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Lo que debo a los antiguos

diciembre 4, 2002

1. Para terminar, una palabra sobre aquel mundo para el cual he buscado el acceso, del cual tal vez he encontrado un nuevo acceso: el mundo de la antigüedad. Mi criterio, que es lo contrario de un criterio tolerante, está aquí lejos de aprobar en bloque: jamás dice que sí de buen grado, preferentemente dice que no, pero de todo corazón no dice nada en absoluto… Esto con respecto a libros, también con respecto a lugares o paisajes. En el fondo, sólo hay un muy pequeño número de libros antiguos que cuenten en mi vida; los más conocidos no están entre ellos. Mi sentido del estilo, del epigrama como estilo, se despertó instantáneamente al encuentro de Salustio. No olvido el asombro de mi venerado profesor Corssen cuando tuvo que dar la mejor calificación a su peor alumno de latín: de un golpe aprendí. Concentrado, fuerte, con tanta sustancia como fuera posible en el fondo, una fría hostilidad hacia la «bella palabra» y también el «bello sentimiento»; todo esto me entusiasmó. En mi estilo se puede reconocer, aun en el Zarathustra, una ambición muy seria de estilo romano, de aere pernnius . Mi primer encuentro con Horacio tuvo también un efecto similar. Hasta hoy, ningún poeta me ha producido el placer estético que me produjo la lectura de una oda de Horacio. En ciertos lenguaje no puede ni siquiera pretenderse lo que aquí se ha logrado. Este mosaico de palabras, donde cada palabra como sonido, como lugar, como concepto expande su fuerza a derecha e izquierda y sobre todo; este mínimo en cuanto al ámbito y número de los signos a través del cual se obtiene un máximo en la energía de los trazos; todo esto es romano y, si se me ha de creer, ejemplar por excelencia. El resto de la poesía se vuelve, por contraste, demasiado popular, una simple catarata sentimental.

2. A los griegos no debo ninguna impresión de fuerza análoga; y, para decirlo directamente, ellos no pueden significar para nosotros lo que los romanos. No se aprende de los griegos; su arte no es extraño; es además demasiado fluido, para que su innuencia sea demasiado imperativa o «clásica». ¿Quién ha aprendido a escribir a través de un griego? ¿Y quién ha aprendido sin los romanos? No se me objete Platón. Con respecto a él soy profundamente escéptico, y no me he encontrado nunca en situación de consentir en la admiración de Platón artista, admiración tradicional entre los doctos, por último, en este punto tengo de parte mía el juicio de los jueces más refinados del gusto en la antigüedad. Creo que Platón mezcla todas las formas del estilo; es de este modo el primer decadente del estilo, tiene algo de los cínicos, que inventaron la sátira Menippea. Que el diálogo Platónico, este género de dialéctica terriblemente fatua y pueril, pueda aceptarse, implica no conocer los buenos escritores franceses: Fontenelle, por ejemplo. Platón es aburrido. Finalmente, mi desconfianza con respecto a Platón llega hasta el fondo: lo encuentro tan apartado de los instintos fundamentales de los griegos, tan moralizado y cristianizado antes del cristianismo ( eleva la idea de bien a idea suprema), que para designar todo el fenómeno platónico yo emplearía mejor que cualquier otra, la dura expresión «mixtificación superior» o, ya que se oye con más agrado, idealismo. Se pagó caro el hecho de que este ateniense hubiera frecuentado las escuelas de los egipcios (¿o de los judíos egipcios? ).

