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Las brujas de Baraona y la Castellana de Arbaizal

diciembre 4, 2002

Mis aventuras son mil veces más raras, más extravagantes e inauditas que las de Sancho, el escudero del ingenioso hidalgo manchego: conmigo se hacen experiencias mucho más pesadas que las que los yangüeses hicieron sobre las costillas de ambos; y Gulliver se quejaba de vicio, pues sus sufrimientos y disgustos nunca pudieron compararse con los que la gente infernal me envía en sus ratos de buen humor. ¡Qué fatalidad!

Así discurría yo a mis solas, con intento de pilorear a todo zaramullo; y bien serían ya las nueve de la noche cuando, absorto y como enajenado por esta y otras mil ideas que simultáneamente asaltaban mi imaginación, sentado cerca de la chimenea vi que el gato, que en tales momentos suele hacerme compañía, empezó a frotar su lomo por debajo de mis piernas, enroscando en ellas su luenga y flexible cola, sin duda buscando las caricias que en otras ocasiones solía hacerle: más viéndome indiferente a sus reiteradas insinuaciones, su señoría gatuna, dando un horroroso maullido, clavó sobre mi descuidada rodilla izquierda sus dos garras, de un modo tan brusco y con una suavidad tan rastrillada y penetrante, que faltó poco para que yo respondiera a esta insinuación con las tenazas. Hubo de conocerlo, sin duda, pues viendo la cólera que en mis ojos centelleaba, aflojó los resortes uñíferos, me miró con aire grave y desdeñoso, y después de un corto instante, que ocupó en lamer su mano miza, se sentó sobre sus cuatro patas, apiñándolas a manera de los dedos de un muchacho, a quien el dómine pasa revista de uñas, y díjome en tono desabrido: ¿en qué piensa, Guzmán?

– ¡Misericordia!… -exclamé oyendo hablar al gato- Ve… ve… veci… ¡vecinos!

-¡Silencio! -añadió éste-. !Silencio! porque aquí no hay más vecinos que yo.

Mientras esto decía se iba bonitamente desengatando y endemoniándose enseguida; es decir, que perdiendo la forma de gato con que yo había conocido siempre al compañero de mi soledad, tomó la de un feo demonio.

-¡Silencio! -repitió por tercera vez-, y vamos a cuentas… Vamos, vamos; avíate corriendo y dejemos estos sitios: el infierno nos espera…

-¡El infierno! -Qué tengo yo que hacer allá- Ya estuve una vez en él, y te juro que no me quedó gana de volver a semejante lugar.

-¡Vamos!, prepárate, repito, y no perdamos el tiempo en reparos inútiles.

Me hizo el diablo esta insinuación de un modo tan seco y tan severo, que me hube de quedar tamañito, y sólo me atreví a pedirle permiso para ajustarme las prendas de ordenanza, lo que hice osando apenas respirar. Dispúseme entonces a despedirme de mi humilde habitación y lecho; abrí la puerta y habiéndome ocurrido en aquel instante una feliz idea de aquellas que nacen en una ocasión desesperada, haciendo alarde de mi buena educación, invité a mi interlocutor a que saliese primero; hízolo efectivamente, y enseguida le di con la puerta en los hocicos dejándole a la parte de afuera. Volví a buscar algunos objetos con que atrancar mi puerta, muy satisfecho de mi ardid, y vi a mi espalda al gati-diablo con los brazos sobre el pecho, observando la diligencia con que trataba de fortificarme. Ni las uñas, ni el maullido, ni la súbita transformación, me pasmaron tanto como el movimiento retrógrado de mi inseparable compañero, con el que había visto atropellar las leyes macizas y sólidas. Me quedé como zorra cogida in fraganti, y sin hablar una palabra oí estas que me dirigió:

-¡Miserable!, pensabas burlarme… Con diablo debieras haber encontrado que te hiciese pagar cara la chanza; pero has dado con un diablo honrado que agradecido al pan que ha comido tuyo, no toma la cosa por donde quema y se da por contento de tu confusión. ¿Creías que la puerta abierta o cerrada me importara algo? Déjate de puerta; coge el extremo de ese cordel y sígueme.

-¿Me va usted a ahorcar o qué?…

-Calla y ten firme: no te inquietes del porvenir; el tuyo corre de mi cuenta.

-Medrados estamos -murmuré yo.

Lanzóse por la ventana mi conductor sin decir agua va, y yo le seguía pegado al cordel, haciendo el demonio de mirlocha y yo su cola. Estoy seguro que el lector compadece mi suerte; pero para que no se enternezca demasiado a riesgo de su salud, me apresuro a decirle que jamás viviente alguno gozó un placer tan vivo como el que yo disfrutaba con este nuevo, para mí, modo de viajar. ¡Qué botes!, ¡qué jaleo!, ¡qué zarandeo!, ¡qué oscilación! llevábamos mi colega y yo por esas regiones aéreas. Para poder formar una idea exacta de mi felicidad, es necesario probarla. Es cierto que al principio pasé mis sustillos, mas pronto se desvanecieron recordando el inmenso poder que los diablos tienen, y no tardé en preguntar a Florivel con una franqueza sumamente castellana, adónde íbamos y qué era lo que de mí hacerse pretendía…

-Ya te he dicho -replicó él, anqueando para tomar aire-, ya te he dicho que vamos al infierno: allí verás lo que se te ordena.

Aquí llegábamos, cuando nos vimos atacados por una banda de avutardas, y agarráronse a la cuerda que Florivel y yo llevábamos. Tiraban con tal fuerza, que ambos tuvimos que dar una media vuelta a la izquierda a manera de lanzadera de tejedor, o de trucha que rebota sobre un pez que ve tras sí; de modo, que a ser posible caernos hubiera sucedido sin duda. Hallámonos en un momento rodeados de más de cien brujas, cuyas feas cataduras en vano tratarían de describir, por lo grotescas y ridículas que me parecieron.

-¡Corta la cuerda! ¡Tira!

-¡Agárramele!

-¡Ten firme!

-¡Nuestro es!

-¡A Barahona con él!

He aquí las voces que pude comprender en medio del atronador zumbido que formaban, acompañado de un revoloteo en rededor mío, cual si fueran tábanos o más bien avispas de las que caen en una mañana de abril sobre la primera flor que abre su seno a los ardientes rayos del Sol.

Mi conductor braceaba, hurtaba el cuerpo, se deslizaba, se escabullía, hacía, en fin, todo cuanto podía por librarme de las garras brujo-mánticas; y yo entretanto me abandonaba a su dirección, siguiendo todas las sinuosidades de su marcha entre corrido, confuso y desesperado. Por último, los esfuerzos de Florivel fueron nulos e ineficaces; y para hacerle abandonar la presa fue necesario que una de las brujas le llamara la atención con un sepan cuantos en los hocicos: pronunció al mismo tiempo entre encías, por serle imposible entre dientes, cierto conjuro, sin duda muy enérgico, pues se vio obligado a soltar la cuerda, diciéndole al mismo tiempo en castellano:

-Os le dejo porque sois mujer, y yo a ley de caballero siempre fui atento con las damas; pero sea con la condición de que habéis de presentarle en el infierno a la hora de la consigna.

-¡Sin falta…! -respondió una momia alada que parecía ser la decana.

-¡Sin falta! -repitieron otras cien desdentadas bocas.

Con esta respuesta Florivel desapareció de mi vista, sin que a esta fecha haya sabido cuál es su paradero.

¡Desgraciado!, exclamará al llegar aquí toda alma cristiana y caritativa. ¡Desgraciado!, ¡abandonado entre tanta bruja! Porque al fin son mujeres, cuyo ganado es difícil de manejar, y una sola basta, por chica que sea, para que el hombre aprenda a padecer. También yo lloré por mí al considerarme en tales manos: me veía ya víctima de sus embrujados juegos, y mil veces maldije la mala estrella que me perseguía.

Hechas dueñas las brujas de mi personita, determinaron bajarme al mundo, o subirme (sobre esta circunstancia no estoy muy seguro; aunque me acuerdo que las brujas se apoderaron de mí cerca del mar de los humores, que está allá en la mitad del mundo lunático) por un medio tan raro, tan brujo, que, a no ser mujer, ningún viviente pudiera imaginarlo.

De pronto el enjambre de brujas que me escoltaba desapareció, quedándome entre las garras de una de ellas, que empezó a jugar conmigo pasándome de una mano a otra con la misma presteza y facilidad que los niños suelen enviar el volante de raqueta a raqueta en sus juegos inocentes: o bien a la manera de juglar que se divierte con sus bolas; y la grandísima bribona me zarandeaba a compás entonando con una voz cazcarrienta y quebradiza esta letrilla:

Viejas, feas y asquerosas
Nos llama el vulgo traidor:
Que pregunten si lo somos.
A nuestro dueño y señor
Guía, guía, que ya el día
Su enojosa luz envía.

Hermosas le parecemos,
Que es cuanto bien deseamos;
Ni al vulgo imbécil tememos
Ni a nadie necesitamos.
Viva y reine la alegría
Mientras está ausente el día.

Vulgo necio, vulgo necio,
Que, bien hallado en tu error,
A las brujas nos desprecias
Y a su maestro y señor,
Está escrito que algún día
Se acabará tu manía.

Entretanto con pellizcos,
Escobazos y palizas,
El cuerpo os haremos trizas,
Y servirá vuestro cuero
Para forrar el pandero
Que ya rompiéndose va.
Ahajá, ahajá, ahajá.

