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Tres minutos y treinta años

diciembre 4, 2002

El espectro se materializó ante mí, y no lo vi al principio.
Fue primero esa impresión de ser mirado: alguien nos
mira fijamente mientras dormimos, y nos despierta. Entonces
levanté los ojos del periódico, y allí estaba: calva y
cara de látex, y la estrecha camisa oprimiendo el pecho
estrecho bajo la gran corbata amarilla y la gran americana
gris, y, colgando de la mano gris, la bolsa de plástico morado
y fosfórico, arrugada, desinflada, como vacía. Quizá
acababa de llegar de un viaje, a la cafetería del Hotel Má-
laga Palacio.
– Soy Espi. ¿No te acuerdas de mí?
¿Tenía que acordarme? Recordé caras, y vi una pantalla
en la que unas caras se transformaban en otras, y eran
jóvenes y envejecían y volvían a ser jóvenes antes de volver
a envejecer, transfiguradas e iguales a sí mismas siempre,
pero no encontré una historia para aquella cara: aquel
Espi, o como se llamara, no tenía sentido, no era nadie.
– Espi, hombre. Espino, Espinosa, en el colegio.
Ni siquiera lo encontré en el tumultuoso campo de fútbol
del colegio, mala sangre y acné, ni en la fila que en
aquel instante, hacía treinta años, entraba en una clase donde
olía a jerseis mojados. Vi el laboratorio, y la cara de aquel
que se pinchaba con una aguja y ponía una gota de sangre
en el microscopio, y una tortuga disecada de la que no me
había acordado jamás hasta entonces, pero no encontré a
ningún Espi, Espino, Espinosa.
TRES MINUTOS Y TREINTA AÑOS 5
– ¿El colegio?
Ya se había sentado, ya le había hecho una seña al camarero,
que llegaba con un vaso medio vacío, sólo hielo
derretido y una rodaja de limón. Y hablaba, hablaba, hablaba,
Espi o Espino, Espinosa, desganado funcionario de
los tribunales o el Fisco, Obras Públicas u Orden Público,
quién sabe. Sí, da muchas vueltas la vida, decía. ¿Qué querrá
venderme?, pensé. Estamos en el colegio y estamos
aquí, dijo; yo veo una cara y digo: esta cara es mía, y es
mía, de mi memoria, no hay quien me la quite, ¿me entiendes?
¿Qué quería? Si era un estafador, era un estafador muy
imperfecto, con aquel lejanísimo olor a alcohol bebido y
transpirado, y un ojo más alto que otro bajo una ceja presuntuosa,
un ojo de cristal, quizá. Y entornaba los ojos y
ladeaba la cabeza, como tasando uno de esos objetos indefinibles
e inapreciables de los anticuarios, o calculando con
el ojo bueno antes de apostar. Y de repente calló, lanzó una
mirada voraz hacia la barra. Dijo:
– Quiero pedir algo.
Eso era: un bebedor, que ahora recordaba y nombraba
a Pérez, a García Fonseca (sí, hubo muchos Garcías, pero
no sé si hubo algún García Fonseca), Sabido, Mendoza,
Morales. Hubo un Sabido. ¿Un Mendoza? Hubo un Morales,
sí, en el último año de bachillerato.
– ¿No me invitas? ¿Tan mal andas?
No era ruidoso: hablaba con precaución, o aguantando
la risa, como se habla a esa gente a la que le va desastrosamente,
humorísticamente mal la vida, o amenazando: uno
de esos seres de los que por instinto huyen los perros y los
niños. Se agachó sinruido. Cogerá una piedra, pensé, pero
no hay piedras en el Málaga Palacio, y oí la cremallera al
abrirse en la bolsa arrugada. No iba muy llena la bolsa,
femenina, de asas con brillo de charol, y una palabra im-
6 JUSTO NAVARRO
presa, Lancóme: la estoy viendo ahora mismo. Y así veo la
mano que entra en la bolsa y sale con unos billetes viejos.
– 500 euros. Para ti.
Hubo un cambio de luz en la cafetería del Málaga Palacio,.
