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El publicitario

diciembre 4, 2002

A lo máximo que aspira un buen publicitario es a grabar
su mejor spot, y ganar ese award que ponga la guinda
en su carrera y la estatuilla en sus brazos, la copa de Venecia,
la Palma de oro de San Sebastián, Hollywood, Cannes.
Muchos dicen que el gran spot aparece después de años de
trabajo, pero ahora sé que no es así. Cae como un bombazo,
igual que cae el número de la lotería en el bombo. Y
esta mañana a mi es como si me hubiera caído el gordo.
Son las siete de la mañana. Mi mujer no ha llegado aún
y mi hija ni siquiera me ha dicho adiós cuando abrí la puerta
de su dormitorio para despedirme. Se ha conformado con
mirarme con esa mirada abstrusa que utilizan los hijos cuando
miran a sus padres que ni saben, ni quieren saber nada
de ellos, esa mirada acuosa que es como si planteara al
destino una pregunta, ¿por qué me has traído al mundo?,
un interrogante que queda erizado en el aire a esa hora tan
temprana de la mañana en la que mi cabeza solo está imaginando
el gran momento del día, estás entre los grandes.
Las siete y dos minutos de la mañana. La hora de partir.
Porque ahora sé que lo tengo. Amarrado a la carrocería
de mi coche. Por eso hoy no es un día como otros. Por eso
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hoy salgo a la vida tan exultante y magnífico, como un
pistolero de fábula, como si fuera mi último día sobre la
tierra, a ganar o perder la vida que eso da igual, pero a
alcanzar la gloria, que esa es sí que vale, como un bonzo, o
un kamikaze, entregando mi alma por el anuncio. ¿Qué es
la vida sin estar entre los grandes del anuncio? Nada. ¿De
qué vale la vida de un publicitario, si no es capaz de entregarla
toda entera a su película? De nada. Quien sabe lo que
es la vida y uno mismo, fuera de esa vida de anuncio. Nada.
Las siete y cuatro minutos de la mañana. Cojo las llaves
del mostrador de la cocina, me enfundo el abrigo, doy
un portazo a la puerta y me lanzo escaleras abajo en un
movimiento uniformemente acelerado. Maquillado con ese
aspecto escogido de artista, patilla perfilada, raya vertical
en la perilla, abrigo de cuero negro, camisa gris perla con
cuellos largos y afilados, pantalón de piel ajustado, deslizo
la mano suavemente por el pasamanos, doy una vuelta
en el descansillo con ostentosa emoción, sumo sacerdocio
de la representación, irradiación abnegada del artista, porque
la emoción siempre imprime carácter y llena de luminiscencia
a la escena, hasta alcanzar el portal. Qué se es, si
no se anuncia uno mismo a la vida con un brillante fogonazo
de artista. Y al llegar al vano luminoso de la puerta,
apunto la vista a la cámara sobre mi coche, que enfila su
óptica hacia mi, bien Sergi, lo tienes, plano abierto a mi
silueta. Salgo con precisión y maestría pisando la intimidad
de la calle, divina elegancia, y entonces todo el clamor
de la mañana se concentra en una nueva toma, ineluctable
modalidad de lo visible, brillo sobre mi rostro, haz de luz
en los párpados, tibio fulgor solar regocijándose en esas
dos cuevas entornadas, ahora un total corto al semblante
empapado por una cortina de humo solar. Un tipo de anuncio,
ese soy yo.
Las siete y siete minutos de la mañana. Voy hacia el
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coche con ese invento anclado a la vaca siguiendo mis pasos,
dispuesto a alcanzar la máxima cota de audiencia y
popularidad. Pasos rotundos sobre la calzada, ineluctable
modalidad de lo audible. ¿Los oyes, Sergi? Yes. El led. El
micro. Lo oye todo. Tres, cuatro, cinco, seis. Nada mejor
como la ficción cruda y desnuda que escupe la absurda
realidad. Me poso, por fin, rotundo junto al lateral plateado
del vehículo. Mirada perdida nuevamente a la cámara.
