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No lo rajé de milagro

diciembre 4, 2002

Entré en aquel bar semivacío y en penumbra. Apenas tres o cuatro parroquianos solitarios en el mostrador, con un vaso de vino en la mano. A veces me pregunto, –porque me agrada filosofar–, en qué pensará esta gente en tales circunstancias y tanto tiempo clavada en el asiento, inflada o no de vino. A mí me gusta entrar a los bares a mear o a comer.

En el beber soy sobrio.

Me apontoqué en la barra y pedí un tinto de la casa y un bocadillo de calamares fritos. Al terminar solicité la cuenta que subía a cinco euros, los dejé sobre el mostrador y salía displicente y sin conflicto cuando sentí que me gritaban:

– ¡Eh! Que aquí no servimos gratis. ¡Aquí se paga!

Me volví parsimonioso, regresé al mostrador y con cierta flema miré al Nota a los ojos y le expliqué sin alzar la voz:

–Me dijo que mi gasto ascendía a cinco euros y dejé el billete en el mostrador. Yo acostumbro a pagar lo que tomo y a cortarle los huevos al que lo duda.

–Pues aquí no hay nada, me respondió el dueño del bar, ahora con la voz aflautada.

–Eché un vistazo a la derecha, un viejo harapiento, cagado de barro y yeso, con la boina capada, se tomaba un vino con garbanzos torrados de tapa. Lo miré severo y dije impertérrito:

–Éste ha sido, este desgraciado ha cogido los cinco euros. El abuelo me mira sorprendido y veo que no me respira. ¡Más le vale! Se dirige al tío del bar de nombre Manolo y le habla:

–Manolo, he tenido un día cabrón, ocho horas colgado en el andamio desde una novena planta encalando fachadas, vengo a tomarme un chatillo antes de cenar con la María y ahora este payo me llama ladrón y……

El tal Manolo lo interrumpió.

– ¡Calma, señores! El billete está aquí, había caído entre los vasos sucios, seguro que debido a un golpe de aire, todo arreglado.

Miré al viejo, ya tenía mi navaja en la mano, no lo rajé de milagro. Esa noche estaba de buenas. El abuelo se me encara, ¡Tuvo cojones! Y va y me dice:

–Discúlpese…. por lo menos.

–Si este señor no encuentra el billete es obvio que lo hubiera cogido usted –le dije y no dije más. Guardé la cabritera en el bolsillo y salí.

La noche estaba fría, me alcé el cuello de la chaqueta, metí las manos en los bolsillos y caminé aprisa jurándome que no volvería más a aquel antro inmundo y lamentando no haber rajado al abuelo. El cabronazo me exigió disculpas ¡A mí, eh! Desde luego me estoy amariconando, esta noche dormiré mal, lo veo venir. Igual vuelvo y le pico una nalga, siquiera sea para jubilarlo del andamio.

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