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Imágenes y palabras

diciembre 4, 2002

I

Vivir es interpretar

Al recordar los esquemas teóricos de hechos pasados y convertirlos en palabras, asumimos una forma de memoria, en la que buscamos contextos donde intuir una proyección de cada presente y desde los que nos gustaría adivinar cada futuro. Y esto es un ejercicio de interpretación.

La interpretación es una forma esencial de estar en el mundo, la única forma humana, racional de vivir. Porque cada individualidad es punto en el que confluye la historia afilada en cada presente. Pero la confluencia de ese río de lo real que nos innunda, lo hace en esa vertiente interior por la que discurre el mínimo afluente de nuestra personal biografía, donde se ha ido tejiendo la fibra de nuestra posiblepersonalidad. En esta confluencia radica el interés de la vida humana, sus riesgos y su pasión.

Vivir es interpretar. Esta función de la existencia se relaciona con toda una serie de funciones que también manifiestan, en el hombre, la compleja trama en que cada tiempo individual, la vida de cada individuo, se desarrolla. Por interpretación entiendo ese proceso en el que los datos que llegan de fuera, del mundo real y social que nos circunda, se integran con ese otro mundo interior que nos constituye: el mundo que somos. Dos elementos esenciales, pues, en el conocimiento, en la propia instalación, dentro de la existencia: el mundo que organiza todo el conglomerado de estímulos que percibimos a través de nuestros sentidos, y ese supuesto mundo interior, de problemática e insible textura que forja y sostiene la personalidad, el yo, la cosciencia de sí. Entre esos dos elementos tiene lugar la interpretación, esa actividad o energía- por utilizar la famosa expresión aristotélica- que entremezcla lo que somos con el mundo en el que estamos.

Por eso la interpretación no es, en principio, un exclusivo proceso teórico en el que el mundo exterior se refleja, especular y pasivamente, en el mundo interior. Es cierto que segun la precisa definición de la Hermenéutica, el logro de esta perspectiva sustancial del conocimiento consiste en trasladar, desde el mundo ajeno en el que se produce hasta el mundo propio que lo recibe, una serie de estímulos significativos. Pero es, precisamente, en el transcurso de esta confluencia donde se hace problemático, arriesgado y, por supuesto, interesante el proceso de la interpretación.

Interesante porque sin esa continua fabricación de sentidos, conceptos lenguajes que alienta la vida mental, la existencia humana no habría salido de su espacio natural, de su cerrada inmersión en la naturaleza. La ya famosa definición del hombre que Aristóteles propone, al principio de la Política (I,2, 1253ª 10-11), “el hombre es un animal que habla con lógos” expresa este hecho. El hombre es, pues, un “animal que habla”. Y en esa modificación esencial de su naturaleza, en esta superación de su sustancia física, radica la estructura que constituye, diferencialmente, a la especie humana. Pero tener lenguaje quiere decir, sobre todo, que la utilización de ese instrumento de comunicación no es utilizacion pasiva. El instrumental lingüistico en el que nacemos, que nos constituye y, que, en cierto sentido, viene, como el mundo que perciben los sentidos, de fuera de nosotros mismos porque existe antes de que nosotros existamos en él, tiene, en cada individuo, una forma concreta de singularización. Hablar,comunicarse, es una función singular. El hombre, instalado en un determinado espacio lingüistico, proyecta, en el uso concreto que en cada momento hace de él, su personal visión. En el común ámbito de la lengua, el uso es lo que otorga sentido e intensidad a cada manifestación que, en esa lengua, se hace. Un conocido pasaje de Wittgenstein dice que «la significación de una palabra es su uso en el lenguaje» (Die Bedeutung eines Wortes ist sein Gebrauch in der Sprache. Ph. U. 43).

De las diversas interpretaciones de tan problemática expresión cabe, sin embargo, destacar esta movilidad que la palabra uso otorga a la inevitable fijeza del significado. Precisamente el hecho de que, en un lenguaje, se plantee la cuestión del significado de los términos que lo constituyen, implica que tiene que haber un núcleo significativo. Este contenido, hasta cierto punto invariable, que permite esas modificaciones de los diversos usos, alude a un hecho tan fundamental como la estructura coherente y, en principio, unívoca que yace en la base de todo lenguaje. Este hecho tiene que ver con la ya lejana organización de un universo significativo cuyo original sentido fue la referencia continua a un mundo objetivo, a un mundo exterior ante el que el lenguaje fue haciéndose, desde la elemental función de nombrar cosas objetivas, de poner nombre a lo real. La eficacia de ese nombrar, su carácter social, depende pues de esa originaria univocidad con la que tiene siempre que contar todo instrumento comunicativo que, como el lenguaje, es aglutinador del individuo y, por consiguiente, fundamento de socialización. Pero, al mismo tiempo, esa posible variabilidad de los usos no alude tanto al carácter histórico de todos los productos humanos, a la ineludible referencia a un universo significativo que no es, exclusivamente, lingüístico, o sea, abstracto, cuanto a la utilización del lenguaje en los distintos momentos que, como respuesta a múltiples y variados estímulos, forjan la sustancia de cada individualidad, en cada presente.

Sin la cohesión que permite la relativa univocidad del lenguaje no es, pues, posible comunicación alguna. Y, precisamente, lo que originó esa forma de univocidad que recorre el alma misma de cada lengua debió de ser, probablemente, esa inmediata referencia al mundo objetivo sobre la que se levantaron las palabras y lo que los hombres, al írselas diciendo, hacían con ellas.

