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Un Nuevo Día

junio 24, 2020

Al abrir los ojos sentí una fuerza que no podía comprender, un magnetismo que me llevaba lejos de casa; la necesidad de estar en otro lugar. Como de costumbre, Felipe no le hizo caso a su intuición y giró para seguir durmiendo. Era extraño lo fácil que le resultaría volver a dormir por horas, su vida nocturna se apoderaba de sus mañanas.

Finalmente, cuando Felipe logró despertar, la mañana estaba a punto de terminar. Era claro que no había nada que hacer.

Felipe abrió los ojos para ver a su novia. «Cariño…» él dijo, sorprendido al no encontrarla. «¿Amor?»

Pese a su insistencia no tuvo una respuesta, así que se levantó de la cama. Sus ojos pesados, y con la boca seca. Mierda, ¿qué fue lo que me dieron?

De camino al baño notó lo difícil que le resultaba caminar. Esto, incluso para él, no era normal. La noche anterior fue igual que todas, una fiesta descomunal para celebrar algún día de la semana. Los excesos se hicieron parte de su vida, Felipe estaba acostumbrado. Sin embargo, perder el equilibrio camino al baño no era normal.

Con dificultad logró llegar a lavamanos, se arrimo con fuerza y vio a un desconocido en el espejo. Él estaba demasiado delgado, más delgado de lo que recordaba, pero aún no era capaz de entender lo que estaba pasando.

Felipe continuó con su rutina diaria. Olvidé de comprar pasta de dientes, él pensó al levantar una botella de ron, luego de llenar su boca de licor y empezó a fregar con el cepillo. Hasta ahora todo parecía normal, otro día de su interminable fiesta.

La vida, con el pasar del tiempo, se volvió demasiado fácil para Felipe. Incluso un acto tan trivial como preparase para salir de casa se tornó en un vicio más, y esta vez eran más importante que las anteriores. Su cabeza parecía dar vueltas, algo debió ser más fuerte de lo que creía. Tienes que dejar esta mala vida, él pensó, sin intenciones de hacerlo. Tomando un pequeño frasco de cristal en el que se encontraba el polvo blanco para el desayuno.

Una vez que lo inhaló, el mundo recuperó la claridad de un sobrio. Claro que Felipe no lo veía de esa forma, para él era como obtener poderes que otro humano envidiaría. Luego entró en la ducha, y porque no. Ese era otro de los placeres que formaban parte de su vida, aunque Silvya no estaba a su lado. La mujer con la que se ha divertido los últimos meses, su invitada en el departamento de la familia.

Felipe se apresuró, recordando levemente el sueño, sintiendo los restos de una necesidad por salir de su casa. De todas formas, ya era tarde, y su estómago parecía no haber comido por una semana. Mierda que hambre, él pensó tomando su teléfono celular. Tiene que haber alguien disponible.

Uno por uno, él empezó a escribir a sus contactos, alguno debería responder eventualmente. El tiempo siguió su curso y él se fue quedando sin opciones. Ya ha de aparecer alguien.

Con eso, y listo para salir, vestido con una mudada fina recién lavada, él abrió la puerta de su departamento en el centro de la ciudad. Frente a él se encontraba el elevador, su departamento ocupaba todo el piso más alto del edificio. Era un lugar majestuoso, con una vista invaluable. Al poco tiempo llegó el elevador y Felipe salió de su departamento.

Él no tenía idea de lo que había pasado, pero al salir del estacionamiento notó que su celular se volvió loco. Por así decirlo, en realidad solo se alejó del aparato que bloqueaba la señal, y empezó a recibir una semana de mensajes. Familiares, amigos, todos… los mensajes fueron tantos que Felipe tuvo que detener el auto. Y uno por uno los fue leyendo.

La sonrisa en su rostro rápidamente cambió, dejando atrás una tristeza profunda. Aunque Felipe todavía no entendía lo que estaba sucediendo, así que llamó a su mamá.

«Aló, mamá,» él dijo cuando contestaron su llamada.

«¿Dónde te has metido, muchachito?» ella preguntó.

«Estaba en mi departamento.»

«Por favor, no mientas,» ella respondió. «Hemos pasado una semana horrible desde que desapareciste.»

¿Una semana? él se preguntó. Eso es imposible.

«Incluso fuimos con tu hermana a buscar en tu departamento.»

