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No se muera

diciembre 4, 2002

La hora en que Miguel Alonso abandonó su casa quedó fijada por el juez alrededor de las 6:30. Se sirvió para ello del testimonio del doctor Pedrosa, que durante toda la noche había sufrido las molestias de una digestión difícil y se levantó para buscar un antiácido en los armarios de la cocina. Mientras bebía en pijama y descalzo el vaso de líquido burbujeante escuchó en el silencio de la mañana el portón del garaje del chalé de enfrente.

Tenía mecanismo de apertura automática, y necesitaba un engrase urgente porque funcionaba con un ruido agudo de chirriar de cadenas. Pensó que el hijo menor de Miguel, que había cumplido veinte años y gastaba un arete en la oreja, regresaba al amanecer tras pasar la noche recorriendo discotecas, pero cuando apuraba su bebida de sal de frutas el doctor Pedrosa pudo contemplar desde la ventana que era el propio Miguel quien

salía del garaje conduciendo el citroën dos caballos.

Según declaró el doctor, no le extrañó tanto que Miguel madrugara un sábado del mes de julio como que hubiera elegido aquel coche que era una auténtica pieza de museo. Para ir al trabajo usaba a diario su volvo de motor turbodiesel comprado tres años antes, y en ocasiones cogía el ford de mediana potencia que compartían su mujer y su hijo, pero el dos caballos llevaba más de diez años arrumbado en el fondo del garaje, y el doctor Pedrosa se asombró de que aquel trasto fuese todavía capaz de arrancar.

El tema del dos caballos había surgido en más de una conversación tomando una copa en casa de Miguel, pues además de vecinos de la misma calle de chalés adosados eran amigos, y él había sido el pediatra de cabecera de la familia. Miguel se negaba en redondo a entregarlo al desguace, en contra del consejo de su mujer, Elena, y de la opinión del propio Pedrosa, aunque reconocía que ocupaba mucho sitio en el garaje y que dificultaba la maniobra de los otros dos coches útiles. Aquél era el coche de su juventud, el dos caballos con el que había recorrido España veinticinco o treinta años atrás cuando promovía un sindicato clandestino, en los tiempos heroicos en que vivía acosado por la policía de Franco, y no le daba la gana de venderlo, aunque el dosca quizás ni siquiera pudiese ya ponerse en marcha y avanzar cien metros seguidos. Prefería conservarlo así, quieto y con el color perdido, con su techo de plástico agrietado y el motor seguramente carcomido por el desuso, porque le agradaba verlo cada mañana cuando entraba en el garaje para coger el volvo con el que se dirigía a la editorial.

Por eso al doctor Pedrosa le sorprendió tanto verlo salir a aquellas horas, solo y a bordo del viejo dos caballos, y aunque había dejado el reloj en la mesilla del dormitorio, su afirmación de que estaba clareando le permitió al juez establecer la hora en que Miguel Alonso salió de su casa en las afueras de Madrid para no volver a ella vivo.

Elena no advirtió su partida. La noche del viernes ella había cenado en un restaurante con sus compañeros de departamento de la Universidad Complutense. Era tarde cuando llegó a casa, y se encontró a Miguel en el salón leyendo con poca luz mientras sonaba un disco de música de saxo, quizás de Gato Barbieri. No le notó nada raro, declaró, parecía ensimismado y sin muchas ganas de hablar, pero era normal que en él se alternaran las rachas de euforia con las de melancolía, y después de tantos años de casados ella sabía que lo mejor era darle tiempo, dejarle solo y esperar a que él madurase la decisión o la necesidad de soltar aquello que le rondara por la cabeza.

Se sentó a su lado en el sofá para fumar un cigarrillo y contarle que la cena había resultado ni mejor ni peor que las otras cenas mensuales. En ellas estaba prohibido hablar del trabajo en sentido estricto, no podía mencionarse la expresión química orgánica, y la conversación se ensamblaba con cotilleos sobre los profesores de otros departamentos y comentarios sobre lugares agradables para pasar un fin de semana largo. A la salida del restaurante alguien del grupo propuso acercarse hasta un bar de moda próximo, cuya reseña había visto en la prensa, y allí compartieron unas botellas de cava rodeados por chicos vestidos con ropa cara y deportiva a los que doblaban la edad.

