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Un crimen científico

diciembre 4, 2002

I

Los vecinos de un pueblo de Castilla cargaban de grano sus carretas y sacaban a la plaza sus ganados para conducirlos a la feria: los que nada tenían que vender, ayudaban a cargar, o formaban corrillos bulliciosos. A la puerta de una de las casas había un carro tan repleto de trigo, que los sacos parecían una especie de montaña: cuatro robustas mulas uncidas esperaban en traje de camino, es decir, llevaban al costado sus raciones en los correspondientes talegos, como llevamos nuestra carteras de viajes. El carro, el atalaje y el ganado indicaban en sus sueños desahogo y abundancia: sin embargo de eso, una mujer joven, con el rostro inquieto y la voz conmovida, decía a un fornido labrador que, látigo en mano, se disponía a arrear a las caballerías:

-¡Por Dios, Tomás! No juegues en la feria: llevas todo lo que nos queda, y si lo pierdes, tendremos que empeñar hasta los ojos.

-Lucía, no tengas cuidado -respondió el buen mozo mirando con cariño a su mujer: pasado mañana estaré de vuelta con el carro vacío y la bolsa bien provista: estoy desengañado, y, además, te he prometido no jugar.

La mirada de su marido era tan franca y expresiva, que Lucía no pudo menos que creerle: las mujeres siempre creen lo que les dicen unos buenos ojos, y los de Tomás eran muy grandes y muy negros.

Lucía quedó alegre, y Tomás sacudió a las mulas con la satisfacción con la que siempre se sacude un latigazo.

-¡Eh! ¡Sr. Tomás! -dijo un arriero que cargaba el último mulo de su recua-: ¿va V. a tomar por el atajo, en vez de hacernos compañía por la carretera?

-Como que me ahorro media legua de camino.

-No importa: el atajo es muy triste: hay un trozo de bosque que da miedo.

-Haces bien, muchacho -dijo a Tomás el alcalde terciando en el diálogo-: estas gentes se empeñan en dar rodeos por no pasar delante del castillo, como si hubiera ladrones en la selva, sin considerar que el dueño de la finca es el primer contribuyente, muy caritativo, y un excelente médico, que me curó una catarata.

-A mí también me parece un buen señor -añadió una linda rapazuela.

-Ya lo creo, muchacha -, repuso otra joven con acento rencoroso-: como que te dijo un día que tiene los ojos muy bonitos, y se quedó mirándolos como un enamorado: es claro, los de su hija parecen ojos de muerta, y su criado, que es tuerto, sólo tiene uno, que no he visto otro tan espantoso en los días de mi vida. Pues la señorita debe ser muy orgullosa: dos veces la he encontrado en el camino, siempre del brazo de su padre, y nunca contesta a los saludos.

-Desengáñese Y, señor alcalde -repuso un viejo labrador-; algo malo sucede en el castillo, cuando he oído en él gritos de persona.

-Eso supone V., tío Matalobos: en cambio, Antolín dice haber oído gruñidos de cerdo, como si estuvieran de matanza: Pascual oyó alaridos de perros: todos afirman, sin estar nadie de acuerdo, que los gritos eran de diferentes animales.

-Aunque eso sea, señor Alcalde -insistió el viejo-, algo malo ocurre en una casa donde los animales sé
quejan como si los estuvieran degollando. Además, el chico de la Blasa, desde que le miró el Sr. de Ojeda, se ha encanijado, porque tiene mal de ojo.

-¡Vaya, vaya! hasta la vuelta -dijo irónicamente Tomás arreando otra vez a su ganado-: veremos si también me encanijan, y salió del pueblo dando tientos a la bota.

A unos doscientos pasos de la aldea, un hombre escuálido que llegaba a todo correr alcanzó el carro: era un cuádruple funcionario, que servía de peatón, alguacil, enterrador y pregonero.

-De parte del alcalde, y en reserva -dijo a Tomás con gran misterio – procura observar lo que ocurre en el castillo cuando pases.

-Y, ¿por qué no me lo dijo en la plaza? -contestó con sorpresa el labrador.

-¿Eh?.. -contestó el alguacil rascándose la cabeza-: será… porque los asuntos del servicio se tratan de modo diferente que los otros… Y el alcalde no querrá que se enteren los vecinos, porque el público siempre debe saber menos que el alcalde. La verdad: esa familia es muy extraña, y como nadie pasa hace tiempo por el camino… Yo mismo tomo siempre por la carretera desde que observé una cosa… muy irregular.

-¿Puedo saber cuál es, tío Esqueleto? -dijo Tomás al funcionario público alargádole la bota por la vía de soborno.

-Hombre, no lo hago por el vino -respondió el tío Esqueleto después de haber bebido-, sino porque llevas una comisión del servicio que prueba tienes la confianza del alcalde. Pues figúrate que al llevar una carta al castillo hace dos meses, mientras abría la puerta el criado tuerto, me puse a observar las gallinas que andaban sueltas fuera de la casa.

La voz de tío Esqueleto parecía conmovida.

-¿Y qué vio V.? -añadió Tomás impaciente.

-Vi con mis propios ojos que todas las gallinas eran tuertas.

El tío Esqueleto se alejó, dejando a Tomás absorto con aquella confidencia: no era supersticioso, pero la observación del alguacil, la orden reservada del alcalde y los recelos de casi todos los vecinos, unidos a la soledad del atajo que penetraba ya en el bosque, produjeron en Tomás una intranquilidad nerviosa, que sólo calmaba en parte el contenido de su bota, porque el vino es el éter de los valientes. Más de una vez, y más de dos, durante el largo y solitario camino, volvió la cabeza con recelo creyendo que alguien le seguía: era una bandada de gorriones, disputándose los granos de trigo que vertía la carreta.

-Hay gallinas calzadas -pensaba Tomás; otras ponen huevos de color, y algunas tienen moños muy particulares; pero nunca había oído hablar de un gallinero tuerto.

Y su espíritu, poco dado a lo maravilloso, buscaba en vano explicaciones naturales al fenómeno.

-Felizmente he prometido no jugar, añadía para sí: la vista y aun la conversación de tuertos es de mal agüero: hoy hubiera perdido el precio de mi trigo: es decir, en un día así no hubiera jugado.

A todo esto, se hallaba Tomás muy cerca del castillo; sin duda reinaba con frecuencia en aquel lugar determinado viento, porque los árboles, todos inclinados en la misma dirección, parecían soldados dispersos que huían del castillo. Ya en las inmediaciones de éste, el bosque se hacía más espeso y complicado, y los árboles, sometidos acaso en su juventud a la acción de un torbellino y demasiado numerosos, se disputaban el terreno, trabados en feroz lucha a tronco, y retorciéndose los unos en los otros: su aspecto era salvaje y formidable; tal vez fueron así las batallas primitivas, en que dos tribus humanas, acosadas por el hambre, se acometían con fiereza cuerpo a cuerpo, sin más armas que piedras, y sin otro fin que devorarse: algunos troncos se encorvaban bajo el peso de otros muchos: unos alzaban del suelo, entre sus ramas vigorosas, a los árboles más débiles, desencajando sus raíces: otros, contrahechos y oprimidos, parecían condenados a desesperación eterna y silenciosa, y que amenazaban al cielo con sus puños: otros, aniquilados y deshechos, yacían en tierra, y el conjunto de aquella masa de árboles era fantástico y terrible: sólo faltaba a su siniestra majestad una corona de nubes y rayos.