Concluida su infernal cantinela «¡allá va!», dijo, y me lanzó por los aires. Más de siete minutos fui dando volteretas, y ya se me iban inflando los pulmones; pero la suerte quiso que viniera a caer en el regazo de otra bruja, quien repitiendo la misma canción y el mismo juego, me despidió de otro envite, y así fui corriendo de relevo en relevo todas las brujas que a prenderme salieron: bien así como una nuez que se descoca por sí sola y se echa a rodar desde la picota de un nogal, dándose testeradas de rama en rama, hasta encontrar el regazo de la madre común de árboles, frutos, plantas y animales; aunque la violencia de mi marcha fue causa de que a mí me recibiese no como madre, sino como madrastra; pues me hizo una acogida tan poco grata, que hoy es y aún me la recuerdan algunos chichones que me dejaron aturdido. Poco a poco fui volviendo en mí con el auxilio del relente de la noche; y cuando pude conocer dónde me hallaba, me afligí extraordinariamente. Todos mis sentidos eran atormentados a la vez: mi vista no percibía más que visiones horrorosas que me obligaban a cerrar los ojos aunque inútilmente, pues no por eso dejaba de verlas: en mis oídos resonaban en tumulto mil acentos desagradables; en tanto me desgarraba el tímpano una orquesta desafinada; en tanto las voces de veinte suegras sacaban sangre de mis pobres orejas; el eco de una pandilla de acreedores estremecía todo mi aparato auricular; y roncos aullidos, gritos, estrépito y zambra, formaban un todo capaz de imponer terror y pasmo a otro que no fuese yo. No libraba mejor mi olfato; los ungüentos con que las brujas estaban adobadas expedían un hedor insoportable, que mezclado con el que les era natural de viejas, no sé cómo los demonios, sus amigos, no echaban las tripas. A mí me faltó bien poco para desear verme con ellos por no sufrir tantos tormentos a un tiempo. De pronto o quedé absolutamente sordo o ningún ruido volvió a percibirse: abrí los ojos, que hasta entonces había tenido cerrados, y, o estaba ciego o nada había que ver: nunca se dio oscuridad mayor. Pasados algunos instantes, una luz fosfórica parecida a la que se nota en los ojos de los gatos en las tinieblas, vino a desengañarme de que no había perdido el sentido de la vista. Esta luz fue extendiéndose a cuanto descubría, y poco a poco fueron tomando cuerpo las sombras que restaban aún mezcladas con ella, de forma que en otras circunstancias hubiera recreado mi fantasía el espectáculo fantasmagórico que se ofrecía a mis ojos. Danzaban en derredor mío multitud de brujos y brujas, haciendo al pasar por delante de mí alguna cabriola que, siendo siempre fea, extravagante y ridícula, no todas veces era decente: lo que extrañé a la verdad en individuos de edad tan provecta. Cerraron conmigo y con un balamido espantoso me introdujeron por la boca de una caverna, de la que salía un viento tan recio y frío que helaba los huesos. A esta temperatura sustituyó otra contraria luego que entramos en un recinto que no tendré reparo en llamar antesala del infierno. Allí se encontraba reunido un inmenso número de brujas. Éstas, las que me acompañaban y yo, todos en barullo, descendimos por unos escalones arruinados a un salón subterráneo, espacioso y magnífico, que bien pudiera compararse al que gratuitamente dieron los poetas a Anfitritel. Al momento se pusieron dos o tres de ellas a lavarme, si llamarse puede así la operación de embadurnarme de pies a cabeza con una porción de mejunjes que, aunque muy repugnantes a la vista, no lo eran al olfato.

Concluida esta maniobra, se me acercó una vieja feamente fea, más mugrienta mil veces que cocinero de convento; nariz extremadamente larga y afilada, sobre la que cabalgaban unas antiparras de un tamaño enorme; pelo escarchado y desgreñado, cara llena de cicatrices, surcos y piltrafas; boca parecida a una sima, flanqueada por dos colmillos iguales a los de un jabalí. Examinó mi facha de alto a bajo y me dijo con destemplada y gangosa voz:

-Hola, mocito: ¿qué buena fortuna te ha traído por acá?, ¡vaya, vaya!… el picarillo se marchaba al infierno sin contar con nosotras. ¡Eh!, escucha, Belífea, ven y da una leccioncita brujo mántica a este barbilindo.

Cada vez que me acuerdo de la tal leccioncita brujo mántica, me horripilo; y aunque sea pascua de Navidad, empiezo a sudar como un pollo. Nada más imponente; nada más fuera del orden de las cosas, aun de aquellas extravagantes a que, por desgracia, me iba ya acostumbrando. Pusiéronse a bailar, y cada figura de aquéllas se transformaba ya en lechuzas, ya en cigüeñas: ora se cambiaban en micos, y con saltos y muecas daban una vuelta, pero a la siguiente se le veía hecho un oso feroz; ora convertido en una brillante mariposa, con sus giros y vuelos repetidos, hacía ostentación del esmaltado colorido de sus alas. Esta variedad, este movimiento, daban al cuadro que se presentaba a mi vista, cierta animación, tal interés, un carácter tan diabólico e infernal, que por más que separaba los ojos de él, siempre los volvía incitado por la novedad que constituía su esencia. Mientras esto sucedía, la Belífea por su parte no holgaba: ocupada en la ejecución de las órdenes que la archi-bruja la había dado, relativamente a mí, trabajaba hasta sudar la gota tan gorda. En las vueltas y revueltas que me daba, algunas veces veía su rostro como enardecido: los ojos le chispeaban y de su frente corría una especie de licor muy semejante al alpechín. Cuando a fuerza de manejarme le perdí un poco el miedo, me atreví a preguntarle en virtud de qué poder obraba aquellos prodigios; añadiendo, que aunque le pesase al infierno, deseaba ser brujo en aquel instante con tal de ser iniciado en todos los secretos de la hermandad.

-¡OH!, amigo -dijo mi maestra-; nada más fácil si cuentas con doce mil reales de renta anual.

– Lo entiendo; pero yo creí que para ser buen brujo no se necesitaba ser rico, con tal que se tuviera así un poco, un poco de cacumen.

-No -repuso la Belífea riéndose-; contigo procederemos de distinto modo; te juzgamos digno de una excepción, y haciendo justicia al talento y mérito que te distinguen, serás brujo, si te hallamos adornado de otras cualidades que son necesarias al desempeño de tan alto y honorífico empleo.

Cuando esto decía me tenía entre sus rodillas dándome unas friegas en la frente. Acabó su tarea, y yo empecé a darle gracias por los favores que me había dispensado en su discurso; y así maquinalmente, llevé mi mano hacia la cabeza como si una sensación dolorosa, aunque leve, me forzase a hacer este movimiento; pero, ¿cuál sería mi sorpresa cuando al dirigirla al principio de mi nariz, observé que una excrescencia callosa había alterado la tersura que siempre observé en aquella parte? La comprimí con los dedos fuertemente, creyendo que sería algún chichón; pero al separarlos salió tras ellos el cuerno más robusto y más retorcido que jamás campeó enfrente humana. Con las lágrimas en los ojos, cruzadas las manos y de hinojos ante aquella Euménide’, la supliqué me quitase un adorno que, por más gracioso que fuese entre los brujos, en el siglo era muy mal mirado el que le llevaba.

-¡Ingrato!, ¡desagradecido! -me dijo mi madrina, con un acento en el que se advertía el sentimiento y la reconvención-; yo que estaba dispuesta a anticiparme a tus deseos, yo que en prueba de la simpatía que me arrastra hacia ti, y traspasando los límites de mis facultades, te había agraciado con una condecoración que para obtenerla otros tienen que hacer costosos sacrificios, tengo el amargo pesar de ver en cuán poco las estimas; mas espera, que quiero, no obstante este desengaño, llevar adelante mi generosidad: ¿qué deseas en cambio de ese cuerno? habla: no bien lo habrás pronunciado cuando lo verás hecho.

La Belífea llevaba en esta condescendencia una intención criminal; había sentido por mí una inclinación violenta, e impuros deseos abrasaban su corazón. Yo conocí a pesar de lo ajenos que me parecían semejantes sentimientos en un ser mixto entre diablo y dueña, como aquél, que en mi posición podía sacar partido de ellos, y así, lejos de manifestarla cuánto me repugnaban, fingí estar de acuerdo en sus intenciones. ¡Válame Dios! y ¡quién pudiera buenamente pintar el júbilo de aquella esfinge, y las náuseas que yo sufría con sus inmundas caricias! Aproveché estos momentos para rogarla me dispensase de la permuta indicada; pero manifestándome que era indispensable adornar mi persona con algún apéndice, para que pudiese aspirar a los placeres que me preparaba, hube de elegir en lugar del cuerno un rabo cerdoso que me estaba como nacido. Esta adición no daba en rostro como el cuerno, y ofrecía la ventaja de poderle ocultar con el vestido; mas no me era posible acostumbrarme a ella. Sin embargo, aparenté hallarme muy contento con el requisito que me hacía digno de las atenciones de la vice-presidenta del aquelarre, esperando ocasión en que pudiera librarme de ellas para siempre; pero ignoraba yo con quién las había. La Belífea, como bruja, y antiquísima en la profesión, penetró mi idea a través de cuantas demostraciones de cariño la hacía, y fingiendo a su turno darme la prueba más costosa de la que ella me profesaba:

-Voy a hacer por ti -me dijo- todo aquello a que se extiende mi poder: corro gustosa el riesgo de perder la alta reputación de que hasta ahora gozo entre la bruja gente; pero, ¿qué es todo en comparación de hacerte el más feliz de los mortales? Ven, Guzmán, que quiero seas el objeto de la envidia universal.