Cuando terminó el cigarrillo Elena le preguntó si iba a acostarse ya o pensaba seguir leyendo, y Miguel le respondió que quería quedarse un rato más en el salón. Elena se despidió de él con un beso ligero en los labios y subió a la planta de arriba donde tenían su dormitorio. Allí se duchó, tomó medio somnífero, y se acostó desnuda para soportar el calor de una noche asfixiante.

No sintió a su marido llegar a la cama, ni levantarse por la mañana, ni asearse en el cuarto de baño anejo al dormitorio. Es posible que Miguel tomara precauciones para no ser oído ni sentido, pero Elena declaró que quizás él ni siquiera llegó a acostarse. En el salón había huellas de que había pasado la noche en vela: el cenicero rebosaba de colillas, varios libros se apilaban en el suelo y sobre la mesa baja de bronce y cristal se encontró una taza y la cafetera grande casi vacía. No era raro que pasara de vez en cuando una noche entera leyendo manuscritos o escuchando discos, y por eso Elena no pudo sospechar que tanto su mutismo como su insomnio obedecían a la conmoción de haber sido despedido de la editorial en la mañana del viernes.

Antes de tomar la carretera de Ocaña Miguel Alonso debió de vagabundear por la autopista que rodea Madrid, y sin duda paró en alguna estación de servicio para repostar gasolina y ajustar al menos la presión de los neumáticos y el nivel del aceite lubricante del motor. Quizás desayunó en la propia gasolinera, porque el forense encontró en su intestino restos de cruasán.

Elena tardó varias horas en alarmarse por la suerte de su marido. Cuando se despertó la mañana había avanzado mucho y los vecinos regresaban de hacer sus compras o tomaban el sol sentados en las parcelas de los chalés. Como en un cuadro de Hopper, pensó, un grupo de gente inmóvil frente a la luz blanca y dura del sol. Ventiló el dormitorio, recogió el salón, y se entretuvo haciendo un par de llamadas telefónicas. Después preparó la mesa, y mientras avisaba a su hijo de que la comida estaba lista comenzó a extrañarse por el retraso de Miguel. Cuando bajó al garaje para comprobar si su marido había sacado el coche reparó en la ausencia del dos caballos. En ese momento Miguel Alonso se dirigía hacia el mar en compañía de Juan Sánchez, y Elena tuvo la corazonada trágica de que se iba a estrellar conduciendo aquel trasto con los reflejos embotados a causa de la noche pasada sin dormir.

El que tomara la carretera de Ocaña es un dato que el juez consideró sorprendente. Según le confesó Miguel a Juan Sánchez, quería llegar al Mar Menor para refugiarse durante unos días en el apartamento de verano que allí poseía. Le explicó que necesitaba estar solo para reflexionar sobre el nuevo rumbo que debía dar a su vida. El juez pensó que lo razonable hubiera sido salir de Madrid por la carretera de Valencia para aprovechar la autovía hasta Albacete, y no bajar desde Ocaña hasta La Roda con aquel coche desahuciado y sin fuerzas para sortear los camiones. En cualquier caso Miguel Alonso lo decidió así, y por eso pudo recoger a Sánchez cuando éste comenzaba a desanimarse tras varias horas haciendo autostop en el arcén.

