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Gestas, o el idioma de los monos

diciembre 4, 2002

En los cuentos y en algunos libros religiosos del Oriente se supone o afirma que ciertos hombres han poseído el don de comprender el lenguaje de los animales. Difícil es averiguar si ha existido o no semejante ciencia, como es dudoso decidir si los cuentos se derivan de la historia, o la historia se deriva de los cuentos. Parece probable que los animales se comunican entre sí y que sus gritos expresan algo, por lo cual es sensible la pérdida del antiguo y erudito diccionario en que se explicaba la significación del cacareo de la gallina, del zumbido de la mosca, de la carcajada de la hiena, y de los estrepitosos calderones del jumento. Tal vez, cuando los estudios filológicos se perfeccionen, hallarán los sabios analogías entre ciertos idiomas humanos y los lenguajes de las aves o cuadrúpedos, en que Nabucodonosor’ debió de ser muy versado, y de los cuales quizá introdujo voces en su idioma, que transmitidas de pueblo en pueblo, pueden haber llegado hasta nosotros. En tanto que se aclara este misterio, forzoso es ignorar si el lenguaje de los grillos es tártaro o semítico, y si tiene o no tiene hipérbaton el maullido de los gatos; y es imposible establecer diferencia entre lo que discurren muchos hombres y lo que acaso se dicen entre sí los habitantes de la selva.

Lástima grande que se haya extraviado aquel importante ramo de las ciencias, cuando cada semana brota una ciencia nueva: a no ser así, los monos de la Guayana, que viven en sociedad, las hormigas, que parecen comunistas, y las monárquicas abejas, nos dirían cómo se consigue el orden en sus formas diferentes de gobierno, puesto que entre los hombres andamos tan mal avenidos, que unos achacan todos los males al sistema republicano, y otros, como el doctor Virrey, hallaban éste tan sano, que, según él, durante la Revolución francesa, entre otras enfermedades, el flato desapareció de la República. Revelación médica que conceptúo peligrosa, pues divulgado el fenómeno, los hambrientos o los que por debilidad de estómago padezcan aquella dolencia pueden lanzarse a la calle gritando: ¡Viva la República!, no por interés político, sino como medida sanitaria.

Confiemos en que el secreto dejará de serlo pronto en esta edad feliz de los inventos, y que los hombres que puedan asomar la cabeza por el siglo xx se tutearán con los papagayos y los monos, y entablarán con los osos, tigres y leones un animado comercio de pieles y de ideas.

-No hay duda, este pobre animal me quiere decir algo.

Así pensaba el Sr. Barrientos, viendo que Gestas, su hermoso orangután, le miraba fijamente y hacía gestos de impaciencia, acaso porque su dueño no le comprendía.

Había motivos para dar importancia a todo lo que se refiriese a Gestas: este distinguido mono poseía un instinto de imitación que le hacía apto para toda clase de enseñanza, y manifestaba tal deseo de ser útil en la casa, que cada día se observaba en él un nuevo progreso. Introducía a las visitas en el despacho, servía la mesa y llevaba las cartas al correo. Habiendo notado que las criadas pasaban el plumero por unos bustos que adornaban el gabinete, Gestas se presentó aquella noche en la tertulia armado de un plumero, y con la mejor intención, deshizo los peinados de las señoras y derribó la peluca a un respetable contertulio. Oyó una vez el Sr. Barrientos que abrían sus cajones; asomóse con precaución al despacho y descubrió a Gestas tomando unas monedas y mirando recelosamente como quien teme ser descubierto: acto continuo, el mono cerró el cajón, entró en el cuarto de un criado y depositó las monedas en un cofre. Aquel aviso sirvió al Sr. Barrientos para estar vigilante, y pocas horas después descargaba su bastón sobre las espaldas de un lacayo a quien sorprendió en el instante del delito. Gestas, que observaba el castigo, escarmentó en cabeza ajena y no volvió a repetir el atentado.

Divulgado el hecho, los criados respetaron a las criadas, se abstuvieron de saquear la despensa y dejaron de horadar los toneles temiendo ser descubiertos por el mono, espía misterioso que, sin hacer ruido, los seguía a todas partes, imitando después sus acciones en presencia de los amos.

El Sr. Barrientos había ensayado en vano todas las maneras de hacer hablar al mono: Gestas, colocado delante de aquél, repetía todos sus movimientos, imitaba su gesticulación y movía los labios con presteza, pero sin producir sonido alguno. Hubiéranse prolongado por mucho tiempo tan inútiles tentativas a no haber consultado Barrientos una obra de Camper (Diss. de organo loquellae simiarum), en la cual se asegura que los orangutanes tienen el órgano vocal muy imperfecto a causa de dos sacos membranosos situados bajo la glotis, en los cuales se extinguen los sonidos. Propuso entonces a los mejores operadores de España la ligadura de los sacos, pero ninguno de los médicos consultados respondía de la vida de su mono.

El dueño del orangután, que obstinado en aquella idea fija había llegado a traducir a fuerza de observaciones, por el tono de los maullidos de su gato, las diversas necesidades de este animal casero, empeñóse en que los monos, como animales superiores, no podían carecer de lenguaje. Y tanto meditó sobre este asunto y tales experimentos hizo, que concluyó por afirmar que los orangutanes tienen un lenguaje mímico y se hablan por señas en un idioma, inalterable, el cual, si fuese comprendido y adoptado por los hombres, sustituiría con ventaja al nuevo idioma universal, que sólo hablan sus autores, si bien no me atrevo a afirmar que lo traduzcan.