Sonrisa angulosa. Bien Sergi. Eres Genial. Hundo la mano
en el bolsillo, para sacar la llave, ahí no, en el abrigo, mano
a la cerradura, giro, miro, tiro, con suavidad seca y punzante,
de la torcedura de muñeca, del pulso del pulgar sobre
la maneta, abro la puerta, habitáculo de confort y de
control, negro reluciente del salpicador, sitúo las nalgas
sobre el asiento, satisfacción plena y seguridad, ajuste del
cinturón. Hecho una mirada al espejo que es como una
ráfaga de luz en la oscuridad. Allí otra cámara. Nueva toma
a los ojos vidriosos. Hay algo que no marcha en estos globos
blancos. Me preguntó quien es ese que anda detrás de
esos ojos. No lo sé, pero da igual. Qué más da quien sea, si
lo importante es la pantalla. Luz brillante de la popularidad.
Lo que importa es que me miren, que me crean, que
me sientan, que me quieran, y que hablen de mi y de este
coche, un coche de anuncio, una marca de anuncio, tipo de
anuncio, ese soy yo, sentado a lomos de la máquina
populosa, sexo, deseo y aceleración. Y que se inventen una
buena película con mi vida. Mirones de películas. Eso somos.
Y nosotros los publicitarios, maestros de la ceremonia.
Son las siete y diez minutos. Giro la llave de encendido,
fina humareda destilada al aire del escape del motor.
Vuelco el brazo sobre el freno de mano y piso el pedal del
acelerador. Con un empuje sonoro que hace que chirríen
todos los neumáticos, emprendo marcha hacia la autovía a
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luchar contra las colas y contra el reloj, porque a esa misma
hora, todos los trabajadores del mundo unidos, cruzan
sus vidas en una misma y alocada carrera contra el tiempo,
para alcanzar victoriosa su nueva esclavitud, la gran M-
40, la entrada ancha de Madrid, el gran canal donde todos,
amos y súbditos, igualan sus existencias.
Mientras el automóvil gana kilómetros de carretera,
reconstruyo la agenda que tenía para ese día.
Martes, 10 de Noviembre. A las 9.30. Reunión con los
Jefes de Sección de los Departamentos. Claudia, la negra
y Directora de cuentas. Es una exécutif francesa de origen
Guineano, que se la trajeron a Madrid dicen, por que tiene
un buen culo y un buen lío con uno de los Socios de la
Compañía. Enorme y superlativa. La llaman la Estanquera
de Fellini. Ríe, come, bebe, fuma como una cerda ansiosa.
Siempre a la avant-garde. Del neofascismo, que por lo visto,
es la vanguardia de moda en Francia. Aunque es noir se
cargaría a todos los moros, fumigaría a todos los turcos y
haría pointage con todos los rumanos, pero nada para los
negros, que c’est mon affaire, y menos los afrancesados
que son los neuf riche de la moderne france, porque para
eso procede de la rivière droite del Sena, y para eso le gustan
los discours de Le Pen y por eso suelta los mitines como
una boca de hormigonera. Y también por eso, por ser tan
facha y futurista, le da un poco a todo, al acide, al alcool y
la cocaína. El primer tubo se lo pasó Gabi, el Jefe de Producción
y desde entonces ya no deja de menearse uno a
diario entre sus hocicos de orangutana.
Gabi, el product manager, hijo descarriado de uno de
los Socios de la Compañía. Un experto en empezar y abandonar
carreras. Se dice que ha picado de todas las facultades
desde Derecho hasta Teleco, y que en ninguna de ellas
ha durado más de un día, el día de rellenar el sobre de la
matrícula. Ahora, eso si, dicen, el chico es una joya. Hos-
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tias. Un sucio mamón. Un cabrón de película, que va por
el mundo jodiendo vidas y tías y echándose a los morros
todas las papelas. Y se las da de buen rollete. Y más que un
buen rollo lo que le gusta es montar un buen pollo a la que
puede. Por eso está ahí, dicen. Porque es el protegido de la
familia. No tiene ni idea de publicidad, no ha dado un clavo
en su vida, pero está ahí, manteniendo el esquema de la
familia. Será para eso para lo que le pagan. Para mantener
el puto esquema vital de la compañía.
Dora. La Directora de marketing. Alta, delgada. Con
un montón de degrees, merits, masters y awards. Y lo dice
con ese aire subido de londinense, y sus stockings negras
hasta la ingle y su skirt hasta las rodillas y esos zapatos
bruñidos de tacón, ese collar de perlas a juego con los pendientes
y esa risa de hiena neurótica, y esas frasecitas de
manual de públic relations de la era de la Thatcher y esa
manera de darle coba a los conceptos, briefing, brainstorming,
blockbuster, direct mail, trade marketing . Dicen que
es hija de un antiguo minister inglés y que se vino a Espa-
ña después de un follón que le montaron a su padre en el
parlamento, por liarse con una secretaria. Le montaron una
buena campaña de descrédito, y por eso, debe ser por eso
que Dora trabaja aquí, porque sabe cómo hacer que alguien
la cague en una buena campaña.
