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Oh Sevilla

diciembre 4, 2002

Mi jefe, el jefe de todos cuantos aquí trabajamos, el propietario de mi futuro, me convoca a su despacho y yo, sorprendido por la noticia, subo, trepo hasta la última planta del alto edificio y entro asustado, levemente tembloroso, falsamente sonriente, sutilmente encorvado, en la inmensa sala (tan acristalada y tornasolada, tan magnífica y resonante y vacía como una catedral) desde la cual él gobierna su imperio mercantil.

Quiero que me acompañes al congreso de Sevilla, me dice sin mirarme, sin levantar la vista de los papeles que lee o acaricia, y yo tiemblo ahora de placer, babeo como un perro agradecido al que su dueño muestra la correa junto a la puerta del piso, la alegre e inequívoca señal de que mi amo y yo saldremos a pasear.

¡Acompañaré al jefe al congreso anual de Sevilla! ¡Disfrutaré del privilegio reservado a los más altos directivos, a los más íntimos cortesanos! ¿Quién soy yo? Tengo ya cincuenta y siete años. No soy joven. Tampoco tengo el dinero suficiente para poder comprar los privilegios de la juventud y convertir así mi madurez en algo aceptable, tolerable al menos. A mi escasa importancia dentro de la empresa, dentro de cualquier otro sitio, se une la grasa que se acumula en mi abdomen y alrededor del cuello, grasa también en las tetas que me cuelgan femeninas, peludas y repugnantes. Embutido en mi traje gris (más claro, más oscuro según las estaciones) desempeño mi trabajo de ordenanza, de recadero, de semoviente, fumo sin cesar, muevo la cola, admito que soy tan débil que bastaría un solo golpe para derribarme.

¡Oh, Sevilla! En la empresa todo son ahora habladurías acerca de mí, acerca del jefe y yo, del amo y su perro de ocasión. ¿Por qué me ha tocado a mí el premio de este año? ¿Qué ha visto el jefe en él? A mi edad, ayuno de conocimientos valiosos, falto de energía y audacia, ágrafo y mudo en inglés y en las restantes lenguas lejanas, mediocre en definitivas y redondas cuentas, debiera ser carne de extrañamiento mercantil y mal pagada prejubilación, no halagado, no premiado, no paseado.

Eso piensan todos sobre mí (con lógica irrebatible e inútil), incapaces de admitir que el poder sólo es admirable cuando es arbitrario, incapaces de reparar en que sólo el jefe es el auténtico propietario de mi futuro, en que sólo a él le compete decidir si los días que me restan por vivir serán luminosos o miserables, insignificantes o espléndidos, muchos o pocos. Como los grandes, malvados, inescrutables emperadores romanos, el capricho de su dedo pulgar quita o salva la vida sobre la arena del circo, convierte al caballo en senador, manumite al esclavo, y él ha decidido citarme al amanecer en la estación ferroviaria de Madrid-Atocha y viajar juntos, hermanados, al congreso de Sevilla.

Está amaneciendo arriba, sobre las calles y las glorietas de Madrid, mientras el metro me lleva (subterráneo y anónimo) desde mi casa hasta el encuentro con mi jefe. En el vagón, para hacer más llevadero el hacinamiento, para soportar las caras que se me acercan y me agreden, las caras aún borrosas de las primeras horas de la mañana, clasifico a los que me rodean, me consuelo al comprobar cuántos de ellos están por debajo de mí en la pirámide social, en la escala de la humillación. Descubro a inmigrantes a buen seguro explotados y engañados, a pobres habitantes de infames viviendas, a pobres mujeres de la limpieza a las que imagino golpeadas por sus maridos, abandonadas por sus maridos, a pobres mucho más pobres que yo.

En la parada de Ópera se incorpora al vagón un chico agraciado, mal vestido, que tocará el acordeón para entretener a los viajeros. Estás jodido chaval, al borde de la mendicidad o ya instalado en ella, pienso, apenas sabes tocar, mejor dicho: no sabes tocar, y las monedas que obtengas serán de pura caridad. Pero me equivoco: no está tan jodido, no del todo. Con él viene una chica aún más joven que él, más agraciada que él, una chica que le sigue y pasa un bolsito para recoger las monedas. Privilegios de la juventud de los que yo no puedo disfrutar, ella te ama y te cree un músico de verdad, se entrega a ti y recoge las limosnas de tu mala música de artista-mendigo. Disfruta de ella mientras puedas, cabrón, pienso dominado por la rabia ante la evidencia de un inferior (mendigo y falso músico, acosado sin duda por la policía del metro) que se acuesta con ella, con esa chica pálida y mal dormida que a mí nunca me aceptaría como amante.