El campesino estaba pálido: después de vacilar algunos instantes, había decidido parar las mulas y atravesar por entre los árboles que conducían al castillo; pero a los primeros pasos se detuvo temblando y conmovido: en cualquiera ocasión le hubiera causado risa el espectáculo, en aquélla tenía un carácter diabólico y abrumador.

Un magnífico orangután le miraba fijamente a la entrada de la senda, gesticulando y dando saltos. Tomás notaba con espanto que el mono tenía un ojo solamente.

El carretero procuró reponerse de su emoción, y tuvo el valor de dar algunos pasos: un áspero gruñido le hizo volver la cabeza, y vio un cerdo que hozaba en un charco inmediato: fijóse en él con recelo… y volviendo apresuradamente a donde estaba la carreta, hizo sonar el látigo. Las mulas partieron con rapidez hacia la feria.

Aquello era demasiado: el cerdo también estaba tuerto.

A los dos o tres minutos oyó Tomás un ruido extraño a sus espaldas: era que el cerdo corría a todo escape dando resoplidos, llevando encima al mono, que le oprimía el lomo con deleite.

El licenciado Ojeda había sido en sus buenos tiempos famoso oculista: sus pomadas y colirios eran de tal valor, que se falsificaban como los billetes del banco Nacional: había hecho un estudio profundo de todas las partes del ojo, a fuerza de quemarse las pestañas: era el tutor de las pupilas y disipaba las nubes, para que luciese sus colores el iris de los ojos: complicados, sutiles y extraños instrumentos de su invención le permitían internarse en el globo del ojo con singular atrevimiento: vaciaba ojos inútiles y colocaba en su lugar ojos de cristal, cuya mirada era irresistible: en su despacho sólo se veían objetos relativos a su profesión, pues hasta el único objeto frívolo que le adornaba, era una estatua de Argos’, representada con cien ojos.

Su señora, rodeada continuamente de ojos imitados y enfermos de la vista, y no oyendo hablar en su casa sino de cataratas y oftalmías, de la visión, de la retina y la esclerótica, había tomado un verdadero aborrecimiento a todo lo que se refería a la vista: más de una vez, en las disputas conyugales que ocasionaba el fastidio, estuvo a punto de sacar los ojos a su esposo: pero extenuada por el aburrimiento, y no habiendo podido satisfacer en su embarazo el antojo cruel de dejar sin vista a su marido, falleció dando a luz una niña completamente ciega.

Ojeda recibió con tristeza aquel legado de la mala voluntad de su señora. Hacía un efecto desastroso oír con frecuencia este diálogo:

-¿De quién es esa niña ciega?

-De Ojeda el oculista.

El cariño hacia la niña, el celo por su reputación médica y la tenacidad científica del sabio en la lucha con lo imposible o lo desconocido, determinaron un cambio radical en la manera de ser del oculista. Hasta entonces, en cada ojo que le miraba suplicante, sólo había visto un órgano descompuesto que debía volver a su estado normal, una dolencia que era indispensable combatir. Desde entonces consideró los ojos sanos o enfermos de todos los seres vivientes, como objetos de estudio para dar vista a su hija. ¡Cuántos perdieron los ojos que confiaban a la buena fe del oculista! El licenciado tuvo que abandonar la población en un motín de tuertos, salvándose con la familia, merced a la gratitud de las infinitas personas a quienes había proporcionado colocación de lazarillo.

Aquella contrariedad, y la convicción de que la ceguera de su hija era incurable, en vez de abatir al Sr. de Ojeda, le produjeron una especie de alegría: libre de enfermos, disponía de un tiempo sin límite para hacer experimentos en toda clase de animales.

Cae de las nubes un aeronauta como llovido del cielo; se hace añicos un sabio en una explosión de dinamita, o asan los salvajes a un geógrafo que excitó su apetito, y la ciencia consigna y enaltece con justicia los nombres de esos mártires. Pero la ciencia es ingrata, después de ser cruel, con otros mártires subalternos: la rana descuartizada viva, cuyos miembros palpitantes se estudian con deleite: el gallo, al que se corta en vida una parte del cerebro, para hacer observaciones en los nervios, contribuye con horribles sufrimientos al adelanto de las ciencias, sin que nadie consagre una frase de gratitud a su memoria. El licenciado Ojeda, con crueldad científica, operaba a cuantos animales caían en sus manos; pero, digámoslo en honra suya, tenía la humanitaria costumbre de no arrancarles nada más que un ojo.

Por eso había elegido para vivir aquel castillo aislado, lejos de testigos importunos, y donde a nadie escandalizaban los quejidos desgarradores de las víctimas. Allí había realizado estudios profundos y operaciones atrevidas en los ojos palpitantes de sus perros y gallinas: había hecho increíbles perfeccionamientos en los instrumentos operatorios, e inventado otros de una finura extraordinaria. Sólo le faltaba ya construir un ojo artificial que sustituyera al ojo vivo.

¿Pensaba en ello Ojeda, cuando, encerrado en una cámara oscura, analizaba un rayo de sol, descomponiendo sus colores con un prisma de cristal?

Su actividad científica buscaba otra solución no menos importante: el oculista trataba de contestar a esta pregunta, que sé había dirigido a sí mismo una mañana al despertarse.
-¿Se puede ver sin ojos?,

Las dudas de los sabios, por más extrañas que parezcan, tienen siempre fundamento en que apoyarse.

-Los mudos hablan sin voz, sustituyendo la palabra con los dedos; -se decía-. Los sordos oyen, poniendo en contacto su dentadura con la garganta de la que habla, por medio de un bastón. ¿No ha de tener la naturaleza un recurso auxiliar para el sentido de la vista, que es aún más necesario? -Y el licenciado se entregaba con pasión a sus experimentos, en busca de aquel doble sentido.

El lector recordará que uno de los criados de Ojeda era tuerto; pero su admiración subirá de punto cuando sepa que también estaba en el mismo caso otro criado. Ahora bien; ¿se habían hecho in anima vili ‘todos los experimentos en aquel castillo misterioso?

De vez en cuando el licenciado Ojeda había dirigido sin éxito razonadas exposiciones al Gobierno, pidiendo la sustitución de la pena de muerte con la pérdida de la vista, apoyándose en el ejemplo antiguo de los godos en la autoridad de un novelista moderno, y comprometiéndose a ser el ejecutor de la justicia.

La fisonomía del sabio adquiere con estas revelaciones un carácter tétrico y sombrío. ¿Era caprichosa la elección de dos criados tuertos? ¿0 era vicio en Ojeda sacar un ojo a cuantos entraban en su casa? ¿Tenía razón el campesino que aseguraba haber oído en el castillo gritos desgarradores de persona?

