Sebastián Iturralde
En las cámaras secretas de César, los más altos generales de su ejército en constante expansión se reunieron.
«Caballeros», habló César, «nuestras conquistas nos han mostrado el verdadero poder de Roma. Nosotros, los arquitectos del crecimiento del imperio, ahora enfrentamos un nuevo dilema. Gobernar requiere una estrategia diferente.
Algunos de ustedes han trabajado para mantener el orden en varios rincones del imperio. La mayoría ha fallado. La fuerza de nuestro ejército no significa nada cuando se enfrenta al terrorismo. Los ciudadanos de nuestro imperio se niegan a ser miembros activos de Roma.
La unidad es fuerza, y por eso he ideado un nuevo plan.»
Los generales intercambiaron miradas, todos ansiosos por escuchar de la mente que los había llevado a expandir el imperio. César levantó la mano, y sus sirvientes entraron por varias puertas de las cámaras secretas.
«Aquí está la solución,» anunció César.
Los generales se sorprendieron al recibir las túnicas blancas, sus mentes en blanco con la anticipación de la supuesta solución de César.
«Quiero que dejen atrás su atuendo militar y comiencen a vestirse con esto.»
Los generales murmuraron entre ellos.
«Además,» continuó César, «renunciaré a mi posición como líder del estado.»
«Eso es imposible…»
«Es necesario», insistió César. «Debemos comenzar una nueva guerra. Una guerra para ganar la lealtad del pueblo. Esta es la única manera.»
«No tiene sentido…»
«Simularemos mi muerte», dijo César. «En mi lugar, Dios reinará. He preparado las leyes que Dios requiere de Sus seguidores. Aquí están Sus escrituras sagradas.»
Los generales quedaron asombrados al ver la primera copia de la Biblia en manos de César.
«Necesito que el ejército romano haga cumplir esta doctrina entre el pueblo. A partir de ahora, nos llamaremos Católicos, Apostólicos y Romanos. El título de César será reemplazado por el líder de nuestra iglesia. Seré el primer Papa después de que simulemos mi muerte.»
«¿Está seguro de que esta es la mejor manera de gobernar?»
«Espero que sí, porque he invertido demasiado en este plan.»
Y así, en una habitación poco iluminada, los generales del ejército romano se transformaron en los sacerdotes de la Iglesia Católica.
