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Sancho Gil

diciembre 4, 2002

Por los años de 1589 vivía en Buenache de la Sierra una mujer de edad avanzadísima, acerca de la cual corrían en el pueblo los más singulares rumores, pues se susurraba que se había entregado en cuerpo y alma al diablo, o lo que es lo mismo, que pertenecía al gremio nefando de las brujas y hechiceras. Ciertamente el aspecto asqueroso de esta vieja, llamada Aldonza Rodríguez, prevenía en contra suya, y, si no justificaba, por lo menos explicaba las hablillas del vulgo, siempre inclinado a pensar mal de todo aquello que, como él mismo dice, no le entra por los ojos.

Frisaba la tal Aldonza en los ochenta años. Era baja, enjuta y contrahecha, como agobiada ya por el peso abrumador del tiempo, que todo lo modifica, desfigura y destruye. Ralos mechones de cabellos grises, ni bien ni mal peinados, porque nunca se los peinaba, servían de marco a un rostro seco, apergaminado, surcado de profundísimas arrugas, en cuyas sinuosidades y revueltas, que parecían trazadas con tinta, jamás había penetrado el agua, ni siquiera en días de lluvia. Frente estrecha y deprimida como la de un reptil; ojillos garzos y sanguinolentos, que cuando se encandilaban despedían relámpagos de ira, y que yacían casi ocultos en sus hondas cuencas, bajo espesísimas cejas, como animales dañinos a la entrada de sus madrigueras guardadas por ásperos matorrales: nariz corva a guisa de pico de águila, y barbilla puntiaguda, salpicada de pelos largos y retorcidos, formaban la inverosímil fisonomía de la vieja, que en sus verdes años debió de ser horrible y en su edad provecta era espantosa.

Cuando llena de andrajos, apoyándose en su báculo, y con paso remiso y torpe, andaba renqueando por las callejuelas del pueblo, los chicos huían recelosos, cerrábanse de golpe puertas y ventanas, las madres amedrentadas estrechaban contra el seno a los hijos de sus entrañas, como queriendo sustraerlos a las miradas maléficas de la tía Aldonza, y hasta los mismos hombres, más resueltos y atrevidos, hacían temerosamente al verla pasar el signo de la cruz.

Relatábanse de ella cosas estupendas. El sacristán Diego Ortega contaba, a quien quería oírle, cómo en noche de tempestad la había visto en la iglesia, acurrucada al borde de una sepultura que acababa de abrir y entretenida en desgarrar con aceradas uñas las entrañas de un cadáver para recoger en un bote las enjundias del muerto, y juraba por todos los santos de la corte celestial, que al pronunciar horripilado ante tan abominable espectáculo el sagrado nombre de Jesús, el bote, la vieja y el difunto habían desaparecido como por ensalmo al amarillento resplandor de una centella, cayendo por sí misma la piedra sepulcral sobre la profanada fosa con el estrépito de un trueno.

Las comadres del lugar se referían unas a otras en voz baja casos verdaderamente pavorosos, cuyos espeluznantes pormenores se habrían tenido por increíbles, a no atestiguar su exactitud los mismos sujetos, que, según confesión propia, los presenciaron o sufrieron. Estaba plenamente probado el hecho de haber encontrado muerto repentinamente en su cama al hijo de Cosme el Zurdo, sin que antes presentara síntomas de enfermedad, y se sabía además, que cuando el cirujano acudió a examinar el cuerpo de la malograda criatura, se halló con que una bruja, a juzgar por señales evidentes, había chupado la sangre del niño hiriéndole con un agujón, mientras dormía, por debajo de las uñas en los dedos de la mano siniestra, que es la que corresponde al corazón. Y que la autora de tan execrable crimen era la tía Aldonza, se demostraba con el dicho de un vecino honrado, el cual, pasando casualmente la noche misma en que ocurría el trágico y lamentable suceso por el callejón donde Cosme el Zurdo tenía su casa, había visto a la luz de la luna salir por la chimenea, a modo de humo negruzco y pestilente la sombría figura de la vieja, a horcajadas en un macho cabrío: por más señas, que los ojos la relucían como carbones encendidos y que al ponerse ella y su diabólica cabalgadura en contacto con el aire exterior, ambas, conservando su forma corpórea, se ensancharon, crecieron, tomaron proporciones desmesuradas y obscurecieron el espacio como denso nublado.

Era también público y notorio que, habiendo reñido en cierta ocasión con Pedro Peralvillo, díjole donde muchos la oyeron, que se acordaría de ella por todos los años de su vida; y en efecto, dos semanas después de proferida la amenaza, un tremendo pedrisco, precedido de truenos y rayos, arrasó los campos del pobre Peralvillo, mató su ganado de labor y le dejó a pedir limosna, sin que pudiese apenas recoger el grano preciso para la inmediata sementera. Un chicuelo, que andaba a caza de cigarrones y saltamontes, vio, poco antes de la catástrofe, a la tía Aldonza de pie en medio de la heredad, trazando en el aire círculos simbólicos con una varilla de avellano y pronunciando palabras cabalísticas, y afirmó que, lleno de inquietud, se escondió detrás de un zarzal de la linde, desde donde pudo observar, sin ser notado, la aparición de un monstruo en figura de hombre, todo compuesto de fuego, con dos cuernecillos en la frente y los pies de ganso. El chico no llegó a comprender lo que la tía Aldonza decía al monstruo, el cual no debía de ser otro que Satanás; pero declaró delante de personas graves y abonadas, tales como el susodicho sacristán Diego Ortega, el albéitar y el cirujano, que cuando con más calor hablaban, se inflamó el aire, se ennegreció el cielo y comenzaron las nubes a despedir granizo sobre las rozagantes mieses, con desatada y arrolladora furia.

Con tanto datos, todos fehacientes, y otros muchos que no cito, porque si lo hiciera sería el cuento de nunca acabar, no es maravilla que la tía Aldonza tuviese la reputación de bruja sólidamente asentada en diez leguas a la redonda, ni que las gentes dijeran que por menos motivo habían sido quemadas públicamente en los autos de fe de Cuenca y Toledo otras mujeres, cuyos sortilegios, hechicerías y delitos jamás llegaron a la enormidad de aquellos que se imputaban a la repugnante vieja de mi historia. Pero a bien que la Santa Inquisición no se dormía sobre sus laureles, y ya había indicios de que andaban sus sabuesos a la husma de lo que en el pueblo acontecía, siendo de esperar que al cabo purgase la tía Aldonza en la hoguera, como merecía, para desagravio del cielo, la perversidad de su vida, sus pactos con el demonio y la torpeza de sus costumbres, no por oculta menos cierta.

II

Odiada de todos, de todos temida, la tía Aldonza vivía en el lugar, apartada, como leprosa, del trato humano, sin más compaña que la de una sobrina de diecisiete abriles, hermosa como un sol e inocente como una paloma, a quien seis años atrás había recogido en su casa. Llamábase Catalina, y era, sin disputa, la doncella más garrida, no sólo de Buenache de la Sierra, sino de todos los pueblos del contorno. Rubia y sedosa cabellera, como la de un ángel, adornaba el óvalo perfecto de su cara blanca y sonrosada, que no había podido curtir la intemperie, y que animaban una nariz de perfil purísimo, casi griego, una boca pequeña y encarnada parecida a entreabierto capullo, y dos ojos claros y transparentes, que chispeaban entre sus largas pestañas como astros en serena noche de estío. Vestía tosca y miserablemente, según correspondía a su condición y estado; pero era tal su donosura, y había tanta gracia natural en sus movimientos, que, a pesar de la humilde saya de remendada estameña con que encubría la esbeltez y corrección de sus formas, habría podido tomársela por alguna de aquellas princesas disfrazadas de pastores, algo montaraces y redichas, de que estaban atestadas las églogas y novelas bucólicas del siglo xvi. Para que el parecido resultara mayor, conviene hacer constar que también en instrucción, aunque la suya no fuese mucha, sobrepujaba a las demás muchachas del pueblo, sin exceptuar a las más hidalgas. Habíase criado hasta los once años bajo la tutela y dirección de otra tía suya, organista de un convento de monjas en Cuenca, donde con su despejo natural y vivo, recogió provechosas enseñanzas. Aprendió a leer de corrido, a escribir no tan bien, algo de latín y un poco de música, con lo cual, si no hubiese muerto la buena madre, Catalina habría profesado al cumplir la edad, y quizás, andando el tiempo, reemplazado a su tía en el coro.