Ahora se detiene frente a mí, la presión de los viajeros que entran la empuja contra mí, me mira y yo veo muy cerca, demasiado cerca, su cara de niña que se escapó de casa con él, para él, pero me resisto y no echo limosna en su bolsito: no se deben alimentar las esperanzas. Mejor que le abandones cuanto antes, mejor que se restablezca el orden cuanto antes, mejor que él se quede solo, sin la compañía de tu carita tan guapa y el refugio de tu coñito dulce, mejor que se dedique abiertamente (¡fuera el acordeón!) a pedir de rodillas unas monedas, mejor que se convierta luego en ladrón, que sea encarcelado y se pierda, mejor así.

Desaparecen los dos entre el gentío que entra y sale de Atocha, y yo me olvido de ellos mientras cruzo apresurado el jardín tropical y botánico de la estación, con sus chorros de vapor de agua que surgen entre las palmeras y los helechos, y que parece una reconstrucción del período terciario bajo la cubierta de hierro y cristal.

Allí está el jefe, resoplo fatigado, y corro hacia las escaleras mecánicas para subir a su encuentro. Mientras asciendo él me observa desde arriba, en majestuoso contrapicado, tan elegante y sobrio en su carísimo atuendo, tan atlético y bien parecido, tan joven y sin embargo tan encaramado ya en lo alto de la pirámide social, tan superior a mí en todo, que reconozco, celebro y agradezco el que mi amo sea un auténtico príncipe.
Buenos días, digo, ladro alegremente.

Vamos, dice él.

Primera clase, qué menos. El tren se desliza a alta velocidad, el tren vuela sin ruido ni esfuerzo (al igual que corren y vuelan sin esfuerzo los trenes de magia en los sueños de los niños que esperan sus juguetes), y su carrera de atleta imparable consigue que en las ventanillas el paisaje se deforme como en los aparatos de ilusión óptica anteriores al invento del cine.

Vagones de lujo para los grandes hombres de negocios, a los que se permite viajar con sus animales de compañía. Como las mujeres muy guapas que se dejan acompañar por una amiga más fea, más desdichada, una amiga secundaria destinada a resaltar la belleza de la principal, mi razón de ser en el congreso de Sevilla será que mi jefe resulte más poderoso, más inteligente y deslumbrante, más deseable. ¡Torpes y envidiosos compañeros que os quedáis rabiando en Madrid! Vuestro error consiste en querer imitarle, vuestro error estriba en que os alzáis de puntillas a su paso, en vez de arrodillaros. No saben que quien se humilla será ensalzado, y aquí estoy yo sentado a su lado, aprendiendo de sus modales egregios y poderosos, de los gestos propios de quien gobierna y decide sobre miles de almas tan desdichadas como la mía.

No debo avergonzarme de mi calva ni de mi escasa estatura, concluyo mientras llegamos al hotel (cuyos precios son desorbitados y sus servicios fastuosos) y una legión de amables empleados se ocupan de nosotros, porque la sabia organización social ha dispuesto que también los escuderos, los comparsas y los perros de los grandes disfruten de forma vicaria o resumida de sus privilegios. Así que tomo posesión de mi habitación, marco mi territorio echando una meadita en el suntuoso cuarto de baño, y bajo a la gran sala de convenciones para asistir a la apoteosis de mi amo.

Como los cardenales en los concilios de la iglesia, con la misma unción y magnificencia, así escuchan y valoran los grandes accionistas y supremos directivos los resultados económicos del ejercicio, la expansión de nuestro grupo empresarial, la crónica de conquistas, de fortalezas mercantiles sitiadas y tomadas, de logros y hazañas contables que mi jefe va desgranando ante ellos. No les aburriré hablando de cosas de las que no entiendo (finanzas internacionales que van y vienen volando sobre los océanos, como bandadas de billetes migratorios en busca de mejor clima). Sentado en la última fila del auditorio me torturan las ganas de fumar, me dedico a mirar a las azafatas que permanecen de pie, con las manos unidas sobre el vientre, castamente vestidas, y luego acuden solícitas a la señal de una mano alzada por cualquiera de los congresistas.