Es difícil reconstruir desde una lógica desnuda las decisiones de un hombre deprimido y seguramente ofuscado, las decisiones de una persona que ya no es joven y que el día anterior ha perdido su trabajo. Luis de Andreu, el nuevo director de la editorial «Clamor», declaró que le había comunicado el despido con la mayor suavidad posible, sin insistir ante él en las auténticas causas, y que nunca esperó un desenlace tan desdichado. Admitió, no obstante, haber cometido el error táctico de comunicárselo un viernes, en contra de las enseñanzas de todas las escuelas de negocios. La persona despedida en viernes, le explicó tranquilamente al juez, entra en una fase de desánimo que se agrava el sábado, cuando la inactividad de la ciudad se une a la suya propia. Los manuales de dirección de personal recomiendan comunicar la noticia un lunes, por ejemplo, para que el bullicio de la mañana del martes contagie su optimismo al cesante y le incite a salir de su casa en busca de un nuevo empleo.

Fuera en lunes o fuera en viernes, el futuro de Miguel Alonso estaba sentenciado desde que la editorial «Clamor» fue adquirida sin ruido por otra editorial más grande y comercialmente más agresiva. Los nuevos dueños mantuvieron inicialmente a toda la plantilla, pero nombraron a un director de su confianza para que enderezase desde dentro la organización de su nueva presa.

«Clamor» era una editorial refinada y de prestigio que publicaba tiradas cortas de libros de poesía y textos de literatura experimental sin salida en el mercado. Luis de Andreu declaró que, a los pocos días de ocupar su cargo, comprobó tras dar un repaso a los libros de contabilidad que la editorial vivía gracias a las subvenciones a fondo perdido que le regalaba el Ministerio de Cultura. Editaban libros que no interesaban más que a sus autores, traducían a extranjeros ignorados en sus propios países, y se despreocupaban de las ventas porque recorrían con éxito los despachos oficiales en busca de ayudas públicas para escritores desconocidos y de talento dudoso.

Luis de Andreu afirmó con crudeza que ése era el único cometido de Miguel Alonso en la editorial, ejercer como solicitador distinguido. Los altos funcionarios lo recibían porque era una vieja gloria de la lucha contra la dictadura, y accedían a sus peticiones de crédito para dar lustre a la política cultural del Ministerio. Al parecer, recalcó con sorna, no sabían en qué invertir su presupuesto, y consideraban elegante atender a un hombre que había sido amigo de Celaya y de Blas de Otero, un editor que aún conservaba cierto aroma desvaído de la izquierda divina, y que les pedía financiación para libros inútiles en los que constaría desde luego el patrocinio del Ministerio.

La orientación que querían dar a «Clamor» sus nuevos dueños hacía innecesaria la labor de Miguel Alonso. Luis de Andreu quería vender libros de verdad, libros reales, le dijo al juez, quería renovar la nómina de autores y olvidarse de un Ministerio cuyos créditos se habían agotado. De la editorial recién comprada le interesaba conservar tan sólo su nombre. Miguel Alonso era el mascarón de proa de una nave varada, y el nuevo director le convocó para comunicarle su despido con un tono cortés pero sin concesiones al sentimentalismo.

Miguel Alonso no discutió la decisión ante Luis de Andreu. Es posible que se quedara bloqueado y sin capacidad de reacción ante la noticia de que la editorial que él mismo había fundado con un puñado de amigos no contaría en adelante con sus servicios. Para asombro de Luis de Andreu, ni siquiera intentó negociar una mejora de la indemnización que le ofrecían. Salió sin despedirse del amplio despacho inundado por el sol de mediodía, se marchó a la calle sin hablar con sus compañeros de la editorial, ocultó la noticia a su mujer y terminó horas después conduciendo hacia la costa desesperado, sin equipaje y sin advertir a nadie de su partida.

Cuando el dos caballos frenó en el arcén Juan Sánchez se precipitó a abrir la puerta y a agradecer al conductor la amabilidad de haberle cogido. Llevaba recorridos varios kilómetros caminando por el borde de la carretera con su brazo extendido con la señal de los autostopistas. Quería llegar a su pueblo pero había perdido el coche de línea, agotado por la resaca de una juerga de despedida de soltero, y había optado por tirarse a la carretera con la esperanza de encontrar un conductor con buenos sentimientos o al menos necesitado de compañía.