Y ojalá nunca hubiese salido de las cuatro paredes del claustro, porque ¿de qué le valía en el siglo ser hermosa y discreta? La vergonzosa fama de su tía pesaba sobre ella como losa de plomo, y sentía transcurrir sola, triste y abandonada de todas las mejores horas de su juventud, sin una amiga, ni un amante, ni un piadoso confidente de sus penas. Huíanla las jóvenes de sus años con desdén y desabrimiento, y tal vez más celosas de su peregrina y envidiada belleza que asustadas de lo que en el pueblo se decía, y los mozos, que, donde no podían ser vistos ni censurados, la acosaban con miradas ávidas y pecaminosas, no se atrevían, sin embargo, a danzar con ella en el corro de los domingos. Cierto día un malaconsejado forastero tuvo el descaro de sacarla a bailar; pero no se hizo esperar el castigo, porque al punto se interrumpió la comenzada rueda, alejáronse de allí las demás parejas, cuchicheando indignadas, y hasta el gaitero y el tamborilero suspendieron la música, como si creyesen rebajados sus oficios concejiles tocando para solaz y entretenimiento de aquella desvalida niña, unida por tan estrechos vínculos a la malencarada bruja, terror y escándalo de la comarca. Catalina se alejó silenciosa, sin poder apenas reprimir las lágrimas, de un sitio en donde con tan injusta dureza se la trataba, y resignándose desde aquel momento con todas las consecuencias de su mala suerte, no volvió a mezclarse en los juegos de sus compañeras, ni a turbar con su presencia los goces de la juventud de que a ella, pobre huérfana sin defensa ni amparo, con tanta crueldad se la desposeía.

Pero, como dice un refrán castellano, todo tiene remedio en el mundo, si no es la muerte, y ninguno puede llamarse hasta el fin dichoso ni desdichado. Fue el caso que por aquellos días llegó a Buenache de la Sierra, de donde era natural, un soldado de los tercios de Flandes que había regresado a España para asuntos del servicio. Rayaba Sancho Gil, que por este nombre respondía, en los veintisiete años, y era tan ágil y fornido como de apuesto y airoso continente. Su rostro, tostado por el sol de los campamentos, revelaba desde luego resolución y audacia, no exentas de hidalga generosidad: tenía la frente despejada; la mirada viva y penetrante, pero tranquila; la nariz grande, y emboscada en ancho y retorcido mostacho a la borgoñona, la boca desdeñosa y algún tanto provocativa. Parco en palabras, pronto de genio y más pronto todavía de manos, gozaba de bien adquirido crédito de valiente en su tercio, con el cual había asistido a la heroica, aunque no siempre afortunada campaña de la Frisa, a las órdenes del ilustre capitán de lanzas D. Luis de Benavides y Sotomayor. Honroso testimonio de su esfuerzo varonil y de las empresas en que se había encontrado, eran las innumerables cicatrices que señalaban su cuerpo, todas alcanzadas en defensa de su rey, de su patria y de su Dios contra los rebeldes luteranos, a quienes aborrecía cada vez con mayor saña, como español y como católico. Pródigo de su vida y de su bolsa, jamás contaba ni las cuchilladas ni el dinero que alternativamente daba o recibía; pendenciero con los pendencieros, noble con los vencidos, y, si bien osado, nunca procaz con las mujeres, supo granjearse en los cinco años que estuvo fuera de España el aprecio de sus cabos, la cordial estimación de sus camaradas, el respeto de sus enemigos y el amor de muchas fiemáticas holandesas, cuya sangre había encendido con su donaire y gallardía.

No hay que decir si la presencia de Sancho Gil en Buenache de la Sierra produciría alboroto verdaderamente entre las mozas del pueblo. La reputación de arrojado, que le había precedido, su gentileza, abierto carácter y buen porte eran prendas más que sobradas para que palpitaran a su paso no pocos corazones femeninos, ardiendo en deseos de asaltar en buena guerra la voluntad del soldado, que no creían fortaleza inexpugnable. De la noche a la mañana, sin que se coligiera la razón, más de un favorecido mancebo viose desdeñado por la señora de sus pensamientos, y hubo en Buenache de la Sierra, durante unos cuantos días, muchos juramentos de amor olvidados, muchas bodas apalabradas sin causa conocida deshechas, grandes disensiones en el seno de las familias, y aun algunas palizas nocturnas con que desfogaban sin duda su mal humor los desesperados, los ofendidos y los celosos.

No era Sancho Gil hombre que desaprovechara tan favorable coyuntura, ni el interés que entre las hijas de Eva había despertado, y con la libertad de trato que engendran las costumbres militares, disparaban al soslayo requiebros a las unas, ojeadas subversivas a las otras, y abrazos a las que se descuidaban o lo fingían, que cada vez iba siendo en número más crecido. De esta suerte estimulaba las nacientes esperanzas y ocultas ilusiones de las muchachas casaderas o no casaderas del pueblo, que forjándose cada día nuevos castillos en el aire, se preguntaban a sus solas con creciente afán y viva complacencia: -¿Quién será la preferida?- Y claro es que todas se contestaban en secreto, de modo que sólo su corazón las oyera: -¡De fijo yo! Sería el primero que se me escapara.

¡Pobres e incautas criaturas! A más de una perdió la esta confianza excesiva en sus propias fuerzas, porque Sancho Gil era diestro en emboscadas y ardides, sabía hurtar el bulto para no caer en las celadas que le tendían las dulces enemigas de su reposo, y como buen cazador, no le agradaba gastar la pólvora en salvas. Bien puede decirse que siempre iba a tiro hecho y pieza segura.

La oscuridad y aislamiento en que Catalina vivía preserváronla por entonces de la especie de vértigo amoroso que parecía haber contagiado a todas las mozas del lugar. Por otra parte, habituada, como estaba desde que la recogió su tía Aldonza, al menosprecio de sus convecinos, tenía la infeliz tan desventajosa opinión de sí misma, que si alguna vez, cediendo a los irresistibles estímulos de la naturaleza, le había aquejado el deseo imperioso de amar, jamás en su abatimiento se juzgó digna de ser amada. ¿Qué sentimiento de compasión y cariño podía inspirar ella, a quien todos rechazaban y aborrecían? ¿Quién había de fijar su atención en un ser tan insignificante, miserable y humillado?

Esto creía de buena fe; pero se engañaba. A pesar de su forzado apartamiento del mundo, Sancho la vio un día en que, sola como de costumbre y a las horas en que las demás jóvenes de su edad no concurrían a la fuente, llenaba su cántaro en el único manantial de agua potable que, no lejos del pueblo, en pintoresca alameda brotaba; y al encontrarse con ella, deslumbróle su incomparable belleza, sintiendo nacer en él no vano y efímero capricho, sino una pasión sincera y profunda. Acercóse a la doncella, tímido y alterado, no obstante su proverbial desenvoltura, y Catalina oyó estremecida, como la hoja en el árbol, las primeras palabras de amor que con balbuciente labio Sancho Gil le dirigía. Aquel lenguaje de fuego, cuya regalada música nunca había resonado en sus oídos, sacudió el corazón de la pobre niña, que estaba paralizado, mas no muerto, haciéndole despertar con el vigor del germen en el surco cuando le penetra el calor del enardeciese la sangre en sus venas; bulleron en su virgen fantasía, como evocados por la varilla de un mágico, mil sueños de ventura, y a medida que el soldado se explicaba, todo se engrandecía y transformaba a los ojos de Catalina, pareciéndola más hospitalaria la tierra, menos cruel su sino y más hermosa la vida. ¿Qué más he de decir? A las pocas horas de haberse conocido aquellas dos almas, hasta entonces tan separadas y extrañas, se comprendieron y se amaron.

No tardó en divulgarse por el pueblo la que podría llamar infausta nueva. Sancho cayó como ídolo vencido del pedestal en que el entusiasmo femenino le había colocado, siendo las mujeres que más le ensalzaron, mientras abrigaron la esperanza de atraerle y fijar su veleidosa atención, las que con más iracundo encono después le zaherían. Tampoco fue más dichosa Catalina, pues la levadura de envidia que contra ella fermentaba de antiguo en los corazones de sus compañeras, se convirtió súbitamente, como se convierte la chispa en hoguera, cuando encuentra combustible y el viento la atiza, en odio envenenado y mortal. Pero ¿qué les importaban a los dos amantes los rencores y murmuraciones del mundo?

Todas las tardes, sobre poco más o menos a la misma hora, encontrábanse a la mitad del camino que desde el lugar conducía a la alameda, donde Sancho esperaba a la elegida de su alma para acompañarla hasta la cercana fuente, llevándola el cántaro; allí se deslizaba para ambos el tiempo sin medida, entretenidos en sabrosas pláticas, y cuando el sol empezaba a trasponer las cumbres comarcanas tornaban al pueblo, ella radiante de felicidad y él cada vez más enamorado y rendido.

Una viejecilla, maliciosa y murmuradora, que pedía limosna a la entrada del lugar, de donde era vecina, refunfuñaba todas las tardes al verlos volver risueños, descuidados y dichosos: – ¡Hum! ¡Milagro será que con tantas ¡idas y venidas el cántaro no se rompa!

Plácidamente transcurrían las horas para los dos amantes, sin que se dieran cuenta de la veloz carrera del tiempo, hasta que al cabo, como sucede siempre, ligera nube empañó el diáfano cielo de sus alegrías. Sin que Sancho Gil pudiera explicarse el motivo, Catalina cayó de pronto en honda e incurable tristeza, cuyos efectos procuraba disimular en vano, porque muchas veces, en medio de las más vivas expansiones de su cariño, arrasábansele de lágrimas los ojos, e inclinaba la frente meditabunda y mustia como flor que se dobla sobre su tallo. Cuantos esfuerzos hizo el suspicaz soldado para averiguar la causa del secreto e improvisto dolor que laceraba el corazón de su novia fueron inútiles; a sus reiteradas indagaciones y pesquisas contestábale siempre negándolo todo y burlándose con forzada risa de las inquietudes de Sancho, que calificaba de locas e infundadas cavilosidades.