Tardé un poco en obedecer esta orden, y acogiéndome por el rabo, hizo conmigo el mismo movimiento que un postillón con su látigo, y a la tercera vez que lo repitió, quedó mi cuerpo sin hueso alguno y sin haber sufrido el menor dolor. Tenía en su mano todo el armazón de mi corporatura, incluso el rabo, que, como prenda de la casa, me le recogió íntegro. Yacía el resto en forma de sanguijuela sobre una retorta adonde había ido a parar, observando todos los movimientos de aquella furia que iba y venía en todas direcciones, dando señales positivas del mal humor que la dominaba. Últimamente, mis pobres huesos, los compañeros de mi humanidad, los troncharon sobre los de sus rodillas, y los metió en el fuego que ardía en un hornillo en que se preparaba un filtro de babas de enamorados. Cuando esto vi me di por perdido: cogióme después, y dándome vueltas entre sus secas manos cual si fuera hecho de masa, me dio la forma de una coraza, con que cubrió su enmarañada cabellera. No obstante el cambio de forma, mis facultades intelectuales continuaban en ejercicio; y desde el alto puesto en que me veía colocado, no dejaba de pensar cuál sería el término de tantas y tan extrañas aventuras. La Belífea, adornada con una mitra de tan rara naturaleza, penetró en el gran salón donde se hallaban las demás brujas. Apenas hubo puesto el pie en él, cuando todas
dejaron la ocupación que tenían, y fijas sus miradas en la recién venida, esperaron a que ésta hablase. Con ronca y alterada voz, la Belífea habló así:

_Respetable Nobilona, sapientísimas madres, ilustre asamblea: ante vosotras se halla la delincuente que, faltando a cuanto estaba obligada a fuerza de honrada bruja dio entrada en su pecho a una pasión criminal, por el ser profano que bajo la apariencia de este birrete se halla oculto. Él ya está castigado por mi mano; ahora espero de la vuestra la expiación de mi falta; pero al dictar mi sentencia no olvidéis que es muy posible que incurráis en la misma, pues estáis formadas de huesos y pellejo como yo.

Un silencio sepulcral siguió a esta alocución, el cual fue interrumpido por la venerable Nobilona con un golpe de su bastón sobre el pavimento que hizo estremecer al orbe en sus ejes.

-¡Abominación! -exclamó enseguida con acento furioso-: ¿qué podremos esperar ya de una congregación hasta ahora ejemplo de heroicas virtudes, en vista de que su más acabado modelo ha podido faltar a todos los deberes, dejándose seducir de un libertino profano?

No sé cómo no reventé, ya que no me era posible contestar a una inculpación tan injusta; pero hube de contentarme con hacer un movimiento negativo.

-Enorme es la culpa -continuó la presidenta, grande el escándalo; pero contando con la benevolencia de esta respetable hermandad, ante cuya consideración debo poner de manifiesto la irreprensible conducta anterior de la descarriada oveja que tengo el sentimiento de mirar como reo, espero que teniendo al mismo tiempo presente el mérito que ha contraído con la pública confesión de su falta, le concederá el perdón, sin que le perjudique este incidente en lo más mínimo en su alta reputación, adquirida en la brujo mántica carrera, ni en los adelantos que pueda prometerse en la misma.

El parecer de la presidenta del aquelarre fue aprobado, como era de esperar y costumbre, por todos los individuos que le componían, a cuya deferencia contestó aquélla con un saludo general, acompañado de una amable sonrisa de las que se usan en tales casos. La Belífea, llena de contento por el feliz resultado de su desventurada aventura, sin acordarse que en el gorro que cubría su cabeza estaba comprendido aquel Guzmán que tan dolorosamente había herido la vena cordial de su escuálido corazón, se le quita y le tira al suelo. Fue un gachapazo regular; pero antes de que pudiera darme cuenta de sí me había o no dolido, me hallé en un magnífico salón alumbrado por mil luces que estaban en continua rotación. Debajo de mis pies se oía una deliciosa música que parecía irse aproximando poco a poco. En los cuatro ángulos del salón, sobre pebeteros de oro y diamantes, ardían los más exquisitos aromas del Oriente. Una porción de genios halados vagaban por la atmósfera, y con las flores que traían en primorosos canastillos de mimbres, regaban el suelo cubierto con un rico tapiz en cuyo tejido se había empleado el más puro oro de Ofir y la más hermosa seda de Tiro. En esta regia habitación sólo había un asiento: éste era un trono de marfil que ocupaba el frente de la puerta de entrada. Aturdido hasta el espanto con los prodigios que veía, no me había acordado de hacer inspección de mi individuo; mas pasados los primeros momentos de sorpresa quise ver

cómo estaba de Guzmán, y me hallé como antes, sin que me faltase requisito, si se exceptúa el rabo, que di por bien perdido. Mi vestido había ganado considerablemente: parecía que acababa de salir de las manos del mejor sastre de París. ¡Qué ricos tejidos!, ¡qué elegante hechura! Casi sentía estar sólo por no poder hacer alarde de tanto lujo; mas pronto me hallé acompañado, y bien. La multitud de objetos que hasta entonces había absorbido toda mi atención, no me había permitido fijarla en un hermoso grupo de las tres gracias, cuya ejecución hubiera hecho honor al estatuario Canova. Aficionado desde mis primeros años a las bellas artes, estaba contemplando aquel esfuerzo del talento del hombre, cuando soltándose aquéllas las manos que tenían asidas, dieron principio a un gracioso baile, en el que, a pesar de serme una habilidad desconocida, no pude dejar de tomar parte. Mezclábanme en sus mudanzas; tomaban las actitudes más voluptuosas que puede inventar la imaginación, y formando grupos, en los que yo era siempre la figura en triunfo, me condujeron al trono donde me sentaron. En este momento se dejó oír más cerca la orquesta que en todo este tiempo no había cesado de tocar, y mis tres amables compañeras de baile se colocaron en batalla enfrente de mí.

-Yo soy la Fortuna -dijo la primera; yo soy la Sabiduría -continuó la segunda-; yo soy la Belleza -añadió la tercera- Escoge -dijo una cuarta voz-, no tan dulce como las anteriores, sin poder yo adivinar de dónde procedía. Familiarizado ya con los prodigios, no me causó tanto efecto el de oír hablar aquellas estatuas: por otra parte, siempre es más natural oír hablar a una figura humana aunque sea de corcho, que a un gato, y yo había pasado por eso.

Quedé perplejo sin saber qué contestar a la intimación que me hacía aquella misteriosa voz.

Empecé a calcular entre mí cuál de las tres me tendría más cuenta, y me decía: “ahora es la tuya”, Guzmán. Apartaba una y sentía quedarme sin las otras dos: vuelta a dudar, vuelta a elegir y vuelta a sentir. Examinaba las ventajas que cada una de ellas en particular me ofrecía, y las contras que de la elección única relativamente resultaban; y en esta ansiedad, que aumentaba la prisa con que la voz oculta me ordenaba eligiese, dije: La sabiduría sea conmigo» Quise ver qué cara ponían las otras dos al mirarse desairadas, mas no me fue posible: no sé por dónde desaparecieron tan repentinamente, aunque desde entonces acá me han dado muchas pruebas de que no han olvidado el ultraje. La venganza de una mujer nunca está satisfecha. Luego que la sabiduría quedó sola, me dio la mano en señal de alianza, y yo la hice sentar en el trono que creía usurparlo. Instalada en él, me dijo:

-La elección que acabas de hacer de mí, quizá no la deba tanto al íntimo convencimiento de que sea yo la que más te convenga, como al aturdimiento en que te hallas y a la prisa que te se ha dado para hacerla. En otra ocasión en que mis hermanas y yo estuvimos como ahora en feria, no fui la dichosa, porque soy la más fea de las tres; pero te haré ver que no por eso soy la menos digna de ser querida. Ahora por mi propia voluntad quedas libre de nuevo en la tuya: si me quieres, tuya soy; pero si habiendo reflexionado más detenidamente, no soy yo la que puede hacerte feliz, piénsalo solamente, yo penetraré tu pensamiento y desapareceré de tu vista sin que jamás llegue a tu oído la más pequeña reconvención como las que mis hermanas sin duda te harán.

El afecto que no había podido sentir todavía por mi amable elegida lo sentí de pronto con tal vehemencia al oír el anterior discurso, que sin poder irme a la mano la di un abrazo y estampé un ósculo en su mejilla.

-Tuyo soy -la dije poseído de un sublime entusiasmo-, y todas mis acciones serán dictadas por tu consejo. A esa condición té acepto.

Con tanto acontecimiento, con tanta variedad de situaciones, el modo rápido y maravilloso con que se había obrado todo, me tenían en un estado de estupidez que no me atrevía a moverme, a hablar ni a discurrir. Como reminiscencia de época muy distante se presentaba a mi febril imaginación las brujas con todas las malas andanzas que su perversa índole me había acarreado. Comparaba éstas con mi feliz actual situación, y no podía establecer una relación que abrazase tan opuestos extremos. Hube de dejarlo por imposible, y resolví gozar del buen tiempo mientras durase, sin curarme de brujas ni diablos mientras no se metiesen conmigo; pero ¡ah!, qué bien dijo aquel que dijo lo efímeros que son los goces de esta vida. La fortuna que se creyó ofendida de mí, asaz mohína y de mal talante conmigo, no omitió medio alguno para vengarse, y el primero que puso en juego fue prestar su auxilio a las brujas. Hallábanse éstas en una de sus reuniones nocturnas en el aquelarre de Barahona; su número engrosaba sin cesar. Por la ventana entraba una caballera sobre una escoba; tras ésta otra montada en un junco con una aprendiza a la grupa; otra pandilla entraba por la puerta tocando sonajas y castañuelas, y por la chimenea del fogón del laboratorio descendían millares de ellas que venían de todos los puntos de la Península. Era sesión extraordinaria a la que habían sido citadas ante diem. Los brujos debían celebrar la suya separadamente, y discutidos en una y otra asamblea los puntos importantes que se habían reunido a tratar, fallar de consuno, dirimiendo la discordia, caso de haberla, los duendes que sólo eran llamados en circunstancias graves. Desde que hay brujas en el mundo, no se recuerda una sesión más numerosa ni en que más interés tomasen los brujos, brujas, duendes y diablos, conjurados todos contra él sin ventura Guzmán. Para poner al lector, o lectora, al corriente de los motivos que hubo para esta alarma general, bueno será que volvamos un poco atrás. Desde el momento en que a consecuencia del arrepentimiento forzado de la Belífea, cesó toda comunicación entre ella y yo; el cariño que me tuvo en un principio se cambió en odio mortal. El genio benéfico que había presidido a mi nacimiento me abandonó por algún tiempo en castigo de algunas faltillas que había cometido, y ya saben mis lectores que bien las pagué en poder de las brujas. Purificado por este medio, y en premio de la heroica resistencia que opuse a las libidinosas intenciones de la Belífea, me concedió aquél de nuevo su protección, que tan explícitamente manifestó en la ocasión en que ya era para mí un problema sin resolver, si era Guzmán o cachucha. Las brujas temieron que yo, contando con tan poderoso apoyo, tratase de hacerles alguna jugarreta; y para acordar los medios de defensa, y aun de ataque, si posible fuese, tuvo lugar la reunión mencionada.