Sánchez declaró que a primera vista le cayó simpático aquel conductor: un hombre de bastante más de cincuenta años, calculó, muy delgado y con el pelo y la barba cuajados de canas. Se sentó en el asiento del acompañante, dejó su bolsa de deportes en el asiento trasero, y continuaron los dos el viaje, cruzando los páramos de La Mancha en dirección a la Mota del Cuervo.

Sánchez declaró que llegó a conocer bien al señor Alonso porque éste tenía muchas ganas de conversación, y se contaron sus vidas el uno al otro durante las horas que convivieron en el interior del dos caballos. El juez pensó que los encuentros tejidos por el destino propician arranques de sinceridad entre personas muy distintas que nunca harían amistad en otras circunstancias. Miguel Alonso era un intelectual otoñal que había combatido contra la dictadura de Franco, mientras que Juan Sánchez, mucho más joven, más bajo y más grueso, era un chico de pueblo sin ninguna historia a sus espaldas, un albañil sin más estudios que se ganaba la vida como podía.

Sánchez reiteró a Miguel Alonso su gratitud por haberle admitido en su coche. Muy pocos conductores paraban para recoger autostopistas, señaló Sánchez, a causa del temor a las sorpresas y la inseguridad de los caminos. Pero Miguel Alonso le respondió que lo que él lamentaba era precisamente que nadie hiciera ya dedo en estos tiempos, y que la figura de Sánchez intentando parar un coche con el pulgar le había gustado por lo inusual y por el recuerdo que le había asaltado de su propia juventud, cuando cientos de miles de jóvenes recorrían el mundo con la sola ayuda de los conductores. Esos tiempos habían terminado, admitió Miguel Alonso con melancolía, sustituidos por la fiebre actual de tener cada cual su propio automóvil, y en los arcenes en lugar de personas sólo se veían ahora coches averiados.

Al hilo de esos recuerdos, Miguel Alonso le contó a Sánchez que había sido seminarista y casi cura, pero que renunció unos meses antes de su ordenación como sacerdote. Le empujó hacia el seminario una madre embebida de la religiosidad fanática de la posguerra, y no abandonó por una mujer, puntualizó, sino lacerado por la visión de las chabolas suburbiales del Madrid de los años cincuenta, donde los niños y las ratas compartían los jergones tirados sobre el suelo de tierra, un suelo negro que se encharcaba apenas llovía.

Aquella miseria sin límite le hizo dudar ante sus maestros sobre el sentido de su misión y le llevó finalmente a sublevarse. Le habían preparado para ser un competente secretario de obispos, o profesor de filosofía en alguna universidad pontificia, pero tras alejarse de la Iglesia decidió vivir como un obrero más en el barrio de Orcasitas.

Allí descubrió el amor con una mujer que como él había abrazado el sueño de la revolución, y terminó aliándose con los comunistas que intentaban derribar a la dictadura con un empeño que le pareció el de David frente a Goliat el filisteo. Quizás nunca fue un verdadero comunista, sino un desvalido hombre de fe que abandonó las seguridades de un dogma para abrazar luego las de otro, pero en cualquier caso no fue ni el único ni el mejor de los que tomaron aquel camino. Vinieron años de un miedo infinito entreverado con la esperanza siempre tenue de la victoria, tiempos en los que la abnegación y el coraje convivieron obscenamente con el desfallecimiento e incluso la traición.

También pasó dos años en la prisión de Carabanchel, después de soportar un interrogatorio y una paliza en la comisaría, y un juicio ante el Tribunal de Orden Público cuya sentencia condenatoria estaba escrita antes de que el proceso comenzara. Le detuvieron a título de responsable del aparato de propaganda del partido, y era cierto que editaba octavillas denunciando la ferocidad de aquel régimen, unas hojas toscamente impresas con letras borrosas y tinta que manchaba los dedos, confeccionadas con multicopistas ocultas en almacenes y en pisos clandestinos. Se distribuían con ese mismo dos caballos que ahora avanzaba renqueando, escondidas bajo los disfraces más inverosímiles. Pese a su siniestra fama, la cárcel no le pareció más desabrida que el seminario, y hasta recuperó la costumbre de escribir versos que había perdido al terminar la adolescencia.