¿Es extraño que despertarse en él grandes sospechas y temores la rara tenacidad con que la melancólica doncella pretendía encubrir el misterioso pesar que la abrumaba? ¿Por qué se aflige? ¿Por qué llora?, pensaba Sancho; y no pudiendo hallar satisfactoria respuesta a sus dudas, daba libre rienda a su imaginación, siempre propensa a creer en lo más malo, creyéndose vilmente vendido por la mujer a quien había consagrado la única pasión verdadera de su vida.

Tan angustioso estado no podía prolongarse muchos días, y como era de esperar, estalló al fin el volcán que dormía en el pecho del amante celoso. Una tarde, poco antes de la puesta del sol, Catalina y él, sentados a la vera del fresco manantial, medio escondido entre el espeso ramaje de los fresnos a cuya sombra nacía, seguían con mirada absorta el rápido curso del hilo de plata que, escapándose del remanso, iba a perderse en los más hondo y apartado el valle. Bajo la penosa impresión de sus encontrados pensamientos ambos estaban tristes, abstraídos y mudos, hasta que de improviso, desviando Sancho la vista de la fugitiva corriente y clavándola en su novia, exclamó con voz sorda y ahogada:

-¡Tú me haces traición, Catalina!

-¿Yo? -repuso la joven sorprendida- ¿Qué estás diciendo?

-¡La verdad! -repuso él con mal disimulado enojo-. ¡Basta de engaños y mentiras! ¿No son, por ventura, claras pruebas de tu falsía el hondo abatimiento en que a menudo caes, las lágrimas que viertes, los gemidos que, cuando más contenta finges estar, pugnan por salir atropelladamente de tu seno, y el obstinado silencio en que te encierras, a pesar de mis súplicas? Es en vano, fementida, que niegues tu culpa. ¿Por quién puedes llorar como lloras, sino por algún rival mío, quizás ausente, quizás muerto, mas no olvidado?

Catalina nada contestó; bajó la cabeza y permaneció por breves momentos ensimismada. Notábase que en lo más recóndito de su pecho reñían en aquel instante dura batalla, de un lado el deseo de desvanecer los ofensivos recelos de Sancho, y de otro el espanto que le inspiraba la penosa confesión de un secreto, acaso horrible, hasta entonces con tanto empeño escondido. Resolvióse, por último, a hablar, y fijando con indefinible angustia las humedecidas pupilas en su amante, exclamó haciendo un supremo esfuerzo:

-¡Puesto que lo quieres, sea! Todo lo sabrás, aunque me cueste la vida. Pero antes júrame por la santa memoria de tu madre que a nadie revelarás, ni siquiera en el trance de la muerte, lo que voy a decirte.

– ¡Te lo juro! -dijo Sancho con acento grave y solemne.

-¿Ni al alcalde del lugar? -preguntó Catalina.

-¿Al alcalde? ¡Bah!… -respondió con desdeñosa sonrisa el soldado.

-¡Ni al señor cura! -volvió a preguntar la joven con viva ansiedad.

-¿Pero qué tiene que ver el señor cura con todo esto? -replicó Sancho poniéndose serio, y no poco maravillado de lo que oía.

-¿Es que te arrepientes de tus juramentos? -replicó Catalina impacientándose.

Sancho quedó un punto perplejo sin saber qué decir; rascóse la oreja con aire distraído, y luego, venciendo sus escrúpulos, contestó resueltamente:

-Pues no me vuelvo atrás. ¡Ni al señor cura!

-Entonces acércate y escucha -añadió Catalina en voz baja, no sin mirar azorada e inquieta alrededor suyo, como si temiese ser oída- Desde que vine al pueblo, claro es que llegaron a mi noticia, siquiera fuese vaga y confusamente, los rumores de que mi tía Aldonza tenía hecho pacto con el demonio; pero siempre me resistí a creerlos. Rebelábame hasta hace poco en silencio contra las malévolas acusaciones que se la dirigían, considerándola víctima, como yo, de los chismes y malquerencias del lugar. Nada, por otra parte, había observado en mi tía que justificara la opinión de las gentes: asistía puntualmente conmigo a misa los domingos y demás fiestas de guardar, edificándome con su devoción; íbamos por la tarde al santo rosario; se confesaba a menudo, y era de las beatas que, como dice el sacristán, se llevan todos los días las llaves de la iglesia. Verdad es que constantemente me trataba con despego, como si se gozara en hacerme padecer; pero yo perdonaba la aspereza de su carácter, atribuyéndola, no sólo a las naturales impertinencias de su edad avanzada, sino a lo mucho que debían de haberla agriado las calumnias e injusticias de sus convecinos. Más ¡ay! veinte días hace que ha caído la venda de mis ojos. Llamóme un sábado a su alcoba, donde con gran solemnidad y misterio me confesó que, en efecto, era bruja, pintándome con los más vivos colores las alegrías y placeres que le proporcionaban sus añejas relaciones con el diablo, y proponiéndome que la acompañara aquella misma noche a una de sus sacrílegas rondas. Yo la escuchaba atónita; niégueme horrorizada a seguirla; instó, suplicó, porfió, lloró, pero todo fue en vano, y jamás pudo vencer mi repugnancia. Entonces, vomitando maldiciones y blasfemias, arrojóse sobre mí como enfurecida loba, y arrastrándome por el pelo, me golpeó sin piedad, diciéndome con voz ronca, semejante a un aullido: «¡Ya cambiarás de idea, víbora, ya cambiarás! Satanás, mi señor y dueño, está enamorado de ti, y es forzoso que seas suya. Se lo he prometido, y lo serás, porque yo lo quiero».

-¡Ira de Dios! -exclamó Sancho, poniéndose en pie de un salto, como tigre herido, y echando mano a la empuñadura de su espada.

-Desde aquel instante -prosiguió diciendo Catalina entre mal reprimidos suspiros- mi vida es un continuo tormento. Todos los días con palabras melosas, blandos halagos y tentadoras promesas, procura convencerme, y cuando ve que no puede conseguirlo, se lanza frenética sobre mí, pellizcándome, arañándome y atarazándome con bárbara crueldad.

«¡Mira! -añadió mostrando sus hermosos y redondeados brazos cubiertos de mordiscos, rasguños y cardenales -así está todo mi cuerpo. ¡Y si no fuera más que esto! Pero terribles visiones me persiguen en sueños, y tengo miedo de quedarme dormida. Aparéceseme el diablo bajo distintas formas, y me asedia y me acosa, y me hostiga sin cesar, a veces risueño y a veces sombrío. Lucho con él en las tinieblas, invocando el nombre de la Virgen María y repitiendo las oraciones que aprendí en el convento, hasta que la fatiga me rinde, y entonces, para librarme de las tenaces embestidas del demonio, tengo la precaución, antes de cerrar los ojos, de poner las manos en cruz sobre mi pecho, como si estuviera muerta.

Sancho escuchaba el relato de Catalina lívido y desencajado, conteniendo apenas su cólera, que había llegado al colmo.

-¡Ay de mí! -continuó la infeliz criatura con la elocuencia que da el dolor verdadero-¡Si hay ocasiones en que pienso volverme loca! En medio de la oscuridad veo fantasmas aterradores que me espían con incansable insistencia, y oigo en el silencio de mis noches sin sueño ásperas carcajadas y gritos inarticulados, que parecen decirme: «¡Tú serás mía! ¡Tú serás mía! ¡Tú serás mía!».

Guardó una breve pausa, y exclamó después con la más profunda desesperación, mesándose los cabellos:

-¡Oh, Santa Madre de Dios, consuelo de los afligidos! ¿Qué he hecho yo para ser tan desgraciada?.

Luego, cayendo casi sin sentido a los pies de su conmovido amante, abrazándose a sus rodillas con crispadas manos y volviendo hacia él sus miradas suplicantes y despavoridas, añadió entre lágrimas y sollozos:

-¡Sálvame, Sancho mío, sálvame!

-¡Ira del cielo! ¡Ten ánimo, y no temas, que desde hoy te defiendo yo! -gritó el soldado, levantando a Catalina del suelo-. Porque has de saber que te quiero como jamás mujer alguna ha sido querida, y estoy resuelto a luchar por ti, no sólo con todas las brujas de la tierra habidas y por haber, sino con el cornudo rival que me ha deparado mi mala fortuna. ¿Tienes confianza en mí?

-¿Lo dudas acaso? -respondió Catalina llorando y riendo al mismo tiempo.

-Pues bien -prosiguió el soldado- Pruébamelo. El sábado próximo, cuando tu condenada tía, que mil rayos confundan, acuda, como de costumbre, a su nocturno aquelarre, me abrirás la puerta de tu casa.

-Pero ¿cómo quieres?… -replicó la joven bajando los ojos y poniéndose más encarnada que una cereza.

