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Poco importa ya

diciembre 4, 2002

Acabo de ser abuelo por segunda vez. Rosalinda le pusieron, y se me hizo un nudo en la garganta al verla. “Como lo repites tanto últimamente… nos gustó”, me explicó mi nuera y le sonreí emocionado. A la mayor quisieron llamarla como mi difunta esposa. Mi hijo puso a la venta mi piso y me llevaron a vivir con ellos en cuanto los médicos sentenciaron que estaba empezando a perder la cabeza. Mi nuera es huérfana desde muy joven, por eso me trata como si fuera su padre, aunque sé que a veces no me doy ni cuenta. Por eso cuando estoy lúcido le insisto en que es demasiado buena conmigo.

A finales de octubre les dije que quería volver a México, me miraron creyendo que era otra de mis crisis, y no tuve más remedio que explicarme. “Allí conocí a Rosalinda. El Día de los Muertos tengo que honrar su memoria, antes de que la mía se apague definitivamente.” No quisieron dejarme solo, durante el vuelo me vi obligado a contarles la historia, los que sufrimos mucho en el pasado no solemos hablar de él, y yo tampoco es que sea hombre de muchas palabras.

Era la hija del dueño de la hacienda en la que trabajé poco más de un año, para pagarme el billete de vuelta a la costa gallega que me vio nacer. Su padre me entregó una carta de recomendación, apenado por tener que desprenderse de su mejor capataz. De haber sabido lo nuestro dudo que hubiera sido tan generoso. O tal vez sí, porque muchos años después me escribió para contarme que su hija se había quitado la vida el mismo día de su boda de camino al banquete. Solo yo entendí por qué lo hizo, o quizás él lo fue intuyendo con el tiempo; o bien, rebuscando con nostalgia en su habitación cualquier recuerdo que le avivara su presencia, encontró algo que le llevó hasta mí, y creyó que tenía derecho a saberlo.

Entonces no pude llorarla, mi esposa estaba a punto de hacerme padre y no quise preocuparla. Me guardé lo que sentía, aunque a mí no pude engañarme. El amor que me inspiraba aquella dulce criatura era sincero, y me aferré a eso tratando de no olvidarlo jamás. Amé a la compañera de mi vida por comprenderme sin necesidad de palabras, las mujeres siempre saben más de lo que dicen saber. Hace poco la enterré consciente de haber perdido a quien mejor me entendió, incluso mejor que yo, porque hasta el padre de Rosalinda se dio cuenta de que la amaba más de lo que me reconocía a mí mismo.

Era un hombre trabajador y austero, pese a ser el propietario de la plantación de caña de azúcar más grande de los alrededores. Su única hija tenía catorce años cuando la conocí, quince recién cumplidos cuando se mató. No me llamó demasiado la atención, a mis veintidós años me pareció una cría. Poco pecho y estrechas caderas, sedosa melena negra por la cintura y largos vestidos en colores claros que le cosía su madre. Supongo que fue eso lo que me cautivó, el contraste con su bonita tez morena y la curiosidad con la que me escrutaban sus ojos oscuros. Imagino que a ella le sucedió lo mismo, fueron mi piel blanca e iris azules los que hicieron que se fijara en mí.

Nunca le hice caso al ser la hija del patrón, estaba allí para trabajar y tampoco me relacionaba demasiado con los demás. Los encargados y toda la cuadrilla solían emborracharse en la taberna al acabar la jornada, yo prefería la cerveza al tequila, no seguía su ritmo y me retiraba antes a dormir. Precisamente fue en mi cama donde me la encontré desnuda la víspera de mi partida, llegué más tarde de lo habitual, insistieron en despedirme como es debido y se había dormido entre mis sábanas. Me quité la camisa y se la puse para no tener a la vista su virginal belleza, se despertó entre mis brazos e intentó besarme, pero se lo impedí. Noté el dolor que le produjo verse rechazada y le acaricié la mejilla. “Estás prometida, y yo me voy mañana.” “Quiero que seas tú, no me gusta el que me han buscado mis padres.”

Estuve tentado, la verdad, aunque no lo hice. Supongo que la quería demasiado como para desflorarla y marcharme después sin más. Así que me convertí en Sherezade por una noche para entretenerla hasta el alba, contándole la única historia que sabía. La mía. No volví a relatársela a nadie, y ella fue la primera que la escuchó. Sus bonitos ojos negros abiertos a más no poder, al conocer mis vicisitudes hasta que su padre me ofreció trabajo. Se llevó mi camisa al amanecer, y el beso que me suplicó que le diera. Eso no pude negárselo, su piel desprendía el atrayente olor de la vainilla que ayudaba a recolectar con las demás mujeres en la hacienda. Su boca cálida me dejó sin aliento poniendo de manifiesto sus deseos, y tuve que redoblar mis esfuerzos para reprimir los míos.

Con mi hijo y mi nuera no entré en tantos detalles, porque me perdí entre los recuerdos y no conseguí expresar todos los que revoloteaban por mi mente. Por las calles abarrotadas el estallido de color se confundía con la algarabía de la música y los disfraces, me dejé llevar mezclándome entre la masa de gente que celebraba la muerte. Doncellas bailaban y cantaban por doquier, transportándome a un pasado que ya no se me antojaba tan lejano. De repente una de ellas me asió del brazo, la reconocería entre un millón pese a la máscara de maquillaje, su preciosa melena recogida adornada con flores. “Sabía que cumplirías tu promesa”, me susurró al oído. Me extrañó que fuera capaz de ver a su amor de antaño bajo mi decrépito aspecto. “¿Todavía me recuerdas?”, conseguí decirle a duras penas. “Cómo olvidar esos ojos…”, volvió a musitar acariciando mis arrugas con sus finos dedos. Y la besé.

Sus labios se descompusieron entre los míos, confundidos en medio del ensordecedor festejo que nos rodeaba, hasta que una luz brillante me cegó. “Fallo cardíaco, no pudimos hacer nada”, dijo el doctor saliendo del quirófano y lo seguí curioso por saber qué ocurría. Mi hijo lo miraba más pálido que nunca. ¿Mi corazón no late?, me pregunté extrañado, pues me sentía más ligero que nunca, como si me hubiera quitado un enorme peso de encima. A mi nuera le corrían las lágrimas por las mejillas con la pequeña en brazos, le acaricié la cabecita al pasar, procurando no interrumpir su siesta, sonreía en sueños. La mayor me miró sorprendida exclamando: “¡Abuelo, eras mucho más guapo de joven!” “Cuida de ellos por mí”, le dije a modo de despedida guiñándole un ojo, y me aferré a la mano que me obligaba a alzar el vuelo. Poco importa ya que sus cabellos me olieran a moho, o que su beso me supiera a tierra removida, porque ya no lo noto. Ahora ella vuelve a ser la preciosa adolescente de la que me enamoré perdidamente en mi juventud, y yo aquel chico que puede al fin hacerla suya para siempre. ¡Qué digo, para siempre…! ¡Para toda la eternidad!

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