Pero ese lenguaje, enraizado sustancialmente en el mundo entorno y justificado siempre en la naturalidad con la que lo dicho en él se adecuaba a las cosas, iba a experimentar, a lo largo de su propio desarrollo, una re volucionaria transformación. Y fue, precisamente, el uso que de ese sistema comunicativo hacían los seres humanos, lo que permitió al lenguaje despegarse de su inmediata referencia a las cosas y comenzar a referirse a sí mismo. Las palabras se cosificaron, en cierto sentido, al ser portadoras de un significado que no tenía, necesariamente, que verificarse en el mundo entorno. Así surgió la semántica, esa ciencia de la significación de las palabras. El hecho, sin embargo, de que se pudiera construir una determinada teoría de las relaciones significativas de los términos que integran la retícula lingüística, expresa un problema mucho más amplio y en el que quisiera detenerme un momento.

Con independencia de las teorías sobre el comportamiento semántico de los términos lingüísticos construidas, principalmente, en nuestro siglo, el hecho mismo de esta carga de sustancia significativa que sustenta las raíces del lenguaje nos lleva a descubrir en él el verdadero mundo especulativo que forma la vida mental, o sea la silenciosa vida interior, del «animal que habla».

Ese mundo, más acá del mundo, que constituye lo que, de una manera inevitablemente imprecisa, se llama intimidad, es el generador de las proposiciones que emite el hombre al practicar la función que esencialmente le caracteriza, como existencia hacia los otros, como ser comunicativo.

La forma especulativa del lenguaje quiere decir que la mente, el éndothen (lo «interior») a que Platón se refería en el Fedro, aunque sustentada en la fluyente cinta de la temporalidad, tiene su origen y fundamento en el complejo recinto de la memoria. Desde ella, el lenguaje adquirido, la lengua materna se hace en nosotros mismos lengua matriz, principio y origen; fuente de significatividad, en la que no importan tanto los significados que recogemos, cuanto los significantes que emitimos, y con los que acabamos modificando esos significados. El proceso histórico que, en el transcurso del tiempo, ha ido sometiendo y enriqueciendo el poder alusivo de las palabras y las proposiciones en las que se conjugan, encuentra además un desarrollo paralelo en la intimidad de cada consciencia. Un proceso histórico en el que aparece un elemento subjetivo, personal, que corresponde a ese microcosmos o microhistoria que cada uno arrastra consigo.

Es cierto que no hay un lenguaje privado, en el sentido de que esa historícidad subjetiva permitiese, en su discurso, variar arbitrariamente los significados y los sintagmas de una lengua de forma que perdiese su carácter intersubjetivo, su estructura comunicativa. Pero en el centro de esa intimidad, del éndothen que arranca a hablar desde sí mismo y por sí mismo, se teje el hilo de un discurso personal que alienta y modula el lenguaje que poseemos, la voz que somos.

Aquí radica ese riesgo a que me he, referido anteriormente y que tiñe de una coloración determinada el espejo de la teoría; de esa mirada interior en la que fluye, por el lenguaje en el que estamos, el lenguaje que somos. La constitución de ese ser personal a través del que retumba, como en la máscara griega, la voz que emitimos, deja ver la compleja trama de nuestras respuestas a las presiones de la sociedad y la naturaleza, y en las que, más o menos veladamente, emerge la singular memoria donde se han ido forjando las huellas dactilares del espíritu. Creo que es en este difuso dominio, desde el que cada individuo vive su particular forma de ser humano, donde se fraguan y articulan los límites de nuestra insociable sociabilidad, de nuestra privacidad.

En este territorio de lo privado tiene lugar, en principio, todo proceso de interpretación. La existencia humana implica esa necesidad de intercambiar los mensajes que, de diversa forma, llegan del exterior, con ese otro mensaje interior, con el que nos hablamos y que descubre esa situación fronteriza de la existencia. Desde el cuerpo, naturaleza exactamente igual que la que conforma el universo real que nos rodea, ha ido surgiendo otro universo ideal que establece, en la sustancia natural de nuestro ser, en su plena identificación con el mundo y las cosas, la invisible muralla de las palabras.

II

Descubrimiento de la subjetividad

Ese territorio intermedio entre la mente y el mundo constituye no sólo el clausurado y siempre inagotable espacio de nuestra intimidad, sino que es, al mismo tiempo, el sustento y enclave de la mayoría de nuestras acciones. La moderna hermenéutica y las recientes teorías de la recepción que, en buena parte, han destacado ese aspecto subjetivo e individual, no han acentuado suficientemente, en mi opinión, uno de sus más problemáticos y originales factores: el delicado, sensible, influenciable dominio de la subjetividad. Un dominio que no es un hecho, un dato de nuestro ser, sino un proceso, y que puede encauzarse o derramarse; ser riego de ideas fértiles de creatividad o charca donde se pudren los instintos.

Como es sabido, el descubrimiento de la subjetividad ha sido uno de los logros de la filosofía. Concretamente, desde Kant, nos hemos acostumbrado a distinguir dos formas de sujeto, el psicológico y el trascendental. El término trascendental, en la perspectiva kantiana, quiere decir, en principio, que hay una parte esencial de nuestras representaciones que no posee origen empírico, pero que, de alguna forma, tiene que ver con la experiencia y, en cierto sentido se nutre, paradójicamente, de ella. « Llamo trascendental a todo conocimiento que se ocupa no tanto de los objetos cuanto del modo de conocerlos» (K. r. V, A l2). Este modo de conocer expresa la esencia de nuestra especial relación con el mundo. Es cierto que Kant y la filosofía posterior han estudiado la estructura de esa subjetividad entre cuyos vericuetos tiene lugar algo tan distante como la ciencia que trata, precisamente, de aquello que parece estar más allá del sujeto, y que constituye el no menos complejo mundo de la objetividad. Pero una objetividad que está reconstruida, sin embargo, en el mundo subjetivo, y que se comunica por el lenguaje recreado en el fondo de esa subjetividad.