-Abre, y no tengas cuidado -repuso Sancho sin dejarla acabar la comenzada frase-. Pues juro delante de Dios, que nos ve, hacerte mi mujer al pie de los altares en cuanto salgamos de esta singular aventura.

Catalina, trastornada por la alegría al oír la formal promesa de Sancho, no pudo contenerse, y se precipitó en los brazos del generoso mancebo, que la estrechó violentamente contra su corazón, colmándola de tiernas caricias. En el exceso de su felicidad no vieron en aquel momento a un enorme gato negro, de piel erizada y ojos centelleantes, el cual atravesó de un salto el remanso de la fuente, y fue a esconderse bufando entre los espinos y zarzales que cerraban las heredades vecinas. La noche había extendido ya su estrellado manto sobre el mundo cuando los novios emprendieron apresuradamente la vuelta al pueblo, tomando por un atajo para llegar más pronto. Sentada, como siempre, en el umbral de su miserable casucha estaba la vieja pordiosera, que, al verlos pasar a deshora, cabizbajos y pensativos, farfulló entre dientes, guiñando con maligna intención sus ribeteados y penetrantes ojuelos:

-El cántaro no se ha roto todavía; pero está cascado, y se romperá.

IV

Llegó la esperada noche del sábado. Aún no se habían apagado las últimas vibraciones de la campana que acababa de dar las doce en el reloj del pueblo, cuando Catalina, después de haberse cerciorado de que su tía había tomado el camino del humo para asistir a su conciliábulo semanal, abría con el mayor sigilo la puerta de la casa a su rendido galán, según lo concertado con él días atrás en la fuente.

-¿Voló la bruja? -preguntó Sancho al entrar.

-Hace poco -respondió Catalina trémula y avergonzada al verse sola con su amante.

-Pues guíame a su cuarto -repuso el soldado sin notar su turbación- y búscame al punto la escoba más inútil y vieja que haya en la casa.

-¿Qué piensas hacer? -exclamó la joven maravillada.

-Allá veremos -contestó Sancho, como quien no quiere comprometerse demasiado con la respuesta.

Y esto diciendo, avanzaron por la estrecha y escurridiza escalera, cuyos desiguales peldaños y negras paredes apenas lograba alumbrar la dudosa luz del candil que Catalina resguardaba con el hueco de una mano para que no la apagase el aire, el cual, por las rendijas de ventanas y puertas, sutilmente se colaba.

Subieron, por fin, no sin que Sancho tropezara varias veces, al oscuro y desguarnecido camaranchón donde la tía Aldonza tenía su cama. Consistía ésta en miserable jergón de tela burda, por cuyos agujeros se salía la paja, tendido en medio del cuarto, y sobre el cual veíase arrebujado un raído y mugriento cobertor de lana que había perdido ya, a fuerza de años, sus primitivos colores. La tía Aldonza nunca había consentido que su sobrina entrara sola en aquella especie de antro en que dormía, ni siquiera para limpiar las telarañas, que amplia y holgadamente colgaban del techo como las mallas de espesa red. Ni mesa, ni banquillo, ni arcón, ni anafre había en aquella desmantelada estancia, cuya desnudez daba frío, como no fuese otro candil, que pendiente de un clavo, despedía a intervalos sus últimas y vacilantes llamaradas

-¡Valiente leonera! -dijo Sancho, pasando la vista en torno suyo.

Y después, volviéndose hacia Catalina, añadió:

-Anda, hija, anda, y tráeme la escoba que te he pedido.

No bien estuvo solo, descolgó el candil, atizó su amortiguado pábilo, miró a un lado y otro, como quien busca algo que no encuentra, paróse a meditar un instante, y exclamó después lleno de confusiones:

-¿Dónde tendrá la vieja sus maldecidos untos? ¡Ah, necio de mí! -dijo de pronto, dándose una palmada en la frente- o se los ha llevado consigo, lo cual no es probable, o están guardados en el jergón.

Dobló, al decir esto, la rodilla en tierra, y alzando el candil para alumbrar de lleno el campo de sus maniobras, empezó a palpar en la paja, casi deshecha en menudas briznas, hasta que tropezó con un cuerpo duro y compacto que en una de las puntas del jergón estaba oculto.

_¡Helo aquí! -gritó alegremente como si se hubiera hallado un tesoro; y metiendo el brazo por los desgarrones de la tela, sacó un sucio lío de trapos de distintos tiempos, clases, procedencias y colores. Deshizole luego pingajo por pingajo, no sin mal disimulada repugnancia, y descubrió al fin en las entrañas del hediondo envoltorio una desportillada jícara, tapada con papel de estraza, en la misma forma usada por los boticarios. Rompió aceleradamente el papel para examinar a sus anchas el nauseabundo ungüento que el tarro contenía, y dijo al verlo, echándose hacia atrás casi desvanecido: -¡Uf, qué asco! si hiede a sepultura.

Pero reponiéndose enseguida de la desagradable impresión que el diabólico unto había producido en su olfato, guardó cuidadosamente jícara y trapos del jergón, temeroso sin duda de que Catalina le sorprendiera y tratara de impedir la realización del plan que había concebido, si llegaba a enterarse de él. Seguro ya por esta parte de no ser descubierto, y mientras su novia llegaba, púsose a dar vueltas como león enjaulado por el reducido zaquizamí, y poco a poco, arrastrado por la impetuosa corriente de sus ideas, comenzó a hablar solo, distraído y sin saber lo que se hacía.

-Vamos a cuentas, Sancho amigo -decía paseándose- y piensa bien cómo saldrás del apretado lance en que te has metido. Quizás sería mejor y más acertado que dieses cuenta a la Santa Inquisición de lo que aquí pasa; pero has jurado callar, y un hombre como tú no vuelve tan aína sobre un juramento libremente y con plena voluntad prestado. Ahora bien; ¿puedes consentir, como español y como católico, que el demonio te birle la novia y se lleve un alma cristiana al infierno? Eso no ¡voto a bríos! aunque pierdas la vida; y puesto que no hay otro camino que este que has imaginado para salvar a Catalina de las garras de su astuto perseguidor, y la quieres bien, y no puedes contar con humano auxilio, sopena de vender un secreto que has prometido guardar, y la farandulera de la bruja anda en tratos para entregar a Satanás lo que no es suyo, ¡adelante! y salga el sol por Antequera, que dispuesto estoy a habérmelas, si Dios me favorece, como espero, con el mismísimo Satanás en persona. Contra sus malas artes tengo yo mi fe, y contra sus cuernos, mi espada.

En esto entró de vuelta Catalina, impaciente por saber para qué necesitaba Sancho en aquella ocasión la escoba que con tanta insistencia le había pedido, y que, en efecto, le traía. Pero el soldado, firme en su propósito, no satisfizo la curiosidad de su novia; antes bien, dirigiéndose a la joven con tono de autoridad, puso término a sus reiteradas preguntas, súplicas y lamentos, diciendo:

-Basta de lloriqueos. Si, como dices, tienes confianza en mí, no pretendas conocer lo que no he de contarte, así me trague la tierra, hasta que haya salido airoso de mi empeño. Sólo te encargo y exijo que a nadie reveles nada de cuanto aquí suceda, ni te asustes si ves que desaparezco, como tu tía, sin saber por dónde, ni dudes de mi cariño si observas que tardo en volver, porque, pese a quien pese, tuyo he de ser en esta vida y en la otra. Por lo demás, ten como cosa cierta que con el auxilio de Dios he de librarte para siempre de las asechanzas del diablo; aunque por si acaso, bueno será que no te descuides, porque el demonio hila delgado, es muy travieso, y muy capaz de hacernos en un abrir y cerrar los ojos la más mala pasada del mundo. Conque, prenda mía, ya que sabes lo que puedes saber, dame un abrazo y vete.

La joven, acongojada y recelosa, quiso replicar; pero Sancho, cubriendo su frente de apasionados besos, empujóla fuera del cuarto, a pesar de la resistencia que ella, deshecha en lágrimas, oponía, y exclamó con voz solemne al cerrar tras de su amada la puerta de la habitación:

-Catalina, no lo olvides: ¡reza por ti y por mí, y confía, que pronto nos veremos!

Después, cuando se halló otra vez solo, volvió a sacar de debajo del jergón la inmunda jícara, examinó con delectación la templada hoja de su espada de Toledo, que aquella misma tarde tuvo la feliz idea de rociar con agua bendita, y encomendándose a Dios con toda su alma se dispuso a emprender su extraordinaria y arriesgada expedición en busca del diablo.