Aquella idea luminosa, y la certidumbre de que Gestas podía imitar actos muy complicados, sugirió al señor Barrientos un pensamiento atrevido. Pocos días después presentó a Gestas en casa de un profesor, a quien propuso admitiese aquel discípulo. El ilustrado y pacienzudo maestro, que era un pozo de ciencia y sólo recibía una escasa pensión pagada con atraso de un año, no se hallaba en disposición de rehusar ningún alumno, y aceptó el cargo de preceptor del orangután, que saltaba sobre las desvencijadas sillas haciendo cabriolas.

-No quiero tener noticias de Gestas hasta que su educación quede terminada -dijo Barrientos al maestro-: mi cajero tiene orden de pagar todas sus cuentas. Yo le entrego a V. un mono: devuélvame usted un hombre.

Y Gestas, a contar desde aquel día, quedó en clase de interno en casa de D. Crisóstomo, sapientísimo profesor de sordo-mudos.

Habían trascurrido unos dos años.

Acababa el Sr. Barrientos de tomar su desayuno, cuando le presentaron una carta: abrióla con indiferencia, leyó su contenido no sin interés, y concluyó por apretar un timbre y dar por el comedor grandes paseos, examinando de vez en cuando el papel con aire de sorpresa.

Pocos momentos después entraba en su aposento el señor López, que desempeñaba el cargo de cajero.

Barrientos le entregó la carta con maneras solemnes y le dijo:

-¡Lea V.! La he recibido hace un instante.

El Sr. López repasó el papel con curiosidad, luego con asombro, y finalmente con espanto. Su principal le interrogaba con los ojos: el cajero permanecía inmóvil y como anonadado.

-Lo veo, y me parece imposible -dijo por fin el señor López.

-Haga V. el favor de leerme otra vez la carta.

El cajero leyó en voz alta y conmovida:

«Muy señor mío y dueño: No puedo menos de participar a V. el resultado de mis últimos exámenes: en las clases de Gramática, Geografía e Historia, Música y Dibujo, he obtenido la calificación de sobresaliente: en las de baile, esgrima, gimnasia y equitación, de eminentísimo. Según mi profesor, para la imitación de los clásicos tengo aptitud maravillosa.

‘Su agradecido mono

GESTAS.

«P. D. Todos mis condiscípulos han recibido regalos; yo quisiera una bata de D. Crisóstomo y un saltador como los que tienen casi todos mis amigos.’

-Esto es una broma -dijo el Sr. López-: no puedo creer que un orangután sepa más que yo y salga sobresaliente en unas clases donde obtuve la nota de mediano.

Y volvió a repasar el escrito con escrupulosidad, como si se tratase de un billete de Banco falsificado.

-¡Ya di con el fraude! -exclamó por fin con vanidad, dándose un golpe en la frente.

Y sin más explicaciones, salió del cuarto, dejando atónito al Sr. Barrientos-y lleno de confusión y dudas. Pasados algunos minutos volvióse a presentar el cajero, trayendo un legajo de papeles, y dijo a su principal con aire de triunfo:

-Repase V. las cuentas del maestro; fíjese V. en la forma de la letra y en la firma, y verá que son idénticas a la letra y la firma de la carta.

Hecho el cotejo, resultó probada la superchería del maestro: el Sr. Barrientos estaba rojo de vergüenza.

-Es preciso llamar al profesor y confundirle -dijo el amo del orangután amostazado.

-Hágame V. el obsequio de enterarse en persona del asunto, y hacer que comparezca el profesor acto continuo.

Mientras el cajero desempeñaba su cometido, quedó el Sr. Barrientos examinando las cuentas y dando manifiestas señales de disgusto.

-¡Qué gastos tan crecidos! -repetía de vez en cuando el burlado caballero sin duda el profesor se ha figurado que el mono es hijo mío.

Media hora después se hallaban reunidos en el mismo aposento el Sr. Barrientos, su cajero y D. Crisóstomo. Éste, en vez de callar abrumado por las reconvenciones del primero, se paseaba majestuosamente por el cuarto, mientras sus interlocutores le contemplaban con admiración y le escuchaban con respeto.

-A VV. les alarmó seguramente el ver imitada mi letra por el mono: no sabían entonces que Gestas también copia todas mis costumbres, hasta el punto de purgarse una vez al mes por imitarme.

-Pero no nos ha dicho V. todavía -repuso el señor de Barrientos, de qué medios se ha valido V. para ilustrar a Gestas.

-Usted tuvo la idea -contestó modestamente don Crisóstomo-, y yo me limité a observar la mímica del orangután para llevar a traducir correctamente aquel lenguaje. Con el fin de ganar tiempo, procediendo con método hice un catálogo de todas las necesidades de los monos, de sus más naturales sensaciones y de los fenómenos perceptibles para una inteligencia rudimentaria. Concluido este trabajo, comencé los experimentos por las necesidades más frecuentes, y noté que cada vez que el hambre le hostigaba, repetía el orangután un mismo gesto significado con un signo, también determinado, su satisfacción cuando saciaba el apetito. No había duda: aquella gesticulación era un idioma, y era preciso verterla al castellano.

-¿Cómo no lo arredraron a V. las dificultades de la empresa?

-Mi padre era alemán -respondió gravemente don Crisóstomo-, y empleó veinticinco años en descifrar una inscripción escrita en un idioma ya perdido: la piedra se resistía a revelarle sus secretos, mientras Gestas me ayudaba, sin sospecharlo, en todas mis tareas. Observé, cómo expresaba la alegría y el disgusto; en los gestos que hizo la primera vez que aventuré algunas palabras en su idioma, advertí de qué manera manifestaba la sorpresa; descubrí cómo indican los monos la curiosidad, el enfado y el deseo de venganza; y de idea en idea, y de relación en relación, sorprendí los pensamientos y hallé por fin la clave gramatical de su lenguaje. Hoy poseo también su ortografía.