Hecha esta- indispensable aclaración, podemos continuar (sí ustedes gustan) la serie de estos prodigiosos sucesos.

No me cabía el gozo en el pecho considerándome protegido por un ser tan poderoso como la sabiduría. Yo le daba las más evidentes pruebas de amor, veneración y respeto, que ella admitía con cierta dulzura que la era natural. Un día que yo acababa de comer (solo, por no haber podido conseguir nunca que me acompañase, a pretexto de que a ella no la gustaban los manjares que yo usaba) me dijo entre otras cosas:

–Y no piensas salir de estos lugares-, aquí sólo puedo asistirte a ti, y son muchos los que necesitan mi ayuda.

Yo la contesté:

-Como no me abandonéis, cualquiera región que habite me es indiferente.

-Te he ofrecido mi amparo siempre que lo exijas, y no faltaré a mi palabra -repuso mi bella interlocutora-; pero -añadió-, si gustas quedarte en estos sitios te haré dueño de un talismán que suplirá mi falta.

-Ni por pienso -exclamé yo-, marchemos cuando queráis, pues si he de pasar por el dolor de no veros, que no sean en estos sitios donde me dejéis abandonado.

Sujetaban los dorados cabellos de la sibila una cinta azul y plata, la que, habiéndose desceñido, quedó un extremo sujeto a su cabeza y el otro lo prendió con un grueso alfiler a mi vestido.

-No temas, ven tras mí -dijo-, y comenzó a rasgar los aires con la velocidad de una flecha disparada del arco.

Yo la seguí lleno de confianza y gratitud. Habríamos volado como unos tres cuartos de hora, cuando mi ángel tutelar quiso tomar aliento en la cima de un montecillo cubierto de árboles cuyas hojas, según vi después, eran hermosas esmeraldas, y el fruto gruesos rubíes y topacios. Tomamos tierra en aquel sitio delicioso, y nos sentamos sobre el verde césped de que se hallaba cubierto. Hasta entonces no había tenido tiempo de observar ciertos pormenores de mi noble compañera de viaje; tan aturdido me tenían las varias fortunas que había corrido en tan breve tiempo. Rayaría su edad en los veinticinco años: era, aunque trigueña, agraciada; la expresión de sus rasgados y negros ojos, dulce y melancólica, la daban un aire de amabilidad y mansedumbre a que no era posible resistir; hablaba poco y bueno, y algunas veces parecía severa sin dejar de ser apacible. Animado por los sentimientos de veneración y gratitud que me había inspirado, me postré a sus pies y la rogué con toda la efusión de mi corazón, me permitiese gozar para siempre de su compañía; mas ella con afable semblante, me manifestó que no podía acceder a mis deseos, porque, como antes me había dicho, no sería razonable dejar en el abandono a otros muchos mortales, que necesitaban de su auxilio, por atender sólo a uno: que desde allí seguiría distinto rumbo que yo, pero que antes me daría el poderoso y eficaz talismán ofrecido, que me facilitaría el logro de todos mis deseos, con tal que fuesen justos; pero que en el momento que formase uno que careciese de esta precisa circunstancia, perdería con él, su gracia y ayuda.

Viendo que su resolución era irrevocable, me convine, aunque con sentimiento, a aceptar el regalo que había de suplir su ausencia: ofrecióme que ésta no sería muy larga, y quitándose la diadema que rodeaba su cabeza y que tenía la forma de una serpiente, me la entregó añadiendo:

-Siempre que quieras probar la virtud de este talismán, pronuncia estas palabras: ‘si es mi deseo arreglado, sea al punto ejecutado, enseguida desapareció.

Estaba yo admirando el primoroso trabajo de la culebrita que acababa de serme entregada y contemplado en el poder que se la atribuía, cuando (puedo asegurarlo) maquinalmente y sin premeditación, con solo el objeto de no olvidar las palabras que debía pronunciar para poner en ejercicio su virtud, las repetí, heteme aquí de pronto arrebatado por los aires, sin saber adónde iría a parar, por no haber formado un deseo terminante. Sí me acordaba de haber pensado, cuando las fatídicas palabras articulaba, que no me estaría mal hacer un viaje al extranjero, y para que en la duda no me resultase alguna avería, formalicé mi deseo diciendo: «a Francia» A pocos minutos fondeé en la plaza de Marsella. Mi voto estaba cumplido; pero en Marsella como en cualquier otro punto del globo, se necesita de oró, y yo no lo tenía. Acudí a mi talismán en busca del otro talismán de que carecía, y mi deseo fue satisfecho, proveyéndome abundantemente del indispensable pasaporte para entrar en todas partes. La imperiosa necesidad de comer, me recordó que, aunque asociado con seres sobrenaturales, el mío nada tenía de espiritual: así que, el primer uso que hice de mi dinero, fue marcharme a la fonda de Mr. Lapereau, donde a cambio de algunos francos, me sirvieron una opípara comida que devoré. Mientras esto hacía, estuve divertido presenciando algunas escenas bastante comunes en semejantes sitios, y de cuya explicación me dispensará el lector en obsequio a la buena moral. Salí a recorrer calles y plazas, y volvime a casa bien resuelto a dejar a Marsella cuanto antes. En éste, como en los demás pueblos que después visité, no vi más que escandalosos y tristes ejemplos de la humana depravación. Me acosté temprano, creyendo que las fatigas pasadas me proporcionarían un buen sueño; pero ¡cuánto me engañé! Habían repetido las doce todos los relojes que estaban al alcance de mi oído, sin haber conseguido que mis párpados se cerrasen: hasta que cansado de dar vueltas en el lecho, deseé trasladarme a otro hemisferio: pronuncié la fórmula consabida, y salí por la ventana de mi cuarto, como una exhalación. Olvidé satisfacer antes a mi huésped el gasto que había hecho, y entré en escrúpulos por ello; pero no siéndome fácil volver atrás, en la precipitada carrera que llevaba, los acallé con la reflexión de que Mr. Lapereau repartiría a prorrata, entre los primeros que entrasen en su casa el día siguiente, lo que yo había dejado de pagarle: tranquilizándome de todo el recuerdo de los cien años de perdón que hay concedidos en tales casos, sin duda por algún olvidadizo como yo. En pocos días recorrí casi todo el universo, y pude observar que, a excepción de algunas variantes de poca monta, los hombres son iguales en todas partes: en vista de lo cual dije para mi sayo: «A tu tierra grulla, y diciendo y haciendo, dirigí el rumbo hacia el Norte de España. Viéndome en país amigo, con dinero en abundancia, y por una distinción particular, sin pena alguna que me afligiese, determiné gozar de los placeres de la vida y de la suprema felicidad de no hacer nada. Este deseo no se separaba de la justicia que tanto me había sido recomendada; y así no tuve inconveniente en fortificarle. Justo me parecía ya descansar, después de la vida tormentosa y fatigada que por tanto tiempo había llevado, desde que Florivel me sacó de mis casillas. Entre los placeres que yo me prometía gozar en mi nueva existencia, contaba como el primero el de amar y ser amado. Este sentimiento es tan inseparable de nuestra naturaleza, que sin él la vida sería un vacío espantoso, y el más funesto don de la Providencia; pero ésta, mostrando en todo su alta sabiduría, depositó en nuestras almas una fuente inagotable de felicidad concediendo a todo ser, por despreciable que en la sociedad parezca, la facultad de sentir e inspirar afectos dulces y sensaciones agradables; y esta mutua relación que algunos llaman simpatía, y no es otra cosa que el agente poderoso que la naturaleza ha establecido entre los individuos de ambos sexos, sólo me era conocida por instinto, y desgraciadamente hasta entonces mi corazón permanecía en la más triste aridez. Quise entrar en la práctica de esta teoría y me dediqué a buscar aventuras que me condujeran al convencimiento. Fijé mi domicilio en Pamplona, en donde me presenté como un noble poderoso que acababa de formar su educación con el estudio del gran libro del mundo. El fausto y magnificencia que, gracias a mi celestial protectora, pude desplegar a vista de todos, excitaba la admiración en unos, la envidia en otros, y en los más el respeto y la atención. Cada madre veía en mí el yerno que su buena estrella le tenía preparado; cada muchacha creía haber encontrado en mi persona el ente imaginario que había visto en sus sueños de oro. Los amigos que en tropel venían a ofrecerme sus servicios, sin duda para contar con los míos, me decían mil cosas lisonjeras acerca de mis brillantes cualidades, y lograron hacérmelas creer. Yo, adormecido en este estado verdaderamente dichoso, había perdido hasta el recuerdo de mi anterior condición: sólo el de las brujas venía de vez en cuando a sublevar mi ánimo y a alterar mi reposo: porque ¿cómo es posible, decía yo, que aquella maldita familia mire con sangre fría mi bienaventuranza? Ellas han de tratar más tarde o más temprano de hacerme todo el daño posible. Como estas reflexiones eran la causa de que mi dicha no fuese cumplida, hacía por sobreponerme a ellas, y en el momento en que me ocurrían me acogía a mi talismán, con lo que lograba despreciarlas, y concluía por olvidarlas; ¡pero qué mal hacía! La demasiada confianza me perdió; olvidé el adagio «no te fíes del enemigo que duerme», y los acontecimientos siguientes justificaron cuán desacordado anduve en olvidar los míos cuando ellos tan presente me tenían. Había llegado a su noticia mi nueva residencia y la brillante fortuna de que gozaba, sin duda por conducto de alguna de las muchas brujas con quien varias veces tenía precisión de tratar. Dios me lo perdone; pero se me figura que no fue otra que una vieja amojamada que me proveía de ciertos objetos para mi tocador. ¡Ah vieja arpía!, si lo hubiese sabido con certeza ¡cómo te hubiera pagado la buena obra! Una noche que sobre colchones de mullida pluma, y entre sábanas de fina Holanda, acababa de dormirme, un estrépito parecido a la detonación de sesenta cañones me hizo dar un salto que a poco más doy con el techo, sin embargo de ser bastante alto.