Según declaró Sánchez, Miguel Alonso desgranaba esos recuerdos con nostalgia pero sin poner mucho énfasis, como si estuviera recapitulando y hablando para sí mismo. Cuando murió Franco decidió abandonar la actividad política y dedicarse por entero a la literatura. No estaba hecho con la misma pasta con que se fabrican los concejales y los subsecretarios, le dijo a Sánchez con una sonrisa irónica. Se convirtió en librero y después se hizo editor, fundó «Clamor», y mantuvo su empresa contra viento y marea durante años. No le resultó fácil, porque más que vender libros lo que deseaba era ganar amigos para compartir la pasión por la poesía y por la literatura, entendidas como una búsqueda sin descanso de mundos nuevos.

Todo aquello se había derrumbado como un castillo de arena o una torre de naipes, golpeado por un puñado de comerciantes sin escrúpulos que habían comprado por sorpresa su sello editorial. Lo decidieron en una junta de acreedores a la que él no fue convocado, y una mañana se presentó en «Clamor» Luis de Andreu, el hombre en quien confiaban los bancos y las editoriales de éxito, un hombre de paja, un vendedor oportunista que le había puesto a él en la calle.

Sánchez escuchó aquel relato intentando encajar todas sus piezas. Él había nacido más o menos cuando Franco se estaba muriendo, y no tenía una idea muy clara de aquellos tiempos lejanos, pero sí conocía por experiencia, le dijo a Miguel Alonso, la sensación de tener que rodar de un empleo a otro sin saber muy bien qué pasaría mañana, siempre mal pagado y todavía peor tratado por todo tipo de jefecillos y encargados de obra.

En su declaración, Sánchez insistió en que durante aquella larga conversación el señor Alonso demostró estar abatido y desorientado, pero nunca enajenado. Él intentó animarlo, no sólo por la cortesía que se espera de un compañero de viaje, sino también por un sentimiento de natural simpatía hacia una persona alcanzada por la desgracia. Quiso hacerle ver que una mala racha puede llegarle a cualquiera, y que un hombre con sus conocimientos y su cultura siempre podría salir adelante. Tenía su casa, fue enumerando Sánchez, y el apartamento frente al mar al que llegaría en pocas horas, tenía una mujer que era profesora y le quería, tenía unos hijos y unos amigos que siempre estarían de su parte. El mundo estaba lleno de gilipollas como el tal Luis de Andreu y de gente aún peor, él se había topado con contratistas estafadores que huían sin pagar los sueldos atrasados que debían. La cuestión, concluyó, era mirar siempre al futuro y no olvidar que, mientras hay vida, hay esperanza.

Miguel Alonso escuchaba en silencio aquellas palabras cuerdas mientras el dos caballos jadeaba subiendo una loma, y de golpe le soltó a Sánchez que su casa y su familia y su vida aburguesada y feliz no pesaban gran cosa, porque le habían dolido más las palabras bien educadas y llenas de desprecio de Luis de Andreu que la noche siniestra que pasó treinta años atrás en los calabozos de la Puerta del Sol. El comisario Molina lo había torturado físicamente cuando él era joven y sabía que la historia avanzaba a su favor y terminaría por darle la razón, pero lo de Luis de Andreu era algo bastante peor. Le había señalado la puerta, le había indicado sin necesidad de decirlo que su tiempo y sus obras habían concluido definitivamente. Cuando Molina lo golpeó por primera vez él consiguió sobreponerse al miedo durante unos instantes, los suficientes para gritarle fascista al comisario antes de que arreciara la lluvia de golpes e insultos. Ante Luis de Andreu se había callado, aún no sabía el porqué, quizás porque ahora era viejo, o quizás porque temía ser derrotado en la discusión, y esa inseguridad le estaba royendo las tripas y el corazón.