Barrientos y el cajero estaban asombrados.

-Dueño ya de su idioma, tuve con Gestas coloquios muy curiosos, y el cansancio físico me hizo desistir de educarle en su propio lenguaje, si así puede llamarse a un modo de expresión en que la lengua no interviene para nada; entonces emprendí la tarea de enseñarle el alfabeto, pero en vano; Gestas no comprendía el valor abstracto de las letras y hube de usar el método objetivo. Felizmente, se han descubierto sistemas para enseñar sin libros ni fatigas, pero me faltaba un signo con que advertir a Gestas que mis objetos equivalían a los gestos y movimientos con que expresaba sus ideas; me faltaba en el idioma símico, el modo de indicar la idea de igualdad o analogía.

-¿Y pudo V. conseguirlo- dijo con interés el señor Barrientos.

-Por medio de una estratagema -dijo D. Crisóstorno- Coloqué sobre la mesa dos jícaras de chocolate exactamente iguales, y cuando Gestas tomó una de ellas para sorber su contenido, se la arrebaté bruscamente de las manos, entregándole la otra. El mono miró ambas jícaras con sorpresa; noté que las comparaba escrupulosamente, después se fijó en mí e hizo un mohín muy marcado y de un género nuevo.

-Sin duda el mono quería decir que las dos jícaras eran iguales.

-Eso mismo supuse lleno de alegría; después he sabido, que el mono sólo quiso decirme entonces: «Es V. un majadero».

El Sr. Barrientos celebró la ocurrencia de su mono.

-A fuerza de repetir el experimento, obtuve el signo deseado, y entonces la educación se hizo más rápida; conseguí que dividiese las oraciones en palabras, las palabras en letras y sus progresos me asombraron. ¿Creerán VV. que los monos tienen ciertas ideas más exactas que las de algunos hombres muy civilizados?

-¡Qué nos dice V.! -exclamó admirado el señor López.

-Aseguran que existen seres muy superiores a los monos, mientras ciertos hombres no reconocen nada superior a ellos mismos.

-Es preciso que complete sus estudios -dijo el señor Barrientos lleno de entusiasmo- No repare V. en gastos, y abónele al teatro si lo considera conveniente. Quiero que Gestas llegue a ser un mono sabio.

-¿Podría V. instruirnos en el idioma de Gestas?-preguntó con curiosidad el Sr. López.

-Tienen VV. los huesos algo duros y les costarían muchas agujetas. Es preferible que aprendan el alfabeto de los mudos, en el que Gestas es muy elocuente.

-¿Tan difícil juzga V. lo que propongo?

-Voy a darles a VV. una prueba.

Y D. Crisóstomo empezó a mover el cuerpo de una manera convulsiva y a agitar todos los músculos de la cara alzando alternativamente las dos piernas, haciendo sonar los dedos, rascándose las orejas y la frente, y dando saltos extraordinarios y vueltas prodigiosas.

¡Qué hace V.! ¡Qué hace V.! -repetían asustados Barrientos y el cajero, sujetando a D. Crisóstomo. El sabio se contuvo y, recobrando su serenidad, respondió tranquilamente: -Estaba conjugando un verbo en el idioma de los monos.

«Uno de los motivos en que sin duda se apoyan los que juzgan al hombre descendiente del mono es en el instinto de imitación, tan desarrollado en nuestra especie, lo que constituye la principal analogía entre los hombres y los monos.

«Nace un pintor de estilo original, y, gracias a sus imitadores, forma escuela. Lanza a la sociedad sus sarcasmos o llora sus desencantos un Byron’, y dos generaciones de poetas lamentan los mismos desengaños y se burlan de todo lo creado. Riza sus largas melenas uno de los hombres más hermosos de París y enfunda su cuello en una gran corbata, y todos los que se precian en Europa de hermosos y elegantes adoptan la corbata y se rizan la melena. Ábrese una fonda en sitio donde nunca hubo tales establecimientos, y a los pocos días se abren en el mismo sitio varias fondas. La sociedad humana comenzó por espíritu de imitación seguramente; a un hombre se le ocurrió elegir un terreno y llamarle suyo, y todos los demás hombres quisieron tener terrenos propios.

«El mono, dotado de ese fecundo instinto de imitar, es un animal sociable y dispuesto a la civilización y a la enseñanza. Pues bien; al entregarle Gestas completamente educado, voy a proponer a V. un plan político.’

Así decía el sabio D. Crisóstomo tres años después de lo ocurrido anteriormente, mientras el Sr. Barrientos, radiante de alegría por el buen éxito de su idea, escuchaba con agrado al profesor, causa de su triunfo.

Don Crisóstonlo, notando la atención con que se le oía, prosiguió muy animado:

-Inútiles parecen los esfuerzos hechos para civilizar el África, cuya mayor porción es desconocida; las colonias europeas no prosperan como en otros países, y la raza negra, indolente y perezosa, resiste todo progreso. Mi plan consiste, pues, en intentar la civilización de aquel continente por medio de los monos, más activos que los negros, aprovechando la instrucción de Gestas y mis conocimientos en el idioma simio, que poseo y he enseñado a algunos de mis discípulos. Si V. nos da su apoyo y su licencia, partiremos al país de Gestas a difundir la ilustración entre los orangutanes, regularizaremos sus costumbres, y, antes de un siglo, estos seres tan análogos al hombre recorrerán el África inexplorada, no vagando ociosamente por las selvas, sino tomando apuntes, levantando planos, coleccionando hierbas y observando la dirección de las montañas y el curso de los ríos. Las naciones europeas comerciarán entonces con los monos…

-Basta, basta, mi apreciable D. Crisóstorno; ese plan es el sueño de un sabio, y agradeceré a V. que no lo divulgue: sería capaz el Gobierno inglés de separarme de mi mono.