La más guapa de todas ellas (¡sabiduría de nuestra organización social que nada deja al descuido!) atiende a la mesa presidencial. Está situada detrás del jefe y puede apreciar su aroma, puede percibir las oleadas de energía y poder que emanan de un verdadero caudillo, la facilidad y la magia con que mi amo se ha metido en el bolsillo a todo el congreso, a todos esos cardenales y obispos de la iglesia triunfante que esperan el final de su discurso para empezar a aplaudir hasta romperse las manos.

Deben hacerlo, quieren hacerlo, porque les ha prometido beneficios aún mayores que los de hoy, les ha hecho soñar con el lucro incesante y el amparo del dinero, y la sala de convenciones es ya un clamor. Yo también aplaudo emocionado, las cámaras de televisión inmortalizan este acto del que darán cuenta sin tardanza en el apartado de la buena, inmejorable, marcha de nuestra economía, los periodistas piden, suplican unas palabras suyas, toda la mesa presidencial le abraza y también la linda azafata (¡mi amo te ha gustado, no lo niegues!) sonríe y se acerca a él sin necesidad de que él alce una mano.

Privilegios del macho dominante que no puedo ni discutir ni alcanzar. Pasado el barullo (hay que saber esperar el turno, guardar la cola) busco al jefe para felicitarle y él está hablando con la azafata (haciendo un aparte, diríamos) en una esquina del salón de festejos del hotel. (Se llama salón “Sierra Nevada” y está repleto de conversaciones, de risas, del alegre entrechocar del cristal de las copas). Ella le ríe las gracias, ronronea, no pierde palabra mientras ordena y desordena con la mano su negra melena de andaluza guapa: así él podrá apreciar mejor el cuello ofrecido, las orejas bellísimas de las que cuelgan unos pendientes que reproducen, en pequeñito y en oro, la Giralda.

¡Enhorabuena! digo o exclamo como si hiciera falta decirlo, como si mis humildes palabras pudieran añadir algo más a su larga lista de triunfos. Mi amo me agradece brevemente la felicitación y sigue charlando con la deslumbrante y dulce azafata, que ni siquiera me ha mirado. Mientras me retiro (sin darles la espalda) oigo los retazos de la conversación de mi jefe: Montecarlo, dice, algo así como que yo estaba, o voy a ir, a Montecarlo.
Irás donde tú quieras, amo, y te la tirarás esta misma noche, porque ellas gustan del triunfo y del macho poderoso (reconozco), y ella ya tiene decidido, sin necesidad de que tú le hables más de Montecarlo, esperarte luego en tu habitación, tumbada sobre la cama como una leona que se entrega al rey de la manada, desnuda y sonriente como un regalo, o vestida tan sólo con los pendientes. ¿Acaso no haría yo lo mismo si no fuera hombre, y viejo y feo? ¿No me ofrecería al vencedor? ¿No lo hago?

Dormiremos en Sevilla. Desde la ventana se distingue la ciudad iluminada y nocturna y yo me ducho (he bebido bastante) y dejo todas las toallas húmedas y tiradas en el suelo del cuarto de baño. Paseo desnudo por la habitación, me veo en el gran espejo y mi cuerpo me sorprende como una desagradable broma. Sigo pensando en ellos, lo siento, no puedo evitarlo.

Me sirvo una copa del minibar (otra más) y busco una película pornográfica con el mando a distancia del televisor. Estarán follando ahora mismo o estarán ya cansados de hacerlo, el león y su leona, el ganador y su trofeo. Así son las cosas, perrito mío, querido y paseado perro, y tú debes masturbarte pensando en ello y luego dormir tranquilo, que mañana volveremos a Madrid en nuestro lujoso tren más veloz que el viento y ya veremos cuándo vuelves (si es que vuelves) a salir con el jefe y a dormir en hoteles que no puedes pagar.
Lo intento desesperadamente, me imagino a mi jefe y a su azafata, me agito desnudo y repulsivo ante el espejo como una bailarina gorda de tetas peludas, como un hombre mayor que intenta meneársela en la habitación de su hotel y (queridos amigos) no lo consigo.

