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La abuela mecánica

diciembre 4, 2002

En un valle azul de tierras amazónicas, rodeado de ríos, donde las tormentas eléctricas parecen ser perpetuas, existe un cerro circundado de molinos de hojalata que se oxidan y se vuelven a reparar; un túnel que recorre las vísceras del cerro con luces de tono cerúleo a lo largo de sus tripas hasta llegar a la cúspide, y mil obreros que trabajan vestidos con trajes negros impermeables que nunca se quitan – la humedad es tal que sin esos trajes la piel se ablanda y se arruga, se pela y se parte –, tienen guantes en las manos y una gran burbuja en la cabeza.

En una cueva reposan anclados cien botes verdes, lisiados a causa del moho y fundidos el uno con el otro. Las botas de los obreros se empapan con el jugo de los hongos aplastados a cada paso, todos los senderos, y los molinos y los carteles están cubiertos de hongos. Y a orillas de los ríos hay lápidas que se caen a pedazos, y cada vez que hay una crecida salen a flote los cuerpos rotosos y esqueletos con ropas que ya no se usan desde hace trescientos años, y a veces de más antigüedad, ya que al morir un trabajador se lo enterraba entorno al cerro, hasta que el cementerio llegó a la ribera y luego, cuando ya no hubo lugar, comenzaron a tirar los cadáveres al río, a fuerza de que los pobladores de esa isla no podían salir jamás, ni vivos ni muertos, todo por conservar el gran secreto.

Nadie toca la carroña porque es peste sagrada de la tierra sin dios. Los esclavos son blasfemias ambulantes, soldados de lo grotesco, pus irritante en la moralidad terrenal. La carne molida de los cuerpos sin vida apresta el terreno para el cultivo de las mandrágoras, alarmas naturales en el cercado de la animadversión.

Los árboles se retuercen chirriantes y oscuros por sobre los pantanos, y las anacondas dejan ver un ojo de vez en cuando desde algún aterrador agujero entre las piedras. Uno nunca sabe cuando es de noche o de día, porque ahí el cielo siempre está brumoso y las luces si no son azules son verdes, la única división de tiempo que existe es el sonido de una sirena, un aullido agudo y quejumbroso que rompe la monotonía de la podredumbre, del smoke fétido de la lava mortuoria que se forma en el fondo del río; el silbato deshipnotizante del trabajo en serie, el punto seguido que por fin anuncia el cambio de turnos.

Las calderas subterráneas incuban a los recién llegados: los bebés castrados lanzados por sus madres indígenas a este lado del río. Las burbujas son oscuras y cubren los rostros de los obrero-esclavos, pero a veces una luz, un agujero o un cadáver devela el misterio racial de los habitantes de la isla: son todos indios. Indios castrados en trajes impermeables con burbujas en la cabeza, vendiendo el producto más preciado de la mente humana. Pero la función de las calderas no es sólo incubación, ese es el efecto secundario, las calderas sirven para que al mezclar las sustancias químicas el vapor caliente y extraño empuje ascienda por los extractores y se transforme en un gas capaz de abrir la válvula que activa el sistema hidráulico que sostiene toda la isla en constante trabajo. El sistema siempre debe funcionar adecuadamente, y todos los obreros deben saber como reparar cualquier falla en cualquier caso. Todo por conservar el gran secreto.

¿Quieres saber en qué trabajan tanto esos obreros? Revuelven calderas, desatascan esqueletos y calaveras de las tuberías, alimentan a los nuevos con leche de cabra –crían cabras-, arreglan las goteras, cazan anacondas, pescan pirañas, cosen trajes impermeables, reparan molinos de hojalata, amputan miembros gangrenados, sacrifican a los traidores, entierran a sus muertos, protegen la isla, fabrican armas blancas, cultivan plantas medicinales y extraen minerales que los de la cumbre necesitan. Y algunos envasan (sólo algunos envasan) el líquido viscoso que cae lentamente desde las tuberías especializadas.

Había una vez una tribu cerrada con cualidades intelectuales avanzadas que desarrolló técnicas que no irían a ser descubiertas por el resto del mundo sino hasta siglos más tarde; érase una tribu oculta y materialista, hereje y atea, que experimentaba con la tierra y con el alma. Sucedía en una isla remota y sus alrededores cuyas costumbres se conservan hasta hoy día gracias al escaso contacto con el exterior y el estricto control de vigilancia.