III

-¡Yo quiero ver! ¡yo quiero ver! y esto no sirve: no podré nunca comprenderlo! -decía una mujer colérica y llorosa saliendo de una habitación oscura, y andando con menos ligereza de la que sus impetuosos ademanes prometían.

Era joven y linda, pero sus ojos inmóviles, sus brazos extendidos al caminar, y los tropezones que detenían alguna vez su marcha, demostraban que era ciega.

La irritada joven desapareció, y dos hombres se presentaron en la sala: el licenciado y su criado favorito.

Era Ojeda hombre de edad madura, alto, huesudo y amarillo; de mirada penetrante. El criado sólo tenía de notable su manera de andar insegura y unas enormes gafas azules que quitaban toda expresión a su fisonomía.

-Se encerrará en su cuarto mi pobre hija -dijo el licenciado sentándose con desaliento:- Lázaro añadió el oculista suspirando-; ¿sabes lo que temo?

-¿Qué, señor? -preguntó el criado con voz respetuosa.

-He llegado a sospechar, con verdadera desesperación, que no se puede ver sin ojos.

-Eso mismo he creído siempre, señor: pero como soy un ignorante no me atrevía a manifestarlo.

-Sin embargo -repuso Ojeda con firmeza y levantándose-: quiero convencerte de que mi sistema no es un sueño. ¿Ves este aparato? Viene a ser una máquina fotográfica, en apariencia, y en este vidrio posterior, tan sensible y delicado, se proyectan los objetos: pues bien, yo pretendo que mi hija consiga tal finura de tacto, que llegue a percibir con las puntas de los dedos los objetos proyectados en el cristal.

-Señor: yo he sido ciego, y puedo asegurar a usted que esa finura de tacto que se les supone no es exacta; ya sabe V. que leen en libros cuyas letras son de relieve: pues bien, en vez de ganar en delicadeza de tacto con el ejercicio, pierden la sensibilidad y no pueden leer a los veinte años, los que leían de corrido a los catorce.

No te fijas, Lázaro, en que les dedican a trabajos que encallecen sus dedos: además, las ciegas tienen el tacto más sutil que los hombres: y si es necesario, levantaré la piel de sus dedos, para que se produzcan las sensaciones con la viveza y claridad con las que las percibe la punta de la lengua.

Lázaro, como profesaba una extraña admiración a su amo, estaba predispuesto a creer en el sistema.

-Señor -dijo con respeto-, quiero aprender a ver en esa máquina.

-Primero necesito convencerte. Has de saber que, según los físicos modernos, el calor y la luz no son sino movimiento. El calor lo percibimos con el tacto: si la luz se transmite con el calor, debe percibirse. Ahora bien, ¿qué son los colores? -proseguía Ojeda estirando su cuerpo con entusiasmo-: el rayo de luz descompuesto en un prisma de cristal, produce los siete matices que vemos en el arco iris: los colores son, por lo tanto, movimiento: los físicos saben perfectamente que el color rojo equivale a menor número de vibraciones, y el morado al mayor número.

-Basta, señor, me he convencido -dijo el criado confundido con aquellas palabras, que en realidad no comprendía.

-Sin embargo, amigo Lázaro, no me había explicado todavía. Pero desde mañana colocarás tu lengua bajo la acción del rayo: es la primera letra de mi alfabeto: cuando la sientas y distingas, pasarás al azul oscuro, y cuando ya percibas el rojo, diferenciarás en el cristal todos los objetos por la diversidad de sus colores. Entonces convencerás a mi propia hija, que se empeña en no aprender.

-¿Será posible esa invención? -dijo el criado con espanto.

-La invención estaba hecha -repuso Ojeda con tono grave en ese periódico se cuenta el caso sorprendente * de una señorita que, habiendo quedado ciega, distinguía unos de otros los colores del espectro solar que caían en sus manos: leía en un libro con sólo tocar un lente colocado a poca distancia de las letras, y aplicando los dedos a las vidrieras, nombraba con notable exactitud todo cuanto pasaba por la calle. Miss Evoy veía con la punta de los dedos.

Lázaro, maravillado, miraba a su amo con veneración.

-¿Por qué llevas esos anteojos? -dijo éste después de haberse recreado en la admiración que producía.

-Señor, por ahorrar vista -contestó Lázaro humildemente -; quiero conservar mi único ojo.

-Lo que haces es irritarle.

Lázaro se quitó con prontitud las gafas azules y lució un ojo brillante y de color extraordinario.

-¿Qué hace Antón? ?preguntó el licenciado.

-Lo de siempre: ya sabe V. que tiene el vicio de mirar: no se cansa de estar viendo: dice que sólo se goza en este mundo con la vista.

-Mi hija está en el jardín rodeada del mono, del cerdo y de todas las gallinas -dijo el licenciado, que se había asomado a la ventana-: bajo a ver si se encuentra más tranquila.

-Mi padre se acerca -decía poco después la joven-, los animales me lo indican.

En efecto, al aparecer Ojeda, el mono, el cerdo y las gallinas se habían declarado en fuga, llenos de terror.

IV

Lázaro había sido ciego, y tenía grandes motivos de gratitud hacia su amo. Una tarde rascaba inútilmente la vihuela en un camino, entonando sus mejores coplas sin recoger una limosna, cuando se detuvo a su lado un transeúnte.

-Santa Lucía le conserve la vista -dijo el ciego entonando con voz ronca la oración de la santa.

-Tú no eres ciego de nacimiento -exclamó una voz desconocida.

-No, señor -contestó Lázaro.

-¿Quieres recobrar la vista?

El ciego se levantó con ligereza, y buscando a tientas al que hablaba, le dijo con acento lastimero:

-¡Oh, señor! ¿Se quiere V. burlar de mi desgracia? Pero la voz de V. es grave… No creo que se divierta usted en darme esperanzas vanamente.

El desconocido guió al ciego, y media hora después le hablaba de este modo dentro de una casa.

-La operación es dolorosa, pero respondo del buen éxito. El mono está sujeto: le extraigo el ojo en un instante, después de haber vaciado la órbita del tuyo, en la cual coloco el globo del ojo del orangután, cubriéndolo después con mi aparato, para que su temperatura no se altere: los nervios cortados tienen la propiedad de unirse en pocos días cuando se ponen en contacto: de modo, que si tu nervio óptico se une al del mono, tendrás un aparato para ver, sano y servible.

-¿Y si no se uniera?

-Todo consiste en la prontitud de la operación y confio en mi destreza; todos los animales de mi casa ven con un ojo que no es suyo: lo estoy ensayando hace diez años.

-¡Ah, señor! -decía Lázaro-; pero ha ensayado V. en las bestias solamente.

-No lo creas: mi criado Antón era ciego hace tres meses, y le coloqué un ojo quitándoselo al cerdo.,

-¿Y ve bien ese hombre?

-Demasiado: era ciego de nacimiento, y al recibir la impresión de la luz por primera vez, estuvo a punto de volverse loco: al principio se quejaba de calor dentro de su cerebro; después creía estar dormido; trataba de coger las estrellas, como si estuvieran al alcance de sus manos, y, saludaba a los retratos y a las sombras: tropezaba en las paredes, creyéndolas lejanas, y, por último, lleno de dudas, y no acertando a explicarse tanta cosa incomprensible, está como alelado y no me sirve para nada.