Luego que volví a caer en la cama oculté mi cabeza bajo las almohadas, donde, sin saber si estaba muerto o vivo, creía que todo el globo terráqueo se había hecho mil astillas. Pasáronse algunos minutos, y sentí que arrastraban de mí con la mayor suavidad. La curiosidad de saber quién se había introducido en mi cuarto y tomado el trabajo de pasearme, pudo más que el terror de que me hallaba poseído, y asomé un ojo con la idea de enterarme; y ¿a quién piensan ustedes que vi? Ni más ni menos que a la Belífea con más de ciento de sus dignas compañeras. «Verburn caro» articulé lleno de pasmo, y volvíme a rebozar. Sudaba y trasudaba con el susto y las almohadas, sin acordarme que debajo de ellas tenía mi poderoso talismán. Tropecé con él por casualidad y vi, como suele decirse, el cielo abierto, llamé su virtud en mi socorro y no quedó burlada mi fe; las brujas huyeron precipitadamente con un ruido sordo que semejaba al mugido de los toros oído de lejos. Pasado un corto espacio, porque aún no las tenía todas conmigo, saqué la cabeza del escondite y me hallé solo, sobre mi cama, sin más novedad que un vapor de que estaba llena toda la habitación, la que olía a estoraque, o yo no entiendo de drogas. En el techo estaban escritos ciertos caracteres que, a la escasa luz que había, no podían leerse, pero Reno de curiosidad por saber su contenido, mi galante protectora previno mi deseo, y aquellos caracteres se fueron iluminando hasta poderse leer perfectamente; decían así:

Tú duermes a pierna suelta
por la ventura arrullado:
No estés, pues, tan descuidado,
Que el enemigo está alerta.

A la mañana siguiente todo había desaparecido: pregunté disimuladamente a los criados si habían oído algo en la noche anterior, y saqué en limpio de mis averiguaciones que sólo para mí había sido la fiesta. Acordábame confusamente de la visita nocturna que había tenido, y particularmente de la prevención que me hacían mis enemigos de que estuviera alerta, así lo determiné y así lo cumplí; mas sin conseguir el objeto que me había propuesto de vivir tranquilo. Las brujas me perseguían por todas partes, y a todas horas me daban repetidas muestras del inextinguible odio que me profesaban. Continuamente me tenían atemorizado con las sorpresas que me preparaban, del modo y en la ocasión que menos debía esperar. Un día me hallaba acompañado de unos amigos, de vuelta de una casa de recreo que poseía a corta distancia de Pamplona, y llamó mi atención un hombre pequeñuelo, pobremente vestido, que con la mano me hacía señas para que me acercase a él.

Hícelo así, creyendo deseaba poner a prueba mi caridad, y que el rubor le impedía acercarse a donde yo me hallaba. Saludóme cortésmente, y al quitarse el sombrero observé que de tan chico que era, que a duras penas me llegaba al pecho, había progresado de tal modo su humanidad, que ya era yo el que había quedado en diminutivo, sobrecogióme el temor; mas, sin embargo, la presencia de mis amigos le tuvo a raya: manifesté no haber advertido aquel prodigioso crecimiento, y le pregunté qué se le ofrecía. Abrió la boca para contestarme, y puedo asegurar con verdad que no había nunca entrado en mi cabeza, que pudiese haber una boca de tan extraordinaria magnitud: díjome que era huérfano de padre y madre, que el rango a que había pertenecido-le impedía el dedicarse a ganar su subsistencia en ningún trabajo material… en esto bostezó y tomó tal extensión su boca que a él mismo le pareció prudente cubrírsela con la mano por no escandalizarme, ¡pero qué mano! Luego que pudo continuó:

-Me han asegurado que tiene usted mucha influencia entre las personas de más categoría en esta población; y yo quisiera merecer del favor de usted me propusiese a alguno de sus amigos, en clase de mayordomo.

Al decir esto… paf.. se aplastó mi hombre, y quedó reducido a la más mínima expresión como al principio. Fijó los ojos en mí, como esperando la respuesta, y tuve que apartar los míos de ellos por no poder arrostrar su penetrante mirada. Balbuciente y sin saber cómo entender, ni qué debería contestar a un ente tan original, apenas pude preguntarle si tenía personas que le abonasen. Puesta su enorme mano en el pecho, me aseguró por la noble sangre que circulaba en sus venas que su honor era el mejor garante de su comportamiento; que se sentía agraviado con tal pregunta, y que me exigía una satisfacción en aquel mismo acto, para lo cual me dejaba árbitro de la elección de armas. !base en esto empinando como anteriormente, y tomé el partido prudente de suplicarle me excusase si involuntariamente había podido ofenderle. Soltó una estrepitosa carcajada, que acabó de trastornarme, y se alejó con paso grave y mesurado. Yo permanecí petrificado hasta que mis amigos, que me vieron ya solo, se me acercaron y sacaron del estupor en que yacía, sin saber qué pensar de semejante aventura. Aquellos me felicitaron por las buenas fortunas que se me presentaban. Uno me preguntaba: «¿es forastera esa dama?» Otro añadía: «¿a qué hora es la cita?» Otro: «¿dónde vive?, es muy linda» En fin, cada cual me dirigía su pregunta, y todas partían del principio equivocado de haber visto una hermosa dama en mi hombre elástico. Inútilmente me esforcé en desengañarlos, refiriéndoles cuanto me había ocurrido con aquel misterioso personaje; sólo conseguí que me tratasen de visionario y dudasen de mi cordura, creyéndome presa de algún maleficio. Llegó el caso de no atreverme a andar, pues a cada paso que daba me parecía que bajo mis pies se iba a abrir un abismo, a pesar de no apartar de mí ni un solo momento el talismán: sin embargo, tenía que prestarme a todas las exigencias del trato social. Cierta noche se acordó en la tertulia a que diariamente concurría, el salir a la mañana siguiente acompañando a las señoras a un jardín, con objeto de coger flores. Era la bella estación en que la naturaleza, ostentando todo su lujo y hermosura, poblaba la tierra con la abundancia de sus producciones, y por todas partes parecía el suelo que pisábamos cubierto de una primorosa alcatifa. El ambiente que respirábamos vivificaba y nos hacía disfrutar el más delicioso aroma: el canto de los ruiseñores, pardillos, calandrias, mirlos y otras varias aves que en raudo vuelo giraban sobre nuestras cabezas, completaba el embeleso que tenía embargado nuestros sentidos. Caminábamos por parejas, y la mía, joven de bastante talento, iba haciendo algunas reflexiones acerca del brillante cuadro que estaba a nuestra vista. Noté que el sol, cuyos primeros rayos empezaban a asomar por el horizonte, había oscurecido su esplendor; volví la vista a mi compañera con idea de hacerla partícipe de esta observación, y no la encontré a mi lado: la busqué entre los demás de la comitiva, y ni a ella ni a ellos pude descubrir. La lobreguez iba en aumento, y llegó a ser tan completa que apenas veía el terreno por donde andaba, cubierto de unos pedruscos que a cada paso interrumpían mi marcha. Hice alto pensando qué partido debería tomar en tan confusas circunstancias, pero mi pobre cabeza no estaba en disposición de discurrir. Aumentóse mi tribulación al acordarme que no traía conmigo el talismán, y por consecuencia me hallaba completamente a merced de mis adversarios. No se hizo esperar mucho un escuadrón de ellos, mandado en jefe por la temible Belífea: a su vista me conté por muerto y hubiera querido serlo en el momento por ahorrarme los martirios que me amenazaban.

Rodeáronme aquellos seres infernales y empezaron una escaramuza, haciéndome pasar de mano en mano, concluida la cual, cogiéronme entre cuatro duendes, y a pesar del trastorno que me había causado la tormenta, pude conocer entre ellos al aspirante de mayordomo, al hombre enano gigante. Con aire de triunfo y en medio de la atronadora algazara que armaban, me condujeron a una cueva de la que salieron multitud de aves nocturnas y de mal agüero, como búhos, lechuzas, mochuelos, etc. Un crepúsculo azulado había reemplazado a la primera oscuridad, a favor del cual pude notar todas estas circunstancias. Disipada la niebla de pajarracos que obstruía la entrada de la cueva, cuyos horrorosos graznidos repetía el eco de los vecinos montes, penetramos en ella y vinimos a hacer alto en un subterráneo alumbrado por una hoguera que había en el centro. A su vista, una violenta crispatura recorrió todos mis miembros, considerando que tales preparativos no tenían otro objeto que el de una merienda en la que iban a ser pasto de las brujas. De lo íntimo de mi corazón llamaba en mi ayuda a la Sabiduría; y aunque sólo de ella podía esperar el socorro que necesitaba en tamaña aflicción, dudaba alcanzarlo creyéndola ofendida por el culpable olvido del talismán, ¡pero cuán injustamente pensaba! En tan mortal agonía exclamé con acento desesperado:

«Favor, favor, divina Sabiduría’ En el mismo instante, todas las brujas, brujos, duendes y diablos se hundieron gritando con horribles alaridos que se perdían en la distancia: «Venganza, venganza’ Las paredes y lo que podremos llamar techo de la cueva, hasta entonces cubiertos de musgo, tomaron un color transparente de color de rosal y vi descender sobre mi cabeza una aureola formada de los del arco Iris, en cuyo centro se hallaba mi ángel protector, la Sabiduría, que, despidiendo en torno de sí torrentes de luz, vino a sentarse sobre un grupo de nubes en que se había convertido la hoguera.