Sánchez no replicó porque comprendió que no sería capaz de dar con las palabras justas. El sol se estaba hundiendo detrás de las mesetas bajas que jalonaban el paisaje, y los dos hombres guardaron silencio y contemplaron la belleza tranquila del atardecer en aquellas tierras resecas.

El que Miguel Alonso y Juan Sánchez terminaran parando en el club de carretera «Sandra» es otro dato que el juez consideró sorprendente. Elena insistió en que su marido no era un hombre mujeriego, y que le parecía inimaginable que buscase la compañía de una puta de club de alterne. Sánchez declaró que fue él quien propuso detenerse allí. Estaban llegando a su pueblo, alegó, y quería despedirse del señor Alonso tomando con él unas cervezas. Miguel Alonso aceptó la idea de celebrar la despedida, señaló que correría él con los gastos, y le confió a Sánchez su pesar por tener que separarse de tan agradable compañero.

Es posible que Sánchez ocultase a Miguel Alonso que era cliente habitual del club, al que acudía un par de veces al mes para acostarse con las chicas portuguesas o dominicanas que Sandra tutelaba. El club era un solitario cubo de cemento varado a poca distancia de la carretera, coronado por un cartel luminoso en el que parpadeaba con letras rojas y verdes el nombre de su propietaria. En su interior la penumbra olía a ambientador y a serrín fresco, y las tres mujeres que atendían el local iban vestidas con unas botas de cuero negro hasta las rodillas, sus bragas y poco más.

Sandra, la dueña, declaró que conocía de sobra a Juan Sánchez, un chaval hambriento de sexo pero a la vez tímido para acercarse con éxito a las chicas del pueblo, y que al final optaba por desfogarse de vez en cuando en su establecimiento. Nunca habían tenido problemas con él. Al otro no lo conocía de nada, pero le pareció un tío elegante por los modales con que se dirigió a ella para encargarle las bebidas. Desde luego no parecía un putero normal y corriente, e intentó adivinar qué podían tener en común Juanito Sánchez y aquel tío con pintas de sabio despistado como para entrar juntos en el club y charlando como si fueran amigos de siempre.

Aunque era noche de sábado el club estaba aún tranquilo, en televisión retransmitían un partido de fútbol y el ambiente tardaría en animarse. Sentada junto a la caja registradora Sandra controlaba todo el local. Mayca y la otra chica, la polaca, habían abordado en seguida a los dos hombres en la barra, interrumpiendo su conversación. Al poco rato Sánchez alternaba con la polaca, una chica muy rubia y muy delgada recién llegada al club, y al otro se arrimaba Mayca, la portuguesa.

No había más clientes en el bar. Sánchez bebía, sonreía entusiasmado e intentaba sobar a la polaca, pero no terminaba de llevársela al reservado. En cuanto al más mayor, ése no metía mano, era Mayca quien intentaba calentarlo y casi le ponía los pechos en la cara, pero él parecía más atento a la conversación de la chica que a su cuerpo. Sandra les fue sirviendo whiskys a las dos parejas, y llegó a la conclusión de que Sánchez no tenía dinero ni para pagar las copas ni para llevarse a la polaca al reservado, y que estaba esperando a que el viejo terminara de animarse con Mayca y aceptase pagar los dos polvos.

Es evidente que Mayca, la portuguesa, le engañó, admitió Sandra, pero lo hacía con todos, o al menos lo intentaba. Cada una tenía su sistema para sacarle algo más al cliente: otra copa, un servicio en el reservado, una propina al margen del fijo que ellas cobraban por cada copa y cada servicio. A unas les daba por contar desgracias para inspirar compasión, y otras fingían ser tan depravadas como los hombres deseaban que fuesen. Mayca era de las lloronas, pero con ese cliente quizás se le fue la mano.

