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El amigo del pintor

diciembre 4, 2002

París 1920. Barrio de Montmatre. Una buhardilla fría y húmeda en lo alto de un edificio que se sustenta de forma precaria. Allí malvive Pierre, un pintor mediocre con ínfulas de gran maestro.
Pierre era el pequeño de ocho hermanos, todos varones. Su madre murió durante el arduo trabajo de traerlo a este mundo y se crió sin cariño, sin cuidados pero sí con la mano dura de su padre.
La familia era propietaria de una de las finca más importantes de la comarca. Su progenitor necesitaba todas las manos disponibles para llevarla adelante y ponía a trabajar a cada uno de sus hijos en el momento en que tenían la edad o el tamaño suficiente para sujetar alguna herramienta.
Pero Pierre nació y se crio delicado de salud así que, paso la mitad de su infancia vagueando solo por los campos, mientras sus hermanos, chicos grandes y fuertes, dedicaban todo su tiempo a las faenas del campo.
Cuando llegó a la adolescencia, su cuerpo no se desarrolló lo suficiente y se quedó pequeño y flaco. Su padre le miraba con desprecio la mayor parte de las veces sin saber muy bien que hacer con él.
Un día en el que este se encontraba tomando un tentempié con el administrador de la finca, después de revisar los números, el chico salió a colación.
– No sé que hacer con él. No me sirve para trabajar pero no puede seguir deambulando por ahí sin oficio ni beneficio. Se está haciendo mayor.
El administrador afirmó con la cabeza y, después de cavilar durante un rato dando tientos constantes a su vaso de vino, se decidió a hablar.
– Verá Sr. Dupont, yo creo que, ya que el chaval es escuchimizado y poco útil, quizá enviándolo a la capital como aprendiz de escribiente solucionaría el problema. Así usted cumple con su deber de padre y, a la vez, se quita un gasto inútil de encima.
Al Sr. Dupont se le iluminó la cara. Pero, con la misma facilidad que surgió, la luz de la esperanza fue sustituida por el gesto de la duda.
– Hombre, Camille, es una gran idea pero, ¿como se hace eso?.
Camille, con una enorme porción de queso de cabra en la boca que casi no le permitía hablar, empezó a agitar la mano como si se estuviera ahogando.
– No hay problema, dijo mientras trozos de queso salían unidos a sus palabras, no se preocupe por eso. Mi oficina tiene una sucursal en París. Enviaremos al muchacho con una carta de recomendación para el director.
Y así, una fría mañana de diciembre, el chico abandonó el único entorno que había conocido en su corta vida, para ir a enfrentarse con un mundo que imaginaba lleno de duendes y hadas, como el bosque cercano a casa en las noches de verano.
Sus primeros años en la gran ciudad fueron rutinarios, de tal manera que, pasado el tiempo, prácticamente no los recordaba. Catorce horas diarias trabajando para después volver a un camastro en un cuchitril compartido con diez tipos más de todas las calañas.
Los dedos se le entumecían, sujetando la pluma con la que anotaba columnas interminables de números sin sentido para él.
Pasados tres años, lo único que había visto de París era, el cuarto donde dormía y las oficinas donde trabajaba.
Un domingo por la mañana, de esos de primavera, soleado y claro, donde la ciudad resplandece como sacada de un cuento de hadas, decidió que era hora de salir más allá de los límites del terreno conocido.
Había oído hablar a sus compañeros de lo magnífico que era el paseo a orillas del Sena, con el colorido excepcional que los innumerables pintores que allí se congregaban, impriman a cada paso.
Resuelto a verlo por si mismo, se puso el traje que usaba para trabajar y salió del cuartucho, sin sospechar que, está insignificante acción, iba a cambiar el resto de su vida.
Como era previsible, quedó encandilado por el ambiente que se vivía en esa zona. Pero hubo algo más. Una decisión se instaló en su mente y arraigó de tal manera que no le permitió dejar opinar a su sentido común.
¡Quería ser artista!. Quería jugar con los colores como un mago con sus trucos. Quería plasmar las bellezas de París para que el mundo las admirara a través de sus pinceles.
Pero, sobre todo, quería ser famoso.
No perdió, pues, ni un minuto. El lunes por la mañana, al inicio de su jornada laboral, se dirigió directo, con la resolución pintada en el rostro, al despacho del director donde entró como una tromba sin ni siquiera llamar.
Este le miro sorprendido:
– Perdone caballero pero, ¿quién es usted y como se atreve a entrar de esa manera?.