Había una vez una mujer abandonada en las inmediaciones de la selva donde cazadores de anacondas de una tribu cerrada con cualidades intelectuales avanzadas la encontraron y luego la secuestraron para realizar con ella toda clase de experimentos. Érase una anciana abandonada, lúcida y solitaria, indefensa y traicionada; era una mujer mezcla de blanca e india. Sucedía hace mucho tiempo antes de lo que se cree que un blanco pisó por primera vez aquellas tierras.

Adentro del cerro arde el aire, es un volcán a punto de estallar, las calderas tienen lava artificial, es un purgatorio por el que hay que pasar, es el periscopio del infierno que busca hacia donde apuntar. Pero en la cúspide…, en la cúspide es lo contrario.

¿Estás realmente preparado para saber quién es el mago detrás del telón, el titiritero en el extremo de los hilos, el monstruo debajo del lago? Quiero que sostengas por última vez el recuerdo de la dama de las camelias, que beses a la bella durmiente, que soples la casa de paja, que muerdas la manzana envenenada, que frotes la lámpara y pidas tu último deseo, que busques al hada azul y que te conviertas en un niño de verdad. Porque cuando sepas que no son más que el jugo de una neurona maquinal y sistemática ya nunca volverás soñar.

En la punta del cerro, más allá de los túneles y las cuevas, más allá de las burbujas y los molinos, pasando la niebla artificial en la cumbre del cerro, en el centro de lo que era una civilización con cualidades intelectuales avanzadas y en lo único que queda de aquella tribu del valle azul en las tierras amazónicas, quince shamanes custodian un laboratorio de hielo que se mantiene a -270 ºC todo el año, atrapan el gas licuado que viene del fondo del cerro, más al fondo de los transportadores de frascos, más al fondo de las mazmorras putrefactas, más al fondo de los tesoros escondidos, justo ahí donde se revuelven las calderas, y entonces dan vueltas las manivelas que procesan el gas que mantiene la temperatura baja todo el tiempo. ¿Y tú sabes de dónde provienen las princesas y los príncipes sapos? ¿Y de dónde vienen los gatos con botas y los ogros despiadados? Todos provienen del mismo lugar. Provienen de las probetas comercializadas desde la isla secreta, de la sustancia viscosa y verdosa que produce el trance de la creatividad. ¿A dónde crees que llegó Gordon Pym al final del viaje? ¿De dónde crees que Verne sacó toda esa tecnología estrafalaria para su época, para su lugar? De la manguera que transporta la sustancia viscosa y verdosa desde arriba de la niebla artificial, desde el mismo lugar de donde salieron los lobos feroces y las brujas que se comen niños. ¿Cómo crees que Wilde se hizo esa cicatriz que siempre quiso ocultar, esa mordida anómala que nunca pudo explicar? Sucedió al este de la isla, más al este de las lápidas antiguas, más al este de la plantación de mandrágoras aun más allá de la espuma verde que producen los bombeadores de agua, casi tan cerca de la cueva de los botes rancios, venía acercándose en una canoa que ya no existe, extasiado con su entorno y luego un fémur de la edad media agujereó su bote y lo mandó al agua de donde fue rescatado inmediatamente pero sin haber podido evitar que una piraña se le pegara al muslo.

Había una vez una máquina de hielo movida a manivela por quince shamanes de una tribu amazónica con cualidades intelectuales avanzadas que transformaban el vapor de calderas subterráneas en un gas capaz de accionar el sistema hidráulico que mantenía la energía de la isla en constante funcionamiento ayudado por los molinos de hojalata que bombeaban el agua de abajo de la tierra, y con todo este aparatoso procedimiento conseguían mantener la temperatura baja en el laboratorio instalado en la cumbre del cerro, donde en una caja de hielo mantenían secuestrada a una mujer que fue abandonada en las inmediaciones de la selva, encontrada por cazadores de anacondas que la llevaron para usarla como medio de experimentación de los métodos recién descubiertos. Érase una vez en una remota isla azul donde siempre llovía y las nieblas artificiales cubrían al sol todo el tiempo, un grupo de shamanes locos que motivados por sus descubrimientos en frenología abrieron cerebros ajenos y descubrieron que en el hemisferio cerebral derecho existe una protuberancia que promueve un fluido que al esparcirse en el área frontal del cerebro desarrolla la creatividad de la mente humana; sin embargo, tal fluido no podía ser incitado voluntariamente por el hombre y en muy contadas ocasiones fluía espontáneamente. Entonces idearon una sustancia a base de glucosa, cafeína y ayahuasca que al inyectar en exceso directamente en la protuberancia no tardaba en producir como efecto la emanación del fluido de la creatividad, el problema era que el flujo atropellaba el cerebro y debía ser evacuado del cráneo para no estropear los sesos. Al evacuar el fluido comprobaron que podría funcionar como una infusión que al beber producía los mismos efectos que si estuviera dentro del cerebro. Fue para esto que utilizaron a una vieja encontrada en las inmediaciones de la selva, le inyectaron la sustancia estimulante y le extrajeron su fluido creativo.