más luz, como si nos hubiéramos mudado a un bar
más sucio, pero más claro, más lleno, con seis clientes en
la barra, y una mujer y un hombre que nos miraban desde
dos mesas más allá de la nuestra, y quizá iba a llegar más
gente, porque Espi, o Espino, o Espinosa, miró hacia la
puerta. Quizá esperaba a alguien.
– Sí, tienes razón – dijo. Para ti es poco. Tú vales más.
Me acuerdo de ti, ya te lo he dicho. Tengo memoria, tengo
dinero. ¿1.500?
La mano volvió a la bolsa, sacó dos fajos, y otro más, y
Espinosa empezó a contar con dedos manchados y afilados
y torpes aquellos billetes de diez euros, manchados y
sujetos con gomas. No cuento, dijo, no me da la gana, ya
lo sabes tú, la aritmética se me da mal, muy mal. No cuento.
Aquí tienes, 2.000. Y Espi creció, llenó todo el café, se
convirtió en una presencia descomunal y en un descomunal
silencio.
– Coge el dinero vamos es un regalo
Voy a necesitar paciencia, y más, decisión, y hacer en
algún momento un gesto que me libre de este Espi inevitable,
Espino, Espinosa, pensé. Y Espinosa decía: No te basta,
o puede que sea mucho, no quieres engañarme, lo sé,
quizá sea menos lo que deba ofrecerte, yo quiero poco,
sólo que te acuerdes de mí la próxima vez. Aquí tienes:
1.000 más. Cógelos, guárdatelos, no es bueno tener tanto
dinero sobre la mesa, dijo, y era una voz desganada e inevitable,
y nos miraban aunque no querían miramos. Y
decía: No es suficiente para ti, lo sé. ¿Te acuerdas? No, no
te acuerdas. No te preocupes, recojo mi dinero. Y recogió
su dinero y lo guardó en la bolsa, despacio, muy cansado
TRES MINUTOS Y TREINTA AÑOS 7
de pronto, como después de fracasar en una mezquina negociación
infinita.
– Te daré un cheque, sí, un cheque. Si el caballero acepta
cheques, por supuesto. Apreciaré el exacto valor del caballero.
Sí, señor: tu exacto valor.
Hizo una señal al camarero, y creí que pediría una copa,
pero sólo pidió un bolígrafo. El señor paga mi cuenta, dijo,
y me guiñó, y ya escribía en el talonario de cheques con
pulso firme y mano dinámica, la izquierda, mientras la
derecha actuaba como un parapeto. Tenía desabrochados
los puños de la camisa, y un tizne que parecía sangre en la
muñeca izquierda, y con las dos manos dobló el papel y lo
dejó sobre la mesa, y puso el vaso encima. Quitó el vaso
inmediatamente. Va a mancharlo, dijo, y pasó las yemas
de los dedos sobre el papel, como si acariciara a una rata.
– Es suyo, señor. A su nombre, señor. Me acuerdo de tu
nombre.
Se levantó y se fue, y la espalda de la chaqueta estaba
arrugada, quizá había había pasado dos horas contra el
asiento de un avión bajo el peso de Espi, Espino, Espinosa,
y el cheque doblado se iba abriendo sobre la mesa mientras
el espectro volvía al mundo espectral, y volvieron a
sonar las voces de los clientes del café, y el camarero tecleó
en la caja registradora, y las cucharillas giraron en las
tazas, y la mujer abrazó al hombre, suave, rápidamente, y
yo cerré el periódico, todavía tenía el periódico abierto en
las manos, todo había durado cinco minutos, menos, y alargué
la mano y, sin levantar el cheque, empecé a abrirlo.
Era curiosidad: quería ver la cantidad que Espinosa había
escrito, mi exacto valor, sí. Y, a través de la cristalera del
Málaga Palacio, vi a Espi, hacia el parque pernilargo, andando
sobre las puntas de los pies. Entonces recordé. A
Espinosa, a Espino, a Espi. Y rompí el cheque sin mirarlo,
como si rechazarlo me librara de recordar.

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