De repente, Pierre fue consciente del arrebato que le había llevado a comportarse como un salvaje loco. Se sintió terriblemente avergonzado, se puso rojo hasta las orejas y comenzó a sudar. Pero su determinación se conservó intacta.
Así que, con la mirada clavada en el suelo y voz apenas audible, dijo:
– Sr. Director, soy Pierre Dupont, trabajo aquí como escribiente. Quiero la cuenta. Me despido del empleo.
El Sr. Director le miró con la curiosidad con la que se observa a un animal de una especie desconocida.
– ¡Claro, Dupont! Ya le recuerdo. Pero esta es una situación muy anómala. Deberé informar a su padre de su petición. Vuelva a su puesto, yo me pondré en contacto con él y cuando reciba una respuesta le avisaré.
Pero nuestro amigo no estaba dispuesto a esperar. Y mucho menos, la decisión de un padre ausente, que se había desecho de él cuando aún era casi un niño, enviándole solo a la gran ciudad.
Salió, cerró la puerta, esta vez incluso con delicadeza, y, con paso decidido, sin mirar atrás, se fue de las oficinas a las que jamás iba a volver.
Las siguientes semanas las dedicó a organizar su nueva vida según el entendía que debía ser.
Sacó del interior de su jergón los ahorros de los tres años dedicados a crear columnas de números y documentos oficiales. Siempre pensó que si guardaba la mayor parte de sus estipendios, con el tiempo, podían sacarlo de alguna situación complicada. No todas las enseñanzas de su padre habían caído en saco roto.
Durante semanas buscó el estudio ideal, en la zona adecuada y que no acabara completamente con el dinero del que disponía. Y un día, encontró aquella buhardilla en Montmatre, no tenía la clase que él esperaba pero, con el tiempo y cuando fuera ganando prestigio, ya se trasladaría a un escenario más acorde con su talento.
Una mañana, cuando ya había hecho acopio de todas las herramientas necesarias para crear, por fin, se enfrentó con el lienzo en blanco.
Y pensó en su casa, aquella que había tenido que abandonar hacía tanto tiempo. Recordó la exuberancia de los pastos en primavera, el estallido en miles de colores de las flores, el vuelo sutil y delicado de las mariposas, el canto de las chicharras en el calor del verano, los tonos cambiantes de las hojas de los árboles en otoño.
Cerró los ojos y se dejó invadir por la tristeza tranquila, derivada de la nostalgia.
Sus manos empezaron a moverse solas, recorrían el lienzo trazando líneas puras, perfectas. Mezclando colores para crear otros que sólo existían en la imaginación humana.
Durante tres días pintó sin parar para nada, como si el espíritu de la creación lo hubiera poseído. Cuando acabó, cayó rendido en una silla y se durmió casi antes de tocar el asiento.
Despertó veinticuatro horas después, con el cuerpo dolorido y un hambre de lobo. Delante se encontraba el cuadro tapado por una sábana blanca. No recordaba haberlo cubierto, ni siquiera sabía que había pintado.
Lo puso en la posición en la que recibiera directamente todo el sol que entraba por los ventanales y se dispuso a admirar su obra.
Retiró el velo que la cubría de manera lenta, casi con miedo. La sorpresa le dejo inmóvil con la sábana en alto. La escena campestre que se mostraba parecía saltar desde el lienzo, de lo real que era. Sus colores casi deslumbraban más que el sol que, desde el cielo, la iluminaba.
Satisfecho, se dirigió al mejor café que conocía para procurarse un magnífico banquete. ¡Se lo merecía!.
Y este fue el segundo paso que Pierre dio para sellar definitivamente su destino.
El café estaba lleno de clientes. Puso cara de fastidio, veía alejarse la fantástica comida que se había imaginado y que ya le hacía la boca agua.
De repente, desde una mesa al fondo del local, vio a alguien que se levantaba y le hacía gestos para que se acercara.
– Hola, me llamo Gilbert. No nos conocemos pero tienes pinta de estar hambriento. Si a ti no te importa podemos compartir la mesa.
Nuestro pintor no lo dudó. Le agradeció infinito a su benefactor su deferencia y se sentó dispuesto a disfrutar, no sólo de la comida, si no de una inesperada conversación.
– Me presentaré como Dios manda, dijo su interlocutor, me llamo Gilbert Fablet. Y tendió su mano a modo de saludo.