Los temas pendientes. El programa de acciones publicitarias
para una conocida marca de dentífricos. Están las
ideas y conceptos, el buen aliento, la sonora blancura, el
brillante frescor, la amortiguación de la mancha, la protección
de la caries y la corrosión y esos repetidos tocamientos,
caricias, carantoñas de la mano femenina hacia el tubo
masculinizado de estaño, apropiación fálica, desmedida y
obscena del objeto. Pero el guión está pendiente…de mi.
Porque le falta, le falta…
–“Un claim con fuerza”–. Me dijo hace ya días Claudia,
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con esa intensidad dramática con la que siempre clava sus
críticas. –“Una campaña es un puñetazo en la cara. Y el
claim es ese puño que según como lo coloques acabará
jodiendo. ¿Entiendes, Zabala?”
Zabala, ese soy yo. Suso Zabala, el Jefe de Arte y Creatividad.
Que empezó como un niñato de delineante en un
cutre estudio de arquitectura y acabó, ya lo ven, como un
aspirante a la fama del anuncio publicitario, en una de las
mejores agencias del mundo, con sede en Madrid. Como
buena Agencia de publicidad, tiene siempre un nombre rimbombante:
Sings y Asociados. Suso Zabala, ese soy yo.
Aquí me tienen. Con los pies en el acelerador a las siete y
veinte de la mañana, y tres cámaras fijas mirando su destino.
Final apoteósico para una vida de película.
A las 10.30, reunión a solas en el despacho de la Presidenta
de la Compañía, para volver a estudiar las posibilidades
de producción de mi nuevo guión, para el anuncio
de una conocida marca de automóviles. A esa hora, tendría
que entrar en su enorme despacho de columnas y capiteles
y allí, probablemente, ella estaría ya inquieta y agitada,
como una perra ansiosa, dando tumbos de acá para allá,
con el móvil pendiendo de la oreja, haciendo gestos y gritando
órdenes al aire, uñas afiladas de tigresa, melena acaudalada
de ninfómana, tacones puntiagudos clavados al suelo
como un perverso aguijón. Y a mi, cuando ella dice a solas,
se me saltan todas las alarmas. Porque desde la primera
vez que la vi, deduje que sobre aquella fisonomía desvariada,
sobrevolaba siempre una estela de peligro. Y una
reunión con ella a solas podría acabar fácilmente en una
visita a solas a su ático de la Castellana, que es como un
salón multirracial, festivo y modernista, desde el que dice
que se ve entero todo Madrid y donde dice que flota una
cama de agua, una grifería original de una película de
Visconti y un jacuzzi que le regaló Berlusconi, o acabar en
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una visita nocturna a todos los antros destructivos de Madrid,
que son como el estiércol nutritivo del que crece la
vida y el color perfumado de las flores, o en un viaje a
Venecia, capital de los sueños y del glamour, donde las
calles se han convertido en zigzagueantes senderos de agua,
que así de anárquica y autárquica y emocional era ella,
Silvia, siempre imprevisible, imposible de contradecir so
pena de ser expulsado de su sociedad aristocrática de privilegiados.
Así era Silvia Vilardebó, tripa de acero con falda
de cuero. Odio y amor, eso es lo que tengo. Amor morboso
y lascivo. De los que asustan, de los que queman, de
los que apuntan al sacrificio de lo prohibido.
–La publicidad –me dijo la primera vez que le llevé un
fólder, –es como una hostia bien dada en toda la cara. ¿Entiendes
Zabala? Esto es una industria de seducción. Nos
pasamos la vida reestructurando y haciendo re-engineering,
pero lo que hay que hacer es crear un acontecimiento único
que genere conmoción. ¿Entiendes Zabala?. Si no entiendes
la filosofía de nuestro negocio, nunca llegarás a lo
mas alto, nunca tendrás el spot que tanto buscas, y no dejaras
de ser ese delineante que eras cuando te recogimos de
aquella mierda de despachito de Móstoles, ¿O es que no te
acuerdas, cielo?
Así hablaba Silvia Vilardebó, la Presidenta de la Compañía.