Pero ese proceso de la recepción, en nuestra intimidad o, tal vez, con un término más claro, en nuestra vida, de toda la serie de estímulos que nos llegan de fuera – incluyendo entre ellos y de una manera especial el lenguaje de los otros -, es algo extremadamente delicado. Y no tanto porque lo que se recibe adquiere la forma del recipiente, como diríamos parafraseando un famoso aforismo medieval, sino, sobre todo, porque esa forma no es una estructura estática, no es un recipiente que está en la mente de la misma manera que están los ojos en nuestro rostro. Los ojos humanos son, en cierto sentido, idénticos para todos los individuos, que, por cierto, no pueden hacer nada para modificar su constitución, para alterar sus cualidades y posibilidades. Tal vez, la única función que podemos ejercer con ellos es cerrarlos o abrirlos. Pero esos « ojos del alma » que decía Platón (Sofista, 254a; República, VII, 533d), formados desde el horizonte del lenguaje en el que hemos nacido, no sólo nos abren al mundo de la cultura y al mundo de la naturaleza sino que están ahí para que los modifiquemos, para que los alteremos, incluso para que los deformemos. Pero no en el sentido de que pudiéramos cambiar, fundamentalmente, su estructura semántica, su sintaxis, sino para que hablemos, para que digamos cosas con él.

III

Educación y constitución del ser

Este hablar procede, en su mayor parte, del fondo común de la lengua en la que hemos nacido. Pero hay un aspecto fundamental, donde enraíza nuestra privacidad, que determina esas huellas dactilares del espíritu a que me referí anteriormente, y que es fruto de una perspectiva nueva: la maleabilidad de la mente que se modifica y configura desde aquel lugar exterior al inicialmente solitario recinto de nuestra consciencia y que, por decirlo con una palabra elemental, se denomina «educación».

La educación es resultado de nuestra propia disciplina, de nuestro aprendizaje en el mundo de las cosas y de los hombres; pero, sobre todo, es fruto de los otros, del ambiente social en el que nos hayamos desarrollado y, en él, de las instituciones en las que haya tenido lugar esa estructuración, elaboración, modificación de nuestra manera de ser. Manera de ser que no es, obviamente, una frase hecha, sino expresión concreta de esa capacidad del hombre para modificar efectivamente su ser, para poseer no sólo una manera de estar en el mundo, sino una manera de ser mundo, de ser lenguaje, de ser persona.

La palabra persona tiene su origen en la latina persona, máscara que se solían llevar los actores romanos como el prósopon griego.

Según la etimología latina, la máscara no lo era tanto porque en sus rasgos se había coagulado una particular expresión de temor, de burla, de alegría, sino porque, a través de la inmóvil y abierta oquedad que sus labios crispaban, sonaba, resonaba, personaba una voz.

Y esa voz que, en la cultura griega, hablaba el discurso del poeta trágico o cómico, a pesar del estereotipo inerte de la máscara, y que fue, representación a representación, transmitiendo, era símbolo de algo vivo, de algo continuamente recreado en el aire semántico que a través de esa boca sonaba. Una voz, pues, que usaba el lenguaje desde el particularísimo proyecto de una obra literaria que construía otro discurso distinto del trivial discurso de la vida, de sus necesidades, de sus inmediatas y efímeras urgencias. Un discurso nuevo, que aunque emanase como lenguaje de la creación, como lenguaje del arte, era siempre algo singular y donde el «animal que habla» dejaba ver esa sorprendente facultad para decir otra cosa, para ser, verdadera y originariamente él mismo, para ser lenguaje de una mismidad. Esta lucha por la mismidad surgió también, como consciencia crítica, en la misma cultura en la que se originó, como teatro, la expresión de lo trágico o lo cómico.

Alimento de esa mismidad fue el otro gran invento, la democracia: el poder del pueblo, de los hombres, del demos. Un poder en el que, entre otras cosas, se afirmaba que nadie tenía el privilegio del discurso preeminente, que nadie era ya dueño de palabras cuyo único sentido consistiese en ser oído, en ser asimiladas bajo la inevitable forma del acatamiento y la sumisión. El lenguaje perdía así su carácter hierático, su carácter opresor, al poder ser criticado, analizado, discutido desde el fondo de cada hablante.

Pero para que esa isegoría, «igualdad de todos ante el derecho a la palabra», tuviera fundamento había, paradójicamente, que diferenciarla. Hacer que el uso del lenguaje fuera un uso personal y que, entre sus proposiciones, se entremezclase siempre la crítica de su sentido, de su justificación, en definitiva , de su verdad otro invento de los griegos, de la democracia griega.

Puesta al otro lado del lenguaje, la verdad es fruto de una forma especial de interpretación. Que una proposición sea verdadera, significa que las palabras no son nada por el simple hecho de ser oídas, de estar ante nosotros. Para ser verdaderas tenían que sufrir una peculiar iluminación, una revelación en la que la luz de la subjetividad las viese, las entendiese o las negase. Para que esto fuera posible, tenía que haber sido posible antes el sujeto de esa verificación. Tenía que recrearse como persona.

El instrumento que podía llevar a cabo este proceso de recreación de las palabras para que, efectivamente, se descubriesen en ellas todas las posibles resonancias semánticas que encierran, para que no pudiesen ser utilizadas nunca por el monolítico y férreo discurso del poder, o de la sociedad trivializada y estupidizada por el manejo de términos vacíos, fue la paideía, la educación. Se trataba, sobre todo, de hacer una continua crítica al lenguaje. Una crítica que, en el diálogo, ese lógos que fluía de boca en boca, fuese contaminándose de las dudas, de las perspectivas, de la riqueza que cada consciencia individual le prestaba.