– Yo soy Pierre Dupont. Contestó aceptando el apretón.
Fue una velada muy amena. La conversación versó sobre infinidad de temas diferentes y la conexión entre los dos hombres fue más que evidente.
Y entre las palabras pérdidas de esa noche, el pintor hizo un gran descubrimiento acerca de su nuevo amigo… ¡¡Era marchante de obras de arte y tenía una galería!!.
No podía creer tener tanta suerte. Parecía como si el destino le hubiera estado reservando todas estas sorpresas, esperando con paciencia, a que él se decidiera a cambiar de camino.
Gilbert se ofreció a subir a su estudio y darle una opinión sincera sobre su primera obra.
A partir de aquí, todo fue una locura. El marchante le encargo más cuadros para poder organizar su primera exposición.
Esta tuvo un éxito inesperado para un autor desconocido como él. En poco tiempo sus pinturas se convirtieron en el capricho de la alta sociedad parisina. Toda familia burguesa que se preciara, debía tener un cuadro suyo colgando de sus paredes.
Fue invitado a exponer en Londres, Berlín, Madrid, Moscú…
Pero nuestro amigo no era feliz. No podía disfrutar de su fama. No tenía tiempo de asistir a las innumerables fiestas en donde era el invitado de honor y, así, sentir la admiración de la gente. Era tanta la demanda que, para poder cumplir con sus compromisos de entrega, debía permanecer prisionero en su estudio durante días, semanas, pintando sin cesar. Y el poco tiempo que se permitía cerrar los ojos, le asaltaban horribles pesadillas donde, caras desconocidas se le echaban encima con enormes bocas abiertas, gritándole cosas que él no podía entender.
Empezó a sentir miedo. Un miedo paralizante que le impedía estar dentro de espacios llenos de gente. Y el encierro obligado en su taller, que al principio era una tortura, se convirtió en una bendición. Su mundo se redujo a su pequeño estudio y las veinticuatro horas de su día eran la creación constante, compulsiva. Las pinturas se iban acumulando por todos los rincones de la habitación sin dejar, casi, un minúsculo espacio vacío.
El terror que le producían sus pesadillas constantes, le impedían dormir. Esas voces en sus sueños a las que, por fin había conseguido entender, le exigían «crea, crea, crea…».
Y una noche, cuando su cuerpo se negó a seguir, Gilbert se presentó ante él.
– Muchas gracias, Pierre. Has sido uno de mis mejores instrumentos. Te di el don de la destreza excepcional y le supiste rendir el homenaje que merece. Tu producción a sobrepasado mis expectativas más ambiciosas. Con todo esto tendré negocio para mucho tiempo.
Los ojos inyectados en sangre del pintor le miraron sin comprender. Consiguió balbucear:
– ¿Qué quieres decir? ¡El talento es mío, soy un gran artista!.
La risa, lúgubre y cavernosa del marchante resonó en toda la habitación.
– ¿En serio crees eso?¿De verdad pensaste alguna vez que, un tipo insignificante como tú, que nunca había sostenido un pincel, de repente podía convertirse en un maestro?.
Las manos de Pierre empezaron a temblar, sus ojos se llenaron de una pena infinita y sus lágrimas, lágrimas amargas, inundaron su cara.
Gilbert continuo, implacable, imprimiendo a sus palabras todo el desprecio del mundo.
– Solo eres un gusano pagado de si mismo. Siempre fuiste un inútil bueno para nada pero, eso sí, tu ambición superaba todos los límites. Hubieras hecho cualquier cosa por ser alguien, por tener la admiración del mundo. Bueno, yo te di lo que querías y, a cambio, me has prestado tu cuerpo para contener la creatividad, la maestría en estado puro. Algo que, por su poder, consume el organismo al que posee. Tu cerebro esta frito. Eres un recipiente estropeado, ya no me sirves.
Y Pierre Dupont, el mejor pintor que el mundo había conocido, desapareció de la misma manera que surgió, de repente, de un día para el otro, envolviendo su nombre en un halo de misterio. A partir de ahí, la cotización de sus obras se multiplicó por mil.
Nadie le relacionó con el suicida aparecido en las orillas del Sena.
Cuando, la casera entró en su estudio, extrañada de que no le pidiera el almuerzo, solo encontró montones y montones de cuadros. En el caballete permanecía, abandonado, un boceto sin terminar de lo que semejaba una cara con la boca abierta. Una obra inconclusa que parecía pintada por un niño poco hábil.

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