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Mar de Morfeo

diciembre 4, 2002

Capítulo primero

Allí estaba ella mirándome como en el mejor de mis sueños. Sentada bajo un árbol centenario me llamaba con el embrujo de su mirada, sin pronunciar siquiera una sola palabra. Yo, inseguro, me acercaba lentamente perdido en aquel extraño lugar. Mis pasos temblaban cuando avanzaban en la tortura de la distancia; y ella, con una sonrisa, seguía allí callada y quieta. Era aquella sonrisa que tanto había anhelado, la misma sonrisa que buscaba cada día, como abandonado en un desierto suplicando una gota de agua.
Seguí avanzando hasta que le di alcance. Ella seguía mirándome sin decir nada; pero no le hacían falta las palabras, su triste y hermoso rostro lo decía todo. El viento acariciaba sus cabellos dorados mientras la luz del atardecer inundaba los árboles y arroyos de aquel lugar de ensueño. Mientras, el rumor del agua y la brisa parecían entonar una vieja melodía olvidada.

Todo parecía extraño.

–¿Dónde estamos? –le pregunté.

Ella no dijo nada. Como si la respuesta no importara, como si lo único importante era que estábamos allí, en aquel lugar, juntos de nuevo. Ella había regresado y no volvería a abandonarme.

–No lo sé –respondió ella sin dejar de mirarme. Había olvidado la dulzura de su voz, cautivadora como el canto de una sirena.

–Te he estado esperando durante todo este tiempo –le dije–. ¿Qué es este lugar? Estoy tan confuso… No sé si estoy despierto o dormido. ¡Quizá estoy soñando! –me dije en un suspiro. Aturdido miré al cielo, sin saber si reír o llorar. Luego la miré a ella, tan guapa y radiante como siempre la había recordado.

Pero entonces algo pasó. La expresión dulce de su rostro cambió y se llenó de pronto de tristeza. Asustado intenté acariciarla, pero su mano me detuvo. El sol desapareció y las nubes cubrieron el cielo del crepúsculo. Aquel lugar, en apenas un momento, se llenó de oscuridad y tormento. El viento soplaba ahora huracanado y el clamor del agua torrencial se escuchaba fuerte, como un rugido en medio de la noche.

–No sueñes más -–dijo ella con voz triste-, mientras la ráfaga de aire despeinaba sus cabellos–. Olvida tu tristeza, olvídate de mí. ¡Huye de este lugar! ¡Huye de esta prisión! Despierta…

Empapado en sudor abrí los ojos. Me encontraba tendido en el suelo y tenía un extraño objeto reluciente en la mano; al fin comprendí y empecé a recordar. La noche anterior, al llegar a casa, había utilizado el Morfeo, “creador de sueños y tempestades”. Cualquier persona de mi época habría notado que lo tenía en la mano.

Capítulo segundo

Cuentan las leyendas que fuimos nosotros, los seres humanos, los que destruimos los árboles, los mares y los pájaros. Aún no comprendo qué nos pasó, qué ocurrió en el pasado que hizo volcar el mundo y transformarlo en el sucio y oscuro lugar que es ahora. ¿Acaso será cierto que nosotros envenenamos el agua y enturbiamos el aire? En mi época no hay estrellas, no hay cielo, no hay vida, no hay nada… Nunca tantas personas se habían sentido tan vacías, tan solas…

Por eso un buen día decidimos crear el Morfeo, el creador de sueños, y optar por un mundo mejor. Gracias al Morfeo podemos escapar de esta realidad y olvidarla soñando; la duración de nuestros sueños es, además, ilimitada. Los hombres de mi época acudimos a él para evadirnos del mundo. Es una máquina mágica y cada persona puede programarla y ajustarla a su medida.
Hoy en día en que este preciado objeto se ha convertido en el corazón de la humanidad. Casi todos eligen olvidarse del mundo real y dejarse llevar por lo que llaman el Mar de Morfeo, un mundo paralelo… un lugar ficticio donde tienen una vida de ensueño, donde no existe el dolor, donde todos son felices. Cada persona vive su sueño, su vida.

Pero algunas veces el Mar de Morfeo falla. Algunas personas se pierden en sus sueños y quedan atrapados en un mundo irreal de tristeza y suplicio, errantes en las tormentas de sus propias conciencias. Antes de que sucedieran los acontecimientos que aquí voy a narrar, yo, Ellard Cohen, era uno de los policías encargados de rescatar a aquellas personas que quedaban encerradas, los errantes, y devolverlas al mundo real.