¡Noches mágicas, perfumadas, de la muy bella Sevilla! Os contaré ahora el resto de mi aventura, aventura digna de un cuento de las mil y una noches, aventura digna del cuento del califa insomne que, disfrazado de mercader, se paseaba de noche por su ciudad.

A las tres o a las cuatro de la madrugada, hambriento de sexo como perro en celo, impulsado por una fuerza que tira de mí, decido vestirme. Prescindo de la corbata, salgo de la habitación en desorden (el televisor encendido, los vasos desperdigados por todas partes) y cruzo el gigantesco vestíbulo mientras compruebo que la billetera está en el bolsillo interior de mi chaqueta. Luego me acomodo en el asiento delantero del primer taxi que espera frente al hotel y le pido al taxista que me lleve a algún club de chicas cariñosas.

Mi tono de voz al indicar el destino es el de alguien que necesita una farmacia de guardia o un médico de urgencia: el amable taxista ni siquiera se permite una broma cómplice sobre mi calentura. El taxi arranca y recorremos calles que huelen a jazmines, luego entramos en una autopista de circunvalación, después cruzamos barrios dormidos y morunos, y finalmente nos alejamos de la ciudad. ¿Nos falta mucho?, pregunto cuando el coche se interna ya entre los olivares y en mi agitación extrema creo oír muy cerca el mar de los navegantes y de los conquistadores de las Indias. Le voy a llevar al mejor club de putas de toda Andalucía, responde el taxista, está un poco lejos pero merece la pena.

En seguida dejamos la carretera y tomamos un camino secundario, luego cruzamos una verja, recorremos a poca velocidad un breve trecho de camino no asfaltado sino de fina arena entre los pinares (la luz de la luna de mayo lo iluminaba todo) y el taxi se detiene frente a una casa de campo que es una mezcla de cortijo y de mansión de astro del cine en California, un templo de la eyaculación pintado de color crema.El portero (no un portero matón y mal encarado, sino un complaciente, pequeño y gentil maestro de ceremonias) me invita a pasar, ¡bienvenido señor, le esperábamos!, y yo entro en un salón en penumbra y a la vez centelleante, un paraíso tan lujoso como el hotel que acabo de abandonar, un lugar donde doce o más chicas se deslizan en ropa interior entre los caballeros solitarios y, entre ellas, (la reconocería entre un millón), acodada al final de la barra, tan resplandeciente y desnuda como una sirena varada en la playa, está la azafata de mi jefe, la chica con la que he soñado hace unas horas, hace unos minutos, grotesco y delirante, en mi habitación.

Se ha disfrazado con una peluca textil de color azul eléctrico, con lentillas de las que cambian el color de los ojos, pero es ella, y me acerco emocionado y decidido para abordarla con las palabras rituales (¿estás sola, preciosa?) mientras pongo mi mano sudada sobre su cadera, apenas unos centímetros por encima del mínimo tanga de fantasía. Hola amor, me dice, y sonríe sin reconocerme, pero yo sí que reconozco tus pendientes de oro, las pequeñas giraldas que cuelgan como torbellinos de tus orejas.

Unos minutos después (declino su invitación a tomar una copa, quiero gozar cuanto antes de este hallazgo de cuento de hadas porque temo que se desvanezca como un espejismo), cumplimentado el trámite del pago de unos cuantos miles de pesetas (no pocos), ella me desviste en la cama grande y hortera de una habitación recubierta de espejos. Palpo y sobo su cuerpo juvenil, deliro y enloquezco chupando sus pezones. Mi pene, ese triste miembro que nadie acariciaría ni besaría sino a cambio de dinero, es ahora festejado, homenajeado, engordado y agigantado a conciencia por mi princesa mora.

La penetración (no lo niego) es dificultosa. Claro que mi gran abdomen estorba, pero mi azafata es una gran profesional (abre mucho y bien las piernas, eleva su dulce trasero) y mi falo, aun desprovisto de parte de su sensibilidad por el alcohol y el preservativo, ya esta dentro, ya me muevo y jadeo con movimientos rítmicos de semental.