Don Crisóstomo bajó la cabeza resignado.

-¡Cómo ha de ser! -dijo con tristeza el maestro-; y sin embargo, el orangután, aunque le llaman simia satyrus, es un animal que no carece de buenas cualidades; no practica la poligamia ni la poliandria.

-Necesito a Gestas, D. Crisóstomo.

-En ese caso, se lo entrego ilustrado, humilde y obediente, como enseñado por mi ejemplo. Si no quiere V. tener en él un monstruo, presérvele de las malas compañías.

Y el sabio salió del aposento limpiándose las lágrimas con un pañuelo de hierbas, y tomando de un rincón su paraguas de familia.

-La música es agradable y se pega mucho al oído.
– Los versos son ligeros.
– Y el desenlace está previsto desde luego.
– Esta zarzuela se parece a la que gustó tanto hace dos años.
– Y gustará lo mismo que la otra.
– Sería una injusticia no aplaudirla habiendo obtenido aquélla tan buen
éxito.

-¿Y se sabe quién es el autor?

Así discurrían en un palco varias jóvenes en el intermedio de una zarzuela que se estrenaba aquella noche: un caballero abonado, persona que se preciaba enterada de todas las intrigas y sucesos teatrales, dijo con aire de importancia:

-La Empresa asegura que la música y la letra de la obra han sido remitidas por medio de un anónimo; pero yo sé quién es el autor, aunque no puedo revelarlo.

-¡Ay! sea V. amable -dijeron en coro las del palco.

-¡Imposible! -exclamó el abonado levantándose-; ahora empieza el último acto, y hasta el final debo ser discreto; sólo diré a VV. que el autor y yo nos hemos criado juntos y tenemos un lejano parentesco.

-¡El autor! ¡El autor! -gritaban tres cuartos de hora después los espectadores.

-¡Es un plagio! ¡Me han robado el pensamiento! -decían varios autores en distintos lados del teatro.

Pero el telón no se alzaba, aumentaba la curiosidad del público, y por consiguiente las voces, el taconeo y los aplausos. Después de algunos minutos de espera, uno de los actores se presentó en el escenario y dijo con voz solemne:

-El autor de la zarzuela que hemos tenido la honra de representar se encuentra en el teatro, pero suplica al público tenga mucha indulgencia con su físico…

-¡Su nombre! ¡Su nombre!

-¡Gestas! -dijo el actor con voz pausada.

-¡Que salga! -respondió el público.

Se oyeron dos gritos en la sala: el uno lo exhalaba D. Crisóstomo; el otro salía de la garganta del Sr. Barrientos. El caballero abonado hacía señas a las damas del palco como preciándose de haber acertado en su pronóstico, y aplaudía a rabiar, haciendo gala de proteger a un amigo.

Y Gestas apareció en el escenario con un traje idéntico al que llevaba D. Crisóstomo.

Un estremecimiento general anunció su presencia en las tablas; un silencio momentáneo indicó la sorpresa del público, y una explosión de voces, palmadas y gritos discordantes expresó de una manera atronadora la opinión pública, al ver a Gestas haciendo cortesías y saludos con la dignidad del autor más ceremonioso.

El abonado se escurrió poco a poco de la sala sin atreverse a mirar al palco, después de su confesión de haberse criado y tener cierto parentesco con un mono.

-¡Es mi discípulo! -decía D. Crisóstomo en voz alta y lleno de orgullo.

-¡Es mi mono! -exclamaba el Sr. Barrientos lleno de entusiasmo.

-¡Qué progreso! Los monos se han elevado a la altura del arte; esto sólo podía verificarse en el siglo xix -vociferaba un mozalbete.

-¡Qué vergüenza! El arte se ha puesto al alcance de los monos -respondía un señor entrado en años.

Y seguía el entusiasmo del público creciendo cada vez más a cada movimiento de Gestas; las carcajadas cesaron cuando se fue desvaneciendo la duda que aún abrigaban algunos sobre la realidad del hecho, y sólo se oían bravos y palmadas interminables.

El favorecido Gestas, que calzaba zapatillas, y por la carencia de talones no podía conservar la posición vertical durante mucho tiempo, cayó al fin en cuatro manos, mientras descendía sobre su espalda una lluvia de flores y coronas.

Tres meses después de su triunfo teatral, Gestas era el héroe del día entre la buena sociedad madrileña; treinta días de permanencia en París habían producido en su fisico una variación extraordinaria; un hábil operador le había estirpado el rabo sin dolores; un célebre perfumista le hizo caer todo el vello de su rostro; un ortopédico remedió con un aparato la imperfección de sus talones; unas pantorrillas de algodón disimularon la flacura de sus piernas; el sastre, el zapatero, el peluquero y otros industriales completaron la transformación de Gestas, el cual salió a la calle vestido de una manera irreprochable. Cuando regresó a Madrid, su aspecto y sus modales, copiados de los mejores modelos y adquiridos en la fuente del buen tono, llamaron la atención en la Castellana y en los teatros.