-Jamás había oído hablar de que los ojos se operasen de ese modo.

-Hoy la cirugía hace prodigios: pone narices nuevas: vacía el cuerpo de sangre, y le vuelve a llenar, como quien trasiega vino en un cubo: yo injerto ojos: es una operación sencilla que no tiene importancia.

Esta breve explicación demuestra el porqué Lázaro y Antón y los demás seres vivientes del castillo estaban tuertos.

-¿Qué tal es el ojo que te he puesto? -decía alguna que otra vez el licenciado a Lázaro, que se miraba con placer al espejo.

-Excelente, señor, no lo cambiaría por dos ojos de persona.

-Tan claro es y tan bueno

-Parece un anteojo de teatro.

V

Cuando el licenciado se acercó a su hija, después de la huida de los animales, el semblante de aquélla demostró visiblemente su disgusto. En vano suavizaba Ojeda la voz, prodigándola caricias: la niña mimada sufría una gran contrariedad, y no estaba dispuesta a perdonarle.

-Soy ciega por tu culpa -decía sollozando-: aquella máquina inútil no me produce sensaciones ni me explica los colores. El pobre Antón, siendo tan torpe, me ha hecho entender lo que es la vista, porque, como yo, había sido siempre ciego.

-¿Y qué te ha dicho?…

-Me ha contado las maravillas de ese mundo que no veo: en el que se tiene al lado, y a un mismo tiempo, infinitos objetos que no pueden tocarse, porque están fuera del alcance de las manos: en el que se sabe cuándo se acercan las personas, mucho antes de que lleguen sin ruido: me ha dicho, en fin, lo que son la luz y los colores; sus palabras rudas me han explicado lo que no me enseña la máquina de V. ni sus lecciones.

-Eh, ¿cómo te ha dicho ese idiota?…
-Señorita Aurora- me dijo-; ademas del color, cuando recibe usted V. Un golpe en los ojos, ¿qué siente usted-“No puedo explicarlo, conteste; pero lo que siento me produce un placer muy distinto, y parecido, sin embargo al de la música”. Así son los colores. ¿No sueña V. Con eso algunas veces”. “Sí; pero entonces la sensación es mas fuerte y el despertar sumamente triste”. “Pues bien, cuando se deja de ser ciego, lo que se ha soñado no es tan hermoso como lo que se siente despierto. Ver es tocar suavemente con los ojos todo lo que esta lejos y cerca; es abrazar a un tiempo los objetos más grandes y los mas chicos, y saber lo que son en un instante, sin necesidad de palparlos uno a uno, ni de acercarse a donde están.. Es andar leguas y leguas repentinamente sin moverse del lugar y sin trabajo.!Oh Diga V. a mi amo que le dé vista, como me la dio a mí y a Lázaro; ver es una alegria continua, y preferiria morirme a quedar ciego otra vez”.

Ojeda escuchaba con atención y parecía muy contrariado.

-Hija – dijo por fin -, no me atrevo a concederte lo que pides. Tendrías que sufrir mucho…

– No me amedrentan los dolores… si he de ver.

-¡Imposible, imposible! -añadió el licenciado-, hay muchos inconvenientes.

-Pues bien, respondió Aurora llorando-; los ciegos sólo ven la luz cuando se mueren, y yo he de ver muy pronto.

Aurora se alejó rápidamente; pero su padre la detuvo.

-¡Oh! No me quiere V… -exclamó con ese acento de las niñas consentidas, irresistible para los complacientes.

El licenciado enjugó las lágrimas de Aurora, y prometió, temblando, lo que su hija le exigía.

-El caso es -decía poco después Ojeda a Lázaro-, que no me atrevo a cumplir lo prometido: es una operación delicada y dolorosa, que se puede hacer a un extraño o a un amigo; pero se trata de mi hija. Además, no sé de dónde sacar el ojo que hace falta.

-Señor -observó Lázaro-, yo había pensado pedir para mí el otro ojo del mono; pero la señorita Aurora debe ser antes que nadie.

-Escucha, Lázaro, mi hija es joven y hermosa: en su cara no se puede colocar nada ridículo…

-Ridículo Señor, ¿mi ojo es ridículo?
– En tu cara sienta bien… pero para dar vista a mi hija es necesario un ojo hermoso de persona -¿Crees que puedo encontrarlo fácilmente?

‘Es imposible, me parece.

‘¡Y si no lo encuentro, pierdo a mi hija!…

Lázaro se afligió en extremo al contemplar la desesperación de su señor.-

-Señor-le dijo con dulzura, dicen que en defensa propia o de los hijos todo es permitido…

-Lázaro, me estás incitando a un crimen -contestó Ojeda apretando la mano con efusión a su criado.

-Pues bien -repuso éste con decisión-, lo cometeremos.

-Además -añadió el oculista-, no se trata de dejar a nadie ciego, sino de un reparto equitativo de ojos entre uno que tenga dos y otra que no tiene ninguno.

Y el amo y el criado pasaron juntos la tarde haciéndose confidencias en voz baja.

A la noche siguiente ocurrió en el castillo un suceso inusitado: en el macizo y enmohecido llamador resonó un débil y extraño aldabonazo.

-Señor -dijo Antón entrando al poco rato en el cuarto de su amo, que conversaba con Lázaro-: un hombre extraviado pide que le permitan pasar la noche en el castillo.

-¿Qué trazas tiene el forastero? -preguntó Ojeda.

-Sólo he reparado en que tiene dos ojos como usted, pero muy grandes y muy negros.

-Que entre, que entre al instante -dijo el licenciando.

Y Ojeda y Lázaro cambiaron entre sí dos miradas alegres y diabólicas.

VI

El hombre que había llamado a la puerta del castillo era Tomás.

Vendido el trigo en la feria, se disponía a regresar al pueblo por la carretera, cuando un amigo le llamó desde su casa: entró en ella Tomás y vio que las personas allí reunidas eran jugadores.
– Te he llamado por si querías divertirte -dijo el conocido estrechándole la mano.

Por desgracia, habían transcurrido dos días desde el encuentro de los tuertos: para mayor fatalidad, una mariposa blanca revoloteaba en torno de Tomás en aquel momento: los consejos de Lucía estaban aún recientes: pero Lucía había condenado el juego en cuanto podía ser causa de una ruina, y la mariposa blanca era un presagio evidente de ganancia.

Tomás se decidió a exponer unas monedas: después sacó algunas otras para recuperar las ya perdidas: cuando se hubo quedado sin dinero, reflexionó que no podía volver de aquel modo a su casa: afortunadamente le quedaba el carro y su ganado, y podía desquitarse dando tres golpes a una mula; pero como perdió cuatro cartas seguidas, se quedó dueño del carro únicamente. No era decente que Tomás volviera al pueblo arruinado y tirando de la carreta: ésta siguió el mismo camino que las mulas.