Con respecto a la gran desgracia del cristianismo, Platón es la figura equívoca y hechicera, que a través del ideal hizo que las nobles naturalezas de la antigüedad se desconocieran a sí mismas y pisaran la tabla que conduce «a la cruz». ¡Y cuánto de Platón hay en el concepto de «iglesia», en la construcción, en el sistema y en la praxis de la iglesia! Mi salvación, mi preferencia, mi cura de todo platonismo fue en aquel tiempo Tucídices. Tucidices y, tal vez, el Príncipe de Maquiavelo se han ligado a mí a través de la voluntad incondicionada de no admitir prejuicios y ver la razón en la realidad; no en el «entendimiento», todavía menos en la «moral»… Nadie como Tucídides nos cura de aquel lamentable optimismo que el joven de instrucción clásica lleva a la vida como premio de su cultura liceal. Hay que deletrearlo línea por línea y leer sus pensamientos más recónditos: pocos pensadores hay tan ricos en sentidos implícitos. Con él la cultura de los sofistas, es decir de los realistas, llega a su completa expresión. La filosofía griega puede ser considerada como la decadencia del instinto griego; Tucídices, como la última revelación de aquella fuerte, severa, dura objetividad que había en el instinto de los antiguos griegos. El estado de ánimo frente a la realidad distingue entre sí a hombres como Tucídices y Platón es un cobarde frente a la realidad: en consecuencia, mantiene las cosas en la fuerza…

3. En los griegos se ha visto «bellas almas», «medianías áureas» y otras perfecciones; se ha admirado en ellos la calma en la grandeza, el sentimiento del ideal, la alta sencillez (alta sencillez que es al fin de cuentas, una tontería alemana). De todo eso me he salvado gracias al psicólogo que hay en mí. Pude observar sus instintos más fuertes, su voluntad de poder; los vi temblar frente a la fuerza ilimitada de este impulso, vi crecer todas sus instituciones como regulaciones protectoras, para asegurarse unos a otros frente al material explosivo que amenazaba desde su interior. La enorme atención se descargaba entonces en enemistades extremas, terribles y privadas de todo freno: las ciudades se despedazaban entre sí a fin de que los ciudadanos, en cada una de ellas. encontraran la paz consigo mismos. Era necesario ser fuertes: el peligro se agitaba, próximo. La fantástica agilidad corporal, su audaz realismo e inmoralismo fueron una necesidad, no una «naturaleza». Vinieron en consecuencia, no existían al principio. Y con fiestas y artes se buscó también el sentirse en la altura y mostrarse en la altura: fueron medios de honrarse a sí mismos; en ciertos casos, de aterrarse a sí mismos… Juzgar a los griegos según sus filósofos; servirse por ejemplo, de las ingenuidades de la escuela socrática para sacar conclusiones acerca del ser fundamental de los griegos, éstas son las manías alemanas. Los filósofos son los decadentes de helenismo, el movimiento contrario a la tendencia antigua y noble (contrario por lo tanto al instinto agonal, a la polis, al valor de la raza, a la autoridad de la tradición). Las virtudes socráticas fueron predicadas porque eran las que los griegos, en su momento, tenían al alcance de la mano: se habían vuelto irritables, miedosos, inconstantes, en una palabra, comediantes; tenían por lo tanto un motivo para dejarse predicar la moral. No es que esto sirviera para algo; pero las grandes palabras y actitudes sientan muy bien a los decadentes…

