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Te recuerdo, te amo

diciembre 4, 2002

Le amaba. Nunca me creyó del todo cuando se lo decía y yo no me atrevía a enseñarle como mi corazón estaba sembrado de él. Tenía miedo de que descubriera el poder que tenía sobre mi. Le daba mi cariño a pequeñas dosis y el resto del tiempo era árida y seca como el desierto. Él era mimoso, se acercaba siempre demandando cariño, caricias y palabras dulces. Yo lo alejaba con un «¡No te pongas pesado!».

Y de un salto, se alejaba hasta la otra punta del sofá y pasaba el resto de la tarde sin hablar, con un gesto adusto instalado en su cara. En seguida me arrepentía y añoraba su calor, sus manos, su boca exigente. Que metiera su cabeza bajo mi mentón para que yo le abrazara y besara por todos lados. A veces, cuando ese gesto me llenaba el pecho de ternura, tomaba su cara entre mis manos y le besaba con pasión, dejando al descubierto por un instante todo el amor que había conseguido provocar en mi.

Ahora, pasado el tiempo, me he dado cuenta del dolor que sufre la parte de la pareja que quiere más. Porque siempre hay uno que ama más que el otro. Y desea una entrega pareja a la que da, pero, la mayoría de las veces, se consume en la decepción, en la ansiedad de la espera de una recompensa que nunca llega.

En nuestro caso era él quien había puesto su corazón y su alma en mis manos. Yo siempre me reservé.

Nos conocíamos desde que, con tres años, coincidimos en el jardín de infancia. Y en el mismo momento en que posó sus ojos en mi, ya no me dejó más. Yo, como cualquier niña de esa edad, me enfadaba porque no me permitía jugar con otros niños y acababa llorando cuando no dejaba de perseguirme por todo el patio a la hora del recreo.

Crecimos juntos y yo acabé acostumbrándome a tenerlo perennemente pegado a mi espalda.

En esa difícil época que es la adolescencia, donde se despiertan las hormonas y descubres la sexualidad. Cuando para las chicas su mundo se reduce a los chicos que les gustan y los que no. Ese universo sensorial en el que se convierte el entorno, donde el roce de la piel, aunque sea casual, y la caricia de una mirada te hace estremecer hasta lo más profundo. Él se tornó oscuro, casi invisible. Observaba desde lejos mis conquistas, mis salidas constantes cambiando de pareja como de camisa y sufría. Los celos le consumían como una fiebre infecciosa.
Una calurosa noche de verano, la verbena de San Juan, mientras, rodeando una hoguera, cantábamos canciones y bebíamos, yo me perdí entre las dunas con él.

La magia del solsticio de verano sumada al alcohol, me hizo verle de pronto, como el príncipe azul que había estado buscando entre cientos de chicos y que no había conseguido encontrar.

Desnudos sobre la arena, yo le entregué mi virginidad y el me entregó la suya. La luna nos baño de plata e hizo fértil nuestra relación.
Cuando descubrí mi embarazo no sólo entré en pánico, me invadió la ira. Era una irá sorda cuyo objetivo era él. Sabía que nos obligarían a casarnos y yo no lo amaba. Muy al contrario, ¡deseaba abandonar mi ciudad para dejar de ver su cara en todas partes!.

Y, ahora, por culpa de una noche de debilidad, tendría que soportarlo junto a mi el resto de mi vida.

Efectivamente, cuando mis padres se enteraron, no les dio el tiempo para hablar con el cura de nuestra parroquia y organizar una boda apresurada, que se llevó a cabo en dos semanas escasas. No fuera a ser que a la novia se le notara el gol de penalti que le habían metido.

Pero nuestra pequeña semilla, que simplemente parecía el objeto utilizado para unir a dos personas que el destino no tenía previsto que caminaran juntas, decidió que una vez cumplida su misión, no tenía sentido seguir. Así que, una mañana desperté bañada en sangre. Nuestro pequeño retoño decidió no nacer y, en su huida, se llevó la posibilidad de que, algún día, renaciera en mi el deseo de ser madre.

Durante meses me sumergí en la más negra oscuridad. Ya que la boda con él era inevitable, me había agarrado al futuro bebé como un náufrago a su tabla de salvación. Le ignoraría para dedicar la vida a mi hijo.

Y ahora me había quedado sola conviviendo con un hombre que odiaba hasta lo más profundo de mi ser.

Era una rea condenada a cadena perpetua por un delito del que era inocente. No lograba entender que crimen tan horrendo había cometido ante los ojos de Dios para merecer un castigo como aquel.

Estuve días sin levantarme de la cama, negándome a comer. Él desarrollo una paciencia casi imposible para cualquier ser humano. Aguantaba mis gritos y mis insultos constantes sin rechistar. Yo gozaba buscando las frases que más daño pudieran hacerle y me invadía una alegría rayana en la locura cuando veía el dolor absoluto reflejado en su expresión.

