Dark
Light

En Salisbury, tras recibir el premio Nobel (A.P)

diciembre 4, 2002

«No tengo ‘ninguna memoria’. Ése es uno de los grandes defectos de mi mente: no paro de darle vueltas a cualquier cosa que me interese, y a fuerza de examinarla desde diferentes puntos de vista al final veo algo nuevo, y altero por completo su aspecto.
Extiendo el tubo de la lente y enfoco en todas direcciones, o lo repliego».

Stendhal, La vida de Henri Brûlard

Tenía once años, no más, cuando me invadió el deseo de ser escritor, que poco después llegó a ser auténtica ambición. A una edad tan temprana es un tanto insólito, pero no creo que tan raro. Según tengo entendido, hay muchos coleccionistas de libros o de cuadros que empiezan muy jóvenes, y hace poco, en la India, un conocido director de cine, Shyam Benegal, me contó que tenía cinco años cuando decidió ganarse la vida como director de cine.

Sin embargo, para mí, la ambición de ser escritor fue durante muchos años una especie de farsa. Me gustó que me regalaran una pluma y un tintero de Waterman, cuadernos rayados (con márgenes), pero no sentía ni deseos ni necesidad de escribir nada, y no escribía nada, ni tan siquiera cartas: no había nadie a quien escribir. En el colegio no se me daban demasiado bien las redacciones en inglés, ni me inventaba historias para contarlas en casa. Y aunque me gustaban los libros como objetos, no es que leyera mucho. Me gustaba una edición barata para niños, con un montón de páginas, de las fábulas de Esopo que me habían regalado; también me gustaba un libro de los cuentos de Andersen que me compré una vez con el dinero que me habían dado por mi cumpleaños. Pero con otros libros -sobre todo los que en el colegio pensaban que tenían que gustarnos- tenía dificultades.

En el colegio -en quinto curso-, el director, el señor Worm, nos leía un par de veces a la semana párrafos de Veinte mil leguas de viaje submarino, en la edición de Collins Classics. El quinto curso era la clase del «certamen» y tenía mucha importancia para la buena fama del colegio. Los certámenes, organizados por el Gobierno, eran para los colegios de secundaria de la isla. Ganar en un certamen significaba no pagar la matrícula de la enseñanza secundaria y que te dieran los libros gratis. También obtener cierta fama para uno mismo y para el colegio.

Yo pasé dos años en la clase de preparación para el certamen; otros chicos adelantados tuvieron que hacer lo mismo. Durante mi primer año, que se consideraba de prueba, hubo doce certámenes para toda la isla; al año siguiente, veinte. Doce o veinte, el caso es que el colegio quería participar como era debido, y nos apretó las tuercas. Nos sentaban bajo un estrecho tablero blanco en el que el señor Baldwin, uno de los profesores (con el pelo rizado, todo brillante y aplastado), había pintado con mano insegura los nombres de los ganadores del certamen de los últimos 10 años. Y -preocupante honra- nuestra clase era también el despacho del señor Worm. Era un mulato de cierta edad, bajo y corpulento, siempre correcto, con sus gafas y su traje y con la mano muy larga cuando se enfadaba: mientras daba azotes respiraba atropelladamente y perdía el resuello, como si fuera él quien recibiera el castigo. A veces, quizá sólo para escapar del ruido del pequeño edificio del colegio, donde puertas y ventanas estaban siempre abiertas y las aulas separadas únicamente por mamparas, nos sacaba al polvoriento patio, a la sombra del samán. Le llevaban su silla, y se sentaba bajo el samán lo mismo que ante su gran mesa en la clase. Nosotros nos colocábamos a su alrededor, de pie, intentando guardar silencio. Él miraba el librito de Collins Classic, que sujetaba torpemente entre sus gruesas manos como un libro de oraciones, y nos leía a Julio Verne como si rezara.