En este ejercicio dialéctico consistió la auténtica forma de iniciar, mucho antes que Wingenstein, el espectáculo donde los usos del lenguaje no sólo engarzaban los eslabones formales en los que pueden conjugarse las palabras, ni siquiera se agotaban sólo con el nuevo juego de su pragmática, de su proyección al mundo y a las situaciones concretas hacia las que las proposiciones se dirigen o de las que emergen. Había otra fonna de pragmática más sutil, aquella que se había ido desarrollando en la vida de un individuo libre que había descubierto, en la lengua, un instrumento de comunicación; pero, sobre todo, un elemento esencial de su constitución como ser humano, como persona. Para ello le había sido imprescindible aquella enseñanza que los llamados «sofistas» le transmitieron. Una enseñanza que no le permitía jamás descansar en el lenguaje, admitirlo sólo como máquina para mover el mundo mental hacia el mundo real de las necesidades y los nombres de las cosas. El saber del lenguaje era un saber crítico, o sea, un saber que juzgaba, que analizaba desde un rincón más creador y generoso que la confusa instintiva, madriguera de los intereses.

En este fondo descansa ese conglomerado que constituye la memoria y que, traspasada por todos aquellos vectores que aprietan y marcan el rictus de nuestro propio rostro, de nuestra máscara -nuestra persona-, define el lugar espiritual, el espacio ideal donde somos lo que somos porque hablamos lo que hablamos. Ese fondo del que emergen los phantasmata de nuestro ser, sus apariciones, se ha ido construyendo, sobre el suelo de la naturaleza animal, con toda una serie de elementos que, como indiqué anteriormente, amasan nuestra manera de estar, afectiva e intelectualmente, en el mundo. Y esas apariciones se hacen, principalmente, a través de aquello que manifestamos. Es cierto que lo que decimos no es, muchas veces, expresión del ser personal sino su ocultamiento; pero incluso esa misma tergiversación deja ver, en el vuelco de su semántica, la forma en la que se refugia la apariencia de un existir que deja en silencio elser, para que lo representen imágenes nacidas, no de la afirmación de ese ser, sino de su aniquilación, de su oscurecimiento.

IV

La apariencia impura

Pero podría ocurrir que la tesis de un ser que somos, que, de alguna manera, habla en nosotros y que sea el valedor de nuestros fenómenos, de la serie de nuestras manifestaciones, no tuviera consistencia ni fundamento alguno. Que detrás de la aparición, del phantasma, no hubiese sino el inconsistente fluir del tiempo que nos atenaza, al presentarnos casualmente aquellos estímulos a los que respondemos. Un ser al que no alimenta memoria alguna. Un ser disuelto en la simple recurrencia de sus manifestaciones, que sólo engarza el tiempo sobre el lugar histórico donde el azar puso a desgranarse una insignificante biografía: Manifestaciones, apariciones enmarcadas únicamente en los monótonos hábitos de una cultura, más o menos anquilosada; sometida a unos mensajes que estereotipan, sin gracia ni sentido, las respuestas de todos, los deseos de todos, la miseria de todos. El fluido de aquel lenguaje crítico, reconstruido palabra por palabra por las múltiples dudas que alimenta el diálogo con los hombres y con el mundo, puede transformarse hoy en una pobre tabla de salvación del cuerpo que, evitando el naufragio de la vida, alargando la muerte, lleva de nuevo y definitivamente a aquel territorio de la animalidad de la que el lenguaje nos había despegado: animal sin lógos, cuerpo sin palabra, aliento sin ese aire semántico que se apodera del mundo, al nombrarlo, y que se apodera de sí mismo, se alza sobre sí mismo, al comunicarlo.

V

El lenguaje que somos

La forma de lenguaje que, como subsuelo sobre el que posan nuestros actos , alienta y configura nuestra vida, marca realmente el ser de cada personalidad. Pero tal vez, en este punto, convendría insistir en el significado de esa expresión: el lenguaje que somos.

La vida de un hombre parece consistir en la suma de sus obras y de sus palabras; de lo que hacemos y de lo que decimos. Es cierto que entre el obrar y el decir puede haber innumerables contradicciones: pero no es éste el problema que ahora me interesa. El hecho esencial de ese originario proceso de interiorización que se lleva a cabo en el lenguaje, tal vez radique en que ese proceso es un proceso ontológico, o sea un proceso que constituye y forja históricamente, temporalmente, el ser de cada individualidad, de cada persona. Es cierto también que el lenguaje común, el fenómeno social del lenguaje como algo colectivo, permite que los hablantes de una comunidad coincidan, fundamentalmente, en ese fondo de ideas y valores que se ha ido solidificando en su historia. Pero ese compartido tesoro de experiencias, sobre el regular pentagrama de su sintaxis y de su semántica, tiene la posibilidad de modularse y sonar desde la sustancia individual a través de la que alienta. Variaciones, pues, sobre el cálido y familiar tema de la lengua. ¿Pero es realmente posible esa singularidad lingüística? ¿Expresan, realmente, las palabras de cada individuo algo sustancial de su propio ser?