Que siempre alardeaba de haber hecho su Carrera
de Publicidad en Los Ángeles y luego haber trabajado en
una Agencia de Tokio para acabar en Barcelona, donde
montó su primera oficina y cuyos éxitos hicieron que la
Cadena Signs y Asociados se pusieran en contacto con ella
para montar una filial allí, en la ciudad Condal. Y allí tuvo
la fortuna de convivir con lo más selecto de la modernidad
catalana, Dau Al Set, Brossa, Cuixart, Tàpies, y a base de
mucho medrar, y de mucho pisar fuerte en los despachos,
de mucho pegar fuerte en los teléfonos, la mandaron des-
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pués a Madrid para, continuar, decía, la expansión por toda
la península y que el know how y el savoir fair de Signs y
Asociados se extendiera por toda la villa. Y aquí en Madrid
creció su imperio.
Así hablaba ella, Silvia, aunque algunas veces le daba
por ponerse maternal. Y hablar de su pequeño Rober, su
hijo, en honor de su ídolo cinematográfico, el gran Redford,
del que decía que no tenía mucho talento, pero que era el
rostro más cinematográfico de Holywood
–Ojalá algún día pudiera filmar con él algún anuncio.–
Decía.
El pequeño Rober, que andaba mal en todo desde que
nació, desde el mismo día en que lo sacaron del vientre de
su madre, dos meses antes de lo que la biología obliga, y
creció como una criatura inoportuna, al amparo y al calor
de una incubadora de hospital, mientras su madre viajaba
por el mundo conquistando awards. Pero nunca se arrepentía
de ese error, de esa decisión tan a las claras inconveniente
de traer a aquella víctima al mundo sin dejar que
su padre hiciera una mierda por él.
–¿Fede? – decía ella – ¡Jamás sería un buen padre!
Por eso no quiso volver a saber nada más de él, hasta
que un día se enteró que sacó una plaza como administrativo
en el ayuntamiento de Torrelodones.
–Ya sabía yo, –decía – que acabaría como un mediocre.
Y ahí lo tienes. Rellenando expedientes, en una
mesucha de mierda, de un ayuntamiento de mierda.
Por eso ella asumió aquella carga incómoda de forma
autónoma e independiente, consciente de que una mujer
sola, bien podía hacer de madre y hasta de abuela si hiciera
falta. Y desde entonces el pobre Robert creció siempre
arrinconado a golpe de indiferencia y teléfono.
A las 11.00, reunión de creativos para fijar las líneas
maestras de la imagen, la forma, la plástica y la estética,
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de la próxima campaña de una marca de colonias. Pero
más que eso, esa reunión era el espacio exclusivo, para
que ella, la Presidenta, montara su representación, exhibiera
en toda su dimensión, la extensión y amplitud de su
talento, y mostrara su lado más excéntrico, una
escenificación alocada y aparatosa de su personaje, a golpe
de rallas de blancura inhaladas por un tubo de cartulina
e histerismo. Allí, en ese rictus orgásmico, reunión de la
forma y de la escena, ella le daría a la rueda de la idea y el
concepto, para ahondar en el trasfondo de su teoría y su
sistema. –¿Qué es la comunicación? –Diría– Como un gol.
Y ¿qué es un gol? –Diría– La sublimación de la comunicación.
¡Como mil rayas de coca llenando el cerebro de una
persona! El gol es el afamado aplauso que busca todo publicitario.
En el gol se concentran miles y miles de aplausos,
en un solo instante, en un solo segundo, formando un
todo redondo y un conjunto. ¿Hay algo más contundente,
más excitante, que ese resorte por el cual miles de personas
estallan juntas en un poderoso aplauso? No creo que
exista nada igual a ese estallido sublime. Esa es la máxima
expresión de nuestro deseo. La verdadera esencia de la creación.
–Diría. Y no solo era lo que decía, sino cómo lo decía,
el ansia, el ritmo, el tono, el timbre, la voz, el impulso,
la emoción, la forma hilarante de hablar, de gesticular, la
forma encendida de provocar, llena jubilo y de exaltación.
Porque donde un buen publicitario se emplea más a fondo
es en la venta de uno mismo, algo que nadie enseña en las
escuelas, ni en los institutos de la imagen, ni en las academias
de arte y creatividad, pero que se aprende por contagio,
a fuerza de ver películas en la cara de los demás, y en
eso, ella, Silvia Vilardebó era una experta, la mejor, por
eso estaba donde estaba, y para eso estaba esa fecha, ese
día y esa hora en el calendario, la reunión donde todos los
estetas y creativos de la compañía se agrupaban en una
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misma sala, para rendir un culto fanático a su satánica personalidad.