-No eres digno -me dijo-, del favor que me has pedido, tanto por el desprecio que en daño tuyo has hecho del talismán, como por la duda que has tenido de que esta falta, aunque grave, te privase de mi auxilio. ¡Ya ves cuán injustamente desconfiaste! El inminente peligro que has corrido, te sirva de lección para no olvidarte del solo poder a quien es dado únicamente librarte de los tiros que las potestades infernales, ayudadas de mis hermanas, te asestarán a cada paso: sé más cauto en adelante, y ten entendido que sólo guiándote por mi consejo podrás llegar a disfrutar la felicidad que deseas. Ésta no se halla todas veces en donde la suponéis los mortales: si tú quieres hallarla, debes hacer un corto viaje en dirección al Occidente, y no ceses de caminar hasta tanto que mi voz no te lo prevenga.

Sin hacer otro preparativo para mi marcha que coger el talismán, la emprendía al día siguiente lleno de confianza en mi amable protectora.Caminé hacia el Occidente, según la misma me había prevenido, sin sentir el menor cansancio, y en el punto en que el sol ocultaba sus últimos rayos, oí la voz de aquella que me mandaba hacer alto. Hallábame en aquel momento en una llanura árida, en la que apenas se encontraba algún cardo seco: parecía allí muerta la vegetación; la naturaleza, otras veces jovial y risueña, ahora se ostentaba adusta y de mal talante. Esperaba en silencio las órdenes de mi hermosa preceptora, mas esperé en vano, pues había dejado dispuesto el acaso, del modo que me convenía según sus benéficas intenciones. Yo aplicaba el oído, pero ninguna otra voz volvió a interrumpir el silencio que reinaba en la vasta extensión de aquel solitario campo. Brillaban algunas estrellas en el firmamento, y ya me preparaba a buscar un sitio donde pasar la noche, cuando un ruido de hojas secas llamó mi atención. Volví la cabeza espantado, creyendo sería alguna fiera de las que no podían menos de abundar en aquella soledad, y vi una figura de mujer que, acercándose, me dijo con acento melodioso:

«Sígueme”. Obedecí en silencio y marchamos por una ladera abajo, a cuyo extremo se elevaba un castillo antiquísimo según su arquitectura. Sus pardos muros y altos torreones presentaban a la imaginación del viajero una larga serie de siglos en compendio. A su aspecto venerable me sentí sobrecogido de cierto terror que bien pudo pasar por presentimiento de las escenas horrorosas de que más adelante debía ser teatro. Mientras llegábamos a él, la joven que me acompañaba tuvo la bondad de enterarme de que aquella fortaleza pertenecía a un gentil-hombre anciano que había padecido, según decían, muchas desgracias antes de venir a habitarla: era viudo, y sólo tenía una hija extremadamente hermosa, que guardaba con el mayor cuidado; un antiguo y fiel escudero y su esposa eran toda su servidumbre, y las únicas personas que vivían en el castillo. Como en esta relación no se comprendía él por qué la que la hizo había salido a mi encuentro, ni cuál el objeto de conducirme al castillo, la pedí la explicación de mis dudas, a las que satisfizo manifestándome que una señora bien portada, a quien no conocía anteriormente, se lo había así mandado y que ella no se atrevió a oponerse. Llegamos en esto al pie de la muralla en donde se hallaba la puerta principal, cerrada a la sazón, y pregunté a mi guía si debería llamar o no; pero ésta había desaparecido de mi lado, y la respuesta que buscaba en ella me vino del cielo: «Llama», oí clara y distintamente: Y sin esperar más, grité con todo mi esfuerzo: «Ah del castillo». Asomó la cabeza por entre las almenas el viejo escudero; y me preguntó qué se me ofrecía, y le contesté tuviera la bondad de decir a su señor que un caballero, a quien la noche había cogido en aquel desierto, solicitaba un asilo. Oído esto se retiró, y la respuesta fue abrir la puerta e invitarme a que entrase. En todo esto obraba yo por cierta inspiración cuyo origen no me era dudoso, ni lo será ciertamente para mis lectores; así que, me decidí a obedecer aquélla en todas las circunstancias que fuesen sobreviniendo. El escudero me presentó al castellano, quien me recibió con la más fina atención. Parecía ser de edad, como de unos cincuenta años; de alta y noble presencia; su semblante revelaba un espíritu fuerte, pero abrumado de penas, y en su aire taciturno y sombrío manifestaba hallarse destrozada su alma por dolorosos recuerdos.

Habíase adelantado a mi encuentro y me dijo:

-Siento no poderos ofrecer un hospedaje tal como merecéis; pero mis buenos deseos y vuestra indulgencia dispensarán las faltas: un cómodo lecho y una mesa abundante, aunque carezca de los primores a que estaréis acostumbrado, es cuanto puedo poner a vuestra disposición, no sólo por esta noche, sino por todo el tiempo que gustéis honrarme.

A este generoso ofrecimiento contesté con el de mi persona y facultades. Hablamos de varias materias, y tuve ocasión de persuadirme de que mi huésped era verdaderamente desgraciado, aunque ignoraba el motivo. Serían las nueve de la noche cuando me dijo con la mayor cordialidad:

-Estaréis rendido, por lo que me parece muy del caso que toméis algún alimento y os vayáis a descansar: venid al comedor, donde ya nos esperan.

En él se hallaba la hija del castellano, cuya hermosura no había exagerado nada la joven que me condujo al castillo. Contaría apenas dieciocho años; su rostro parecía haber servido de modelo a las Niobes’; su talle esbelto y agraciado la hubiera hecho pasar por una Sílfide’, y todo su continente tan airoso y elegante, que era imposible mirarla sin sentir por ella la más violenta pasión: yo cedí a esta necesidad y la adoré desde aquel momento. Durante la cena se encontraron muchas veces sus hermosos ojos con los míos, que no cesaban de admirar tanta belleza y candor reunidos; y pude advertir en ellos un fondo de sensibilidad de la que si dichosamente yo lograba ser el objeto, me tendría por el más feliz de los hombres.

Nada habló en todo el tiempo que duró aquélla; pero la elocuencia de sus miradas me hizo concebir las más halagüeñas esperanzas: dio un beso en la frente a su padre, hízome un gracioso saludo, deseándome una buena noche, y se retiró. Poco tardó en seguirla el caballero, y el escudero me dijo podía ir, cuando gustase, a la estancia que me estaba preparada. Era ésta un salón bastante grande con tres ventanas ojivas que daban a un parque; los muebles con que se hallaba adornado se resentían, como todo lo demás, de la decadencia de fortuna de su dueño: tapices cubiertos de polvo, sitiales apolillados, mesa de extraña construcción, se veían colocados sin orden; el pavimento, único testimonio de la antigua opulencia de los ascendientes del actual poseedor, era un soberbio mosaico, en el que la acción destructora del tiempo ya había empezado a ejercer su influjo. Sólo se encontraba en este venerable salón un mueble que formaba un singular contraste con los demás; éste era un gran espejo tremol que, colocado frente a la puerta, reproducía todo objeto que se presentaba en ella; mi cama, bastante modesta, aunque cómoda, según se me había hecho entender, estaba situada a la izquierda de esta misma puerta. Me acosté, deseando por una parte el descanso, de que tenía no poca necesidad, y por otra sintiendo dormirme, pues no quería renunciar por cuanto había, a las dulces ilusiones en que se gozaba mi alma recordando las seductoras gracias de mi encantadora huésped; sin embargo, pudo conmigo más el cansancio; hube de ceder a las leyes de la naturaleza y me quedé dormido, habiendo dejado por precaución la luz encendida.

No sé qué hora sería cuando interrumpió mi sueño un rumor como de una persona que andaba alrededor de mi cama. Desperté sobresaltado y vi una mujer extraordinariamente alta y demacrada, bastante entrada en días y vestida con un traje caprichoso y fantástico. Una luenga bata blanca de tela de seda cubría todo su cuerpo, a excepción de los brazos que llevaba desnudos; su cabeza estaba adornada de una especie de turbante sobre el cual descollaban tres plumas de pavo real; ceñía su cintura un ancho listón negro sembrado de estrellas de plata, y calzaba unos zapatos con altos tacones, cuyo ruido me había despertado. En este momento se hallaba componiendo su tocado delante del espejo, a cuya refracción pude observar que su rostro estaba en conformidad con el resto. Sus hundidas mejillas anunciaban la deserción completa de todas las muelas; sus ojos chicos y penetrantes tenían cierta expresión maligna insoportable; y sus manos, que ordenaban algunos rizos de su cabello entrecano, parecían formadas de sarmientos por lo nudoso y seco de los dedos. Esta visión me sorprendió sin amedrentarme, pues ningún peligro me ofrecía la compañía de una mujer como la que he pintado; la cual, concluida su ocupación, vino a sentarse al lado de mi cama, exhalando un hondo y largo suspiro.

-¡Triste de mí -continuó-, a quien un deseo impremeditado ha hecho un objeto de execración! Yo, que pudiera haber sido dichosa en medio de las atenciones y caricias de un esposo y una hija, vine a ser, perdiendo unas y otras, la criatura más digna de compasión.

Decía estas y otras razones que añadió, con un acento tan sentido y doloroso, que no pudo menos de interesarme; y ya la iba a rogar me hiciese una circunstanciada relación de sus infortunios, cuando de pronto, como si acometida fuese de un acceso de demencia, comenzó a dar carreras por la estancia, tirando cuantos muebles encontraba en su irregular carrera, gritando:

-¡Mas no permitiré yo ser por más tiempo el ludibrio y juguete de un esposo injusto y de una hija desagradecida!