Aunque el problema fue descrito, desde distintas perspectivas en la filosofía griega, ha sido en la filosofía de nuestro siglo donde, a través de la fenomenología, ha adquirido con el existencialismo una peculiar relevancia. Ser en el mundo, es esencialmente ser lenguaje. Pero esta constitución existencial del hombre puede tomar una forma auténtica o una forma inauténtica. Auténtica, cuando en el habla se manifiesta el despliegue de una consciencia que dice y expresa la realidad y veracidad de su vinculación con el mundo, y que se ha consolidado y sustanciado en ese despliegue. Inauténtica, cuando el habla no es sino la forma anquilosada con que el lenguaje, objetivado y momificado en la mera vaciedad de sus fórmulas, no expresa sino la masiva presencia verbal clausurada e inerte. Una especie de costra que recubre la consciencia y que acaba apoderándose de ella, ofuscando su carácter especulativo, su posibilidad de reflejo; su posibilidad de pensar.

Pero con independencia de esa amenaza de inautenticidad que se cierne sobre el animal que habla, y que acaba identificando esa habla con la propia animalidad de la que se había liberado, el lenguaje es ya, por sí mismo, ese espejo móvil donde la consciencia encuentra, en el tiempo, los objetos de su misma reflexión. Y ese encuentro es, también, un suceso histórico, un logro de la temporalidad. El aprendizaje de la lengua no tiene lugar sólo en el seno familiar, en el curso de una maduración psicológica donde el individuo ajusta los primeros esquemas de su visión del mundo, sino, sobre todo, en las instituciones que la sociedad dispone para su posterior desarrollo intelectual -escuelas, institutos, universidades- y donde puede estimularse o paralizarse el encuentro con el autós, con la mismidad que expresa esa ya vieja terminología de la autenticidad e inautenticidad del lenguaje. Vieja terminología, porque tal vez no se acentuó, entonces, ese carácter histórico, procesual, creador de la constitución de la autenticidad, o sea del lenguaje que verdaderamente somos.

La autenticidad, la sustancialidad del lenguaje no se encarna en la realidad como los ojos o las manos. El aire semántíco que mueve el lenguaje apenas tiene otra estructura ontológica que el espacio que separa a los distintos individuos. Su ser es, originariamente, tiempo. Por eso puede constituirse también, etéreamente, como pasado, como memoria: ser sin estar, murmullo interior que nos condiciona, pero del que sólo tenemos consciencia, presencia, cuando actúa.

Es en esta lenta constitución, como el tiempo del individuo humano se hace consistente y coherente con aquel otro tiempo histórico en el que se ha visto proyectado y contrastado. Es la paulatina y fructífera experiencia histórica, cuyo aspecto más creativo es la paideía, la que va apresando ese aire semántico en las velas de cada naturaleza y forjando, en el curso de esa navegación, la textura mental que permite enhebrarnos también con el texto del mundo y de los otros hombres.

Precisamente ese carácter coyuntural, por así decirlo, de nuestro aprendizaje de una lengua es la causa de que, a pesar de la esencial homogeneidad y univocidad de sus estructuras fundamentales, cada hombre inserte en las palabras que utiliza un cierto mensaje. Como en el romance medieval canta el marinero del conde Arnaldos: «Yo no digo (mi) canción sino a quien conmigo va. »

Esa peculiar canción que cada hombre lleva, tiene que decírsela sobre todo a sí mismo, porque es él su originaria y constitutiva compañía: una canción hecha de palabras vivas, que han ido recreándose en el espejo de su propia reflexión aprendida en la convivencia con las ideas, en el entrenamiento con el lenguaje asimilado y renacido en la educación.

VI

El ideal ilustrado

Todo esto hace suponer una tesis previa: la de que no es posible planteamiento educativo alguno, si no se cree firmemente en una renovación del ideal ilustrado, en los principios de la Ilustración. Este planteamiento implica hacer refluir, en una buena parte de los elementos que constituyen la ideología de nuestro tiempo, tres viejas ideas directrices que, a pesar de haber sufrido el desgaste de una malversación de los ideales del Humanismo, siguen hoy tan vivas como siempre. Estas ideas son la razón, la verdad, la solidaridad, que, naturalmente, tienen que desenvolverse y renovarse en el horizonte de los problemas contemporáneos.

Estos problemas son, en el fondo, los mismos de siempre: la defensa de la vida, la defensa del espacio real o ideal donde ha de desplegarse esa vida, la armonía y la paz, la libertad y la justicia, el bien y la belleza, el progreso y la posibilidad. Sin embargo, todo esto no son más que huecas palabras, si no se vuelve continuamente sobre ellas, si no se reflexionan, si no se descubre lo que tienen de estimulador y creador y, al mismo tiempo, no se desenmascaran sus sucedáneos, o los espectros que, tantas veces, ocupan su lugar.

El hecho de que esos términos, esas ideas directrices aparezcan en el lenguaje humano, quiere, sencillamente, decir que los hombres las han inventado; que han tenido necesidad de ellas. Esas supuestas palabras abstractas son tan reales como el mundo que señalan las manos, que miran los ojos. Esas palabras están en la lengua con la misma consistencia que las cosas están sobre la tierra. Tal vez lo más maravilloso de esas palabras sea el descubrir la capacidad creativa del hombre, la construcción de la cultura como territorio que, surgido de la mente y la sensibilidad, inventa también ese espacio teórico donde realizarse. Palabras que jamás habrían aparecido en el lenguaje humano, jamás se habría descubierto el territorio que señalan, si su creador -la especie humana- no las hubiera entendido tan necesarias y vitales como el aire, como la luz, como el agua. Una terrible clausura de nuestro horizonte de posibilidad es suponer que esos términos únicamente funcionan en el campo de la utopía, en el ámbito de los sueños o de los irrealizables deseos, y que en nuestro tiempo han sido sustituidos, al fin, por las verdaderas palabras que siempre han movido a la historia: el poder, el egoísmo, la guerra.