4. Yo he sido el primero que, para comprender el antiguo instinto de los griegos, rico y desbordante, haya tomado en serio aquel fenómeno maravilloso que lleva el nombre de Dionisos: sólo es concebible como un exceso de fuerza. Quien, como Jakob Burckhardt, que hoy vive en Basilea, sea un profundo conocedor de los griegos, sabrá medir el valor de mi aportación: Burckhardt agregó a su civilización de los griegos un capítulo correspondiente al fenómeno nombrado. Si se quiere contemplar lo contrario, considérese la casi hilarante pobreza de instintos de los filólogos alemanes confrontados a Dionisos. El famoso Lobeck por ejemplo – que con la venerable seguridad de un gusano disecado entre libros se introduce en este mundo misterioso de estados de ánimo y se persuade de que es científico por mostrarse ligero y pueril hasta la náusea – con todo el despliegue de su erudición ha hecho saber que todas estas curiosidades están vacías de contenido. De hecho, los sacerdotes de estas orgías podrían haber comunicado a los participantes algo no necesariamente desprovisto de valor: que el vino despierta el placer, por ejemplo, o que el hombre, bajo ciertas circunstancias, puede vivir de frutos, o que las plantas florecen en primavera y se marchitan en el otoño. Por lo que se refiere a aquella extraña riqueza de ritos, de símbolos y mitos de origen orgiástico de que se ve materialmente invadido el mundo antiguo, Lobeck encuentra en ella ocasión para mostrarse aún más ingenioso. «Los griegos – dice (Aglophamus, I, 672) – cuando no tenían otra cosa que hacer reían, gemían y lloraban. Otros acudían más tarde y buscaban algún motivo para este extraño juego; y así surgieron, para explicar aquellos usos, innumerables leyendas y mitos. Por otra parte, se creía que aquellos gestos burlescos, que se verificaban en los días de fiesta, pertenecían también necesariamente a la solemnidad festiva, y fueron condenados como una parte indispensable del culto.» Esto no es más que charlatanería irrelevante; a la especie de los Lobeck no se la puede tomar ni por un momento en serio. De un modo completamente diferente nos ocupa el examen del concepto de griego elaborado por Goethe y Winckelman, el cual resulta sin embargo incompatible con aquellos elementos de los que surge el arte dionisíaco: con lo orgánico, con lo orgástico. De hecho, no dudo de que Goethe haya excluido fundamentalmente tal posibilidad de su concepción del alma griega. En consecuencia, Goethe no entendió a los griegos. Ya que en los misterios dionisíacos en primer lugar, en la psicología del estado dionisíaco, se revela el rasgo fundamental del instinto de los griegos: «su voluntad de vivir». ¿Que es lo que se aseguraba el heleno mediante esos misterios? La vida eterna, el eterno retorno de la vida; el futuro consagrado y prometido en lo que pasa y decae; el sí triunfal a la vida por sobre la muerte y el cambio; la verdadera vida como el proceso total del vivir a través de la generación de los misterios de la sexualidad. Para los griegos era el símbolo sexual el símbolo venerable en sí, el auténtico sentido profundo dentro de toda la religiosidad antigua. Cada detalle en el acto de la generación, del embarazo, del nacimiento, despertaba los sentimientos más elevados y festivos. En la enseñanza de los misterios el dolor se santifica: los «dolores de la parturienta» santifican al dolor en general; todo devenir y crecer, todo lo que garantiza el porvenir tiene por condición el dolor… Para que exista el eterno placer de crear, para que la voluntad de vivir se afirme eternamente, debe existir también enternamente el «dolor de la parturienta»… Todo esto significa la palabra Dionisos: no conozco simbolismo más elevado que este simbolismo griego, el de Dionisos. En él arraiga el más profundo instinto de la vida, el futuro de la vida, el de la eternidad de la vida, experimentando religiosamente: el camino mismo a la vida, el alumbramiento, es el camino sagrado… Sólo el cristianismo, con su básico resentimiento hacia la vida, ha hecho de la sexualidad algo impuro: cubrió de mugre el principio, la premisa de nuestra vida…

5. La psicología de lo orgiástico como un desborde del sentimiento vital y de fuerza, dentro del cual el dolor actúa como estimulante, me dio la clave para mi concepto del sentimiento trágico, que ha sido malentendido tanto por Aristóteles como, en particular, por nuestros pesimistas. La tragedia está tan lejos de probar el pesimismo de los helenos en el sentido de Schopenhauer, que más bien vale como un decisivo rechazo, como la instancia opuesta. El afirmar la vida, aun en sus problemas más extraños y duros, la voluntad de vivir que, en sacrificio a sus tipos más altos, se alegra de su propia inagotabilidad, esto lo llamo yo dionisíaco y lo adivino como el puente hacia la psicología del poeta trágico. No para librarse del terror y de la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso a través de una vehemente descarga – así lo entendió Aristóteles – : sino para, por sobre el terror y la compasión, ser uno mismo la eterna alegría del devenir – alegría que incluye también la alegría del aniquilamiento -. Y de este modo regreso al lugar del que partí una vez; el Oriigen de la tragedia fue mi primera tramutación de todos los valores: de este modo regreso al fundamento en el cual se origina mi voluntad y mi poder; yo, último discípulo del Dionisos filósofo; yo, maestro del eterno retorno…

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