Mayca declaró que aquel tío no tenía muchas ganas de juerga, y por eso decidió montárselo con él en plan sentimental. A muchos hombres les iba el estilo paternal, les gustaba creer que además de divertirse un rato le hacían un favor a una chica necesitada. De ahí vino lo de contarle a media voz que tenía que reunir medio millón de pesetas para que le devolvieran el pasaporte que Sandra le había quitado, y poder salir de España camino de Marruecos, donde su marido y su hija esperaban noticias de ella desde hacía muchos meses.

Miguel Alonso debió de tragarse el cuento, sin reparar en que Mayca, por muy morena que tuviera la piel, no tenía acento marroquí sino portugués, y el juez admitió mentalmente que los hombres en esos clubes y aun fuera de ellos no miran a las mujeres ni las escuchan, sino que las imaginan.

El que un hombre que se dedicaba a editar libros de poesía y frecuentaba las tertulias del Círculo de Bellas Artes se liara a golpes con el matón de un club de carretera podía explicarse por la desolación de haber perdido su empleo. Sánchez, que se preciaba de conocerlo bien, sostuvo que de pronto debió de pensar que tenía veinte años menos y que estaba redimiendo a los pobres del barrio de Orcasitas. Pero allí no había nada que redimir, señaló. Aunque Mayca era un pendón que les contaba a todos lo mismo, al señor Alonso le dio la gana de creerse que era una pobre marroquí raptada por una mafia de trata de blancas y obligada a prostituirse en el club. Era un buen hombre, admitió Sánchez, pero no había visto a una puta en toda su vida, una de verdad, de las que hacen diez servicios seguidos en una noche sin dejar de mascar chicle.

Sandra declaró que la culpa de todo la tenían los periodistas. Publicaban artículos escandalosos hablando de mujeres esclavizadas, de chicas a las que trasladaban por las noches de un burdel a otro drogadas y metidas en camiones de ganado. La gente terminaba por creérselo, pero no era cierto, las chicas en su club estaban a gusto y todas tenían los papeles en regla. La propia Mayca llevaba un año largo con ella, y había rechazado muchas ofertas para irse a trabajar a otros clubes porque en el de Sandra reinaba un ambiente más alegre y familiar.

En cualquier caso Miguel Alonso armó un buen alboroto. Sin previo aviso dio un puñetazo en la barra, se puso de pie derribando el taburete y le dijo a Sandra a voces que iba a llevarse a Mayca al cuartelillo de la Guardia Civil para presentar una denuncia contra aquel antro. Sandra reaccionó en décimas de segundos y salió de detrás de la barra para gritarle en la cara que allí no querían ni desgraciados ni borrachos, mientras Mayca le decía balbuceando que cómo iba a ir ella medio desnuda al cuartelillo, y además para qué, si el jefe del puesto ya la conocía y también frecuentaba el club.

Sánchez tuvo que intervenir, estaba empezando a asustarse, y le rogó que no armara un lío por una guarra del tres al cuarto. Quizás se habían equivocado al entrar allí, pero echar un polvo no era una obligación, podían terminar la copa tranquilamente y marcharse, pero nunca armar un escándalo por una fulana del montón. Se pusieron a discutir los dos en medio de las tres mujeres, con las canciones de Julio Iglesias sonando por el altavoz: Sánchez advirtiéndole de que Mayca no era más que una putilla mentirosa, y Miguel Alonso insistiendo en que tenían que sacarla de allí como fuera.

Según declaró Sandra, ella esperaba que Sánchez lo pudiera convencer, pero al final tuvo que llamar a gritos a Tony, que estaba jugando con los perros en la parte de atrás, porque Miguel Alonso no atendía a razones y tiraba del brazo de Mayca en dirección a la puerta, insistiendo como un iluminado en que sólo presentando una denuncia formal podría librarse de las garras de aquella gentuza.

Tony se presentó corriendo con su camisa negra de seda muy ajustada, como a él le gustaba llevarlas, muy abiertas y marcando bien los músculos de los brazos. Según declaró ante el juez, sólo pretendía llevarlo a empujones hasta su coche y que dejara de gritar y de dar por el culo, nada más. Las noches de los viernes y sábados solían aterrizar por el club muchos patosos, pero él tenía experiencia de cómo quitárselos de encima antes de que crearan problemas. Además, no iba a zurrarle de verdad a un vejestorio que estaba en los huesos. Se limitó a sujetarlo sin hacer mucha fuerza, pero Miguel Alonso se revolvió y le dio una bofetada a Tony cuando éste le empujaba hacia la puerta.