La aristocracia de Madrid deseó poseer aquella maravilla, y Gestas, introducido en los salones, se hizo indispensable en aquel mundo elegante. No era completo un concierto si Gestas no hacía prodigios con el violín en medio de los aplausos más nutridos; se creía desairada toda dama que no hubiera dado una vuelta de vals con nuestro héroe; los jóvenes de las mejores familias se honraban con ser acompañados en su carruaje por el mono, que guiaba con similar destreza los troncos más fogosos. Todas las tardes caracoleaba Gestas sobre un caballo en el paseo, coqueteando con las damas. De vez en cuando picaba toros a puerta cerrada con una cuadrilla de aficionados, que exponían a ser derramada por la fiera la sangre más noble de Castilla.

Un desafio victorioso acabó de ponerle en moda. Se habían verificado varios duelos, y Gestas experimentó la necesidad de batirse como los demás; felizmente todos los días tiene el que vive en sociedad ocasiones de enviar dos padrinos a un desconocido que se sonríe al pasar a su lado o le tropieza con el codo.

La casualidad presentó a Gestas un motivo grave y justificado para un duelo: visitando una casa, sus ojos se fijaron en un álbum colocado encima de un velador lleno de curiosidades: abrió el libro maquinalmente y le repasó con interés; el álbum sólo contenía fotografías de monos que constituían un estudio completo de aquella gran familia desde el tití más diminuto al orangután más corpulento. De repente, Gestas aprieta el libro con furor; había visto su propio retrato a la cabeza de la colección. No hubo arreglo posible; el mono y el coleccionista cruzaron los sables al siguiente día en la Casa de Campo, y aunque el segundo era tirador consumado, y los monos no pueden esgrimir con tanta diversidad de movimientos como los hombres por la forma de sus dedos, tienen en cambio mayor agilidad; Gestas describía círculos asombrosos en torno del coleccionista, y una vez en que el sable de éste debía dividir de un tajo a su contrario, según todas las reglas del arte, sintió el maestro que su cuchillada se perdía en el suelo y que el sable del mono le dividía la cabeza.

El éxito del desafio aumentó la consideración que disfrutaba Gestas, hasta tal punto, que los pollos más elegantes se empeñaron en imitar sus trajes y actitudes, desfigurando sus orejas y alargando el hocico para parecer orangutanes. Esto causó cierta molestia a Gestas, porque acostumbrado a copiar, le contrariaba ser modelo; sin embargo, tuvo que resignarse, porque el instinto de imitación era superior al suyo entre los hombres.

La equitación, la esgrima, el juego y los banquetes constituyeron las ocupaciones habituales de Gestas; muchas noches, a la salida de una orgía, rodeado de sus aristocráticos compañeros, el orangután empleaba sus fuerzas y agilidad extraordinarias en desarmar a los serenos, en arrebatar una doncella de en medio de su familia, en trepar a los balcones para vejar a los pacíficos vecinos, y en escandalizar la población con sus excesos.

El Sr. Barrientos, a quien se iban haciendo onerosas las locuras de su mono, determinó reprenderle agriamente cierto día, amenazándole con encerrarle en una jaula: preguntó por Gestas a los criados, y éstos le contestaron que había asistido a la boda de un título de Castilla, no sabiendo sí en calidad de convidado o de testigo. Esperó resignado su regreso, y una hora después anunciaron al mono los criados.

Gestas se presentó en traje de etiqueta, orgulloso y perfumado; exceptuando la gran magnitud de su cabeza, y no obstante la postura de su cuerpo, forzosamente inclinado hacia adelante, cualquiera le hubiera tomado por un dandy perfecto, procedente de una raza indiana.

El mono saludó respetuosamente a su dueño, y con aire distinguido, y empleando el lenguaje mímico, anunció al Sr. Barrientos que necesitaba enterarle de un asunto importante.

El dueño del orangután se sentó en la butaca sorprendido, y poco después creyó desfallecer al ver que Gestas le decía claramente y con un desenfado aristocrático:

-Sr. Barrientos tengo el honor de pedir a V. la mano de su hija.

– Bien le decía a V. que le preservase de las malas compañías -decía D. Crísóstomo al Sr. Barrientos-; felizmente todo el mal se convierte en bien, y del exceso del daño resulta un beneficio.

-Mi conciencia está tranquila al tomar esta resolución dura, pero necesaria; un estafador aprovecha la maravillosa habilidad con que Gestas imita toda clase de escrituras, y le induce a arruinarme y a robar a otros banqueros; otro criminal explota su agilidad y fuerzas, y a los robos por las alcantarillas suceden en Madrid.

los robos por los tejados y balcones. Por fortuna la estafa se descubre a tiempo y el causante de los robos. Todo el mundo cierra sus puertas al mono galanteador, ídolo de la víspera, a quien salva su condición de irracional e irresponsable. La autoridad me invita a que no deje salir de casa a Gestas, y yo no puedo consentir que permanezca en ella a causa de mi hija.

-¿Será posible?

-Por desgracia: V. no sabe el efecto que produce en una niña frívola el que posee las habilidades en que Gestas sobresale; no importa que sea un mono si monta a la inglesa, baila con perfección un vals corrido y sabe alguna música. Felizmente mi hija ha dado en hacer versos, y no pasan del papel sus sentimientos. Lea usted sus últimas estrofas:

«Huir contigo del mundo entero,
y convencerme de que me amas,
subiendo a lo alto de un cocotero
y columpiándonos entre sus ramas.
Vamos al África; de sus palmeras
desprenderemos dátiles rojos:
vamos al África, de sus palmeras
Desprenderemos dátiles rojos
Vamos a África, aunque las fieras
se distribuyan nuestros despojos.”

-¿Qué le parecen a V. estos versos, D. Crisóstomo?