Pero su perseverancia y su entusiasmo consiguieron salvarme. Y en vez de recibir mi agradecimiento, le castigue aún más. Desaparecía de casa desde por la mañana muy temprano y no volvía hasta altas horas de la noche. Me metía rápidamente en la cama, construyendo entre los dos una gruesa pared de hielo. El intentaba fundirlo con el calor de su mirada sin dejar de intentarlo ni un solo día.

Nunca lo conseguía excepto cuando yo necesitaba dar satisfacción a mi libido. Entonces él se comportaba como el amante perfecto. Con el equilibrio justo entre la calidez del amor y la brusquedad de la pasión. Pero, pasado el momento, yo volvía a ofrecerle mi espalda unida a mi frialdad. Ni una vez le dije «te quiero», ni siquiera en el climax del acto sexual.

Un día empecé a encontrarme mal. Había pasado un resfriado bastante fuerte y me quedó una tos persistente que no me dejaba descansar. Al final decidí ir al médico. Después de millones de pruebas el especialista me soltó la sentencia sin anestesia previa. Tenía un cáncer de pulmón.

Pasé por todas esas fases, estupor, cabreo, miedo, depresión… Él asistía a mis cambios de humor desde un discreto segundo plano pero sin permitir ni un segundo que yo dejara de sentir su apoyo, su compañía.

Cuando inicié el durísimo tratamiento, pidió una excedencia en su trabajo y se convirtió en el más abnegado enfermero que se pueda imaginar. Pasó días sin dormir cuidándome mientras yo creía morir víctima de los efectos secundarios de la quimioterapia. Su pecho fue mi almohada y su regazo mi conexión con el mundo. Acurrucada en sus brazos, como si fuera un bebé, me sacaba cada día para que recibiera el calor y el ánimo que un sol de primavera te puede transmitir.

Acabado el tratamiento, buceó en Internet y encontró los remedios y las dietas naturales ideales para que las secuelas de los medicamentos para el cáncer fueran lo más leves posibles.

Finalmente, cuando mi oncólogo me dio el alta sus palabras fueron :

  • Estaba muy difícil. Su curación ha sido, en gran medida, resultado de los desvelos de su esposo. Le debe la vida.
    Y aquel día, por primera vez, enmarqué su cara con mis manos, le besé y le dije:
  • Te amo.

Supongo que no me creyó, pero yo me había limitado a expresar en voz alta, un sentimiento, que llevaba mucho tiempo negándome ha aceptar.

A partir de entonces nuestra relación cambió, nunca pensé que pudiera ser más maravilloso de lo que ya era pero, la felicidad que emanaba de él se contagiaba a todos los rincones de nuestra casa y hacía mejor el mundo en el que vivíamos. Mi universo adquirió un colorido que nunca antes había tenido.

Una mañana vi que dormía profundamente. Decidí darle una sorpresa. Le preparé un desayuno de hotel de cinco estrellas y me puse guapa y sexy para él. Me acerque a la cama y le di un beso apasionado.

Abrió los ojos inundados de estupor y me miró con un terror infinito.

  • ¿Quién eres tú?.

Los médicos me dijeron que era más habitual de lo que pensábamos que el Alzheimer atacara a gente joven. También me aconsejaron que me hiciera a la idea de que, en estos casos, la enfermedad avanzaba mucho más rápido.

En poco tiempo olvido como se utilizaban los cubiertos. Después dejó de saber caminar. Y durante ese tiempo me devolvió, una a una, las humillaciones que había recibido de mi.

Me atacó con su desprecio e intento dañarme de todas las maneras posibles. Pero para mi fue una especie de redención. Tuve la oportunidad de ser para él lo que su amor incondicional y desinteresado había sido para mi. Le amé más si cabe cada día hasta que se fue apagando, hasta que dejó de hablar, de comer, de observarme con odio.

Y una mañana en que yo me había dormido en el sillón instalado a la cabecera de su cama, me despertó la sensación de que alguien me miraba intensamente, con amor.

Abrí los ojos y le vi, con su sonrisa de siempre, con su expresión de siempre. Haciendo un esfuerzo sobre humano me dijo:
– Te recuerdo, te amo.

Y se fue para siempre. Le despedí. Me separé de su cuerpo maltratado, rindiéndole el homenaje que su inmensa entrega merecía. Pero no le perdí a él, no me quedé sola porque su espíritu se quedó conmigo.

Ahora charlamos, reímos, jugamos a las cartas y, en las noches, me abraza para que mi sueño sea tranquilo, seguro.

Yo espero, serena, que llegue el momento en que nuestras almas se reúnan en el lugar que tengamos destinado, para empezar de nuevo.

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