La noche, hasta entonces clara y serena, se había tornado lóbrega y tormentosa; densos nubarrones cubrían el cielo, y empezaron a oírse distantes y confusos los bramidos del viento que sacudía los pinos seculares y azotaba las rocas de la vecina sierra. Sancho, ocupado en hacer sus aprestos de viaje, no levantó una sola vez la cabeza, ni se le ocurrió siquiera mirar el espacio al través del estrecho tragaluz por donde recibía el aire el infecto chiribitil de la bruja, porque si lo hubiera hecho, habría visto asomado al agujero y fijo en él con sarcástica risa el más horrendo rostro que en enferma imaginación puede engendrar la calentura. Era aquel rostro anguloso, cetrino, duro, y aunque aisladamente consideradas sus facciones aparecían regulares, casi podía decirse que hermosas, el conjunto resultaba tan monstruoso, que no podía mirársele sin espanto. Sus ojos profundos como el mar y como él tempestuosos, fulguraban de vez en cuando del mismo modo que las olas sacudidas por el remo de las noches de verano. Su nariz prominente y encorvada daba sombra a unos labios delgados, reprimidos y burlones, en los cuales erraba la sonrisa a la vez más irónica, doliente y amenazadora que hombre nacido de mujer ha visto ni verá. Negras, abundantes y crespas guedejas, enmarañadas como selva virgen, por donde, a semejanza de sierpes de fuego, circulaban ensortijándose con rápido movimiento extrañas fosforescencias, coronaban la alta y espaciosa frente, llena de pensamientos sombríos, de la siniestra visión que con tan vivo interés atisbaba desde fuera todo cuanto Sancho Gil hacía. A medida que éste adelantaba en sus preparativos, el fantasma se frotaba alegremente las manos, de las cuales saltaban chispas, y su odiosa fisonomía, donde todas las malas pasiones desbocadas y sueltas parecían haber estampado su huella, se animaba con un gesto, que sin ningún género de duda quería decir: -¡Diviértete en hora buena, malsín, que ya me las pagarás todas juntas!

Llegó el momento decisivo. Ungió Sancho algunas partes de su cuerpo con el unto infernal, aseguróse la espada, y montando en el palo de la escoba que Catalina le había traído, salió de improviso por el tragaluz, disparado como una flecha. La sacudida que sufrió al elevarse fue tan violenta y hasta cierto punto tan inesperada, que casi le privó del conocimiento; asióse a la escoba con el afán del jinete que habiendo perdido los estribos y la silla se abraza al cuello de su indómita cabalgadura, cerró los ojos medio trastornado, y se dejó llevar al través del espacio, diciendo para sus adentros: -¡Mal empieza la jornada! ¿A que todavía me rompo la crisma?

V

Pero ¡oh extraño prodigio! No bien acababa de salir Sancho por el angosto tragaluz con el ímpetu de que he hablado, cuando por el mismo respiradero penetró en el camaranchón de la bruja una humareda densa, que como niebla opaca envolvió y oscureció momentáneamente la moribunda luz del candil. Poco a poco el negro vapor que se había esparcido por toda la estancia fue reconcentrándose en un punto, y del fondo de aquella espesa aglomeración de humo empezaron a destacarse gradualmente los indecisos contornos de un ser humano, hasta que clara y distinta apareció al cabo de algunos segundos la marcial y arrogante figura de Sancho Gil. Pero, ¿cómo se encontraba allí? ¿Cuándo y por dónde había vuelto? ¿Por qué arte misterioso hallábase otra vez en aquel lugar, calzado, vestido como estaba antes de que emprendiera su aérea peregrinación, tan de improviso interrumpida? ¿Qué significaba la nube de humo de cuyo seno había salido? Y no podía abrigarse sobre la realidad de su presencia la menor duda; él era: aquél era su rostro, aquél su gallardo continente, aquél su militar arreo, aquél su bien templado acero, en que tanta confianza tenía, hasta para habérselas con el diablo. Más ¿cómo había negado? ¿Quién le había traído?

La proverbial perspicacia del curioso lector habrá comprendido el secreto de esta súbita aparición, si no ha olvidado, como creo, la medrosa catadura de aquel sobrenatural personaje que a través del tragaluz había estado observando hasta el último instante, con mal reprimido regocijo, los preparativos de marcha de Sancho, y sin necesidad de que yo me esfuerce en contárselo menudamente, se pondrá de seguro al tanto de todo. Es el caso, que el diablo, ofendido de la treta con que el soldado aventurero le amagaba, había resuelto tomar de él amplia venganza y cumplido desquite. Para lo cual, mientras el temerario mozo iba por los aires en busca suya, Satanás, revistiendo la forma corpórea de su enemigo, trataba, con la más perversa intención que puede caber en demonio resentido, de escamotearle a mansalva la novia, y se relamía de gusto el muy taimado ante la golosa perspectiva de matar dos pájaros de un golpe; o hablado sin rodeos, ante la idea de manchar con engaño el virginal candor de Catalina y hacer una morisqueta de los infiernos a su atrevido, pero imprevisor rival. Quería dar, como vulgarmente se dice al maestro, cuchillada.

Refocilándose de antemano con la certeza del éxito, descendió con paso firme los peldaños de la empinada escalera por donde se llegaba desde el chiribitil de la bruja hasta la alcoba de Catalina, situada en el piso bajo de la casa. La puerta del cuarto, en que la joven se recogía durante la noche, se abrió por sí sola delante de él, obediente y sin ruido; acercóse Satanás de puntillas, asomando maliciosamente la cabeza paraoliscar, sin ser visto, lo que pasaba dentro; pero de pronto retrocedió azorado y tembloroso: descompúsose su fisonomía, empezó a dar diente con diente, y volviéndose de espaldas a la alcoba, quedó por algunos momentos como petrificado. ¿Qué había visto, que así le imponía? Había visto a Catalina orando arrodillada, con la expresión de la fe más viva y del dolor más intenso, a los pies de un tosco crucifijo de Madera que en días más bonancibles y serenos le había regalado su tía, la bienaventurada monja de Cuenca como único escudo contra las tribulaciones de la vida. Oraba por el hombre a quien tiernamente prefería, tal vez expuesto en aquella hora a los mayores riesgos, y al orar por él, rezaba también por sí misma, que había cifrado en el amor de Sancho su única esperanza.

El diablo, todo desconcertado y confuso, fue retirándose por el mismo camino que había traído hasta el primer tramo de la escalera, donde él recodo que la pared formaba se interponía entre él y la religiosa escena que había excitado su terror. Permaneció en aquel lugar, siempre vuelto de espaldas a la alcoba de Catalina, todo el tiempo necesario para recobrar la calma que había perdido, y luego, haciendo un esfuerzo desesperado, exclamó con voz doliente y compungida:

-¡Catalina, bien mío, ven! ¡Ven pronto!

La joven se levantó entre sobresaltada y sorprendida, creyendo haber oído la voz de Sancho. Detuvose suspensa, prestó de nuevo atención, queriendo ahogar, para no perder el rumor más leve, hasta los acelerados latidos de su corazón, y esperó en silencio. Poco después, la misma voz quejumbrosa, que reconoció ya por la de su amante, volvió a decirla con tono melifluo y blando:

-¡Catalina, bien mío, ven! ¡Te espero!

No dudó más. Subió ligera y ágil la pendiente escalera, y entró rebosando de alegría en el cuchitril de la tía Aldonza, donde el diablo, repuesto por completo de su anterior susto, esperábala confiado y risueño, bajo la mentida apariencia de Sancho.

-¡Loado sea el Señor! -dijo la enamorada doncella, no sin que su maligno interlocutor hiciera al oírla un mohín de enojo. -¡Loado sea el Señor, que te ha apartado, Sancho mío, de tus malos propósitos y vanas tentativas!

-¿Qué es apartar? -replicó el diablo copiando fielmente, no sólo las inflexiones de voz, sino el gesto provocativo y hasta el ademán determinado de su rival. -¿Por ventura, cuando acometo una empresa, soy hombre de cejar en ella sin más ni más- No me conoces. En seguimiento de mi enemigo iré aunque sea al fondo mismo del infierno; pero como el viaje puede ser azaroso y quizás largo quiero, vida de mi vida, despedirme solemnemente de ti.

Y antes de que la descuidada niña pudiera defenderse de la imprevista acometida, atrájola arrebatadamente hacia sí, estrechóle con frenesí amoroso entre sus brazos membrudos e imprimió en los castos labios de Catalina un ósculo frío como el soplo de la muerte. Al contacto glacial de aquel beso, la joven sintió circular por sus venas devoradora llama y ascender tumultuosamente desde su corazón a su cerebro, como sube el fuego desde el fondo hasta la boca del cráter, oleadas de deseos abrasadores que nunca, hasta entonces, había conocido. Convulsa, extraviada, loca, con las mejillas encendidas, los labios trémulos y la mirada incierta, dejóse aprisionar por el diablo, el cual, fascinándola con sus ardientes pupilas en que hervían los más groseros y desordenados apetitos, presenciaba como en triunfo los últimos sacudimientos de aquella virtud agonizante, próxima a sucumbir en tan terrible lucha, no por la torpeza del alma, sino por la insidiosa rebelión de los sentidos. Ya el enemigo malo, redoblando sus torpes caricias, se gozaba con la idea de su fácil victoria, cuando la desdichada virgen pudo escaparse, no sin violencia, de los libidinosos brazos que la apretaban a modo de férreas tenazas y postrándose de rodillas a los pies de su tentador, balbuceó trastornada, haciendo con el pulgar y el índice de la mano derecha la señal de la cruz:

– Jura, jura otra vez por este bendito signo que serás mi esposo!