El desgraciado jugador salió de la casa aturdido y desencajado. Las protestas hechas a su mujer, las lágrimas de Lucía y lo completo de su ruina; él porvenir, el presente y el pasado producían en su imaginación un efecto semejante al del capítulo más lúgubre de la más triste novela.

Buscó en el campo un sitio solitario, lloró y meditó por espacio de mucho tiempo: cuando se convenció de que no podía presentarse ante su mujer en aquel estado, y de que no tenía a quién recurrir en este mundo, la desesperación le hizo adoptar un partido extraño.

-El dueño del castillo es un hombre rico -pensó en un instante lúcido-: tengo mis sospechas de que se dedica a la brujería, y aunque no creo en brujas, ahora son éstas mi única esperanza. La verdad es que allí sucede algo extraordinario. Necesito ver a ese hombre y pedirle su protección y sus consejos.

Tomás, desesperado, entró resueltamente por el atajo, decidido a intentar aquella vaga probabilidad de remedio que, en su miseria situación, era al fin una especie de consuelo.

Tres días después se notaba en el pueblo una agitación extraordinaria; el alcalde, conmovido por los lamentos de Lucía, había hecho correr al tío Esqueleto en todas direcciones, y averiguar el paradero de Tomás, dando parte a las autoridades de los pueblos inmediatos, cuando entraron en la casa consistorial el tío Matalobos y su nieto llevando la cabeza y la piel de algunas zorras.

-Preséntelas V. mañana a la hora de sesión -dijo el alcalde-, y se le abonará su importe: ahora estoy muy ocupado con el asunto de Tomás.

-Es el caso -insistió el viejo- que la cabeza de estos animales tiene que ver con el asunto.

-¿Sabe V. algo? -dijo el alcalde con interés.

-Tengo la convicción de que se ha producido un crimen en el castillo.

-Hable V., hable V., que escucho su declaración como autoridad.

El tío Matalobos declaró que, presumiendo que en las inmediaciones del castillo debían de rondar algunas zorras su gallinero aislado y abundante, decidió colocar trampas en ciertos sitios fragosos de la selva para recibir los premios que concede la ley a los cazadores de alimañas. Y que, hallándose en el puesto más próximo a la finca, oyó de repente gritos dolorosos de mujer; asustado y tembloroso, quedó inmóvil algún tiempo, y entonces sonaron otros dos gritos que partían asimismo del castillo, pero en los cuales juraría haber reconocido el acento de Tomás. Aquel descubrimiento le hizo abandonar el puesto y correr al de su nieto, el cual nada había oído desde el suyo; que, acompañado del mozo, volvieron a aproximarse, oyendo otra vez gritos de mujer únicamente, los cuales cesaron para no volver a repetirse.

El alcalde le hizo prometer el mayor secreto, y empezó la instrucción de la sumaria.

-Pero ¿qué interés puede tener un hombre rico en asesinar a quien ha perdido hasta los ojos? -decía el alcalde al tío Matalobos.

-¡Quién sabe! -respondió éste gravemente-. Dicen que hay médicos tan curiosos que abren a las gentes por ver lo que tienen dentro de su cuerpo.

Entre tanto, la mujer de Tomás después de haber recorrido todo el pueblo, pidiendo inútilmente noticias de su marido, rezaba fervorosamente ante la imagen de su patrona Santa Lucía, abogada de los ojos.

SEGUNDA PARTE

I

Del núm. 7.000 de La correspondencia de España transcribimos el siguiente suelto:

«En la aldea de X se ha cometido un crimen espantoso: el juzgado de primera instancia del partido, con una actividad que le honra, teniendo fundadas presunciones de que un labrador llamado Tomás había sido asesinado en una finca situada en medio de un bosque, se personó en la casa sospechosa.

«La viuda del labrador, no obstante las precauciones tomadas para ocultarle la desgracia, hubo de sospecharlo, y sus lamentos y desolación conmovieron de tal modo a los vecinos, que éstos, indignados, cercaron el edificio donde se practicaban las diligencias judiciales, pidiendo a voces la cabeza del criminal. La Guardia Civil, con su enérgica y persuasiva actitud, restableció el orden, impidiendo que la casa fuera atropellada.

«El registro practicado en la finca dio por resultado el hallazgo del carro y las mulas pertenecientes a la víctima. En una de las habitaciones superiores yacía en el lecho, ensangrentada, una mujer joven, cubierta con una especie de máscara de hierro; y en uno de los gabinetes inmediatos se descubrieron innumerables instrumentos de formas extrañas y uso desconocido; algunos parecidos a ganzúas.

«El asesino es un médico retirado, de antecedentes muy equívocos, llamado Ojeda. Para que el hecho revista un carácter más sombrío, añadiéremos que en el castillo, pues el crimen se ha efectuado en un edificio antiguo, uno de los aposentos está completamente enlutado, y se presume que allí se verificó el asesinato, y acaso algunos anteriores. Se espera encontrar en breve el cadáver de Tomás.

«Uno de los cómplices de Ojeda, cuyo nombre es Lázaro, ha desaparecido. El móvil del asesinato se cree haya sido puramente científico. Todos los animales de la finca están horriblemente mutilados. Se asegura que el licenciado Ojeda tenía una manía sangrienta: coleccionaba ojos de personas y animales.

“Tendremos al corriente a nuestros lectores de este drama conmovedor e interesante, »

Oigamos a El Imparcial del día siguiente:

«La hora avanzada a que ayer recibimos el correo nos impidió dar la noticia del crimen, célebre ya, que ha producido en Madrid tan honda sensación. No nos atreveremos a hacer terminantes afirmaciones que, con su acostumbrada ligereza, se permite un periódico puramente noticiero. Nuestros datos son menos novelescos, pero más completos y seguros. En primer lugar, parece que el hallazgo del carro y las mulas resulta explicado de un modo natural, por ser público que Tomás lo había perdido en el juego días antes, habiéndolos adquirido, ya de segunda mano, un criado de Ojeda. Respecto a la joven de la máscara de hierro, se nos dice ser la propia hija del médico, ciega de nacimiento, que acababa de sufrir una dolorosa operación, a la cual deberá acaso la vista. Los ojos que han parecido a ese periódico una sangrienta colección, constituyen, por el contrario, un museo oftálmico muy interesante; y el aposento enlutado no es sino una cámara oculta destinada a experimentos relativos a la luz.

«Respetando el secreto de sumario, por hoy no somos más explícitos.»

La Correspondencia, núm. 7.007:

«Un sentimiento de prudencia, y la convicción de que pronto podríamos revelar el verdadero estado de las diligencias judiciales, nos hizo dar conocimiento al público del crimen X, tal como lo refería la voz popular, no como constaba del sumario. Un periódico, que dice respetar el secreto de las actuaciones, ha publicado hechos que no creíamos conveniente dar a la luz todavía: los lectores juzgarán quién ha tenido más prudencia.

«Por lo demás, no sólo nos constaban los hechos que ha divulgado ese periódico, sino también otros muy interesantes. La situación de la hija del Sr. Ojeda es tan delicada, el aparato requiere una asistencia tan constante, nueva e ingeniosa, que los médicos forenses se han opuesto a que el acusado salga del castillo, donde permanece preso en tres habitaciones debidamente custodiadas; sin embargo, ya no está incomunicado, y se permite la entrada al orangután, que hace frecuentes y cariñosas visitas a su ama.

