría muy bien sus quinientos duros.

Un frío glacial corrió por mi cuerpo.

-¡Ese señor debe ser muy rico! -exclamé mirando a Julia.

Julia bajó los ojos y se puso a hojear un álbum.

-¿Y es joven? -pregunté.

-¡Tiene la edad de todo el mundo! -contestó la madre-. Cincuenta años.

Salí de la casa; todo lo veía negro; sospechaba una horrible traición; pero cuando recordaba su semblante candoroso, sus juramentos, renacía mi esperanza.

Comí con ellos, con el gran propietario y con doña Matilde, tía de Julia; ya la conoces.

El gran propietario habló de sus dehesas, de los millones que tenía en fincas urbanas, en acciones del Banco de España y en papel del Estado; afirmó que había resuelto establecerse en Madrid, abonarse a todos los teatros, a palco; comprar coches, tener gran mesa, dar magníficos bailes, y, en fin, gastar sus inmensas rentas alegremente.

-¡Pero, qué dice usted! -exclamó la mamá de Julia-. ¿Qué dice usted, Sr. D. Plácido? Todo eso no me parece que debe hacerlo un hombre viudo.

Y dejó caer estas palabras con retintín:

-¡Ya! ¡Es que pienso casarme!

Y lanzó a Julia una mirada de triunfador, que, de rechazo, se entró en mi pecho como una saeta.

D. Plácido era un hombre ya maduro; bajo, muy gordo, coloradísimo; pero no antipático; sus modales eran presuntuosos; en todo él se adivinaba su dinero.

Había comido como un elefante.

Concluida la comida, me levanté y quise marcharme.

-Espérese usted -me dijo la tía de Julia-; mi sobrina tiene que decir a usted dos palabras.

Esperé.

Noté que la madre y la tía de Julia hablaron mucho con don Plácido; la madre expresaba sorpresa y placer a un tiempo. Creí notar que me dirigía miradas de piedad. Me acerqué a la tía, y la dije:

-Diga usted a Julia que soy yo quien tiene que hablarla; que venga, o doy un escándalo.

Julia vino, entró conmigo en uno de los gabinetes de la sala, y… oh!… ¡ imposible, imposible que yo te diga lo que me dijo, y, sobre todo, cómo dijo aquellas satánicas palabras! ¿Eran sus ojos o era su voz quien mentía? ¡Oh! ¡Toda ella, ojos, voz, carne, espíritu, era una perfidia, una infamia!

Se irguió como el bandido heroico que desafía el patíbulo, y me dijo:

-¡Te amo… pero me caso!

-¡Miserable! -exclamé.

Y todo mi amor se convirtió en ira y en desprecio… ¡No sé cómo mis manos no la deshicieron allí mismo!

Salí tambaleándome, loco, muriéndome, y anduve toda la noche, como ahora, por las calles.

Al día siguiente supe que la boda se formalizaba, que debía verificarse hoy… ¡Hoy se habrá verificado! ¿Comprendes, al fin?

-¡Pobre amigo mío! -exclamé, dándole un abrazo.

Y le llevé a mi casa, en la cual, hablando y hablando, pasamos la noche.

Por la mañana le acompañé a la suya.

-Señorito -le dijo su criada-, dentro hay una señora de edad que le espera a usted; dice que es doña Matilde.

Era la tía, que le alargó un papel.

– ¿Qué es esto? -exclamó Mariano-. ¿Qué significa?… -Esta carta para usted, de Julia.

Abrió, temblando, el sobre, y leyó:

«¡Adiós por siempre, Mariano. Perdóname, y ruega por mí al cielo, que te venga y me castiga! »

Miró a doña Matilde con estupor.

-¡Claro -exclamó ella-, cómo se ha de figurar usted! ¡Ni nadie! Vamos al grano. ¡Pobre sobrina mía! Ayer debía casarse… Bueno… ¡Y qué boda! Todas la envidiaban. Pues, no; el señor D. Plácido, después de almorzar, tuvo un ataque apoplético y por la noche murió. Cuando Julia recibió la noticia, se quedó como el mármol, sin decir esta boca es mía ni derramar una lágrima. Había ido a casa de D. Plácido, pero no quiso verle morir. Un momento después se la echó de menos. He aquí lo que había pasado: salió como una loca, gritando: «¡Todo, todo lo he perdido!». Tomó por la calle Mayor, sin abrigo, a pesar de la noche; llegó a los Consejos, y se entró en el Viaducto… ¡Desgraciada! ¿A qué decir a usted más?…

Mariano cerró los ojos y se los cubrió con ambas manos. Después de un rato…

-Pero, señor -dijo Lucientes-, la barandilla del puente es muy alta; ¿cómo pudo arrojarse? ¿Cómo no se lo impidieron?

-¡La fatalidad! -exclamó la tía de Julia-. No se sabe cuándo ni quién había puesto una escalera…

Lucientes no pudo oír más. Cayó redondo.

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