Satanás dio un rugido de cólera. La ira y el miedo se retrataron de nuevo en su semblante desencajado; erizósele el cabello, saltábansele los ojos de las órbitas, y como si le ofuscara irresistible resplandor, cubrióse el rostro con las manos marchando hacia atrás con paso vacilante e inseguro. Un rayo de la luz del cielo penetró entonces en el alma de Catalina: todo lo comprendió; la causa del febril ardor que la consumía, la aviesa intención del diablo, el disfraz con oque éste se había presentado, el peligro que la amenazaba; y sacando fuerzas de su propia debilidad, avanzó valerosamente hacia el demonio, que seguía retrocediendo amedrentado, como acometido de atroces dolores, mostrándole siempre el sagrado símbolo de la humana redención:

-¡Ah, maldito, maldito! -exclamó al reconocerle, con voz penetrante y fría como el filo de una espada- Has querido vencerme a traición; pero la piedad de Dios me ha salvado. ¡Ya no te temo!

-Aparta de mi vista esa cruz -dijo el diablo con acento sumiso- y te daré cuanto quieras.

-¿Qué has de darme tú, réprobo? -repuso Catalina llena de santa indignación- y ¿qué he de recibir yo de tus manos impuras? Ni la gloria recibiría, si pudieras dármela, que no puedes, ¡serpiente inmunda y venenosa!

-¡Te acordarás de mí -refunfuñó el diablo lanzando a Catalina una mirada Oblicua, tan cobarde como rencorosa.

-¡Ah! ¿Me amenazas? -replicó la joven cada vez más poseída del espíritu de Dios acorralando audazmente a su enemigo-. ¿Y qué me importa? Escudada por esta cruz, yo, flaca y mísera mujer, te desprecio; pero despreciarte es poco: te abofeteo y te escupo.

Y al pronunciar estas enérgicas palabras, puso la mano y la saliva en la descompuesta cara de Satanás, que cayó presto de horribles convulsiones, a las plantas de la inspirada doncella.

-¡Ten compasión de mí! -gimió arrastrándose y retrocediendo por el suelo como culebra quebrantada- Aleja de mis ojos ese signo que me quema.

-¡No, no! ?repuso Catalina en el paroxismo de su sentimiento religioso, poniendo atrevidamente el pie en la cabeza del demonio. Clavó después en el cielo sus ojos purísimos, en los que resplandecía la fe más acendrada, y dijo con voz vibrante y fervorosa-: ¡Oh, Jesús mío, dadme fuerzas para aplastar la frente de este aborto del infierno! Yo vivía triste, pero tranquila, y ha emponzoñado mis días y mis noches, y ha manchado la imagen de mi amor, tomando, para seducirme, la forma del hombre que reina en mi corazón y ha pretendido robarme con engaño la pureza del cuerpo y del alma, y me persigue sin descanso, y me martiriza sin piedad… ¿Por qué he de tenerla de ti? -gritó revolviéndose iracunda contra el ángel caído-. ¡Ah, si en mi mano estuviera, y la inmortalidad no fuese para ti el mayor y el más insoportable de los castigos, cien y cien veces te arrancaría la vida!

El diablo, conociendo su impotencia para luchar en aquel momento, habíase quedado silencioso, rígido y paralizado, con el rostro pegado a la tierra para no ver la cruz salvadora que Catalina agitaba sobre él con febril exaltación. Así hubiera permanecido largo rato, como lobo cogido en la trampa, cuando ha agotado en estériles esfuerzos su vigor muscular y comprende que la fuga es imposible, si pasada la excitación nerviosa que hasta entonces la había sostenido, Catalina no hubiera sentido los primeros amagos de la natural postración con que termina siempre todo extraordinario sacudimiento del cuerpo o del alma. No es que decayera su voluntad; pero conoció que sus fuerzas desfallecían; irresistible pesadez gravitaba sobre sus párpados, que se cerraban a pesar suyo, zumbábanla los oídos, y sintiéndose a punto de caer desvanecida, tendió ambas manos hacia adelante por un movimiento instintivo, como el del ciego que no sabiendo dónde fija el pie, teme hundirse de pronto en desconocida sima. Satanás, aprovechando la ocasión, irguióse altanero y sombrío; fulminó contra Catalina la más vengativa y feroz de sus miradas de fuego; hizo retemblar la casa con una carcajada estentórea, parecida a un trueno prolongado, y escapándose por el tragaluz como fugaz centella, gritó, rechinando los dientes de rabia: -¡Ah, traidora y vil criatura! Me has humillado; pero no gozarás de tu triunfo. Nada puedo contra ti; mas Sancho, a quien amas con el amor de que se muere, está en mi poder. ¡Es mío, y no le verás más!

Pálida, confundida y sin aliento apenas, la infeliz Catalina, dominada por tan encontrados afectos, cayó desplomada como una muerta, exhalando imperceptible gemido, y su hermosa cabeza rebotó con sordo golpe, haciéndose sangre al chocar contra los ladrillos del pavimento.

vi

¿Qué era, entre tanto, de Sancho Gil? Jadeante y trastornado, seguía surcando el espacio a impulsos de la fuerza misteriosa que le arrebataba, haciendo ejercicios difíciles para guardar el necesario equilibrio y sostenerse firme en el escurridizo palo de escoba que le servía de único punto de apoyo en los aires.

Después de algunos instantes de mortal incertidumbre, que le parecieron siglos, recobró al cabo la serenidad perdida. Miró en torno suyo y nada vio; la oscuridad era profunda, intensa, impenetrable como la del sepulcro. Poco a poco, sin embargo, sus ojos fueron acostumbrándose a las tinieblas, y aunque confusamente, creyó distinguir al lado, delante y detrás de él, cerrados escuadrones de brujas, duendes, trasgos, gnomos y endriagos, todos de formas grotescas, caprichosas u horribles, cuya negrura resaltaba del fondo mismo de la sombra, al través de la cual alborotadamente le seguían.

El valor de mi héroe rayaba en temeridad; pero estaba acostumbrado a reñir con los hombres y no con los espíritus infernales. A pesar de la decisión con que acometió esta empresa, su ánimo empezaba a flaquear, y mucho más al sentir que bajo la presión de sus temblorosas piernas, la escoba en que iba montado se convertía, con acompasados sacudimientos, en alígero y formidable dragón.

Cediendo a un impulso puramente instintivo, como el que muchas veces precipita a los hombres en los mismos peligros que quieren evitar, Sancho, ciego y fuera de sí, quiso arrojarse a tierra desde su escamosa cabalgadura; pero al intentarlo, notó horripilado que sujetaba sus pies viviente y animado nudo. Era una culebra que, apretando lenta y suavemente sus flexibles anillos, subió enroscándose por el cuerpo del pobre soldado hasta poner su cabeza achatada al nivel de la de su víctima y fascinarle con sus pupilas inmóviles y vidriosas. Para colmo de horror resonó entonces ronca y estridente carcajada, que repetida por eco interminable, crecía y crecía confundiéndose con el estrépito de una catarata, cuya rauda corriente aumentara sin cesar. ¿Qué ser extraordinario, fuera de toda medida humana, era aquel que con su risa bronca y destemplada hacía retumbar la tierra y el cielo? Sancho no sabía lo que significaba este inesperado estruendo, -ni cómo había de figurarse, ignorando lo acontecido, que fuese la carcajada siniestra y feroz con que en aquel mismo momento Satanás se despedía de Catalina, huyendo de ella abofeteado y escarnecido.

Aún no había vuelto de su asombro cuando le pareció que los ojos del dragón se inflamaban, y a la tibia claridad que esparcían, muy semejante a la que despide el primer albor de la mañana, Sancho pudo ver, como a través de blanca neblina, el medroso pandemónium que en su violentísima carrera le acompañaba, o más bien, le envolvía. Desde el punto que ocupaba, hasta donde podía alcanzar la vista por la estela fosforescente que el dragón dejaba en pos de sí y por el espacio que con el indeciso fulgor de sus ojos iluminaba ante él, divisábanse innúmeros enjambres de espectros bulliciosos, que con celeridad pasmosa iban, venían, avanzaban, retrocedían y volteaban, saltando y zambulléndose alternativamente en la sombra aglomerada encima y debajo de ellos, como en días serenos saltan y se zambullen los peces en el mar. Jinete en negro corcel, cubierto con largas gualdrapas rojas festoneadas de plata, iba delante, rompiendo la marcha a guisa de postillón, un diablo pigmeo y lisiado, que chasqueaba, en vez de fusta, ondulante relámpago, con el cual cortaba a intervalos la lóbrega inmensidad del cielo. Miríadas de híbridos engendros, larvas gigantescas, enanos inverosímiles con cabeza de mujer y garras de grifo, murciélagos colosales, ídolos gibosos, panzudos o informes de la India, del Egipto y de América, dioses arrojados del Olimpo griego, sin patria, ni hogar, ni templo, ni culto, se deslizaban mudos y precipitados, haciendo extrañas muecas y contorsiones por el espacio sin límites. Allí, en indefinible mezcla y turbulento oleaje, atropellábanse con irresistible ímpetu, como impelidos por viento tempestuoso, los duendes domésticos menudos, contrahechos y fisgones; los demonios de un orden superior, en cuyas frentes contraídas no se había aún borrado el sello de su primitiva grandeza; las brujas desnudas, secas como momias, cabalgando en machos cabríos o navegando por los aires en rotos cedazos; las antiguas ninfas envejecidas y harapientas, lanzadas, Por el espíritu de Dios, de los bosques, ríos, fuentes y florestas que antes animaron con su hermosura; los ya caducos e inválidos sátiros; las furias desgreñadas, pero impotentes, y, para decirlo de una vez, todos cuantos entes sobrenaturales, maléficos y monstruosos han soñado o entrevisto la conciencia humana en sus insomnios de desesperación, de locura o de espanto. Y como si tan espeluznante espectáculo no bastara por sí solo para transformar el cerebro mejor organizado, el vertiginoso movimiento de rotación con que avanzaban estas legiones fantásticas acrecentaba las angustias de Sancho, que atónito y mareado, cerraba los ojos para no ver los prodigios y horrores de aquella noche sin fin, en cuyo seno tenebroso parecía haberse volcado todo el infierno.