Me preguntaste de dónde vienen los cuentos, entonces no te quejes ni llores si te digo que todos los cuentos, los castillos en las nubes, las casitas de chocolate, los reyes desnudos, los vampiros arrepentidos, las alfombras voladoras y los asesinos sin motivo, todos, provienen del mismo lugar, de la misma cabeza. De la cabeza de una abuela cuyos tejidos internos y externos permanecen en perfecto estado dentro de un gran cubo de hielo en la cima de un cerro en una isla azul de un valle amazónico, con su mantita de lana sobre los hombros y una aguja de tejer insertada en la cabeza que recibe los rayos que proporcionan la energía eléctrica que su cerebro necesita para seguir funcionando. El cuerpo permanece intacto desde aquel día que la abandonaron en medio de la selva y fue secuestrada por cazadores de anacondas de una tribu con cualidades intelectuales avanzadas que la llevaron para experimentar con su hemisferio derecho y le extrajeron su creatividad para vendérsela a los que querían ser escritores. La mujer se ha mantenido en la punta del cerro, cuidada por generaciones y generaciones de shamanes que se han encargado durante todo este tiempo de dar vueltas las manivelas y de preparar la sustancia catalizadora de fluidos cerebrales que se le inyecta en dos arterias específicas debajo del cuello, y abren las mangueras conectadas al hemisferio cerebral derecho que transporta la sustancia viscosa y verdosa proveniente de la cabeza de la abuela que se mantiene intacta gracias al sistema hidráulico instalado en la isla. El fluido se desliza lentamente por las mangueras y luego se separa en cantidades iguales en termos formados por dos frascos, uno dentro de otro, separados por un espacio en el que se ha hecho el vacío, los frascos están recubiertos por una capa reflectante para evitar que el calor atraviese el vacío por la radiación. Todos los frascos de una misma serie son enviados a través de tubos que bajan recorriendo el cerro. Apenas llega un comprador se le entrega un frasco y se destruyen los otros; cuando esta destrucción no es controlada o resulta fraudulenta sucede lo que ellos llaman plagio, es decir algunos frascos sobreviven a la destrucción y son contrabandeados por algún obrero-esclavo que lo vende por su propia cuenta y entonces hay dos o más cuentos iguales contándose por diferentes autores. La última vez que se descubrió que un conjunto de tres conspiradores tenían planeada una gran estafa se los ejecutó frente a los demás, aun sin que lo hayan llevado acabo. El plan fue fatídico, murieron tres tristes traidores que trataron de tramar una trampa. Técnicamente los frascos son llamados inspiración, porque hay que sorber el líquido, lo contrario a espiración.

Érase una vez una abuelita mantenida criogénicamente por unos indígenas castrados que le sacaban el jugo cerebral para venderlo a los que querían ser escritores, y la mantenían en secreto en la cima de un cerro conectada a cables, mangueras y tubos, con un pararrayos en la cabeza e inyecciones en las arterias detrás del cuello; hasta hoy día los antropólogos buscan el valle amazónico que algunos escritores describieron antes de morir, otros consideran un mito más provenido de la cabeza congelada de cualquier otro ser; sin embargo, el alma en pena de Shakespeare sigue buscando al ama sediciosa del obrero-esclavo que comercializó varios frascos de la misma serie que él compró, y los fanáticos de Baudelaire que saben que la abuela existe en algún lugar la culpan a ella y a la tribu de los efectos secundarios de la inspiración: la decadencia y la muerte prematura.

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