-Veo que tienen muchas sinalefas.-

Señor D. Crisóstomo, sólo me preocupa V. en este asunto; su edad, las penalidades del viaje, la insalubridad del clima de Angola…

-Basta, basta; soy misionero de la ciencia, y la idea me pertenece.

-¿Es su resolución irrevocable?

-0 civilizo el África, o me hago mono.

-Entonces aquí tiene V. las recomendaciones para el gobernador portugués de San Pablo de Loanda; el buque, fletado en Lisboa, contiene todo lo necesario para esta atrevida expedición: tiendas de campaña, ropas, armas, víveres, libros, carros portátiles e instrumentos.

-¿Gestas le ha dado a V. noticias del país?

-Fue cazado muy pequeño, y sólo recuerda vagamente cuando cruzaba los bosques de árbol en árbol, agarrado a los hombros de su madre.

-¿Y se halla ya conforme con el viaje?

-Al principio recibió la proposición con un acceso de furor y rechinando los dientes; después se fue calmando, y por último parte a su patria contento, dispuesto a imitar en todo mi conducta.

-Entonces, D. Crisóstomo, démonos un abrazo muy estrecho.

El Sr. Barrientos y el sabio se abrazaron con efusión sollozando con ternura; poco después se quedaron muy tranquilos. Don Crisóstomo cogió su paraguas y tomó el camino de África con la misma serenidad con que hubiera tomado el camino del estanco; el Sr. Barrientos le detuvo cuando ya bajaba la escalera.

-Ya sabe V. -le dijo- que a pesar de su mala conducta, conserve, a Gestas gran cariño, por lo cual nada tiene de extraño que me interese cuanto con él se relaciona. Sea V. franco; de todo lo que deja en Europa, ¿qué es lo que Gestas siente más?

-Sr. Barrientos, lo que más lamenta Gestas es la pérdida del rabo.

Tercera Parte

«Selvas de Angola, septiembre de 1870.

SR. D. N. BARRIENTOS.

¡Loado sea Dios! Escribo esta carta encima de un bambú donde tengo mi habitación por estar aquí más ventilada. Mi traje consiste en una trusa de paño adornada con un rabo postizo, y mi cuerpo está pintado al óleo, con un color pardo oscuro, para evitar las picaduras de los insectos y darme cierto parecido con los
habitantes de esta selva. Gestas se ocupa en hacer el plano de esta nueva ciudad, y una mona de costumbres algo libres me hace muecas desde una palmera inmediata.

Por mi última carta sabrá V. el feliz éxito del viaje hasta nuestra partida para el bosque. Pues bien; nos internarnos en él, siguiendo el curso de un caudaloso arroyo, que Gestas recordaba vagamente conocer y anduvimos errantes siete días, durante los cuales Gestas fue arrojando la ropa, y yo adopté el uniforme que he descrito. Inútil es decir que hemos tenido que pasar grandes fatigas para abrir sendas en ciertos terrenos erizados de malezas; pero gracias al fuego y al hacha hemos vencido los obstáculos: el instinto maravilloso de Gestas nos ayudó en grandes peligros, ya para huir la acometida de un rinoceronte o adivinar la presencia de algún tigre o evitar la mordedura de una serpiente venenosa.

Los primeros orangutanes nos recibieron hostilmente molestándonos con una lluvia de cocos, en la cual pude apreciar la solidez de la armadura de mi paraguas, que está intacto; en vano les hacíamos señas en su idioma, dirigiéndoles discursos elocuentes; Gestas empezaba a desesperar, cuando un día, al vadear un arroyo, hizo un ademán de alegría y trepó con suma ligereza a un árbol perdiéndose de vista entre su ramaje: no puedo entrar en minuciosos detalles, porque sería mi carta interminable; en aquel árbol se había criado Gestas, allí encontró a su madre viuda, con diez hijos, y el reconocimiento se efectuó por medio del olfato. Aquel encuentro nos puso en relación con el ágil pueblo orangután, y la familia de Gestas me obsequió alojándome en su árbol.

Mis presentimientos no eran vanos: los orangutanes se civilizan fácilmente; ha bastado que yo edifique una especie de choza-nido sobre mi bambú para que todos se construyan otra, improvisando una ciudad sobre los árboles; he abierto cátedra de todo cuanto sé, y la ilustración cunde admirablemente, porque casi todos los orangutanes explican lo que aprenden, sólo por la satisfacción de imitarme. Tenemos en el día unos quinientos profesores. Todas las mañanas herborizo seguido de mis alumnos, y siempre encuentro algún maestro de botánica rodeado de los suyos.

Los sabios no son nuevos entre los orangutanes; el mismo día de mi llegada estuve hablando con un mono viejo, depositario de la ciencia del pueblo. Me asombré de hallar en su idioma al refrán nuestro, donde quiera que fueres, haz lo que vieres, el cual consideran como la esencia de la sabiduría. También me extrañó que mientras nuestros sabios han creído enaltecer al género humano y dado un paso hacia el progreso asegurando que los hombres descienden de los monos, los sabios de aquí afirman con orgullo más legítimo, que los monos descienden de los hombres.

No me fatiga mi tarea; el afán de redimir esta raza degradada me presta aliento; ¡igualdad ante la naturaleza! He aquí mi divisa; harto tiempo ha dominado en la tierra la aristocracia de los hombres.

Gestas, cuya superioridad reconocen todos sus compatriotas, ha emprendido la tarea de suavizar las costumbres, y ha elegido compañera; la noche de la boda hubo baile con orquesta de violines e iluminación a la veneciana. Los solteros son aquí muy mal mirados, por lo cual me veré en la precisión, para conformarme con las costumbres de esta selva, de sacrificarme a la ciencia uniéndome a la madre de Gestas, que, aunque jamona, está bien conservada. Suyo afectísimo.