Lo peor de estas perspectivas, digamos, pesimistas del hombre y su destino es que, a veces, se sostienen bajo supuestos argumentos realistas, pragmatistas. Como si la ideología que las defiende, con la pretensión de tener verdaderamente los pies sobre la tierra, no ocultase, en tales planteamientos, el hecho de que no merece la pena pisar ese suelo de detrito y desperdicios sobre los que sólo podría alzarse una idea del hombre miserable y estéril. Lo real es, paradójicamente, ese otro horizonte ideal que, con el lenguaje, nos sitúa más allá de la animalidad, en el territorio de lo humano. La fuerza de ese idealismo se muestra en que buena parte de los discursos políticos, del discurso del poder, ha enmascarado otras intenciones -dominio, explotación, avaricia- bajo palabras, en este caso profanadas, como libertad, justicia, derechos humanos, bien común. El hecho de que, en el peor de los casos, puedan servir para ocultar las intenciones de quienes desde el poder las utilizan, no deja de ser una modulación importante, de la inevitable pleitesía que, según suele decirse, el viciorinde a la virtud. El vicio de la clausura egoísta frente a la apertura y libertad de todo ideal.

VII

Valores y palabras

Pero, como decía, esta terminología de las grandes, creadoras palabras de la historia, tiene que repensarse continuamente. Los ideales de la Ilustración no expresan sólo el testimonio de una determinada época histórica en la que fueron, más o menos contradictoriamente, proclamados, sino que están mezclados con los momentos más fructíferos de lo que suele llamarse el pensamiento occidental. La necesidad de repensar y recrear esa terminología tiene, en nuestro tiempo, inevitables urgencias. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación como hoy, nunca el lenguaje, las palabras y, no digamos, las imágenes han tenido tantos medios para circular por ellos, pero, por eso mismo, paradójicamente, nunca nos ha amenazado tanto el silencio o en el peor de los casos la manipulación y la mentira.
¿Cómo no reflexionar, pues, sobre la verdad o la solidaridad en un horizonte en el que la naturaleza no sólo convive con la cultura en su manifestación técnica, sino que empieza a ser suplantada, tergiversada, deformada, por ella? ¿Cómo no descubrir entre los asombrosos progresos tecnológicos de nuestros días que, a pesar de ellos y, tal vez, contra ellos, asoma la oscuridad y los pequeños monstruos de la caverna?

La creación de un lenguaje interior, la consolidación de una estructura mental, el cultivo del pensamiento abstracto que es esencialmente lenguaje, la lucha por recrear continuamente los principios de verdad, justicia, libertad, belleza, generosidad, marcan el camino del progreso y la convivencia. Y esto es, a su vez, cultivo y cultura de la palabra, revisión del inmenso legado escrito, que no es otra cosa que pensar con lo pensado, desear con lo deseado, amar con lo amado. En definitiva, soñar los sueños de las palabras que duermen en el legado de la tradición escrita, de la tradición oral, y que, al soñarlas, las despertamos, y, al tiempo, nos despertamos a nosotros con ellas.

Y esto sólo puede, originariamente, realizarse con la educación y, concretamente, con las instituciones que la hacen posible y deseable. Y también aquí se plantea la urgencia de una revisión de las tradicionales estructuras educativas. Porque me temo que ya no son esas instituciones ni los profesionales de la enseñanza los responsables del discurso pedagógico, los artífices de ayudar al desarrollo intelectual y humano del individuo, en los primeros estadios de su instalación en el mundo. Luchamos contra los otros educadores -no sé si peores o mejores-, que han ocupado casi en su mayoría el espacio educativo. Ese espacio en el que no sólo se transmiten determinados conocimientos, que, al fin y al cabo casi sería lo menos interesante, sino que muestra el subsuelo ideológico sobre el que parece levantarse la sociedad.

No deja de sorprender que mientras, insistentemente, y en determinadas ocasiones del juego político e incluso ético, se utilizan expresiones como «derechos humanos», se esté atentando también insistentemente contra los derechos humanos de los ojos. Unos ojos indefensos a los que, ante la clásica propuesta de la filosofía griega que se planteaba la radical y simple pregunta de «cómo vivir» (Gorgias, 492d), se le ofrece como respuesta la violencia, la agresividad, el engaño, la crueldad, la visión fantasmagórica, refinada y desgarradora de unas imágenes que jamás existirán en lo real, que superan toda posibilidad de lo que puede acontecer en la vida real, por muy feroz que sea el rostro que la misma vida real pudiera mostramos.

Y esto no es la repetición de un discurso ético, desgastado y trivializado, sino un sencillo discurso humano que ve al hombre, sobre todo, como estructura colectiva, como punto esencial en una retícula social que no puede provocar otros desgarros que aquellos inevitables que presentan las propias limitaciones de la existencia. No basta, sin embargo, levantar en el cielo de las buenas intenciones y en la conciencia individual sobre la que se sustenta, la bandera de las viejas, eternas, y, tantas veces abandonadas y deformadas palabras. Se trata de realizarlas. De afirmar que no han muerto, que valen para algo y que merece la pena ponerlas en práctica, vivirlas y hacerlas vivir.

VIII

La cultura de las imagenes

Aquí llegamos al nuevo espacio al que acabo de referirme y que constituye, no sólo el nuevo medio donde tiene lugar una buena parte de la educación de nuestro tiempo, sino las imágenes que alimentan ese medio y, a través de él, nuestra mente y nuestra inerme intimidad.
La cultura de la imagen ocupa un puesto fundamental en la transmisión de perspectivas para interpretar y construir el mundo. Las imágenes constituyen una forma de percibir lo real, principalmente a través de los ojos, a través de la visión.