Arrebatado por aquel torbellino viviente a lomos del dragón cuyo rápido curso no le era dable reprimir ni contener, y prisionero de guerra de Satanás y de sus turbas réprobas, tuvo miedo y tembló, que hombre era, sometido, como todos, a las debilidades y miserias de la flaca naturaleza mortal. Sobrecogido de terror,quiso buscar la protección divina, invocando el sagrado nombre de Jesús; pero la lengua se le pegó al paladar, y no pudo articular palabra. Entonces pretendió recordar mentalmente las piadosas oraciones que había aprendido de niño en el regazo materno; mas su entendimiento y su memoria se habían entumecido, y no acertó a coordinar ni una plegaria, ni una idea. Por último, intentó hacer con las manos la señal de la cruz, y sus miembros no le obedecieron, no sólo porque la voluntad estaba en él completamente anonadada, sino porque se lo impedían las fuertes ligaduras del reptil asqueroso que le rodeaba el cuerpo como pesada cadena, mirándole siempre de hito en hito.

En este indescriptible estado de desvanecimiento e inercia moral, cruzaba el espacio infinito a la ventura, sin que pudiese siquiera darse cuenta, pues había perdido la medida del tiempo, de lo que duraba su tremenda expedición. Larga sin embargo, debía de ser ya, y grande la extensión recorrida, porque si bien la densaoscuridad que limitaba por todas partes aquella ronda diabólica no le permitía descubrir nada más allá de la línea vagamente iluminada en cuyo centro se movía, el sordo rugido de las olas y los acres efluvios salinos que hasta él subían, no le dejaban la menor duda acerca de su paso frecuente por encima de los mares, ora sosegados, ora borrascosos. Además, la alternada sucesión de distintas temperaturas, desde el frío glacial de los polos hasta el calor asfixiante de las zonas tropicales, hacíale comprender, a pesar de su aturdimiento, que su peligrosa peregrinación podía quizás no tener término conocido, y hasta recelaba si estaría condenado, como alma errante, a girar eternamente y sin reposo alrededor de la tierra.

Equivocábase, sin embargo, en sus cálculos y temores, porque cuando más lejos creía estar del mundo, cayeron de improviso, él y su infernal acompañamiento, sobre una vasta planicie inculta, que cerraba por todas partes, en forma de anfiteatro, larga cadena de montañas. Al tocar en tierra, deshízose como columnade humo dispersado por el aire el dragón que le había traído, y la inmunda culebra que le atormentaba, desprendiéndose de él, se arrastró velozmente por el suelo hasta ocultarse entre unos jarales próximos. Sancho quedó, pues, de pie, libre y suelto en medio de los espectros que le habían seguido, los cuales a la sazón, con desaforada gritería, brincaban y corrían frenéticamente en direcciones opuestas, alumbrados por la pálida luz de la luna. Pero cuando mayores eran la algazara y el tumulto, una voz tonante impuso a todos orden y silencio.

Alzábase en mitad de la explanada, a manera de dolmen, un grupo aislado de peñas graníticas, donde Satanás, apenas hubo restablecido la disciplina de sus huestes, se sentó imponente y cejijunto, envuelto en negra y flotante túnica, por debajo de la cual asomaban sus enormes pezuñas hendidas. Su estatura era gigantesca, su frente despejada, su mirada dominadora, y había en su expresión indefinible algo querecordaba, no sólo su origen excelso, sino la antigua majestad de su celeste jerarquía, que había degradado, pero no perdido. A un gesto suyo todos los demonios mayores y menores, ídolos, brujas, duendes, trasgos y monstruos le hicieron reverencia y se postraron ante él humildemente, menos Sancho, que permaneció erguido, a pesar del invencible pavor que le sobrecogía.

-¡Adórame, esclavo! -gritó Satanás enfurecido, con acento agudo y penetrante como el silbido de una serpiente.

Sancho nada contestó; pero ni inclinó la cabeza, ni dobló la rodilla.

-¿Te resistes y me desafías? -continuó el diablo rugiendo de cólera ante la actitud firme del soldado-. Pues yo abatiré tu soberbia. ¡No hay salvación para ti! ¡Oíd! -clamó encarándose con sus turbas sumisas, que atentamente le escuchaban, y paseando por ellas sus miradas avasalladoras: -Este gusano vil de la tierra se ha interpuesto en mi camino, despertando el amor de la púdica virgen que guardaba yo para mi deleite y para escarnio de los cielos. Por él la animosa doncella me ha despreciado; por él ha puesto su mano en mi mejilla y su pie en mi frente, ¡por él me ha vencido!

Estas palabras de Satanás produjeron prolongado murmullo de indignación y asombro entre la muchedumbre maldita que le obedecía y adoraba. Acallóla con ademán imperioso, y prosiguió diciendo:

-Pero, no contento con el mal que me ha causado, este miserable siervo ha querido profanar nuestros ritos misteriosos, sorprender nuestras ceremonias ocultas y medir sus fuerzas conmigo de igual a igual en abierta y campal batalla ¿No es cierto que debe morir?

-¡Sí, sí! -gritaron todos, agitándose furiosos como las olas del mar alterado-. ¡Debe morir!

-Pero con muerte espantosa como la que he padecido por su culpa -añadió con voz chillona un carbonizado esqueleto de mujer que, abriéndose paso por entre la apretada multitud, avanzó hacia Sancho, desafiándole con sus puños crispados y fijando en él las vacías cuencas de sus ojos? Por él me tostaron viva. ¡A la hoguera con él!

-¡A la hoguera con él! -aullaron los fantasmas con feroz alegría.

Sancho creía haber oído en alguna parte la voz de aquel vengativo esqueleto; pero no recordaba dónde.

-¡A la hoguera, a la hoguera con él! -volvió a repetir el condenado coro-¡Venguemos a nuestro dueño y señor, y a la maestra Aldonza!

-¡Calla, es verdad! -dijo el soldado para sí, no poco sorprendido. -La tía Aldonza es; más ¿cuándo y dónde la han achicharrado?

En esto, a una señal de Satanás, algunos duendes malignos, tan diminutos que apenas levantaban dos palmos del suelo, se escurrieron ágiles y sutiles por entre los pocos intersticios y huecos que el apiñado concurso dejaba expeditos, y ganando de un salto la sierra inmediata, volvieron enseguida arrastrando cada cual con fuerza prodigiosa un corpulento pino. Formaron con los troncos elevada pira en menos tiempo del que es menester para contarlo; prendiéronla fuego y echándose de bruces alrededor de ella, soplaron con tal ímpetu, que la llama rugiente y ondulante subió entre negros remolinos de humo hasta tocar en las nubes.

Pronto la voraz hoguera, semejante al incendio de un monte, iluminó con su resplandor rojizo el pavoroso cuadro, y entonces la legión de espectros que había presenciado inmóvil y muda estos preparativos, se abalanzó dando feroces alaridos sobre el pobre Sancho. En aquel apurado trance, el instinto de la propia conservación se sobrepuso en él a los desfallecimientos del miedo, y desenvainando la espada empezó con desesperada furia a repartir tajos y mandobles a diestro y siniestro. Pero sus repetidos golpes sólo hendían el aire, porque nada valían contra aquellos impalpables enemigos, que le acosaban sin temor estrechando cada vez más el círculo de hierro dentro del cual tan fiera como inútilmente el infeliz soldado se revolvía. Su vigor se agotaba en esta lucha estéril; rendíale la fatiga, copioso sudor frío bañaba su cuerpo, agolpábasele la sangre al corazón, y sentía que le faltaba tierra donde poner el pie; pero a pesar de todo, se defendía sin descanso, blandiendo a un lado y a otro su impotente acero. Desencajado y rígido, cedió al fin, abrumado por el número; cien brazos fornidos cayeron a la vez sobre él, haciendo presa, y en aquel mismo instante un inmenso grito de jubilo resonó en el espacio y voló repetido de cumbre en cumbre: -¡Ya está cogido! ¡Ya es nuestro!

