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Discurso del premio Príncipe de Asturias

diciembre 4, 2002

Majestad, Alteza Real, estimadas y estimados colegas (si puedo emplear aquí la palabra «colega» en su sentido literal), señoras y señores:

Agradezco el honor que hoy se nos concede en nombre del Príncipe de Asturias, y de su propia mano. La máxima distinción española despierta en cada uno de nosotros distintos pensamientos: en mí, el recuerdo de un episodio vivido durante un viaje a Irán, no hace mucho.

En Shiraz, lugar de peregrinación del gran poeta Hafiz, tropecé, en la persona de mi guía, con una joven musulmana con velo en la cabeza que, según se demostró, era una voraz lectora. ¿Qué autores extranjeros podían haber llegado hasta una estudiante así bajo el dominio de los Mullahs? ¿A quién conocía por traducciones? Para mi sorpresa, su interés estaba consagrado a un español, del que quería saberlo todo: Miguel de Unamuno. Ella no podía sospechar el curioso paralelismo de nuestras experiencias vitales: Unamuno también fue para mí -hace ahora 55 años – el primero de los autores españoles. La filosofía existencialista constituyó entonces, terminada la Segunda Guerra Mundial, la caja de resonancia de la obra de Unamumo Vida de don Quijote y Sancho. Entretanto, el clima intelectual ha cambiado, pero los textos de Unamuno no han amarilleado.

Aquel texto, por ejemplo, que trata la cuestión de Cómo se hace una novela, ya es posmoderno en su construcción. Tiene su origen en los años 20, cuando Unamuno, emigrado a Francia, se detiene movido por la nostalgia en la frontera de su tierra vasca. En este esbozo de novela, Unamuno reflexiona sobre el trabajo del escritor y analiza el mecanismo de la producción de mundos ficticios observando su efecto sobre el lector. El personaje principal, el pobre Jugo de la Raza, se espanta de tal modo ante la lectura de una novela que quema el libro, pero luego, presa de la curiosidad, corre a buscar otro ejemplar, para volver a temer el final de la historia. En esta ambivalencia del lector se debe desvelar la verdadera naturaleza de la ficción: por una parte, el autor depende de la imaginación del lector, porque sólo él despierta a la vida la Literatura. Por otra parte, el lector sólo podría llenar el abismo entre Literatura y Vida extinguiendo su existencia cotidiana. Al devorar la novela, tendría que dejarse consumir por la vida ficticia.

Unamuno no aborda esta paradoja de forma juguetona -como Italo Calvino-, sino con la seriedad existencial de un catolicismo insondable, convertido en piedra en El Escorial. Tan sólo un libro, la Biblia, estaría a la altura del abismo entre Literatura y Vida. El lector creyente, que se adapta a su mensaje, puede dejar atrás su existencia irreflexiva en la esperanza de una nueva vida. Tener que imitar en vano ese modelo del «libro de los libros» describe la tragedia del escritor.

Pero el propio Unamuno no sólo era escritor. Cabe preguntar si la conciencia trágica de la existencia del escritor afecta también a la apasionada naturaleza política del filósofo Unamuno, que se sublevó contra todas las formas de tiranía y aceptó el destierro a cambio. Al filósofo le afecta más el abismo entre Teoría y Praxis que entre Literatura y Vida. Pensemos en el caso, completamente distinto, de ese fracasado profesor de la lejana Alemania que desplegó gran influencia política en España.

Este Karl Christian Friedrich Krause enseñó Filosofía en Jena junto a Schelling y Hegel, pero ni en Jena ni en Berlín ni en Göttingen obtuvo una cátedra. Fue humanista e ilustrado, pedagogo y masón de la escuela de Kant y Fichte, y se anticipó mucho a su tiempo con exaltadas ideas sobre el Estado mundial y la confederación de la Humanidad, sobre un orden jurídico global y sobre la transformación de las relaciones internacionales en una política interior mundial. En Alemania, más bien se tomó a Krause por un solitario extravagante. Sólo en el país de Don Quijote alcanzó a título póstumo reconocimiento e influencia. Julián Sanz del Río se convirtió en 1860 en fundador del krausismo español, una tradición liberal de grandes consecuencias para la España política.

Sin duda Unamuno reunía en su persona al escritor y al filósofo, pero quizá no distinguía de forma lo bastante nítida entre las ficciones del uno y las visiones del otro. Lo que idea un filósofo no siempre tiene que ser el sueño de un visionario y quedarse en novela. Una visión también puede convertirse en realidad. El 24 de julio de 1817, Krause advertía a sus compatriotas: «Debes ver a Europa como tu patria mayor y más próxima, y a cada europeo como tu […] compatriota en el nivel superior más próximo». Cierto, ha tardado mucho tiempo la unificación europea, pero desde 1976 los Pirineos ya no son una barrera. España está tan cerca de los alemanes como Francia e Italia, y nosotros de los españoles. Está sobre la mesa una Constitución para la Europa común. El proyecto no puede ser derribado en el último momento por egoísmos nacionales. Y tampoco la borrasca atlántica procedente de una guerra contraria al Derecho Internacional puede separar de nuevo a la nueva España democrática de la «vieja» Europa. En este país vital se ha formado en pocos años una sociedad moderna. Las instituciones liberales constituyen un marco, en el que es posible solucionar todos los problemas sin violencia y, ante todo, sin violencia terrorista. Nosotros, los vecinos europeos, confiamos también en este sentido en el espíritu creativo de los españoles.

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