Desde aquel altozano divisó, al fin, Comala con todas sus casas y edificios blancos refulgentes y se animó. Picó con las espuelas a su corcel negro de largas crines para avivar el trote por aquel camino pedregoso que caía al pueblo. A pesar de ser primero de noviembre el calor apretaba de manera inusual para esas fechas. Entró al pueblo y se dirigió a la plaza principal. Allí se bajó con solemnidad del caballo. Los ancianos desocupados allí congregados clavaban sus afiladas miradas en aquel jinete enjuto y de piel bruñida con casaca verde. Su llegada rompía la monotonía del pueblo como en el verano lo haría una tormenta. Se les presentó como emisario del gobernador. Debía entregar una comunicación a las autoridades de Comala. Tras la derrota, con honor, del ejército mejicano en Churubusco, el 20 de agosto, frente a los gringos, parte de la soldada hecha prisionera había sido puesta en libertad y los que eran oriundos de Comala estarían a punto regresar a sus casas. Se rogaba al pueblo que los recibieran con honores. A pesar de la derrota habían luchado de manera heroica.
—No siempre gana David a Goliat.
Les dijo el correo del gobernador para romper el silencio al ver aquellas caras mohínas, curtidas por el sol y la vida hostil.
Después sólo le quedaría para acabar entregar otra carta así que, viendo que la tarde caía ya sobre su cabeza, se apresuró y se internó por un vericueto de calles estrechas y alambicadas, pero tras varias vueltas sin éxito la impaciencia se adueñó de él y —aunque tenía orden de entregar carta en mano— temeroso de ser sorprendido por la noche cuando más trasiego había entre el mundo de los vivos y el de los muertos desistió. No quería que esa noche le cogiera galopando por los caminos y se marchó de aquel lugar lo más rápido que pudo.
Pronto en Comala corrió la noticia de que los jóvenes que luchaban en el ejército estaban a punto de regresar y casi al caer la noche unos campesinos rezagados que venían de unas fincas distantes dijeron haber visto muy a lo lejos a un grupo de soldados por el camino.
A Pascuala Ramos le embargó una alegría que le estrujaba el corazón. Era una mujer joven de cabello largo y negro que casi le llegaba a la cintura. Nada más enterarse corrió a su casa y preparó unas jofainas de agua caliente para lavarse. Se desnudó y frotó con jabón todo su cuerpo y cuando pasaba el jabón por sus pechos imaginaba que sus manos eran las de su amado Pedro. Después preparó agua de azahar para perfumarse y peinó y repeinó su cabello brillante con paciencia girando el cuello de un lado a otro. Se vistió y acudió a la plaza, a esperar como otras mujeres a que llegaran los soldados, pero allí no aparecía nadie. Abatida regresó a su casa no sin antes poner una velita en uno de los altares dispuestos para el día de los difuntos.
Pascuala no entró a la cocina para coger siquiera un trozo de pan. Tenía hambre, pero de otro tipo. Subió a la alcoba y se desnudó. Su cuerpo suave, moreno y menudo se reflejó en el espejo. Ver su imagen le hizo recordar. Le gustaba la imagen que reflejaba el espejo del dormitorio cuando Pedro la estrechaba entre sus brazos por la espalda y comenzaba a besarla por el cuello, apartando su melena hacia delante. Suspiró y apagó de un soplo cansado el candil antes de acostarse. Tardó en conciliar el sueño. Hacía demasiado calor, pero en mitad de la noche una brisa gélida la despertó. Un frio denso invadía la habitación y se levantó desconcertada por ese brusco cambio de temperatura para echar el postigo de la ventana. Su cuerpo se estremeció y sus dientes castañearon un rato hasta que volvió a entrar en calor cubriéndose entera con las sábanas. Fue entonces cuando oyó girar el pomo de la puerta que daba a la calle. Cuando un momento antes había cerrado la ventana creyó ver las ramas de las palmeras todas calmas y quietas, pero que otra cosa si no. <<Será el viento>>, pensó enroscándose en su lado de la cama concentrada en el más mínimo ruido que se pudiera oír por la casa. Alguien subía por la escalera. Unos pasos se aproximaban, pero no temió. Era Pedro; eran sus andares que tan bien conocía ella. <<Había llegado por fin>> se dijo. Al poco, algo se deslizó entre sus sábanas y una mano fría como el metal acarició su espalda, apartó el cabello hacia un lado y juntó sus labios contra su nuca. Ella se giró hacia su amado y acarició su torso desnudo, más delgado que cuando se marchó y más pálido. Pascuala miraba a su esposo con ojos cada vez más grandes y llenos de brillo. Lo besó y lo abrazó. Recorrió con la yema de sus dedos toda su piel hasta, incluso, un círculo de bordes cicatrizados en mitad de su pecho.
Cuando Pascuala despertó, se restregó los ojos confundida. Abajo en la calle se oía el relinchar de un caballo golpeando con sus cascos el empedrado. Recordaba al detalle todo lo sucedido, pero dudada que hubiera sido real. Para ser tan temprano volvía a hacer un calor sofocante, ni rastro del frío que la despertó en la madrugada, pero al otro lado de la cama, el colchón estaba hundido y eso no lo estaba soñando. Bajó las escaleras. La puerta estaba abierta y cuando salió a la calle un corcel negro de largas crines estaba frente a ella. El animal al verla se giró y le mostró su costado con las alforjas. Pascuala las miró y sacó una carta dirigida a ella con membrete del ejército de México. Un pálpito la hizo palidecer. Ya sabía lo que en aquella carta querían comunicarle.
A su manera, ya lo había hecho antes su amado y difunto esposo.
FIN
Sublime por la sencillez que brota de estas líneas. Me traslada a los ambientes de «Pedro Páramo».