Todo empezó aquel día, cuando aturdido por mi sueño desperté en el suelo con el Morfeo en la mano. Sabía que últimamente lo estaba usando demasiado, sabía que aquel objeto podía volverse en contra mía y atraparme para siempre.

–Por una vez más no pasa nada –me dije.

Estaba todavía mareado cuando alguien llamó a mi puerta. Con un último esfuerzo conseguí levantarme y mantenerme en pie. Después de un sueño con el Morfeo es normal encontrarse un tanto desorientado. Por unos momentos el suelo de mi apartamento pareció moverse, y sentía que mis piernas temblaban mientras intentaba no caer, pero sabía que era normal y que se me pasaría enseguida.

De nuevo llamaron a la puerta, esta vez más fuerte.

–¡Ya voy! –exclamé enojado.

Rápidamente me puse mi ropa y guardé con cuidado el Morfeo en mi chaqueta. Cuando abrí la puerta dos hombres me esperaban: dos personajes con chaqueta negra y pelo recortado.

–¿Señor Cohen? –dijo uno de ellos enseñandome su placa–. Se le necesita en la Central, acompáñenos.

Capítulo tercero

El camino a la Central no era como un paseo por el campo. En el mundo real no hay aire limpio y nadie debe salir a la intemperie sin una máscara especial. Recuerdo que ese día me sorprendí al ver más gente de lo habitual. El sol ya había salido y sin embargo la terrible oscuridad reinaba. Por la avenida los vehículos y las máquinas hacían un ruido estrepitoso en la inmensidad de la ciudad, y por la acera una gran multitud caminaba silenciosa y solitaria en la rutina de sus tristes vidas. Pertenecían a la clase social más pobre: lo que no tenían dinero para soñar con el Morfeo.

–¿Qué es lo que ocurre ahora? Es mi día de descanso –le dije a uno de los agentes que me acompañaban. El tono de mi voz sonaba aún más irritado a través de la máscara.

–Son órdenes, señor Cohen. No se me permite decir nada más.

Al fin llegamos a la Central. Había muchos personajes deambulando de aquí para allá, sobre todo policías, delincuentes y androides. Dentro del edificio el ruido y las discusiones eran frecuentes. Era normal ver a un ladrón entablando una conversación estúpida con un policía, intentándole convencer de que él no había sido.

Hay muchos androides en mi época. Uno de los tipos que me acompañaban era realmente un androide de última generación, con total apariencia humana. Pero había androides de toda clase: grandes, pequeños, parlantes, con ruedas, con piernas… No hacía mucho tiempo, la máquina había sustituido la mayoría de las funciones del hombre.

Mis acompañantes me condujeron hasta una amplia habitación. Estábamos en lo alto del edificio y un gran ventanal daba vistas a la grande y sucia ciudad. Un hombre, vuelto de espaldas en su sillón, contemplaba el paisaje desolador. Sin darse la vuelta para recibirnos, con un gesto de la mano ordenó a los dos hombres que se marcharan.

–¿Es triste, verdad? –dijo el personaje sin moverse–. El ser humano, dueño y señor del mundo, condenado a su autodestrucción. ¿No cree que es una verdadera lástima?

–Es lo único que tenemos –respondí-–. No recuerdo un mundo diferente a éste. He crecido en esta ciudad y no creo que sea peor que otras. Simplemente, es el mundo de hoy, señor.

El hombre se dio la vuelta. Debía tener unos setenta años y tenía el pelo corto y canoso. Parecía ser una persona poderosa, de aquellas tan sumamente pobres que sólo tienen dinero. Nunca había visto un despacho tan lujoso.

–¿Pero no cree usted, señor Cohen…? ¿Acaso no hay una manera de liberar este dolor? Escapar de este horrible lugar y volar feliz en tus sueños para siempre. No debe ser tan malo, ¿no cree?

Yo me sentía incómodo ante la presencia de aquel individuo, y sus palabras empezaban a agobiarme.

–Con todos mis respetos, hoy es mi día libre y no sé ni por qué estoy aquí.

El hombre me miró fijamente.

–Esta bien, creo que le debo una explicación –dijo–. Ha surgido un caso urgente.

–De qué se trata –dije.

Tras invitarme a que me sentara, me sirvió un poco de whisky con hielo.

–Otro errante –prosiguió–, otro más que queda atrapado en el Mar de Morfeo. Varón, de unos treinta años… Su situación es muy crítica.

Parece ser que su mujer lo abandonó y eso le afectó mucho. Quiso romper con la realidad y utilizó su Morfeo y ahora el recuerdo lo atormenta navegando en la tristeza al borde de la locura.

