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Viajando en compañía de la soledad

diciembre 4, 2002

Su mirada estaba tan vacía que llegué a pensar que en aquel cochecito no había nadie, que, sencillamente, lo llevaba de paseo, vacío, para poder llenar su triste vida con tantos buenos recuerdos como encontrara a su paso. Pero algo cayó al suelo y una pequeña mano salió para reclamarlo.

Devolvió el juguete caído al niño. Sin caricias, sin palabras, sin una sonrisa, sin una reprimenda. Nada.

Era una madre muy joven. De unos 26 años. Tal vez menos, no sé. Resulta difícil adivinar la edad entre tantas capas de abatimiento. Y empecé a sentir miedo. Me imaginé su vida y sentí miedo.

Hundía su mirada en el cochecito. En ese mismo lugar donde el niño se entretenía con su juguete caído. Y me dio la sensación de que estaba mirando el pasado, ese pasado tan claro en mi imaginación como en su recuerdo. Y estoy seguro de que no le gustaba lo que veía. No le gustaba su pasado. No le gustaba su presente. Y, a estas alturas, su futuro no tenía ninguna importancia.

Pasaron los minutos. Pasaron las estaciones y nada cambió en su mirada.
Llegó mi estación. Y cuando salí, ahí quedó, continuando viaje. Podría viajar años sin darse cuenta de que su parada ya había pasado de largo.

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