Crisóstomo.»

Seis meses después, un ministro inglés contestaba de este modo a una interpelación en la Cámara de los Lores:

«Voy a complacer al honorable Sir Prater explicando la conducta del Gobierno respecto del reino selvático de Angola. Tiempo hacía que veníamos observando la rápida formación de aquel pueblo, que pasaba prodigiosamente de la vida animal al estado civilizado; cuando el pueblo orangután, en uso de su soberanía, quiso constituirse en la forma monárquica, elevando al trono a uno de sus conciudadanos más ilustres, el Gobierno creyó útil ala política del país aconsejar al trono el reconocimiento de S. M. Gestas I, y enviar un representante a aquella corte. En efecto; era conveniente aprovechar el desdén con que habían recibido todas las potencias las notas de D. Crisóstomo, primer ministro y padrastro del monarca, y celebrar con el nuevo Estado un tratado de comercio favorable a nuestra industria, a la cual estaba reservado el honroso cometido de vestir y armar a un pueblo que carecía de trajes y de armas. Gracias a nuestros esfuerzos, los orangutanes mondan las frutas con cuchillos ingleses; su ejército usa carabinas fabricadas en Birmingham, y los súbditos de S. M. Gestas I han ganado en respetabilidad y decoro con la adopción del gorro blanco, que hoy constituye su traje nacional. En cuanto a las alusiones de Sir Prater, sólo contestaré que nuestro digno representante, Mr. Cuckoo, no tiene medios de impedir que la industria particular explote la afición de los orangutanes a las bebidas alcohólicas y trate de introducir entre ellos el uso del opio; en cambio, el ilustre lord omite los servicios que prestan la Sociedad Bíblica de Londres, distribuyendo gratis sus libros, y la Sociedad de la Templanza, remitiendo sus estatutos al doctor Crisóstomo e invitándole a crear una sucursal en aquel apartado reino. Inglaterra, además, no puede negar a aquel país nada de lo que pide, porque los orangutanes, ricos en marfil y polvo de oro, pagan al contado.

Lord Prater. Insisto en creer bochornoso que Inglaterra haya enviado un representante ante una corte irracional.

El Presidente. Suplico al orador que se exprese en términos más convenientes respecto del soberano de una nación amiga.

Lord Prater. Retiro la palabra irracional, y llamaré corte zoológica a la de S.M. Gestas I: creo que el señor presidente hallará esta calificación más parlamentaria; además, no es mi ánimo ofender a aquel monarca, puesto que soy miembro de la Sociedad Protectora de los Animales.

(El Presidente agita la campanilla.)

Diré que Inglaterra ocupa los buques que destinaba a impedir la trata de los negros en intimar el trato con los monos. Y pido que se abra una información para averiguar si el orangután que poseemos en el jardín zoológico pertenece a la familia Real de S. M. Gestas I, en cuyo caso deben hacérsele, en la jaula, los honores debidos a su alto rango para honrar al soberano de una nación amiga, como dice nuestro digno Presidente.

(Las oposiciones aplauden, y se levanta la sesión en medio de la mayor algazara. Lord Prater asegura que propondrá a la Cámara un proyecto pidiendo los derechos de ciudadano inglés para todos los monos nacidos en los dominios de Inglaterra.)»

Le Journal des Voyageurs publicaba en uno de sus números esta curiosa relación:

«La capital del reino selvático de Angola tiene un carácter completamente europeo, prescindiendo de los moradores y de la naturaleza. El hábil doctor Crisóstomo, secundando los proyectos de su monarca, y aprovechando la actividad de un pueblo cuyos habitantes cada uno tiene cuatro manos, ha logrado, edificar una ciudad hermosa, aunque monótona por la igualdad de sus edificios. Es agradable pasear por sus calles, viendo las monas asomadas a los balcones adornadas a la última moda y cubiertas de lazos y de sedas.

«La última recepción que hubo en palacio fue brillantísima; el rey Gestas y la reina se hallaban rodeados de su familia y servidumbre; el cuerpo diplomático lo componía el embajador inglés con todos sus criados de ambos sexos. Un curioso que presenció el desfile de los vasallos contó más de setecientos generales y un número mucho mayor de caballeros grandes cruces. Con dificultad se encuentra en el reino un orangután que no tenga tratamiento. Todas las damas iban seguidas de un monito llevándoles la cola.

«Una de las modistas francesas se suicidó el día… por desdenes de un peluquero, y el doctor Crisóstomo ha dictado órdenes para que no se divulgue el hecho, sabiendo lo que puede el ejemplo en un pueblo impresionable.

«Entre el representante inglés y el primer ministro hay una lucha encarnizada: el primero, por proteger la industria de su nación, desbarata todos los planes del segundo para hacer de los orangutanes un pueblo sobrio y enemigo del lujo. Dícese que tiene el propósito de extenderle los pasaportes; pero que lo detiene la consideración de que la corte con su ausencia se vería privada del Cuerpo diplomático. El doctor Crisóstomo ha interceptado una nota de Mr. Cuckoo a su gobierno en que pide una remesa de gorros encarnados.