Tomé un trago de mi vaso y me encendí un cigarrillo, otra forma más antigua de evadir la realidad. El anciano torció el gesto, expresando su incomodidad.

–Espero que no le moleste –le dije con un tono burlón–. A ver si me explico… ¿Me despierta en mi día de descanso y me pide que rescate a un tipo que está triste porque su mujer lo abandonó? Hay más agentes en la Central, no hacían falta estas molestias. Este caso no tiene nada de especial ¿no? Todos los días hay gente que queda atrapada en el Mar de Morfeo, para eso estamos nosotros aquí.

La expresión jovial del anciano cambió y se tornó en un gesto severo.

–Me temo que no ha comprendido, señor Cohen –dijo–. Este caso es especial. Ese hombre que ha quedado atrapado es muy parecido a usted; ese hombre podría haber sido usted. No intente disimular escondido tras esa apariencia de ‘hombre que no le importa nada’, con su cigarrillo y su arrogancia. Tengo entendido que su mujer también le dejó, no intente disimular su tristeza.

Sus palabras no me sentaron bien. Aquella conversación se estaba convirtiendo en un montón de palabras tensas, de palabras que dolían en el corazón. La verdad sienta a veces como un jarro de agua fría; y todo ser humano tiene una pequeña parcela de honor que tiende a defender como si de un hijo se tratara, y aquel anciano estaba vulnerándola.

–No sé lo que intenta decirme, señor –Eso fue lo menos insultante que se me ocurrió. No me gustaba que ese personaje se metiera en mi vida.

–Sabe exactamente lo que le quiero decir. Es un caso difícil y peligroso, y usted es nuestro mejor agente. Le hablo como amigo, sabemos que cada día busca consuelo en el Morfeo, como si de dulce droga se tratara. Pero con el subconsciente no se juega, amigo mío. Apuesto que despierta cada día con ganas de morir… pero hay otras soluciones.

–¡Cuáles! –exclamé irritado–. ¿Qué otra solución hay en este lugar sombrío?

–Hágame caso, acepte esta misión –dijo el hombre ahora con tono suave–. Usted está dolido, tiene muchas dudas, muchas preguntas… es normal en este tétrico mundo. Nosotros queremos ayudarle. Quizá encuentre respuestas en su viaje, respuestas, señor Cohen. ¿Qué me dice?

No sabría decir si fueron las palabras de aquel tipo, o si fue algún impulso mágico el que me hizo cambiar de idea y que me interesara por el caso. No conocía al hombre atrapado en el sueño, pero su historia me resultaba muy familiar, demasiado parecida a la mía, y eso me conmovía.

–Está bien. Cuente conmigo.

Capítulo cuarto

La Sala de Sueño era una gran habitación llena de sillones y cables. Allí era donde nosotros, los policías encargados de rescatar a los errantes, entrábamos en el sueño de las personas.

Yo ya estaba sentado en el sillón de conexión, preparado para empezar el viaje. No es fácil entrar en el subconsciente de una persona; el lado oscuro de la conciencia dicta las leyes de los sueños: nuestros temores, nuestros anhelos, nuestra tristeza o nuestra felicidad, cobran vida en el universo del subconsciente.

A mi lado estaba Lera-5, una androide cuya misión era transportarme hasta el sueño de la persona a quien tenía que rescatar. Lera-5 tenía personalidad femenina y, aunque su constitución era humana, su cuerpo era metálico, con manos de dos simples dedos de acero. Lera-5, al moverse con sus articulaciones robóticas, producía siempre un ligero sonido.

–Avíseme cuando esté preparado, señor Cohen –me dijo.

–Nunca se está lo suficientemente preparado.

–No se preocupe por ella, señor. Pronto encontrará a otra mujer que le dé de nuevo motivos para sonreír. Sonreír es bueno para usted, señor.

Su voz no era tan metálica como muchos habrían imaginado, pero no tenía una entonación muy sensible.

–Resulta curioso oír hablar a un androide de esas cosas –dije.

–Mi unidad Lera-5B7 me permite hablar de experiencias emocionales pero su diseño primitivo tiene sus límites emocionales. Lera-5B7 no puede reír pero si estar feliz… A veces no sé si estoy triste; vosotros los humanos sí lo sabéis, porque siempre lloráis cuando estáis tristes, pero Lera-5B7 no puede llorar.

–Cuando era niño me enseñaron a no llorar, pero eso no evita el que me sienta triste.

El robot me miró a través de sus negros ojos de cristal.

–¿Qué es estar triste? –me preguntó.