Al decir esto se situó ante el espejo sobre cuya luna trazó ciertos signos cabalísticos, e introduciéndose por ella desapareció.

Creído que cuanto había presenciado y oído era un sueño, empecé a estregarme los ojos y a hacer otras experiencias de sí estaba dormido o despierto; y hallándome en mi acuerdo, me levanté a observar si la luna del espejo era alguna puerta que hubiese dado paso a la fantasma; pero me tuve que retirar lleno de horror al ver la escena sangrienta que en aquélla se veía. Un hombre en cuyo semblante estaba pintada la cólera, acababa de dar muerte a una hermosa joven con la espada que aún tenía en la mano enrojecida con la sangre de su víctima: el fondo de este horroroso cuadro lo ocupaban algunos otros personajes que no permitía ver bien la escasa luz que los iluminaba. Confusas voces se percibían a lo lejos sin poderse distinguir lo que decían. Fácil es concebir cómo pasaría yo el resto de la noche; ya no tan sólo no fue posible dormir, sino que al más leve ruido producido por el movimiento de las hojas de los árboles del vecino jardín, creía ver entrar de nuevo a la maga del vestido blanco. Deseaba con la mayor ansia la venida del día para alejarme de aquel castillo, en el que, desde que había entrado, me hallaba penetrado de un terror indefinible. Tal era el que me dominaba en aquellos momentos, que había olvidado a la hermosa castellana; pero habiendo héchose lugar su memoria entre tantas ideas como hervían en mi cabeza, determiné más bien referir al señor del castillo lo ocurrido, para que él me diese si podía una aclaración. Pasaron las horas con la mayor lentitud para mi impaciencia; pero al fin vino el día, abrí las ventanas, y la luz del sol y la brisa de la mañana refrescaron mi ardorosa frente. El caballero se presentó con aire abatido pero apacible, y me preguntó cómo había pasado la noche. Yo, que no deseaba otra cosa, le referí precipitadamente cuanto me había ocurrido, suplicándole me explicase aquellos prodigios para calmar la agitación en que me hallaba. Concluida mi narración, que atentamente había escuchado mi huésped, brilló en sus labios una fugaz y amarga sonrisa y me dijo:

-Para poderos poner al corriente de lo que deseáis saber, es indispensable que os entere de algunos antecedentes de la larga y penosa carrera de mi vida. Escuchad. Acababa de retirarme del servicio de las armas, en el que por mis muchos méritos había obtenido el grado de capitán, cuando por muerte de mi padre entré en posesión del castillo de Arbaizal, que es el que habitamos, con todas sus dependencias. En el arreglo de los negocios que la variación de suerte había puesto a mi cuidado, tuve ocasión de conocer a una joven hija de un amigo íntimo de mi padre, y desde aquel fatal momento datan todas mis desventuras. Por no hacer demasiado difusa mi narración, tocaré de paso que la signifiqué mi amor, que fui correspondido, que su padre accedió gustoso a la petición que le hice de la mano de su hija, y que últimamente tuve el inefable placer de verme unido a ella por los indisolubles vínculos del matrimonio. Mi esposa había recibido una educación algo más esmerada de lo que era costumbre en aquellos tiempos: leía y escribía perfectamente, aprovechándose tanto de esta ventaja, que llegó el caso de que los hombres más sabios la consultasen sobre cuestiones bastante arduas: también se la alcanzaba algo de nigromancia, y en muchos compromisos se sirvió de ella con feliz resultado. Formaba horóscopos que el suceso acreditó con cuánta perfección los hacía. El convencimiento en que estaba de su superioridad era causa de que con las pocas personas que admitía a su trato íntimo se condujera con cierta reserva y desdén: hasta conmigo mismo quería hacerse valer; mas yo, fascinado por su belleza y talentos, no reparaba en los defectos en que la hacía incurrir su excesivo amor propio, y sólo escuchaba la voz de la que yo la tenía. Bendijo el cielo nuestra unión, concediéndonos una hija, que es la que visteis anoche cuando cenamos: si es hermosa o no, vos lo juzgaréis: a mí me lo parece por extremo, mas puede ser una equivocación paternal.

No quise omitir él asegurarle que no se equivocaba en el ventajoso juicio que tenía formado de su hija, cuya belleza excedía a cuanto pudiera ponderarse, y lo hice con tal entusiasmo que no debió de quedarle duda de lo que pasaba en mi corazón: miróme fijamente un breve espacio y continuó así:

-Ocho años habrían pasado, como un hermoso día, desde mi casamiento, y siete contaría de edad mi querida Berenguela (éste es el nombre que en memoria de mi madre se le puso a su nieta), cuando una mañana, al entrar en casa, de vuelta de este mismo castillo, la encontré toda alborotada con motivo de la repentina desaparición de mi amada esposa, y al mismo tiempo sostener que lo era ella, una mujer que en su lenguaje y vestido demostraba estar sufriendo alguna enajenación mental. La ausencia imprevista de mi desgraciada y cara mitad, me hacía sentir los más acerbos dolores, y la insensata porfía de la que quería pasar por ella me ponía al extremo de la desesperación. En este caso, en que quizá no se ha visto ser viviente, tomé el partido de disponer que buscasen a aquélla por todos los ámbitos de la tierra, aunque en ello se sacrificase toda mi fortuna; y que a ésta la condujeran a una casa de orates. Por más diligencias que se practicaron para saber qué había sido de mi triste esposa, todas fueron infructuosas: desde entonces, que han transcurrido once años, la pago un tributo diario de abundoso llanto. De la demente supe ha poco que se había fugado del encierro en que se hallaba, mas sin saber por dónde ni cómo: lo que sí sé, por desgracia, es que no pasa día que no me atormente con su disparatada solicitud de que reconozca en ella a mi perdido bien. Desesperada y frenética por mi resistencia a creer semejante absurdo, me da sin, cesar, y a mi inocente hija, muy malos ratos: yo os suplico me perdonéis os haya expuesto a sufrirlos también en la creencia de que a vos no se dirigirían sus maléficas intenciones.

Acabado este relato, quedó el castellano de Arbaizal sumergido en una profunda meditación, de la que le distrajeron algunas palabras de consuelo que le dirigí: enjugó dos lágrimas que se deslizaron de sus ojos, se levantó e invitóme a que le siguiese, encargándome antes no me diese por entendido de nada de lo ocurrido, en presencia de su hija. Hallamos a ésta ocupada en preparar algunas cosas para el desayuno, y al verme me preguntó con una dulzura difícil de explicar, pero que comprendía perfectamente mi corazón, si había descansado: yo le contesté que sí, de un modo que no pude ocultar la emoción que sentí al verla. Nos sentamos a tomar el desayuno, durante el cual la conversación versó sobre materias indiferentes, viniendo a recaer por último en ciertos pormenores de familia. El caballero Arbaizal usó conmigo la amable franqueza de manifestarme que sentía ver aproximarse el término de sus días sin llevarse el consuelo de dejar a su hija, objeto único de todas sus afecciones, unida a un hombre que hiciese de ella el distinguido aprecio que merecía por sus virtudes. Esta conversación hizo subir a las mejillas de la hermosa Berenguela un vivo color, que hubiera aumentado, a ser posible, su belleza. Yo me sentí tentado de hacer una declaración de los sentimientos que me habían inspirado las relevantes prendas que brillaban en la divina castellana; pero me contuve considerando por una parte que no tenía motivos suficientes para contar con su aquiescencia, y por otra que para poder esperarla sería indispensable que me conociesen mejor. Un hombre a quien la noche anterior habían visto por primera vez reclamando hospitalidad, no presentaba los mejores antecedentes para optar a la mano de una heredera que, a más de esta cualidad, contaba con otras que la daban cierta superioridad sobre las demás señoritas de su clase. Esta reflexión selló mis labios, esperando poder explicarme luego que desapareciesen las razones que por entonces existían para callar; pero protestando no sería por mucho tiempo. Dando principio a este plan, hice mañosamente entender a mis generosos huéspedes mi posición y circunstancias; manifestación que pude hacer con cierto orgullo, merced a mi celestial protectora. Algunos quehaceres domésticos que reclamaban la asistencia de Berenguela, la alejaron de nuestro lado con harto sentimiento mío y algún disgusto suyo, según pude leer en su semblante. Su padre me invitó a que fuésemos a dar un paseo por el jardín, donde continuamos la conversación comenzada, la cual interrumpieron los sonidos de un arpa en que Berenguela ejecutaba un gracioso preludio, al que siguió su voz celestial, que cantó esta letra:

Zagal, que amor en tus ojos
Muestras, y sellas el labio,
A ti mismo haces agravio
Obstinándote en callar;
Pues si tus ayes no escucha
La bella por quien suspiras,
Injusto es que de sus iras
Te quejes antes de hablar.

Amar,
Hablar,
Esperar,
Y al fin el premio alcanzar.

El sentido de esta letra no me dejaba duda de que yo era el amante afortunado que sólo debía quejarse de su silencio. En esta inteligencia determiné romperlo en aquel mismo momento, y así lo hice arrojándome a los pies de mi respetable huésped, a quien signifiqué del modo más apasionado y patético la amorosa llama que su adorable hija había encendido en mi pecho. Le pinté con el más animado colorido que pude, lo desgraciado que me haría por toda la vida una negativa a la formal petición que le hacía de su hermosa mano, y la suprema felicidad que gozaría mi alma si se dignaba aprobar nuestra unión. Pareció haberle sorprendido mucho mi discurso, y, levantándome del suelo, en donde aún permanecía arrodillado, me abrazó estrechamente y me dijo:

-Tan lejos de mirar con desagrado esa inclinación que manifestáis por mi hija, os confieso francamente que serían cumplidos mis votos si os viese dueño de su mano; en este caso descendería alegre al sepulcro. Sólo el deseo de asegurar su porvenir me ha hecho conservar con resignación hasta el día una vida que detesto: en el momento en que yo vea afianzada su futura suerte, el Todopoderoso me dará la mayor prueba de su gran misericordia poniendo término a mis días llenos de amargura. Pero ¿podéis lisonjearos de haber inspirado a vuestra amada los mismos sentimientos que abrigáis por ella?