«Se cree que el cadáver de Tomás no se encuentre en el castillo, porque debe estar vivo el dueño del cadáver.

«El licenciado explica satisfactoriamente la mutilación de los animales y el uso de los instrumentos; los médicos reconocen su profunda habilidad, y en cuanto a las demás declaraciones, exceptuando una, vaga y problemática, todas las demás favorecen al dueño del castillo. El juzgado, los médicos, el alcalde, la Guardia Civil, nuestro corresponsal y los vecinos, todos rivalizan en celo para el esclarecimiento de la verdad, y se distinguen especialmente todos ellos.’

La polémica de ambos periódicos dura algunos días tomando un serio aspecto: el crimen de X amenaza tener en Madrid repercusiones.

Por fin, suceden a la polémica los hechos: un telegrama de El Imparcial agrava la situación del acusado, y luego se insertan en el orden siguiente los telegramas.

El Imparcial.

«Declara Antón, criado de Ojeda, haber abierto a Tomás la puerta del castillo. Vigilancia redoblada.’

La Correspondencia.

«Criado Antón, sospechoso de idiotismo. Ojeda muy sereno.

El Imparcial.

«Gabinete de Ojeda, hallado en alcohol un ojo humano, fresco todavía.”

La Correspondencia.

«Ojo encontrado en alcohol era de mono. Descubrimiento horrible. Camisa ensangrentada con iniciales de la víctima.»

A los pocos días El Globo triplica su tirada, publicando el retrato del licenciado Ojeda, con los datos biográficos del célebre oculista, y el catálogo de su museo. En vista de aquel éxito, el propietario del periódico tiene que refugiarse en lo más puro de su alma para no desear que los crímenes se repitan.

Fija la curiosidad pública en el crimen, desaparece en aquellos días un banquero, sin que se hagan cargo de ello sus numerosos acreedores: el Gobierno decreta un nuevo impuesto sin que lo noten los contribuyentes: se fragua, estalla y vence una conspiración sin que el Gobierno se aperciba.

Quince días después nadie se acuerda del crimen, y a nadie le importa el estado de la causa.

II

La situación del licenciado era apuradísima. Brotaban pruebas del crimen en todos los rincones de su casa.

-Sólo me falta que el mono rompa a hablar y me delate -se decía.

¿Había sido Tomás asesinado? Volvamos hacia atrás nuestra mirada.

La noche en la que Tomás llamó a la puerta del castillo, al entrar en el despacho, aunque se le recibió perfectamente y se le dio una buena cena, estaba acordado que, muerto o vivo, saldría tuerto de la casa. En la mesa, los hombres se hacen expansivos y se entienden. Tomás, de confianza en confianza, contó su gran apuro al oculista, concluyendo la narración con esta frase:

-No sé qué hacer; pero por recuperar lo perdido daría un ojo de la cara.

-Le tomó a V. la palabra -dijo el oculista- y cierro el trato.

Mediaron, como era natural, las explicaciones consiguientes: al principio costó mucho trabajo convencer a Tomás de que no se hablaba en broma. Después regateó el ojo, y por fin quedó ajustado; los campesinos son desconfiados en negocios, y sólo consistió en la operación cuando vio entrar en el castillo su carro y las mulas, base del contrato, y recibió en dinero el cuádruplo del trigo.

– Pero ¿cómo me presento en mi casa con un ojo solamente? -exclamó el campesino.

Ojeda abrió un escaparate y le enseñó una colección de ojos de cristal, cuyo brillo seductor debía de fascinar a las mujeres.

Tomás eligió el más grande y el más negro. Los suyos propios, al lado de aquel ojo tan perfecto, parecían imitados.

Por desgracia, al verificar la operación, preocupado exclusivamente Ojeda por su hija, descuidó de tal modo al otro enfermo, que cuando quiso acudir en auxilio de éste, su cara inflamada presentaba un horrible aspecto. Entonces envió a Lázaro al bosque a buscar algunas hierbas.

Tomás les había referido la desconfianza del alcalde. Lázaro tardó mucho, y cuando volvió del bosque estaba pálido y aterrado. Su oído finísimo le hizo entender que había gente en las cercanías y arrastrándose sigiloso, había oído decir al tío Matalobos:

-Era la voz de Thomas no tengo la menor duda: sera preciso dar parte a la justicia.

El enfermo había sido colocado en un lecho limpio, blando y confortable; pero no podía continuar en el castillo sin que se descubriese la horrible compra, la operación criminal que había consumado el oculista: además, su estado era gravísimo: al llegar la justicia se podía encontrar con un cadáver

Aquella misma noche, Antón y Lázaro, con teas encendidas para espantar a los lobos, trasladaron los útiles y víveres necesarios a una cueva medio oculta entre unos troncos, en lo más salvaje de la selva: la naturaleza había rodeado aquel asilo de una fortificación inexpugnable. Interceptando la senda con un tronco, el hacha del hombre necesitaba años enteros para llegar hasta la cueva.

Cuando Lázaro se despidió de su amo, éste le dijo:

-No tengas recelo por mí; cuida al enfermo; y si se cura, ponle su ojo de cristal, y que se presente en la aldea sin pérdida de tiempo: si muere, entiérrale muy hondo, y tú vete muy lejos.

El licenciado desesperaba de que Tomás apareciese. Habían pasado cerca de dos meses.

-Su estado era muy grave, y habrá muerto ?se decía?. Además, pueden haberles faltado víveres, y no atreverse a salir por miedo de los lobos. ¡Quién sabe! Hasta se le puede haber comido Lázaro.’

III

Antón no había sido traidor a su amo; antes al contrario, le había perjudicado queriendo sacrificarse en su defensa. Cuando se descubrió la camisa ensangrentada, único vestigio del campesino olvidado en la turbación de la mudanza, Antón creyó asumir toda culpabilidad en su persona, exclamando con bárbara nobleza:

-Yo fui quien abrió a Tomás la puerta del castillo.

Pero cuando comprendió que había cometido un desacierto, enmudeció llorando amargamente. Su ojo inmóvil y extravagante, que apenas cabía dentro de su órbita, hinchado aún más por el llanto, lanzaba estúpidas miradas. Los médicos le habían concedido el precioso diploma de idiota, que hace al hombre irresponsable.

Su amo le comprendía y perdonaba.

En tanto, la curación de Aurora estaba para terminarse; desde los primeros días pudo observar el oculista que el ojo de Tomás había prendido: una semana antes del hecho que refiero, había colocado en el aparato un vidrio verde sumamente grueso, que condujera al ojo, muy debilitada, la media luz de la alcoba de su hija. La sensación fue, sin embargo, extremadamente viva, produciendo el efecto de una quemadura. Después, aquel dolor se convirtió en placer, que se renovaba, con infinita sorpresa, cada vez que Ojeda cambiaba el color de los cristales.

Cuando su padre colocó el cristal azul oscuro en el aparato, dijo Aurora:

-¡Es extraño! Este color le he soñado muchas veces sin saber lo que soñaba.