El animal humano necesitó esa información que le daban sus sentidos, en este caso, los ojos, para adecuar su forma de instalación en el mundo, para situarse en él, incluso para defenderse de él, o hasta para gozar de él, cuando se sintió liberado de una relación utilitaria con ese mundo entorno. Pero, al mismo tiempo, la mirada humana estuvo siempre espacio concreto sobre el que se derramaba. Para ello precisaba, además, su cuerpo. Para ver había que estar allí donde tenía lugar el encuentro entre nuestros ojos y los objetos. La energía, que nuestra percepción desarrolla, es producto de ese enfrentamiento entre las cosas y nuestra interpretación de ellas. Toda imagen, toda visión de lo real, está alimentada por nuestra interpretación. Esa interpretación es fruto de la experiencia, de las formas de aprendizaje, de la memoria que ha ido enhebrando el hilo donde se han tejido nuestros logros o nuestros fracasos; de la idea de la verdad o la mentira, del horizonte de valores vitales que nos sustenta. Pero todo ello, en relación con ese mundo masivo, presente, tan real y tan natural como el cuerpo que está allí, con sus ojos, urgiendo una respuesta a esa presencia de la temporalidad inmediata.

IX

El ser del aparecer

En nuestro tiempo ha surgido una forma nueva de presencia. Una ex traña forma de aparición cuyo ser es ser exclusivamente imagen, visión sin sustancia, presencia construida paradójicamente de ausencia. Esas imágenes que vemos sin estar y para cuya percepción nuestros ojos no tienen que ser llevados allí donde tiene lugar la realidad que fingen, son, en una primera distinción, de dos clases. 0 bien imágenes que describen la naturaleza, que dejan ver objetos reales desde el rincón donde un determinado aparato nos las muestra, sin tener que ir allí donde esa realidad se realiza; o bien imágenes que nada tienen que ver con la realidad, que no expresan nada que realmente esté ocurriendo, sino que son productos de ficción, productos inexistentes, sin realidad alguna más que la que les presta la arbitrariedad o la necesidad de alguien que las manipula, las construye, las mercantiliza.

Esas imágenes que están ahí, ante nuestra presencia, sin ser presentes; que no son sino pura ficción, tienen una misteriosa fuerza y una inmensa debilidad. La fuerza proviene de que son como la vida, que «están ante nosotros como si tuvieran vida» aunque si les preguntamos responden con el más altivo de los silencios (Fedro, 275d). Vida, pues, que no late; hombres que hablan, pero cuya voz jamás podrá dialogar, de verdad, con la nuestra. Es cierto, sin embargo, que como las grandes obras pictóricas, esas imágenes, aunque estén fingiendo un movimiento que no es el suyo, y que viven en un tiempo que no es el nuestro, pueden ser expresión de formas supremas de sensibilidad, de arte, y alimentan y agrandan el murmullo de nuestra intimidad. Desde la pura ficción que representan como el gran teatro griego, efímero también en el angosto tiempo de su representación, ese teatro, o sea, esa realidad cuyo ser se sostiene en el ser de nuestra mirada, nos arranca un diálogo que es reflejo del diálogo de nuestra intimidad. Los límites de ese ser visto son los límites de nuestra alma, de nuestras esperanzas y desvelos, de nuestra soledad y nuestra solidaridad. Un mundo para ver; pero que al poder dialogar con el hombre, aunque sean criaturas del aire, sus moradores, alientan por ello nuestra vida. Son, además, criaturas del lógos, del aire semántico que articulan. No son sólo imágenes para los ojos, sino para los oídos. Ficciones que se mueven en el movimiento de lo real, que hablan las palabras de lo real. Si esas imágenes tienen sentido es porque se enhebran en el lenguaje que somos, porque son ecos de algunas de nuestras más hondas voces.

Hay otros productos de aire cuya existencia fingida no tiene que ver, la mayoría de las veces, sino con la teratología, con la monstruosidad.

Por encima del universo de lo real, incluso del universo de la ficción que sueña todavía, con el arte, el sueño de los hombres, aparece ese otro universo cada día creciente y que constituye la mayor parte de ese nuevo mundo de las imágenes. Imágenes cuya voz ensordece el oído humano y cuya presencia atonta, desgarra, atormenta, enturbia, ciega la mirada. No sabemos demasiado bien por qué existen – la estupidez o la crueldad no tienen nunca justificación alguna – pero siguen apareciendo, implacables, ante nuestra vista.

Ese atentado puede ser más feroz si, a través de él, se fomenta, solapadamente, la ideología de la violencia, de la falsedad, de la aniquilación y, sobre todo, si actúa ante seres humanos que no han tenido tiempo, ni ocasión, ni posibilidad de construir un discurso interior, de hacerse lenguaje; sin haber descubierto que es esa voz que nos habla, ese fluido abstracto que hemos aprendido a construir desde la lengua materna, y que nos han ayudado a convertir en lengua matriz, lo que verdadera y únicamente crea, humaniza y consolida al hombre.