A Tony el golpe lo cegó de ira. Soltó a Miguel Alonso para tomar distancia y le disparó un puñetazo brutal con la zurda en la boca del estómago. Miguel Alonso se dobló con un gemido y Tony le golpeó de nuevo, esta vez en el pecho, de abajo arriba, con arte de boxeador. Antes de que Sandra se interpusiera entre los, Miguel Alonso encajó un tercer puñetazo, un golpe definitivo que lo derribó al suelo casi inconsciente, con la cara aplastada contra el serrín, mientras Julio Iglesias atacaba otra canción que nadie escuchaba.

Tony le gritó a Sánchez que se llevara de allí inmediatamente a su amigo de mierda, y Sánchez tuvo que arrastrarlo sin ayuda hasta el coche y meterlo a duras penas en el asiento trasero, acostado y con las rodillas dobladas contra el estómago.

Así volvió Miguel Alonso a Madrid, tumbado sin conocimiento en el dos caballos con el que había recorrido España cuando era joven y soñaba con la promesa de la revolución. Sánchez lo llevó hasta Madrid conduciendo de un tirón a lo largo de la noche. De haber sabido que estaba herido de gravedad hubiera parado en el primer puesto de socorro, declaró, pero el domicilio del señor Alonso constaba en su carné de identidad, y pensó que si lo devolvía a su casa su mujer no dejaría de agradecérselo. Un poco de dinero siempre viene bien, y nunca imaginó que se fuera a morir por unos puñetazos de Tony. Era normal que primero se quejara un poco, medio atontado como iba allí detrás, pero en seguida se quedó dormido, a causa seguramente de todos los whiskys que le había metido Mayca en el cuerpo, y a causa también de la noche anterior que, según le había contado, pasó en claro y leyendo hasta el amanecer.

Sánchez terminó dando con el chalé adosado porque había cumplido el servicio militar en el cuartel de El Goloso, y recordaba las calles de la zona norte de Madrid. Cuando aparcó frente a la casa, que a esas horas de la noche tenía todas las ventanas iluminadas, se volvió para despertar a Miguel Alonso y anunciarle que ya habían llegado.

Nadie se muere por un puñetazo, pero a veces sí, explicaría después el forense, es un problema de mala suerte, aunque Miguel Alonso había muerto realmente de un infarto de miocardio agudo. Presentaba hematomas y una costilla fracturada, y sin duda el dolor le hizo perder el conocimiento, pero la causa directa de la muerte fue una crisis cardíaca provocada por la violencia de la discusión y la humillación de la paliza, una crisis que Sánchez no fue capaz de ver. Sánchez lo fue advirtiendo mientras zarandeaba cada vez más deprisa y más asustado al señor Alonso en el asiento trasero, y ante su inmovilidad le decía casi llorando no se muera, mierda, no se muera sólo por haber perdido su editorial y por unos puñetazos del animal de Tony, no me haga la faena de morirse ahora.

Así lo encontraron su mujer, y sus hijos, y un puñado de amigos preocupados que esperaban noticias, entre los que había editores, poetas, y hasta un director de cine de mediana fama. Salieron de la casa y rodearon asombrados el dos caballos. Antes de llegar al coche Elena se dio cuenta de que su marido estaba muerto, tan muerto como ella se lo había imaginado esa misma mañana, y recordó estremecida de angustia el beso con que se despidió de él para siempre y lo dejó solo, leyendo en el salón hasta el alba. Sánchez repetía entre sollozos que la desgracia siempre se ceba con la buena gente, y uno del grupo dijo que había que llamar inmediatamente al juez de guardia y que él aclarase toda esta historia.

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