«A pesar de la gran distancia de esta capital y de su reciente fundación, hay en ella un hotel, varias modistas, tres o cuatro peluqueros, dos afiladores de cuchillos, diez organillistas y algunos titiriteros, todos franceses; un relojero y dos filósofos alemanes; una opulenta señora rusa que asiste a todos los teatros y paseos, y un caballero portugués que luce la cruz del Cristo y grandes alfileres de brillantes; muchos ingleses que trafican en maderas venden telas y cuchillos, plantan algodón hasta en los patios, explotan minas, introducen contrabando y beben toda clase de licores; varias damas sin familia, procedentes de todas las naciones; un maquinista norteamericano; dos o tres caballeros de la América del Sur, que juegan a los naipes y a los gallos; un moro que vende zapatillas, y un emigrado español que no hace nada.

«Hace pocos días se abrió con gran éxito una librería; el comerciante tenía una edición enorme de cierta Historia de la Revolución francesa que nadie compra en Europa, y conociendo el carácter de aquel pueblo, se paseó una tarde vestido exageradamente y con un ejemplar del libro en las manos abierto por la portada. Al día siguiente la edición estaba agotada, y una multitud de orangutanes recorría la población llevando en las manos la Historia de la Revolución francesa, escrita por un autor anónimo. Nadie que se precie de mono comme ilfaut sale a la calle sin el libro.

»Ha ocurrido un suceso que puede ser un casus belli entre dos naciones: varios portugueses de la colonia inmediata han cazado a varios súbditos de Gestas en un bosque cercano. Divulgado el hecho, muchos orangutanes, armados de escopetas, pasan el día cazando portugueses.

«La salida del correo impidió a nuestro corresponsal dar más pormenores acerca de aquel curioso pueblo.»

El Sr. Barrientos estaba leyendo su periódico una tarde, cuando entró un criado en su despacho. -¡Señor! -dijo el sirviente con aire misterioso: tiene V. una visita. Que pase adelante. -Es que… me parece que es un mono. -¿Cómo? -dijo el banquero levantándose. -Sí, señor; un mono que habla y del tamaño de una persona.

-¿Estás loco? Los monos no pueden hablar a causa de dos sacos membranosos… A menos que haya en Angola orangutanes más perfectos… que pase, sea quien fuere; sin duda Gestas me envía algún correo.

Un instante después entraba en el cuarto D. Crisóstomo desfigurado enteramente: su cuerpo pintado al óleo, la boca excesivamente prolongada por la costumbre de hablar gesticulando, sus maneras bruscas y su movilidad extraordinaria le daban el aspecto de un orangután; el antiguo maestro se había identificado con los habitantes del reino selvático de Angola. Para que la semejanza fuese más completa, por debajo del antiguo levitón asomaba un rabo majestuoso.

El Sr Barriendos reconoció aquel levitón: el paraguas de familia sirvió para identificar la persona de su dueño.

-¡Todo se ha perdido -exclamó D. Crisóstomo, arrojándose en un sofá después de haber abrazado tiernamente a su amigo.

-¿Pero cómo ha llegado V. vivo hasta mi casa en ese traje?

-No lo sé -dijo el profesor reparando en el rabo, que le arrastraba por el suelo-; creo que me han silbado: aún sospecho que me han arrojado algunos troncos y que las turbas me han seguido: pero ¿qué significa todo eso ante la inmensidad de mi desgracia?

-¿Y el reino?

-Está entregado a la anarquía; las tropas han fraternizado con el pueblo; me han obligado a emigrar: yo he visto a los convencionales perorando en la Asamblea, al pueblo lanzando en infernal coro gritos salvajes e inarticulados; se han proclamado los ?derechos del mono. Gestas ha tenido que ponerse el gorro frigio; ha circulado el oro de Inglaterra; han arrasado la cárcel diciendo que era la Bastilla…

-Pero V. me está contando la primera Revolución francesa…

-Pues eso ha sucedido exactamente: los orangutanes han leído aquel libro funesto y han tratado de imitarlo en todos sus detalles.

-De manera que la monarquía…

-Ha sido derribada.

-¿Y Gestas?

-¿No lo adivina V.?

-¡Cómo! ¿Estará preso en el Temple?

-Era preciso llevar la imitación a la exactitud más servil y fotográfica: las revoluciones de los monos ni aún tienen el mérito de ser originales.

-¿Y no habrá medio de salvar al pobre Gestas?

-Ha sido guillotinado por su pueblo: no ha faltado siquiera en su ejecución el redoble de tambores.

Hubo un rato de silencio: se produjo una sensación profunda de esas que sólo causan las catástrofes históricas.

-¿Y qué va a ser de ese pueblo desdichado? -preguntó conmovido el Sr. Barrientos.

-No lo sé -contestó el maestro-: los monos dicen que han recobrado su perdida libertad… y yo, que los he visto furiosos y sin ropa y cometiendo destrozos, creo que tornan a su estado primitivo.

-¿De modo que no volverá V. al África?

-Nunca: me he convencido de que son ingobernables los pueblos que copian servilmente y sin criterio; prefiero un país salvaje con costumbres propias a una nación cuyo carácter, cuyas revoluciones y cuyas leyes son imitadas de otros pueblos.

Y D. Crisóstomo quedó profundamente pensativo: después tomó maquinalmente un periódico; el señor de Barrientos le observaba repasar con agitación un escrito incendiario en que se pedía la nivelación de las fortunas.

De repente se levantó el profesor, y exclamó paseándose por la sala:

-¡Orangutanes! ¡Nada más que orangutanes!

Había tal exaltación en el acento de D. Crisóstomo, se lanzó hacia el balcón con tanta ira, que el señor de Barrientos tuvo que sostenerle sujetándole la cola.

-¿Qué hace V., amigo mío? -le dijo con dulzura.

-Perdone V. -respondió tranquilamente D. Crisóstorno-; aquellas horrorosas escenas no se apartan de mi mente: creía que estaba aún en el reino selvático de Angola.

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