¿Qué está pasando? se preguntó Felipe mientras buscaba heridas en su abdomen. Nada… por suerte.

«¿Dónde estás?» preguntó su madre. «Te vamos a ver este instante.»

«Acabo de salir de mi departamento,» él dijo. «Voy camino a casa.»

«Nos vemos aquí,» dijo su mamá y cerró la llamada.

Pero, cómo. Todo era demasiado confuso. Felipe levantó su celular para ver la fecha, y sí, había pasado una semana. Él intentaba recordar cómo llegó a su departamento, pero le era imposible. ¿Qué fue lo que pasó?

El viaje en camino a la casa de sus padres fue largo, lleno de preguntas sin respuesta. Claro que una de estas parecía más vivida que las demás. ¿Qué pasó con Silvya? Su descomunal novia de turno era una belleza que sus amigos envidian, y así era como él la trataba. Un trofeo que pocos pueden alcanzar, un premio que él merecía llevar en su brazo. Claro que su relación parecía estar marcada por el placer, y en realidad ellos no se conocían. Pero Felipe quería recuperar a su muñeca.

Una vez que llegó a la casa de sus padres, él notó que los estacionamientos estaban vacíos. Pero no le dio mucha importancia, Felipe dejó su auto entre la entrada principal y la pileta del redondel privado frente a la casa. Los techos de la casa parecían montañas rojas que se cruzan entre ellas, mientras decenas de ventas brillan con la luz del sol.

Él caminó a través del jardín principal, entre los pilares que sostienen el techo del corredor. Luego de cruzar la pequeña selva de colores y fragancias, Felipe llegó a la puerta de la casa de sus padres. Dos grandes obras de arte, madera tallada a mano, con dos leones de hierro en la mitad. Claro que él les prestó poca importancia, y entró.

«Mijo,» dijo Carmen—su mamá—al verlo entrar. Ella se encontraba con un tabaco en la mano, caminando en círculos en medio de una inmensa sala. «Hasta que apareces, me tenías muy preocupada.»

«No recuerdo lo que pasó,» él respondió.

«Bueno,» ella dijo, «desapareciste por una semana, y a tu padre lo metieron en la cárcel.»

«¿Qué?» él preguntó con sorpresa.

«Como me oyes,» ella dijo. «Y lo peor de todo es que están confiscados todos sus bienes.»

«¿De qué hablas?»

«Al parecer,» ella respondió, «tu querido padre estaba metido en negocios ilícitos. Es cuestión de tiempo para que nos saquen de esta casa.»

«¿Qué?»

«Lo peor es que justo cuando tu familia está pasando por un problema tan grande, tu decides desaparecer. Hasta esa noviecita tuya—que nunca me gustó—estuvo aquí.»

«¿Silvya?»

«Al parecer, era ella la encargada de la investigación… nos quedamos sin nada.»

«Pero…»

Felipe no podía entender, y trató inútilmente recordar cómo llegó a su departamento hace una semana.

«¿Haz comido algo?» preguntó Carmen. «Te ves terrible. Vamos, te voy a preparar algo.»

Pero Felipe no podía pensar en comer, él solo quería saber lo que pasó en su ausencia.

«Ahora no mamá,» dijo Felipe, girando para regresar a su auto, «voy a comer algo en el camino. Tengo cosas que hacer.»

Carmen se quedó en silencio, mirando a su hijo marcharse.

Vamos contesta, pensó Felipe caminando por el corredor.

«Don Felipe…» sonó por el altavoz.

«Dime lo que está pasando,» exigió Felipe.

«Mi don…» dijo Cristobal, «encontraron el último cargamento.»

«¿Cómo que… lo encontraron?» preguntó Felipe subiendo a su auto.

Silencio.

«Está bien,» dijo Felipe y cerró la llamada. Estos desgraciados creen que me pueden hacer esto.

Felipe salió de la mansión de sus padres. Con la cabeza llena de ideas, perdido en un océano de posibilidades; las imágenes aparecían una sobre otra, eran una tormenta que nublaban su pensamiento. Felipe debía rescatar a su padre, era inconcebible tenerlo en la cárcel.

Él cerró los ojos, colocó sus manos sobre el volante, y empezó a respirar; concentrándose en el sonido que generan sus pulmones. Una y otra vez, Felipe respiró profundamente, alejándose de la tormenta de ideas. Él sentía hundirse con cada respiración, dejar atrás las turbulentas aguas de la superficie del mar; bajo el agua las ideas desaparecen.