–Nos ocurre cuando un amigo se nos va, por ejemplo. Tan sólo los poetas saben describirlo. Algo nos ocurre, algo nos oprime el corazón y nos lo llena de desesperanza. Ya no tenemos ganas de despertarnos por la mañana. Nos sentimos enfadados con la vida…

–Comprendo –dijo Lera–5–. Yo también he estado triste. A veces quiero salir de esta habitación y ver lo que hay fuera. Tener hijos y una vida. Pero no puedo, no se me permite cruzar la puerta. Estoy condenada a estar aquí hasta que mi cuerpo de metal no aguante más y termine oxidándose.

–Créeme, allá afuera no hay nada mejor que aquí. Todo es oscuridad. Si salieras sólo encontrarías un reino desolado y siniestro.

–Incluso en el más oscuro de los reinos queda siempre un hilo de esperanza, señor Cohen –dijo Lera-5.
El silencio reinó unos instantes. Yo comenzaba a sentir un poco el sueño típico de los momentos previos al viaje. Mis párpados empezaban a pesar. La voz de mi compañera me hizo espabilar un poco:

–¿Qué es un amigo? –me preguntó.

Yo , esforzándome, le respondí: –Un amigo es alguien en quien pones tu confianza y quien pone tu confianza en ti. Tu mejor amigo siempre es alguien especial para ti. Aquella persona a quien darías la vida si hiciese falta, aquella persona que te escucha y te comprende, aquella persona con quien eres feliz.

–Entonces usted es mi mejor amigo –dijo el robot.
Empecé a notar que me alejaba poco a poco de la realidad.

–Tú también lo eres, Lera-5, tú también…

Las formas y figuras se fueron desvaneciendo. Mientras algunos de mis sentidos se dormían en el infinito, otros despertaban de un sueño profundo. El sonido del movimiento de Lera-5 se perdió en el fondo de mi pensamiento, cuando de pronto vi una luz dorada a lo lejos, rodeada de una profunda oscuridad. Seguí avanzando hacia ella y pronto perdí toda noción del tiempo y del espacio.

Capítulo quinto

Desperté sentado en el banco de un parque. Había niños jugando con sus bicicletas. La gente paseaba y le daban de comer a las palomas, y todos parecían felices. Las parejas de enamorados iban cogidas de la mano y andaban sin temor alguno. Los ancianos se reunían y hablaban orgullosos de los viejos tiempos, como caballeros que regresan a la corte y cuentan las hazañas de su viaje. El aire era puro y limpio y ¡no había máscaras! El sol dorado se filtraba entre las ramas de los árboles centenarios. Las hojas del otoño habían cubierto todo el suelo del parque. Y allí estaba yo, como un niño perdido en un cuento de hadas.

Intenté recordar donde había visto aquel lugar. Si acaso había estado viendo últimamente alguna vieja fotografía del antiguo mundo, de cuando las estrellas todavía brillaban y el agua era pura. Me preguntaba si aquel paisaje tan entrañable pertenecía a mi subconsciente o al de la persona errante.

Cuando quise darme cuenta a mi lado había una anciana. Vestía con un radiante traje azul y sus cabellos, antaño dorados como la luz del sol, eran blancos como mañanas cubiertas de nieve. La anciana me sonreía y parecía conocerme.

De pronto se levantó, y noté que ya no era la anciana de hacía un momento; ahora era mucho más joven. Me invitó a seguirla con un gesto y recorrimos el parque hasta un portal que llegaba hasta unas calles de piedra. Noté que con cada paso que daba, la joven iba retrocediendo en edad, y en un instante era ya una niña. Se volvió y insistió en que la siguiera por las calles.
Anduve desorientado un momento buscando a la niña, pero me di cuenta de que estaba completamente solo. El día ya no era reluciente, sino gris. ¡Las calles de piedra habían desaparecido! A mi alrededor se extendía un campo con montañas al fondo. Parecía la calma antes de que estallase una gran tormenta. Todos los prados estaban cubiertos de una hierba espesa y el aire entraba limpio en los pulmones, pero frío, muy frío.

–Este sitio me suena –me dije.

De pronto oí la voz dulce de una mujer. Al principio la confundí con el murmuro de la brisa, que se deslizaba entre la hierba rodeando la rivera, pero comprendí que era una voz, una verdadera voz, lo que escuchaba. Me di la vuelta y vislumbré a poca distancia un árbol centenario y robusto, cuyo tronco se retorcía dividiéndose en ramas que bailaban violentamente con el viento, cada vez más huracanado. La voz venía del árbol, y noté que era en realidad un canto. La melodía sonaba todavía lejana, pero yo me fui acercando poco a poco al lugar.