Veinte mil leguas de viaje submarino no era para los exámenes. Era el sistema del señor Worm para iniciar a su clase del certamen en la lectura. Estaba destinado a darnos una «formación» y al mismo tiempo un respiro de tanto empollar para el certamen (supuestamente, Julio Verne era uno de los escritores que tenían que gustarle a los chicos); pero eran las horas de recreo para nosotros, y nos costaba quedarnos sentados o de pie todo el rato. Yo entendía todas y cada una de las palabras que se decían, pero no seguía el hilo. También me pasaba a veces en el cine, pero allí siempre disfrutaba con la idea de estar en el cine. Del Julio Verne del señor Worm no saqué nada en limpio, y aparte del nombre del submarino y de su capitán, no guardo ningún recuerdo de lo que se leyó durante todas aquellas horas.

Sin embargo, ya había empezado a hacerme mi propia idea de lo que era escribir. Era una idea mía, curiosamente ennoblecedora, sin nada que ver con el colegio ni con nuestro clan familiar hindú. Esa idea de escribir -que me despertaría la ambición de ser escritor- se cimentó en las cositas que me leía mi padre de vez en cuando.

Mi padre era autodidacto, y se hizo periodista por sus propios medios. Leía a su manera. En esa época tenía treinta y pocos años, y aún estaba aprendiendo. Leía muchos libros a la vez, sin terminar ninguno, y no le interesaban ni el argumento ni la trama de los libros, sino las cualidades especiales o el carácter de los autores. Eso era lo que le gustaba, y sólo saboreaba a los escritores en pequeños arranques. A veces me llamaba para que le oyera leer tres o cuatro páginas, raramente más, de un escritor que le agradaba especialmente. Leía y explicaba con ardor, y me resultaba fácil que me gustara lo que a él le gustaba. De esta forma extraña -teniendo en cuenta las circunstancias: la mezcla de razas en el colegio de una colonia, la introversión asiática en casa- empecé a construir mi propia antología de la literatura inglesa.

Éstas son algunas de las piezas de tal antología antes de que cumpliera los doce años: varios parlamentos de Julio César; páginas sueltas de los primeros capítulos de Oliver Twist, Nicholas Nickleby y David Copperfield; la leyenda de Perseo de Los héroes, de Charles Kingsley; unas cuantas páginas de El molino junto al Floss; un cuento romántico de amores, fugas y muerte en Malaya de Joseph Conrad; algo de los Cuentos de Shakespeare, de Lamb; relatos de O. Henry y Maupassant; un par de páginas cínicas sobre el Ganges y una celebración religiosa, de Jesting Pilate, de Aldous Huxley; otras cosas del mismo estilo de Hindoo Holiday, de J. R. Ackerley, y algunas páginas de Somerset Maugham.

Lo de Lamb y Kingsley debió de resultarme demasiado anticuado y enrevesado, pero por alguna razón -sin duda el entusiasmo de mi padre- era capaz de simplificar todo lo que oía. En mi cabeza, todos los fragmentos (incluso los de Julio César) adquirían aspecto de cuento de hadas, se transformaban en cosas de Andersen, remotas e intemporales, y jugaba mentalmente con ellas sin dificultad.

Pero cuando iba a los libros me costaba trabajo llegar más allá de lo que me habían leído. Lo que ya sabía era mágico; lo que leía yo solo, muy lejano. El lenguaje era demasiado difícil; me perdía con los detalles sociales o históricos. En el relato de Conrad aparecían un clima y una vegetación como los que me rodeaban, pero los malayos me parecían chocantes e irreales, y no podía situarlos. Cuando se trataba de escritores modernos, el enfásis en su propia personalidad me retraía: no podía imaginarme como Maugham en Londres ni como Huxley o Ackerley en la India.

Deseaba ser escritor. Pero el deseo iba acompañado por la conciencia de que la literatura que me lo había despertado procedía de otro mundo, alejado del nuestro.

Don't Miss

El candidato perfecto

A Lexie le parecía increíble o que su padre le

Perdido

Incluso después de encontrar la cura, uno tiende a perder