Felipe imaginaba que cada respiración lo ayudaría a mantenerse lejos de la superficie de su océano de ideas. Y, entre más respiraba, su mente se iba tranquilizando. Poco a poco las imágenes desaparecieron, él dejó de pensar en lo que podía hacer para solucionar el problema y tomó su celular.

Vamos…Cristóbal. «Aló, don Felipe.»

«Carga setecientos kilogramos en la camioneta,» dijo Felipe con tranquilidad.

«¿Pero jefe?»

«Ten lista la camioneta que estoy a punto de llegar.»

Felipe cerró la llamada y encendió su auto. Una llamada más, él pensó al acelerar.

«Don Felipe,» dijo Félix—su abogado—al contestar. «¿A qué debo esta grata sorpresa?»

«Deja la mierda,» dijo Felipe, «y dime quién está encargado del caso en contra de mi padre.»

«Claro, don Felipe,» respondió Félix. «Su caso fue asignado a la juez Vázquez.»

«Perra…»

«¿Hay algún problema?» preguntó Félix.

«No tengo tiempo para esto,» dijo Felipe y cerró la llamada.

Maldita sea, pensó Felipe. Tenía que ser ella.

Felipe se dirigió a una de sus bodegas. Él seguía controlando su respiración para mantener su mente refundida en la profundidad de sus ideas. Allí, lejos de la tormenta, sus sentidos se agudizan. Él estaba concentrado en la acción que debería realizar, manejando su vehículo a través de la ciudad con tranquilidad; intentando no imaginar lo que estaba a punto de suceder.

«Don Felipe,» dijo Cristóbal al acercarse al vehículo. «Todo está listo.»

Felipe bajó de su auto y tomó las llaves de la camioneta. «Buen trabajo.»

Él subió en la camioneta y salió de la bodega. Solo quedaba una cosa por hacer, así que manejó con calma en dirección a la casa de la juez.

Como se lo esperaba, los guardias de la mansión lo dejaron pasar sin problema. Él manejó a través de un bosque hasta llegar a la mansión, y bajó de la camioneta cuando llegó a la puerta de la principal.

Melinda Vázquez salió, y se quedó junto a la puerta. Felipe miró con atención, esperando que algo suceda, hasta que salió Silbya.

Solo esto me faltaba, él pensó. «Jueza Vázquez, sé que usted tiene algo que necesito.»

«Hola, Feli,» dijo Silbya al bajar las gradas de la mansión. «¿Acaso no me vas a dar un beso?»

Perra. «Claro, amor.»

«Te estábamos esperando,» dijo Silbya. «He hablado mucho con mi mamá sobre ti.»

«Espero que cosas buenas,» él dijo. «Pero no vine a hablar de eso.» Felipe abrazo a Silbya y la giró para que los dos estén frente a la jueza. «Melinda, ¿te puedo llamar Melinda? Hoy salí de casa pensando que todos los bienes de mi familia deben estar avalados en menos de cien millones.»

Melinda levantó una ceja.

«Pero algo me dice que en el balde de mi camioneta hay más que eso en billetes de cien.»

Melinda y Silbya abrieron los ojos.

«¿Qué tal si dejo mi camioneta aquí, usted hace como que todo fue un mal entendido, y me deja salir con esta hermosura a comer? Muero de hambre,» dijo Felipe, alejándose y golpeando con una palma la nalga derecha de Silbya.

Melinda no respondió, solo bajó las gradas de su mansión y se acercó a la camioneta. Ella encontró seis bloque cubiertos con plástico negro y rompió la cobertura de uno de ellos, descubriendo un paquete de billetes de cien. Luego giró para mirar a Felipe. «Está bien, te puedes llevar a mi hija. Yo me encargaré de probar que todo fue un malentendido. Tu padre estará libre en la mañana.»

«Espero que este problema no se vuelva a repetir,» dijo Felipe. «No creo tener la paciencia para hacer esto dos veces.»

«Tranquilo muchacho,» dijo Melinda. «Te has ganado la lealtad de mi familia.»

Sebastián Iturralde

Escritor de relatos enigmáticos, tejiendo narrativas cautivadoras que provocan el pensamiento y estimulan la imaginación. Revelando las profundidades de la experiencia humana a través de las palabras.

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