Entonces vi que sentada bajo el árbol había una mujer, y en cuanto me fui acercando más, me pareció su rostro cada vez más familiar. Supe en ese momento que se trataba de la mujer con la que la noche anterior había soñado; mi antigua compañera, mi amiga, mi estrella… ¿Acaso el sueño del errante vagabundo se estaba mezclando con el mío? ¿Acaso él y yo éramos tan parecidos?

Me acerqué, como en mi sueño, hasta situarme junto a ella.

–Por fin has llegado –dijo ella sonriendo.

Entonces se levantó y me dio un abrazo. Yo, sabiendo que no era más que una ficción, actué fríamente.

–¿Dónde está él? ¿Dónde está el errante?

Ella me miró extrañada, como si le hubiera recordado algo que siempre había sabido, pero que encerró en lo más profundo de su recuerdo.

–El errante… –musitó-–. Está… estaba allí –dijo señalando al horizonte lejano, donde la vista se perdía entre grandes montañas.

Justo cuando yo miraba hacia donde ella me había indicado ella desapareció… de repente, la joven ya no estaba allí. El viento soplaba ahora más fuerte que nunca y las nubes de tormenta resplandecieron.

Fue entonces cuando distinguí el llanto de un chico entre el sonido del viento. Al otro lado del árbol encontré a un joven, con la espalda apoyada en el tronco, con las lágrimas en los ojos y sollozando de miedo y de tristeza. Enseguida supe que aquel joven era el errante. Su apariencia en el sueño era la de un adolescente, vestido con unos trajes desaliñados y descosidos, pero supe que quizá en la vida real fuera un hombre de más edad.

Me senté junto a él e intenté hablarle.

–Tranquilo, ya he llegado. He venido ha rescatarte.

Cesó su llanto, pero el joven no contestó. Quizá hablándole así podía hacerle ver que estaba soñando.

–¿Cómo te llamas? ¿Cuál es el nombre de este lugar?

El chico me miró.

–He visto la tristeza de los hombres –dijo entonces entre sollozos–. ¿Por qué tanta tristeza? ¿Quién es el responsable de este mundo complejo y extraño?

–No lo sé –dije yo–. Podría decirte que el castigo de algún dios perverso, podría decirte que la locura de los hombres, o podría decirte que tu atormentada conciencia. No lo sé.

–Vaya a donde vaya siempre encuentro dolor –dijo el joven–. Pero he encontrado una forma de liberarlo. ¿Por qué has tardado tanto? ¿Venías a rescatarme? ¿Te has perdido en el camino, o tan sólo soñabas? ¿Por qué crees haber venido a buscarme si sabes que siempre has estado aquí?

El joven se levantó. Al ver su rostro reconocí en él a un viejo conocido: Ellard Cohen. La misma expresión confusa e inocente que me acompañó de joven.

–No lo sé –dije–. La ambigüedad del silencio es a veces la respuesta más sabia de todas las preguntas. He viajado a través del Mar de Morfeo para buscarte, para encontrar respuestas, y esto es lo que he encontrado. Ahora me doy cuenta. ¡Soy yo la respuesta! He estado atrapado aquí todo este tiempo. No llores más, Ellard, no llores más.

–Sí, al fin has comprendido –dijo el chico–. Éste es tu sueño, tú te has perdido en él y sólo tú puedes rescatarte. Por eso ahora tuya es la elección: ¿quieres regresar a la sombría realidad, o quieres continuar soñando?

–Entonces ¿todo este tiempo en la Central? ¿y todo este tiempo despertándome lleno de tristeza por la mañana? –pregunté–. ¿He estado soñando?

–Sin duda la peor de las pesadillas es no poder escapar de la realidad, una pesadilla que te persigue en cada momento, donde la rutina te atrapa sin piedad. Sólo tenías que darte cuenta de que era un sueño. ¡Tuya es la elección!

De repente, sin saberlo, me encontré hablando solo, contemplando un nuevo amanecer. La lluvia y la tormenta habían cesado. Cerca, en medio del campo, había una casa de piedra con una chimenea encendida.

–¡Ellard!

Y allí, esperándome en frente de la casa, estaba ella. Sabía que no era real, pero no me importaba; había elegido quedarme y empezar una nueva vida. Pero ¿acaso el sueño no puede ser la más cierta de las realidades? ¡Pronto olvidaré la tristeza de ese mundo que una vez para mí fue real! ¿Y si no estoy soñando? Hoy he despertado. Hoy he vuelto a mi hogar.

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