X

Imágenes y palabras

Ese imperio de viento, esas tempestades visuales que anegan y asfixian la posibilidad de pensar y, por consiguiente, la posibilidad de ser, vienen acompañadas, además, de una ideología que se expresa en aforismos que parecen lugares comunes e indiscutibles. Así aceptamos con la mayor sumisión y después de haber oído el discurso de la modernidad, del futuro de la modernidad, tesis como aquella que dice que «Una imagen vale más que mil palabras». ¿Qué imagen?, ¿qué valer?, ¿qué palabras?. Sin un de tenido análisis, sin una crítica del sentido, del fundamento de tal expresión, sería justificado decir también, con la misma arbitrariedad que «una palabra vale más que mil imágenes». Imágenes, ¿de qué?; palabras, ¿de qué? Una imagen, ¿vale para el que la produce o para el que la recibe? ¿Dónde radica el valor de su valor? ¿Por qué valen y para qué valen? Dejando a un lado el problema, por otra parte muy interesante, de la manipulación, de la falsificación que comportan, muchas veces, las imágenes, un simple universo visual no puede actuar si no existe un cauce de recepción, un sujeto receptor del supuesto mensaje que ocultan; si no existe el cobijo, la matriz de las palabras. Pero no de las palabras que hemos heredado como objetos inertes de la lengua. Las palabras realmente insustituibles son aquellas que estructuran nuestra personalidad y que forjan la sustancia del pensamiento. Sin ellas las imágenes carecen de valor. Son gesticulaciones que no alcanzan la expresión, colores sin perfil. Una glosa, pues, del famoso texto kantiano diría que «las intuiciones, las imágenes sin conceptos, sin palabras, son ciegas», aunque sea verdad también que los conceptos sin intuiciones son vacíos, que el mundo de la mente, donde radica el lenguaje, necesita llenarse con aquel otro mundo que desde la historia y la sociedad intuimos.

Esa experiencia del mundo entorno, de las instituciones que nos orientan hacia la realidad, estructura los elementos de nuestra naturaleza convirtiéndonos en persona. Pero son las palabras, que nos señalan los límites y fronteras de nuestro espacio interior, las que definen la objetividad, la sustancialidad de las imágenes, las que nos enseñan a ver las imágenes. Como la vieja canción:

Ojos que no ven
lo que ver quisieran
qué verán que vean.

No hay visión, pues, sin un querer, sin la materia de un lenguaje que ha forjado nuestra posibilidad de ser, entre la continuada reflexión de las palabras, entre el renovado planteamiento de lo que, engarzado en el lenguaje, nos ofrece la experiencia del mundo. No hay un ver que sea, realmente, ver desde una mente que carece de la contextura y el entramado de las palabras.

XI

El mundo de la visualidad

Algunas teorías contemporáneas, que han pretendido sobrepasar la galaxia de Gutenberg, han sostenido que el lenguaje condujo al pensamiento por un camino de abstracción que fragmentaba el mundo y le privaba de tocarlo, de mirarlo, de sentirlo. Pero el conglomerado de imágenes ficticias, de colores electrónicos -hechos de esa electricidad que tanto admiran algunas de estas corrientes de la imagolatría-, ¿qué tocan del mundo?, ¿qué palpitar nos ofrecen de la realidad?, ¿qué «pulpa» nos presentan? Precisamente la lisura de esas visiones, enmarcadas en el espacio electrónico, sólo puede ser vistas, ser percibidas, desde el cobijo y la matriz del lenguaje con el que nos las decimos y, al decirlas, incorporamos en nuestra vida, en nuestras actitudes, esa visión.

La crítica que podemos hacer a la supuesta tesis del valor supremo de las imágenes, plantea algunos de los principios fundamentales de ciertas corrientes ideológicas que dominan el mundo contemporáneo. Es verdad que las imágenes con las que hoy está salpicado el mundo, poseen la inmediatez de lo real; parece como si ocuparan un tiempo y un espacio que coincide con el nuestro. Pero ese golpe a nuestros ojos tiene, para humanizarse, que romper a hablar, tiene que poder descargar en la intimidad el fluir del pensamiento, del análisis, de la reflexión. Las imágenes que los ojos absorben nos devuelven a un mundo primitivo en el que el hombre vio la realidad en función de la defensa de su propio yo, en función de dos reacciones tan primitivas como el acercamiento o la huida, y donde la interpretación de los estímulos que sus ojos captaban estaba en función de la defensa de su propio ser.

Pero la imagen, la experiencia visual tenía que decirse que agruparse e interpretarse aunque fuera, en principio, de una manera elemental y primaria. No basta el fogonazo de la intuición que, como la imagen, está supeditado al instante del tiempo. Pensar es, por el contrario, desplegar la sucesión de esos instantes en el espejo de la reflexión. Y ese pensamiento nace de la trama profunda de esa lengua que somos, y que nos constituye en la existencia y en el espacio colectivo.

Otro de los argumentos para la supuesta valía de la imagen sobre las palabras, se sustenta en la preeminencia que pudiera tener la vista ante el oído. Pero, sin entrar a analizar las posibles diferencias, el hecho es que hoy la percepción de las imágenes obra sobre esa inevitable estructura lingüística que caracteriza la esencia del ser humano. somos no por ver -cosa que es común con los otros mamíferos- sino por tener lenguaje; por haber despegado de la animalidad, por esa capacidad de construir un lógos, un pensamiento abstracto, en nuestra consciencia. Y este lógos es precisamente el que crea, recrea y asimila el discurso con las imágenes que, sin él, apenas tienen significatividad.

En el mundo de la visualidad, en la inundación continua de las imágenes, es más necesario que nunca el cuidado del lenguaje, el cuidado de la interpretación; de lo que hacemos con ese lenguaje para que pueda ser captador y asimilador de imágenes que lo enriquezcan y lo estimulen y para que, sobre todo, pueda rechazar ese dominio de esperpentos que nos acosa. Un dominio que somete el desarrollo de la mente a un futuro cegado por el chisporroteo de fantasmas, de espectros que lentamente nos llevan, otra vez, al fondo de aquella caverna de la que, al parecer, hace milenios habíamos logrado escapar.

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