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El silbatazo final

diciembre 4, 2002

Todos tenemos un talento, en la mayoría está oculto y son pocos los que logran encontrarlo, diferenciándose de los mortales. Luis Echeverría, era hijo de uno de esos que estaban embriagados con un don. El Gran Echeverri, delantero en los setenta que la rompía, hacía magia con un balón de fútbol, regateaba como nadie en la historia del balompié y metía goles entrañables. Luis al tener la misma sangre, creían que también el mismo talento, sin embargo, en él estaba bien escondido. Era malísimo para el fútbol, por más que luchó sus intentos quedaban en la agonía dentro de la cancha. Y fue así como dio un giro su vida dejando el uniforme de un equipo para vestirse de negro. Sí, Luis se convirtió en árbitro, su arduo trabajo y conocimiento de este deporte lo llevaron a pitar en primera, sin imaginar lo que representaba ser silbante en el azteca, en un juego entre el equipo más odiado que se encontraba devastado por el mal torneo anterior, continuando en éste con tantas derrotas acumuladas como entrenadores. Si perdían, se despedían de permanecer en primera. El club al que enfrentarían era ese que Luis le entregó la infancia, el club de sus amores. En su adolescencia le dolía más una derrota de ese equipo, que el terminar una relación; varias finales perdidas lo ahogaron en llanto. A pesar de eso, ahí seguía apoyándolo, porque cuando uno se entrega a un equipo, es como un matrimonio al que se le es fiel en las buenas y en las malas.
Lo único malo que Luis le veía a ese equipo, era Carlos Artiaga, un joven de 18 años con grandes cualidades que hacían ver como mortales a Ronaldo, a Messi, o cualquiera que sea considerado de otro mundo con respecto al fútbol. Pero no le caía mal por presumir del talento que él careció, la razón del odio que ascendía al verlo era por ser el novio de Ana, su única hija. Y ese futbolista egocéntrico pretendía quitarle la virginidad a su pequeña Ana, enterándose de eso, en el gran partido en el azteca. Con el estadio a reventar, la afición ya le recordaba a Luis quien le dio la vida. 100 mil personas abucheándole y aún ni daba el pitazo inicial. Después de ese momento incómodo que era latente en cada inicio de partido, todo estaba listo, se jugaba la permanencia de un equipo y un pase a la liguilla para las dos escuadras. Siendo un juego ríspido, con muchas patadas olvidando el jugar bonito. Carlos Artiaga en medio de la cancha le dijo a un compañero que, si ganaban hoy, esa noche su novia le iba a entregar la prueba de amor. Palabras que llegaron directamente al oído de Luis, llenándole de cólera sus ojos y dio un pitido sin razón alguna, parando el juego. Acercándose a Carlos con tarjeta amarilla en mano. Nadie se explicaba el por qué, los reclamos se hicieron venir desde la banca hasta al público, que no dejaron de corear insultos. Y así se iba el primer tiempo, con una última jugada en donde Carlos hizo una genialidad, colocando el balón en el ángulo, gol con sabor a liguilla y un gesto de felicidad invadió a Luis. Su equipo se podía encaminar a una final derrotando a su archirrival en su propio estadio. Pero al ver el festejo de Carlos, formando un corazón con sus manos, dirigiéndolo a la tribuna dónde seguramente estaba Ana, lo encaró agresivamente, advirtiéndole que no cometiera otra tontería. Carlos no comprendía que había hecho mal, y la mirada intimidante de Luis seguía asechando al futbolista.

El medio tiempo fue un reposo para esa sensación amarga, deseaba que ganara su equipo, pero no quería que su hija cometiera una imprudencia. Mientras pensaba en eso que le reventaba la cabeza, los jefes de la federación se acercaron a Luis para amenazarlo. Debía de pitar a favor del local, una sola jugada le pedían. Tenía que ganar el equipo si deseaba segur silbando en primera división o si en algún momento quisiera llegar a un mundial. Por lo que Luis no tenía más alternativa que obedecer, a pesar de que no iba con sus principios. Y el silencio sacudió su entretiempo, su pensamiento se agobió, las ganas de pitar se fueron junto con los minutos del descanso.

Iniciando la segunda parte, los locales se fueron al frente y empataron el juego, un alivio para Luis porque esos jugadores no necesitaban de su ayuda hasta el momento. Sin embargo, los minutos se esfumaban como los rayos del Sol y el empate no les servía de nada, pero tampoco hacían para convertir un gol. Entre dientes Luis les gritaba que atacaran, aunque una parte de él estaba feliz porque no llegaban. Pero en el último minuto de juego, por fin fueron a buscar la victoria, un remate con la cabeza pegó en el poste y en el rebote el delantero metió descaradamente la mano, introduciendo la pelota entre las redes. Gol del local. El silbato fue a la boca de Luis junto con su honestidad, anulando el gol inmediatamente, aprovechando esto el equipo contrario para hacerle madruguete al rival y en un contragolpe Carlos definió como el Gran Echeverri, sombrerito al portero para hacer el gol que le daba el triunfo. Luis vio su reloj quedando pocos segundos, sus últimos segundos pitando en primera división, lo tenía tan claro como el brillo de sus ojos por ver a su equipo entrar a otra liguilla. Antes de dar el silbatazo final, fue con Carlos para sacarle la segunda amarilla, mostrándole instantáneamente la tarjeta roja. Carlos enfurecido le reclamó, exigiéndole que le dijera el por qué, si ni la camiseta se había quitado en el festejo. A lo que Luis respondió, “por lo que le vas a hacer a mi hija”. Y luego de sus palabras dio el pitazo final de su primer y último partido de primera.

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