-¿Cuál de todos los colores te es más grato? -pregunta Ojeda.

-El verde: el que me dio la primera idea de la luz: el que me causó tanto dolor el primer día. Ahora sólo me falta conocer el color blanco: ¿se parece a alguno de éstos?

-Está formado de todos ellos y no es semejante a ninguno: sin embargo, espero que ha de sorprenderte, pero no conviene verlo todavía.

Aurora estaba impaciente por distinguir algún objeto, para explicarse la relación de la luz con los sonidos; cuando salió su padre de la alcoba, el orangután, que siempre se alejaba de su amo, entró en la alcoba de la enferma, y, suspendiéndose en la cama, produjo un ruido espantoso y extraño en su columpio.

¿Qué ruido era aquél? Nadie contestaba, y la curiosidad de Aurora iba en aumento.

-¿Será verdad que los ojos dan idea o auxilian la percepción de los sonidos? -se decía, y luchando entre la impaciencia y el temor, venció al fin la primera.

-Quiero ver el mundo -exclamó por fin, y desprendió de su rostro el aparato, quedando deslumbrada. Un caos de colores confundidos e hiriendo a la vez su vista, le dieron la primera idea visual del movimiento. Cuando los colores se fueron separando, y distinguió los objetos y las sombras con su armonía y claroscuro, y, extendiendo la mano hacia ellos, comprendió lo que era la distancia, una expansión de gozo dilató su corazón, y llena de alegría prorrumpió en gritos infantiles.

-¡Padre, padre, ya veo!

El mono, impresionado con la alegría de su ama, dejó la colgadura y se presentó ante su Aurora lleno de curiosidad; y la niña, que no había visto jamás un ser humano, por una lamentable confusión, cayó a los pies del orangután exclamando.

-¡Padre mío!

IV

Llegó por fin el día de la vista de la causa: la cabeza de partido distaba una media legua de la aldea, cuyos habitantes habían abandonado sus casas para asistir a aquel acto interesante. La sala estaba llena de gente y el patio del juzgado; el maestro de escuela, que era de los que se quejaban en el patio, lamentaba que no se verificasen los juicios en la plaza pública como en los tiempos clásicos, lo cual hubiera permitido a todos disfrutar del espectáculo.

Aurora, que era ya una tuerta muy graciosa, se había obstinado en no abandonar a su padre, y estaba junto al acusado en una silla. La viuda de Tomás, pálida y enlutada, presenciaba también la imponente ceremonia, sin apartar la vista de Aurora, que más perecía atender a los variados rostros de los concurrentes, a las ondulaciones de la multitud y a los accidentes exteriores, que a la lectura del proceso.

El oculista estaba inquieto, y el monótono relato de la causa le sonaba como un rezo de agonía.

La voz acompasada y cadenciosa del lector, las fórmulas y digresiones judiciales y lo voluminoso del legajo, martirizaban a los espectadores, que, viendo volver folios y folios sin esperanza de que aquello concluyese,

cerraban los párpados con resignación como si aguardasen dormidos la sentencia.

Un suceso inesperado trocó el silencio en verdadera confusión y los ronquidos en exclamaciones de sorpresa.

-¡Se ha vuelto loca! -decían unos.

-¡Pobre mujer, cuánto le quería! -exclamaban otros.

-No se ha visto una causa tan extraña -añadían los curiales.

El juez daba campanillazos inútiles para restablecer el orden, consiguiéndolo únicamente cuando salieron de la sala la hija del médico y la viuda de la víctima, y cuando el público se cansó de hacer ruido.

El incidente había sido rápido; un acceso momentáneo de locura: una alucinación extraña de Lucía, la cual no había apartado un solo instante su vista de Aurora, y que de repente, nerviosa y sollozando, se levantó de su asiento, y dirigiéndose a la hija de Ojeda, grito con voz desgarradora:

-¡Infame!, ¡infame! Ese ojo negro que luces fue de mi marido: reconozco su brillo y su mirada.

Ojeda veía su secreto cada vez más público; se habían registrado los rincones de su casa: el fiscal iba de un momento a otro a iluminar con gas lo más oscuro de su alma, para ofrecer su conciencia en espectáculo.

Desde que el ministerio público empezó la acusación, el oculista no podía reposar sobre su asiento: vibraban sus nervios como cuerdas de guitarra: sus dedos se movían convulsos como la sacra mano del médium, cuando sirve de amanuense a un espíritu elevado. El tormento era intolerable, pero subió de punto cuando el fiscal exhaló de sus labios este trozo de elocuencia:

-¿Esperaremos para condenar a Ojeda a que se encuentre el cadáver de la víctima? No cometerá el asesino la torpeza de abrirnos su sepulcro: en vano buscaremos éste en la fragosidad de aquel bosque intrincado, elegido hábilmente para cementerio; el cadáver está pudriéndose en aquel laberinto de troncos; acaso cada tronco es una lápida; jamás la justicia podrá desenterrar aquellos huesos para unirlos a la causa.

«Pero ¿acaso necesitamos el cadáver? ¿No tenemos su mortaja? ¿Qué otra significación tiene la camisa ensangrentada, con las iniciales marcadas por la viuda de Tomás? ¿No hemos encontrado un ojo humano, reliquia de la víctima, que los médicos afirman se arrancó recientemente? ¿Qué, señores, no es nada lo del ojo? Pues ese ojo nos pide justicia suplicante; ese ojo prueba el asesinato ante los ojos de la ley.»

Los pocos cabellos de Ojeda estaban erizados; el oculista no pudo resistir más, y pidió la suspensión de la vista para hacer revelaciones importantes.

Había tenido una idea luminosa: acusar a Lázaro y denunciar a la justicia su escondite.

-Así sabré a lo menos -se decía-, si están vivos o muertos.

-No conozco a Tomás -declaraba Ojeda, y copiaba el escribano-, pero Lázaro me parece persona sospechosa; creo que el verme hacer experimentos en algunos animales le haya decidido a experimentar por su cuenta en algún viajero extraviado. Tiene costumbres silvestres, y me hablaba a menudo de esa cueva.

V

Lázaro, entre tanto, se hallaba en una situación desesperada.

Después de haber asistido y salvado de la muerte a Tomás, a fuerza de constancia, de sobriedad y de trabajo en medio de grandes recaídas, acababa de perder en un instante el fruto de tan ímprobas tareas. Aquel mismo día le había dado de alta, completamente sano, después de haberle probado el ojo de cristal.

-¡Maldito sea el juego! -había dicho Tomás al colocárselo.

-Bien puedes estar arrepentido de ese vicio -respondió Lázaro-: la vista no se paga con dinero. No se debe cambiar un ojo aunque le diesen a uno cuatro piernas

-¡Qué dirá mi mujer al verme tuerto!

-Se alegrará probablemente.

-¡Eh!

-El ojo nuevo te sienta mejor que el tuyo propio.