El guión pasa de jefes a súbditos y de súbditos a
mas súbditos hasta que toda la compañía llega a acumular
un grado de cinematografía espectacular, que se trasmite
de unos a otros de forma simpática.
Son las siete y media. Delante de mi una pequeña furgoneta
blanca. Su lentitud, me pone nervioso. Inclino la
cabeza sobre la rasante. Miro al exterior. Coches y coches
volcando su velocidad por el lateral. Vuelvo la vista otra
vez al fondo cuadrado de la furgoneta. Lleva pintado un
cartel con letras góticas de color rojo, envueltas en una
nubecilla azulada con una gallina dibujada. Pitas pitas.
Decía el rotulo. Una publicidad sencilla. Eficaz, para una
granja de pollos. A qué pedir mas. Giro un poco el volante
hacia la izquierda para mirar al conductor. Un hombre de
pelo blanco, feliz y sonriente. Hace mucho que no veo a
alguien así. Ni sé lo qué es vivir en ese estado de sencillez
bautismal. Pitas, pitas.
Y yo con mi vida truncada en mil pedazos, por el efecto
de un cañonazo. Esa si que es una hostia bien dada, Silvia.
¿Cuándo fue la última que las vi? Ayer. Sorbiendo sus babas
de una misma botella. Glu, glu, glu. Mi mujer. Quien
lo diría. Tantos años tragando la saliva de esa lasciva. Y
yo, ya me ven, royendo los restos carnosos de ese hueso.
Infamia, ignominia. Chorro de sudor frío en la frente, en la
sien y en el filo superior de los labios. Pero para eso estoy
aquí. Sentado en un universo de cuatro ruedas, con tres
cámaras en lo alto cacareando la escena. Final de anuncio.
Eso soy yo.
Y arriba, en la vaca de este nuevo BMW, una cámara,
con una óptica de ensueño. Otra cámara me mira directamente
a la cara desde el espejo retrovisor. Captará hasta el
ultimo pliegue en el último instante súbito. Otra más en el
parachoques, efectista y frontal. Y allí, en el estudio, Sergi,
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el informático, con su cuerpo de teniente de infantería, su
mirada risueña y su inocencia pueril, grabando toda la secuencia
en un espasmódico directo. Ayer le conté la pelí-
cula y le encantó. Pero no le dije todo. Sólo lo suficiente
como para que aceptara gustoso. Él no era de esos que
mira la vida con saña.
–Sergi. Será tu consagración. ¿Te imaginas? Cogiendo
el Premio del Festival Publicitario de San Sebastián. ¿Te
imaginas? Pones una entradilla de Tannhauser con un final
de las walkirias, y al terminar, –le dije,– montas un buen
pack-shot.
Pobre Sergi. Ni se imagina lo que esas cámaras iban a
rodar. Una película que pasará a los anales de la historia
del publicitario.
Miro hacia adelante otra vez, un trailer circula frente a
mi. Lo veo aún lejos, con sus potentes faros encendidos, y
a la luz escasa de la mañana, contemplo como avanza solitario,
como un espectro, con el fulgor de las cuatro ruedas
exudando su llanto exánime y fantasmal a todo lo largo de
la carretera. La furgoneta, Pitas pitas, sigue delante de mi.
Recuerdo vivo, fulminante, de toda la película de mi pasado,
de lo que he sido, de lo que ya no soy y de lo que ya
nunca seré. De todo lo que dejo atrás. Vida famélica, hambrienta
y esquelética. Como un brillo trémulo y turbio, el
camión se arremolina frente a mi. Giro brusco al volante.
A la izquierda su morro macabro se adueña de mi existencia
de un horrible zarpazo. Arriba esa cámara. Frente a mi
la otra cámara. Toma explosiva. Ganaré el Festival. En un
instante un bocinazo, ráfagas de faros en la cara, crujido
estruendoso, cristales partidos, metales arañados. Ahora si
lo he perdido todo. Pero queda esa gran película. El mejor
spot.

Don't Miss

La partida de ajedrez

Me fui a vivir al barrio en vísperas de sus

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«Ésta no se me escapa: no se me escapa, aunque