El espejo encastrado de la pared me permite vernos mientras fornicamos. Decido que soy un león macho y salvaje, un minotauro de la antigüedad. Ella, consumada actriz, me grita para animarme, para que termine cuanto antes, (¡así!, ¡así!, cariño, etc) y a mí me excita su falsedad, su amor al dinero, su naturaleza tan degradada como la mía.

Sudo como un desesperado mientras la grasa que recubre mi vientre se agita como las olas bajo la tormenta, sudo y tiemblo, y el esfuerzo empaña mis ojos, aunque no tanto como para dejar de advertir que el espejo no me devuelve ahora mi imagen sino la de mi jefe. Es él quien posee a la azafata en la magia del espejo, él quien yace con la dulce sevillana en un arabesco de cuerpos, él quien derrama su semilla.

Ya llega mi eyaculación, ese latigazo que me confirmará que aún estoy vivo, mientras contemplo la de mi amo, y ella lo celebra en el espejo y en la realidad con una frase rotunda y animal (¡lléname de tu leche!, me exige o me implora) una frase que me vuelve loco de placer porque los dos sabemos que el condón impedirá que mi escaso y desangelado semen inunde su interior.

Mientras eyaculo en las cercanías de la bella Sevilla soy otra vez joven y poderoso, mientras eyaculo en la casa de los sueños rezo y elevo una plegaria agradeciendo a Dios que se haya inventado el dinero. ¡El dinero! ¿Qué haríamos sin su ayuda los que nada tenemos?

Ella sale de la habitación con la ropa interior en la mano, saltando de la cama, con prisa por ir al baño o por atender a un nuevo cliente, y yo me visto suponiendo que volverá para despedirse de mí, para preguntarme si he quedado satisfecho, si volveré otro día.

¿Cuándo empezó mi vida de perro? ¿El perro nace o quizás se hace? Mejor no pensar mientras palpo los bolsillos de la chaqueta en busca de la propina magnífica que quiero darle, la señal del cliente agradecido que será bien recibido en su próxima visita.

Pero ella no aparece y el salón está desierto. Busco al gentil maestro de ceremonias para que me pida un taxi, para que me diga si la chica de melena azul eléctrico se ha marchado ya o dónde puedo encontrarla.
No lo sabe. Es la primera vez que esta señorita viene a nuestro club, me explica tranquilamente, las chicas no son fijas, hay estudiantes, hay modelos, vienen varios días seguidos cuando necesitan dinero, luego desaparecen y pasa mucho tiempo hasta que vuelven, si es que vuelven. Por otra parte, señor (añadió el maestro de ceremonias), esa chica vino aquí preguntando por usted, usted tendrá que conocerla porque me dijo, me disculpará que repita sus palabras exactas, me dijo que luego vendría para follar con ella un señor con pintas de perro, por eso le reconocí a usted de inmediato y le di nuestra más cordial bienvenida, aunque quiero que sepa (concluyó el maestro en tono de confidencia) que también ha follado con otros caballeros.

El tren nos devuelve a Madrid-Atocha más rápido que el viento. Mi jefe atiende a su teléfono móvil mientras hojea los periódicos que hablan bien de él. Está contento, y es bueno que el amo esté contento y saque al perro a pasear. Los viajes en tren, como es sabido, invitan a la confidencia, incluso los trenes cuya altísima velocidad deforma el paisaje en las ventanillas. ¿Te gustó el hotel? me pregunta, y yo le digo que mucho, y también le cuento que salí a dar una vuelta por Sevilla, y él me cuenta que terminó agotado del congreso, y que se acostó y se quedó dormido en seguida, sin ganas ni tan siquiera de tomar una copa con una chica muy guapa pero un poco buscona, una azafata, no sé si te fijaste, que me andaba persiguiendo.

Nuestra organización social es sabia y nos permite a los perros disfrutar de forma vicaria y resumida. Ya no soy joven ni lo seré, y debo tomar mis decisiones. Cuando lleguemos a Madrid dedicaré mis noches a rondar la Casa de Campo, los clubes de carretera, las calles oscuras con coches aparcados de los que entran y salen mujeres como sombras. Con un poco de suerte me encontraré con la chica del metro, volveré a ver su carita de niña pálida. Follaremos como dos perritos a la luz de la luna (ya tengo el dinero preparado) y quizá su amigo (el artista y mendigo) nos amenice la velada con su acordeón. No sabe tocar, pero le daré propina.

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