Lázaro estaba impaciente por tener noticias de su amo: algo grave ocurría cuando le había reducido a alimentarse de la pesca y de modestas ensaladas; así es que se impacientaba de la tardanza de Tomás, que había salido a recoger berros en las orillas de un arroyo. Pasaron algunas horas de verdadera angustia: la noche se acercaba: el bosque se hacía peligroso a tales horas, y determinó salir en busca de su amigo.

Tomás había reflexionado que un plato de berros no era un almuerzo fuerte para dos hombres robustos que iban de viaje, y pensó acercase al castillo, por si tenía ocasión en sus inmediaciones de retorcer el pescuezo a una gallina, que solían alejarse demasiado. Pero volviendo al cabo de un rato la cabeza notó que un lobo le seguía: chócale y púsole en cuidado aquel atrevimiento, y se detuvo: el animal le miraba con descaro y detrás de él caminaban varios lobos. Tomás tuvo tiempo para atrincherarse en unos árboles espesos: los lobos avanzaron, y sólo halló el recurso de blandir una rama nudosa y pesada; pero, comprendiendo que la lucha era desigual, se encomendó a Dios para morir como cristiano. El juego le había costado un ojo: la gula le costaba todo el resto de su cuerpo.

Lázaro, después de haberle llamado inútilmente y recorrido los sitios que de ordinario frecuentaba, se detuvo lleno de horror ante un charco de sangre: siguió conmovido aquella huella, y las últimas luces del crepúsculo le permitieron ver un cuadro desgarrador y lamentable.

Un cráneo y los restos más visibles de una osamenta humana, pelados y roídos, yacían en desorden por el suelo. Del hombre vigoroso y lleno de vida poco antes, de su compañero Tomás, sólo quedaban aquellos despojos miserables; Lázaro derramó copioso llanto, y empezó a rendir a su amigo el último tributo. ¿Qué podía hacer ya en su obsequio? Colocar sus huesos en perfecta simetría.

-¡Asesino!, ¡asesino! -gritaron de repente varias voces.

Lázaro estuvo a punto de caer desmayado, al verse rodeado de guardias y alguaciles. No encontró palabras para justificarse, y se dejó atar sin resistencia.

El tío Esqueleto colocó en una espuerta el de Tomás, llenando a la vez dos funciones de las cuatro que ejercía: las de alguacil y sepulturero.

La comitiva se puso en marcha, y Lázaro, con paso vacilante y la cabeza baja, emprendió también el camino, rezando piadosamente por el alma del finado.

VI

El tío Esqueleto, cuya ligereza no le permitía caminar al paso de otros, se adelantó con la espuerta mortuoria hacia la cabeza de partido. Cuando llegó al pueblo era de noche, pero había un ruido desusado a tales horas, y un hombre le llamó desde una casa.

El alguacil se detuvo aterrado; el hombre salió a su encuentro, y el tío Esqueleto cayó de rodillas santiguándose y diciendo:

-En nombre de Dios pide lo que quieras, pero aléjate al momento.

-¿Por qué te asustas? -replicó el aparecido- soy Tomás en carne y hueso.

-En carne o ánima, no lo negaré: pero ¿cómo has de estar completo si llevo tus huesos en mi espuerta?

Hubo un momento de confusión, esperando la resolución de tan variados accidentes.

Antón, que llegaba del castillo, dio una noticia sin importancia que, completada por Tomás, explicó el hecho.

Mientras los lobos sitiaban a éste, recelosos de la lucha, y después de haberle tenido acorralado algunas horas, se oyó un ruido extraordinario: el mono, subido sobre el cerdo, pasaba a todo escape, dando su carrera acostumbrada; los lobos juzgaron menos peligrosa aquella presa, y se lanzaron a la caza, dejando a Tomás huir hacia el poblado. Antón anunciaba que el cerdo había vuelto solo. Los médicos reconocieron el cráneo del orangután, antes de que se depositasen los huesos en la iglesia.

Cuando llegó Lázaro, no se esperaba encontrar en el pueblo un recibimiento tan alegre. Tomás y Lucía abrazados; Lucía y Aurora reconciliadas; la causa sobreseída en principio, pues después de lo ocurrido, el juzgado, los testigos y los médicos, buscaban a todo explicación satisfactoria, desechando lo que no conviniese al juicio ya formado del asunto; el ojo humano era indudablemente de un enfermo; la sangre de la camisa era sangre de una muela, y los gritos de Tomás habían sido de alegría.

Lucía no se cansaba de mirar a Tomás y le encontraba mejorado.

Sólo Lázaro lamentó la pérdida del mono, por haberse desperdiciado el ojo que consideraba como suyo, y que había deseado tanto tiempo.

Apenas pudo regresar al castillo, se apresuró Ojeda a abandonar la población, porque había notado con recelo que los ojos de Aurora y de Tomás, sin duda por espíritu de compañerismo, se buscaban a menudo.

Conclusión

Un año después, Ojeda se instalaba en Madrid en un edificio extraño, que parecía a la vez clínica y casa de las fieras. En una de las alas del edificio debían entrar a curarse los enfermos; en la otra, rugían, balaban y gruñían todo tipo de animales.

Había en lo alto de la casa un aposento aislado, en el cual Lázaro y Ojeda pasaban al día algunas horas; el primero, con la lengua sacada, sometiéndola a la acción del rayo morado, y su amo, esperando que la sensación se produjera.

Lázaro, muy alegre, dijo un día al licenciado que, como siempre, contemplada con ansiedad la operación:

-¡Señor! He notado un cosquilleo agradable; ya sé lo que es la luz morada.

-No, Lázaro; era una mosca que se paró en la punta de tu lengua.

-¡Señor! Buscamos una cosa muy difícil -dijo suspirando el criado.

-¿Dudas del sistema? -replicó su amo con asombro.

-No dudo -contestó Lázaro con humildad-: pero recuerdo que hoy hace un año empezamos los experimentos, y nada siento todavía. En cambio, a la otra invención no le da V. importancia.

-Aquélla consiste en la habilidad del operador únicamente: ésta es la sublime, porque ha de confirmar la teoría de los físicos.

Felizmente para Lázaro, un desconocido buscaba al licenciado con urgencia.

Arrancóse Ojeda de mal humor a sus experimentos y salió a recibir al tal sujeto: el licenciado y aquel hombre estuvieron encerrados un gran rato; por fin, salió el hombre de la casa con aspecto contrariado.

Era Tomás, que se había vuelto a arruinar en el juego, y deseaba vender el ojo izquierdo.

Media hora después se llenaba la casa de gente, y paraban a cada momento coches en la calle: en efecto, los madrileños cercaban en tropel el edificio, porque habían leído con admiración y entusiasmo este anuncio en los periódicos:

“ El licenciado Ojeda”
Da vista a los ciegos: coloca ojos vivos de diversos animales en la orbita inútil de las gentes privadas de la vista: los criados y las gallinas del licenciado tienen ojos colocados por su mano, y pueden servir de muestra y de prospecto.

“Hay en el establecimiento ojos de águila para generales en campaña, ojos de tigre para deudores acosados, y ojos de gacela propios para dama.

“ También hay ojos más comunes y baratos para nodrizas y soldados.
“Se ponen gratis a los pobres ojos de besugo”.

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