Parecía perdido sin remedio; pero sacudiéndose con violencia desesperada logró desasirse de las manos que le oprimían y arrastraban hacia la hoguera. Libre por un momento, hincó la espada en tierra, sin que pudieran impedírselo; prosternóse fervorosamente ante la cruz de la empuñadura, y clavando en ella su mirada atónita, exclamó con acento en que gemían todos los dolores humanos: – ¡Oh, Jesús mío, ampárame!

Al pronunciar Sancho este nombre bendito, el vasto erial, donde tan extraordinarios sucesos acontecían, quedó, como por ensalmo, desierto y silencioso. Todo desapareció; el diablo, su abigarrada corte, la colosal hoguera, hasta el montón de peñas en que Satanás se había sentado como en un trono.

Vencido por las fuertes emociones que durante aquella tremenda noche le habían atormentado, Sancho rompió en desgarradores sollozos y perdió el sentido.

Cuando volvió de su desmayo, comenzaba a clarear el día. incorporóse pesadamente, tendió en torno suyo la vista y reconoció, no sin extrañeza, el sitio en que se hallaba, el cual era un páramo que a corta distancia de Buenache de la Sierra se extendía.

Algún tanto repuesto, enderezó sus pasos hacia el pueblo; pero estaba tan postrado, que tardó más de dos horas en recorrer un trayecto que en otra ocasión habría andado en veinticinco minutos, y aun así viose forzado varias veces a sentarse en los ribazos del camino. Llegó, por fin, al lugar, desesperado y rendido, llamándole la atención, por cierto, los notables cambios que observaba en calles y casas, de los cuales se había absolutamente olvidado, si es que antes reparó en ellos alguna vez, de lo que no estaba seguro. -¡Ay de mí! -dijo melancólicamente-; tendré que dar todavía gracias al cielo, si las estupendas aventuras que me han sucedido no me han hecho perder más que la memoria.

Dirigióse, sin detenerse en parte alguna, a la antigua vivienda del sacristán Diego Ortega, que era uno de sus más íntimos compinches, y aun algo pariente suyo. No dejaron de producirle alguna impresión la viva curiosidad, casi el asombro, que despertaba en cuantas personas, jóvenes o viejas, encontraba a su paso, y la coincidencia, verdaderamente rara en un pueblo pequeño, de que, hasta entonces, ni él hubiera conocido a nadie, ni nadie le hubiera conocido.

Llegó, pensando en esto, a la casa de su amigo Ortega; llamó, y una moza bien parecida, de poco más de veinte años, salió cantando alegremente a abrir la puerta.

-Debo haberme equivocado -exclamó Sancho con un metal de voz que a él mismo le causó extrañeza, y admirándose de no conocer tampoco a la muchacha que le recibío.- ¿No vive aquí Diego Ortega?

-Aquí vivía -respondió la joven mirándole como embobada-; pero murió hace más de treinta años, mucho antes de que yo naciera.

-¡No puede ser! -replicó gravemente Sancho.

-¡Bah! -repuso la moza riéndose en las barbas del soldado-. ¿Si querrá vuesa merced saber en esto más que yo, que soy la nieta del señor Diego Ortega?

Sancho quedó pensativo y guardó silencio, sin comprender bien lo que le pasaba ni lo que oía. Levantó después la cabeza, y dijo a la joven, que seguía examinándole de reojo:

-Estoy muerto de fatiga. ¿Me consientes, hija, reposar un momento en el umbral de la puerta?

-Entre vuesa merced -respondió la muchacha- que en casa, a Dios gracias, tienen mis padres donde descanse con menos molestia que en la dura piedra, y pueda tomar, si gusta, una loncha de jamón y un vaso de buen vino.

Aceptó Sancho, y penetró en la habitación, que estaba muy variada de como en otros tiempos la había dejado. Deseoso de salir cuando antes de duda, avanzó, rechazando el banquillo que la joven afablemente le ofrecía, hasta una antigua cornucopia, colgada en el centro de la pared, como el mejor adorno de la sala, y al mirarse en ella retrocedió estupefacto. La imagen que el espejo reflejaba no era la suya, sino la de un viejo decrépito, encorvado bajo el peso de un siglo, o poco menos, débil, vacilante, de ojos apagados y hundidos, mejillas surcadas de arrugas y escasa barba blanca. Como si se resistiera al convencimiento, volvió Sancho vivamente la cabeza, creyendo hallar detrás de él la venerable figura del anciano que en el espejo había contemplado, y sólo vio a la joven, ya bastante inquieta y recelosa de lo que observaba. Atrájole de nuevo la imagen que el cristal fielmente reproducía; miró y remiró restregándose los ojos, y al cabo tuvo que rendirse a la evidencia: él era, y en aquel rostro envejecido que veía delante, descubrió y reconoció al través de los estragos de la edad, los rasgos más característicos que de sí mismo, en días más felices y alegres, retenía en su memoria. -¡Dios mío! -exclamó espantado-. ¿Y ése soy yo?

La joven, asustada de los movimientos y ademanes de Sancho, y en la duda de sí podría habérselas con un loco, llamó a gritos a su madre, que acudió sobresaltada. Era la tal una setentona bastante bien conservada para sus años, de aspecto bondadoso y abierto, que al encontrarse de manos a boca con un desconocido cuya fecha y cuya facha la dejaron absorta, preguntó a su hija con alguna prevención y mal disimulada desconfianza:

-¿Quién es este hombre, Teresa?

-Soy -contestó Sancho conmovido, adelantándose hacia la recién llegada? un desdichado que ha estado cautivo, no sabe cuántos años, en poder de infieles. Sólo sabe que salió de su patria mancebo y robusto, y torna a ella viejo y postrado.

Al decir esto, gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas descarnadas, lágrimas que hubieran ablandado a una fiera, cuanto más a las dos pobres, sencillas y compasivas mujeres que atentamente le escuchaban.

-Siéntese vuesa merced, que estará fatigado -dijo Teresa enternecida y acercándole un sitial.

-Tomará vuesa merced alguna cosa, una escudilla de caldo, vino, lo que más apetezca -añadió la anciana con solícito interés.

-Gracias, hijas mías -replicó Sancho-. Nada necesito. Sólo deseo que me deis noticias de algunas personas que en mi juventud traté en este lugar.

– Pregunte vuesa merced, y será servido en lo que sepamos -repuso cariñosamente la buena anciana.

-He padecido tanto y he corrido tan grandes azares -prosiguió Sancho con voz temblorosa, que apenas conservo la memoria. ¿En qué año del Señor estamos?

-En el año de gracia de 1659 -se apresuró a responder Teresa.

-¡Cúmplase la voluntad de Dios! -dijo Sancho para sí inclinando la frente-. ¡Setenta años ha durado la horrible noche de mi viaje! ¿Y qué he vivido?

Apoyó al decir esto la cabeza entre sus manos, y así permaneció largo rato, sumergido en honda meditación. Repúsose al cabo, y suspirando profundamente, preguntó no sin algún embarazo:

-¿Qué fue de cierta vieja, llamada Aldonza Rodríguez, tenida en opinión de bruja, allá por los años de 1589?

-Era yo muy niña cuando la quemaron en Cuenca -contestó la madre de Teresa. No la conocí; pero oí decir a mi padre, que esté en gloria, que la tal Aldonza había sido la más perversa mujer de todo el reino. Culpáronla, entre otras cosas, de haber hecho desaparecer a un gallardo soldado que residía con licencia en el pueblo, y convicta de sus maldades y delitos, sentencióla a morir en la hoguera la Santa Inquisición.

-Ahora comprendo -pensó Sancho- la mala voluntad que me mostraba. Es natural que quisiera quemarme vivo. Después, procurando en vano aparentar la tranquilidad de espíritu que le faltaba, exclamó con acento débil y abatido:

-¿Y no podrá vuesa merced decirme también cuál fue la suerte y el fin de una hermosa sobrina que la tía Aldonza tenía?

-¡Pobrecilla! -respondió la anciana-. Poca ventura debió al cielo. Según oí contar en mis mocedades, habíase rendido al amor del soldado, que la infame bruja, ignoro por qué motivo, se llevó en volandas, sin que se supiera más de él. Cuatro años consecutivos esperó la joven a su novio, y viendo que no volvía, se metió monja en el convento de Madres carmelitas de Cuenca, donde murió en olor de santidad al año y medio de haber profesado.

-¡Basta! -dijo Sancho interrumpiéndola y sin poder reprimir sus sollozos-. ¡Bien guardada está! Ya sé dónde me espera.

Ocho días después de la escena que he referido, acababa cristianamente su vida en un monasterio de franciscanos, donde le habían recogido de limosna, y decía con humilde resignación al piadoso fraile que le auxiliaba en sus postrimerías:

-¡Ay, padre mío! ¡Cuánto he sufrido en este mundo por haber provocado temerariamente las iras del diablo! Pero me consuela la idea de que seré venturoso en el cielo, al lado de mi pobre Catalina, porque siempre he tenido fe y confianza en Dios.

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