Esta observación, que yo no debía haber esperado de nadie, fue como si un rayo hubiese caído a mis pies. Sin embargo, nada más lejos de mi imaginación que la oposición que pudiese hallar mi proyecto en el ánimo de Berenguela. Ignoraba de todo punto el estado de su corazón relativamente a mí, y sólo consultándola podía tener fin la cruel ansiedad que me consumía; así que, con objeto de salir de la horrorosa incertidumbre en que me hallaba, propuse al caballero Arbaizal fuésemos a hablar a su interesante hija. Hicímoslo así en efecto, y la encontramos en su cuarto ocupada en labrar un primoroso encaje. Tomó la palabra su padre y la enteró de mis intenciones; y al terminar su discurso manifestándola podía decidir de mi suerte sin escuchar más voz que la de su corazón, me pareció comprender a través de sus razones que llevaba la intención de inclinarla a mi favor. La hermosa Berenguela se dignó aceptar la oferta que enseguida la hice, postrado a sus plantas, de mi corazón y mi mano, y no sé cómo esta dicha no me trastornó el juicio. Arreglado todo de la manera que queda referida, sólo faltaba que el cielo escuchase nuestros juramentos, y que un sacerdote en su nombre sancionase nuestra unión. Para que tuviese efecto aquella misma tarde, se mandó a buscar al cura de la feligresía, que habitaba a corta distancia del castillo. Como todas estas cosas se habían dirigido por el influjo de un ser sobrenatural, no podían menos de aparecer asimismo sobrenaturales; por manera que un negocio de tanta gravedad fue pensado, tratado y puesto en ejecución en muy pocas horas; sin que la celeridad con que se había conducido llamase la atención de ninguna de las personas que en él tomaron parte, exceptuándome a mí, en quien cualquiera creerá muy natural la prisa.

Desde mi fuga de la caverna de Barahona, favorecida por la Sabiduría, a quien con desaire de sus dos hermanas la Hermosura y la Fortuna, había elegido por mi protectora, se sostenía una terrible lucha, porque un espíritu de venganza insaciable inclinaba a éstas a hacerme todo el mal posible, acaudillando las numerosas falanges de brujas, diablos, duendes y demás canalla, y aquélla en defensa de mi inocencia. Ya han visto mis lectores en el discurso de esta historia, cómo cada una de ambas potestades acreditaron el diferente sentido en que con respecto a mí se hallaban. La Belífea era entre todos mi más implacable enemigo; herido su amor propio por el desamor con que yo había correspondido al afecto diabólico que me había manifestado, juró mi exterminio, que se propuso lograr a toda costa: la desesperación había reemplazado aquel primer sentimiento. Para dar fin a esta verdadera relación, de manera que no quede la menor duda de su certeza, es preciso dar una idea de quién era esta enemiga de mi reposo, que sólo ella me hizo más daño que todos los demás; y bastará decir que la Belífea era la esposa del caballero Arbaizal y madre de mí adorada prometida. Había nacido al mundo siendo la criatura más horrorosamente fea que se había conocido. Trató de valer por su talento lo que no podía por su hermosura, y estudió varias ciencias que a algunos hombres les estaban vedadas: fue nigromántica y bruja; en este estado pidió a las deidades infernales le concediesen la belleza, pero este don sólo le fue otorgado por diez años, cuyo plazo concluido, volvería a su primitiva deformidad. En el transcurso de este tiempo, la conoció el señor de Arbaizal, prendóse de su hermosura, obtuvo su mano y fue padre: lo demás, creería hacer poca justicia al talento de mis lectores si tratase de hacer mayores explicaciones. Anudando el roto hilo de esta relación, debo decir que aquella misma tarde el señor de Arbaizal, mi adorada Berenguela, el sacerdote, que había sido llamado para la ceremonia, los testigos y yo, nos dirigimos a la capilla del castillo, la cual se hallaba iluminada. Yo estaba enajenado de placer porque veía acercarse el dichoso momento en que iba a ser dueño de cuanto bien ambicionaba en el mundo: este placer se aumentaba viendo el que estaba pintado en el rostro angelical de Berenguela. Habíamos ya subido las gradas del altar, mi mano iba a enlazarse con la de mí adorado bien, veía ya cumplidos todos mis votos, cuando un ruido espantoso que sentimos bajo nuestros pies nos llenó de pavor; con los ojos nos pedíamos la explicación de aquel fenómeno, porque nuestras lenguas se hallaban trabadas por el susto, que vino a aumentarse con la repentina aparición de la Belífea. Hallábase vestida del modo en que por primera vez la había visto en el aquelarre, llevando además en la mano derecha un báculo con el cual dio un golpe al entrar, sobre el pavimento, que hizo estremecer la bóveda de la capilla.

-¡Maldición! -gritó con atronador acento-. No seréis felices, no, mientras la sin ventura Belífea sea el objeto de la ira del injusto cielo: cuenta con poder bastante para oponerse a vuestra dicha. Tú, inconstante esposo; tú, ingrata hija, que habéis condenado a eterno quebranto a esta malhadada mujer, resistiéndoos a reconocer en ella a la esposa y a la madre, pagaréis bien cara vuestra temeridad. Me opongo a este enlace; mi voluntad debe ser consultada, y no se ha contado con ella.

Yo, que en estas palabras vi mi sentencia de muerte, hice un esfuerzo sobre mí mismo para contestar, y lo hice en estos términos:

-Infame bruja; desprecio tu rabia impotente; tengo a mi favor quien me ayudará a acabar contigo, y toda tu maldita raza, y quien más de una vez os ha acreditado cuán débiles sois en su comparación. ¡Miserable! ¿Tienes atrevimiento de suponerte, siendo un diablo, madre de este ángel?

El caballero Arbaizal permanecía mudo y estupefacto. Su hermosa hija, cuyo divino rostro cubría una mortal palidez, con los ojos, por hallarse embargada su voz, trataba de enfrenar mi enojo; pero considerando yo que mientras existiese la Belífea, mi vida había de ser una continuada serie de tribulaciones, que se me harían más sensibles después que la encantadora Berenguela hubiese asociado a la mía su existencia, determiné acabar con aquella furia, y sin hacer más reflexión saqué la espada que tenía ceñida, y la hundí en su seco y denegrido pecho. «¡Profanación!», contestaron mil ecos al ¡ay! prolongado y terrible que lanzó mi víctima: volvime hacia la adorable Berenguela, y en el sitio en que creí hallarla, sólo encontré a la terrible Belífea, que con una risa sardónica, me mostraba con el dedo el desengaño que ha derramado sobre el resto de mis días un inmenso torrente de amargura. Mi querida esposa yacía envuelta en sangre por el que hubiera prodigado toda la suya por evitarle la más pequeña incomodidad: acordéme entonces de la predicción que había hecho la Belífea de esta horrible catástrofe en el espejo misterioso.

-Un crimen te ha privado de mi gracia, dijo una voz que conocí ser de la Sabiduría: sufre en castigo las consecuencias.

Un estrépito espantoso se dejó oír entonces causado por la entrada de un millón de brujas, duendes, vampiros, etc., que con muestras de alegría celebraban su triunfo e insultaban mi dolor con horribles sarcasmos: no pudiendo ya resistir más, caí exánime en el suelo.

Al volver en mi acuerdo, me hallé entre las ruinas del castillo que se había desplomado, las que levantaron hasta el cielo una nube de polvo. Disipada ésta, vi a la Sabiduría que con ceñudo semblante dijo:

-Estabas advertido por mí, que en el momento que tu deseo no fuese acompañado de la razón, debías renunciar a mi favor; pues este caso ha llegado por tu mal ¡débil criatura!, que no pudiendo contener el ímpetu de tu ira, ciego e inconsiderado, te creíste autorizado para privar de la vida a la Belífea, cuyo castigo no estaba a tu cargo. Este crimen te arrebata para siempre mi protección y favor; pero los muchos que has recibido de mí, me dan derecho a esperar ser obedecida en lo que voy a ordenarte. Tú debiste haber perecido en el desastre que tu frenesí ha causado; pero has sido preservado de él para que te encargues de legar a la posteridad un ejemplo que sirva de lección y freno a sus pasiones, con la relación de tus aventuras hasta este momento en que me separo de ti, para no volver a verme jamás…

Al llegar aquí, Guzmán dejó de existir precisamente, pues nada más contiene su memoria y la de los prodigiosos sucesos de su vida escrita por él mismo en cumplimiento de lo que le previno la Sabiduría, la cual se ha transmitido de generación en generación hasta el presente, en que hace poco tiempo ha sido hallado este manuscrito en un archivo de un pueblo de Navarra, por un curioso que no ha querido defraudar al público del placer que pueda hallar en su lectura, y lo da a luz todo lo fielmente que le ha sido posible; pues el estado de dicho documento y el carácter de letra en que se halla escrito han ofrecido dificultades que sólo en fuerza de un ímprobo trabajo han podido superarse. El hundimiento del castillo, según una nota que se halla al pie de la referida crónica, acaeció en 17 de mayo de 1357. Desde entonces, los habitantes del país señalan al curioso viajero el sitio que aquél ocupó, cubierto aún de sus escombros, y lo refieren con terror supersticioso y sin atreverse a levantar la voz, las maravillas que con frecuencia se observan en aquellos contornos.

El más animoso de todos no osará atravesar por ellos después de ausentarse el sol: es opinión que pasada esta hora, se puebla aquel sitio de sombras y espectros; que de lejos se oyen dolorosos gemidos que en su creencia exhalan aquellos, y que aun las caballerías de los trajineros que pasan por allí a cualquiera hora que sea, dan evidentes muestras de participar del espanto de sus dueños.

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