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Flores Secas

diciembre 4, 2002

Allí, fijando su mirada perdida en el guitarra solista de ese grupo de rock, no acertaba a ver como los dedos del músico viajaban por el mástil de su instrumento de manera celérica. Tampoco escuchaba nada. Sólo pensaba en un cuerpo desnudo, que un rato antes había estado junto a él y que en ese instante sólo estaba en su recuerdo insistente.
Hasta aquel día las miradas, las caricias y el sexo habían dicho mucho más que sus palabras, pero ambos sabían, desde hacía tiempo, que estaban atrapados en el mismo abismo, que les empujaba a derribar el miedo al fracaso y a los condicionantes de vidas anteriores, que todavía existían.
Comprendió en ese momento que todo lo que no se decia durante horas supuraba, de manera deslabazada, mientras se entregaban al otro cuerpo o justo después, en la desnudez del silencio y los abrazos. Escuchaba, en la lejanía de las horas, como ella le pedía, le demandaba, mientras se dejaba perder en sus brazos.
Volvió al sonido que arrancaba el melenudo guitarrista a las seis cuerdas que rasgueaba de manera incansable y experta. Le hubiese gustado que ella estuviese allí, aunque sabía que ese tipo de música no podía incluirse entre sus favoritas. No le importaba tanto por compartir ese concierto, como saciar su deseo de estar junto a ella. Se acordó en ese instante de su mirada esmeralda y sintió la necesidad de contemplarla de aquella manera que a ella la desarmaba, de abajo a arriba.
– ¿No te gusta el concierto? – preguntó un amigo de él.
– Sí, sí. Mucho. Estaba pensando en mis cosas- respondió-. Suenan de puta madre.
– Te veía tan serio.
– Cosas mías. Pero vamos, que el guitarra solista es un máquina y el bataca un metrónomo.
– Ok, tío- zanjó la conversación el curioso amigo.
Al final, él se dejó llevar por una magnífica versión de Whole Lotta Love de Led Zeppelin y no se volvió a acordar de ella hasta el día siguiente.

Allí estaban los dos, desnudos. Ella se dejaba abrazar, dándole a él la espalda. Necesitaba, desde hacía mucho tiempo, sentirse abandonada entre los brazos de alguien que tuviese la paciencia y la necesidad de envolverla de ternura. En ese instante tuvo la necesidad de romper el silencio que los dos habían aprendido a construir en aquellas situaciones. No le iba decir lo que sentía; al menos no iba a utilizar las palabras querer o amar, pero, a su manera,  necesitaba expresar los sentimientos que había despertado en ella.
– Tenía ganas de verte – comentó ella.
– Yo también – aseguró él.
De nuevo el silencio. De nuevo los brazos rodeándola. De nuevo su espalda rozando el pecho de él. De nuevo el tiempo detenido bajo el edredón.
Sintió una caricia en su frente y tuvo la necesidad de acariciarle ella también con dos palabras: te amo, pero, una vez más, pudo detener ese impulso a tiempo.
La caricia se desplazó a sus labios, mientras los otros labios, los de él, dibujaban un te quiero inesperado, que la hicieron cerrar los ojos, respirar aún más lento y sonreír a borbotones por dentro, como, casi siempre, en secreto. Siempre en secreto. Como el amor que sentía por él y que jamás le declararía, aunque eso supusiese perderlo.

Allí estaba él, disfrutando de un día luminoso, que tal vez no lo era, pero a él se lo parecía., escuchando la poesía musicada de Carlos Chaouen. Se sentía reconfortado, feliz. Había alcanzado aquello que no buscaba y que necesitaba.
Una nube fugaz se empeñó en apagar el fulgor del momento. Por algún extraño mecanismo mental vino a su recuerdo una canción que escuchaba con mucha frecuencia hace unos años: Alone i break, y se trasladó a aquella época en la que le apetecía comerse el mundo, en la que la sensación de derrota se tejía en torno a una mirada cetrina.
Ahora, desde la distancia que da el tiempo y la sensación de que ciertas sonrisas ajenas se crean un poco para él, contempla aquello como una vivencia más. Ni mejor ni peor que otras, aunque siente una punzada honda, desgarradora cuando la derrota, el sentimiento de derrota hace acto de presencia en su recuerdo.
Vuelve a centrarse en la voz rasgada del gaditano y escucha:

«Tiembla la vida como con miedo. Hay veces que tiembla
y nada tiene que ver con el aire que mueve tu ropa
en noches de luna escueta, que aprieta, suelta y evoca.
Y me enloquece. Y tiembla por los latidos que tú provocas…».

Y sabe que todo aquello quedó lejos. Y sabe que encontró, hace tiempo, su propio viento y su propio satélite y su única estrella.

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