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Penelope

diciembre 4, 2002

Finales de la década de los 60. En una pequeña localidad olvidada por el tiempo vivía la joven Penelope.
No era ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni gorda ni delgada… Era una chica normal, como miles, del montón.
Pero sí había algo especial en ella, la dulzura de su carácter, la calidez de su mirada, su expresión, siempre feliz, siempre serena.
Vivía con sus abuelos pues sus padres habían muerto cuando ella era muy niña. Se podría pensar que, debido a esta circunstancia, Penelope sería alguien triste, amargado y enfadado con el mundo.
Pero, en su enorme corazón, no había sitio para la tristeza. Su espíritu optimista, siempre encontraba la parte buena, positiva de las cosas por muy terribles que fueran.
Aunque había algo peligroso en el carácter de la muchacha, su inocencia. Confiaba en todo y en todos, cualquier acción punible, desagradable que cometieran los demás, ella la justificaba. No eran malos, eran inconscientes, bromistas… Pero no había mala intención.
Cuando iba al colegio, de pequeñita, era el centro de las burlas de sus compañeros. Su abuela la vestía como a una muñeca de porcelana en un escaparate, con lazos y tirabuzones. Con vestidos de color rosa llenos de volantes. Pero ella era impermeable a todas estas chanzas. Se sentía guapa, caminaba orgullosa en su burbuja e ignoraba las risas a su paso.
Sus abuelos disponían de unas rentas que les facilitaban una vida cómoda, por lo cual, decidieron que Penelope dejara el colegio después de la enseñanza obligatoria. Su abuela le enseñó a bordar y pasaban las horas preparando la dote de la muchacha.
Porque, la única finalidad de su vida a partir de ese momento era casarse y tener hijos, formar una familia.
Pero al primer baúl lleno de ropa de casa primorosamente bordada con su inicial y un espacio en blanco al lado, siguió otro y otro…
Porque los hombres no se acercaban a Penelope.
No ayudaba mucho ese aura angelical que la rodeaba, los caballeros que caminaban por el paseo el domingo después de misa, la veían más como un ángel escapado de la iglesia que como una futura esposa.

Tampoco ayudaba que siempre fuera acompañada de sus abuelos. Él, ex militar, asustaba a todo bicho viviente excepto a su mujer y su nieta.
El tiempo paso cruel e inexorablemente. Los abuelos murieron con un mes de diferencia y nuestra protagonista se quedó sola.
Pero su mundo no cambió. Seguía la rutina a la que estaba acostumbrada y, los domingos, iba a misa de 8 para, después, desayunar en el café con más solera del pueblo.
Y antes de volver a casa a comer, daba un paseo por la calle Mayor. Sus abuelos, a parte de sus rentas, le habían dejado en herencia una misión, encontrar marido y ella jamás les desobedecería.
Los días iban pasando lentos, inacabables, hipnóticamente iguales unos a otros. Penelope dejó de ser la joven angélical para convertirse en una mujer madura. Pero sus ojos, su expresión, seguían conservando, intacta, la inocencia de la niñez. Y cuando paseaba por la calle Mayor los domingos por la mañana, sus convecinos la miraban con cariño, la saludaban con alegría porque, nada volvería a ser lo mismo si la «Señorita Penelope», con sus alegres vestidos color pastel, su bolso de piel marrón y sus zapatos de tacón, no iluminara la avenida al pasar.
Un domingo luminoso y soleado de noviembre, uno de esos que parecen más de primavera que de otoño, y recién cumplidos los 45, Penelope, con su pelo rubio cada día más claro, que la brisa había revuelto ligeramente, su cara blanca, teñida por un ligero rubor que el inesperado calor reinante había dibujado en sus mejillas, y que permanecía iluminada por su perenne sonrisa, efectuaba el ritual habitual del saludo al resto de paseantes. A juzgar por su expresión, parecía una actividad que la satisfacía sobre manera.
Pero aquella mañana no iba ser igual que la de otros domingos.
Una familia amiga de sus abuelos y que la conocían desde pequeña, se aproximaron a saludarla y le presentaron a un pariente.

Se trataba de un primo lejano que necesitaba un sitio tranquilo para preparar unas oposiciones y se alojaría en su casa durante una temporada.
Fue evidente para todos los testigos del encuentro que la conexión entre la pareja fue inmediata. Sus ojos quedaron encadenados desde el primer instante y pareció como si, inconscientemente, ambos se aislaran del resto del mundo.
A partir de ese momento se hicieron inseparables. Salían a pasear todas las tardes cogidos de la mano, perdidos en íntimas conversaciones susurradas al oído y que provocaban el rubor y la risa cantarina de una Penelope, que el mundo jamás había conocido.
Pero como todos los momentos preciosos de la vida, duran un instante. Son pequeños como diamantes y, como ellos, se atesoran en pequeñas cajas de terciopelo para contemplarlos de vez en cuando.
Él tenía que volver a la capital. Su tiempo de estudio había acabado y debía continuar con sus obligaciones para consolidar su futuro.
Ella fue a despedirle a la estación. Sus manos, sus ojos parecían incapaces de poder separarse y su beso de despedida fue largo, intenso, desesperado.
Él le prometió que en tres o cuatro meses estaría de vuelta, que lo esperara. Ella contuvo sus lágrimas hasta que vio desaparecer el tren en el horizonte.
Durante los tres meses siguientes, se hizo la noche en el mundo de Penelope.
Dejó de salir incluso los domingos, permanecía todo el día sentada junto a la ventana con el teléfono al lado esperando recibir una llamada que jamás llegó a producirse.
Justo el día que se cumplían los tres meses de la marcha de su amor, ella se levantó temprano, fue a la peluquería ha arreglarse el pelo, se maquillo, se puso su mejor vestido, sus zapatos de tacón y se colgó del brazo su bolso de piel marrón.
Una vez en la estación, ocupó el banco del centro del andén, donde podía ver tanto a la izquierda como a la derecha y permaneció allí sentada hasta que pasó el último tren. Después volvió a su casa.
Pasados más de 20 años, nuestra niña eterna había cambiado mucho. Su pelo ahora era blanco, su piel estaba ajada y arrugada pero sus ojos conservaban la fuerza y la ilusión de la juventud y, en su boca, se había congelado su eterna sonrisa dulce, convirtiéndose en un rictus permanente. Había acudido a la estación desde la llegada del primer tren, hasta la salida del último sin faltar ni un día durante esos 20 años. Escudriñando a las gentes que se apeaban.
A veces su cuerpo se extremecia cuando algún viajero se parecía al que esperaba y su inmovilidad se alteraba el instante que tardaba en descubrir que no era él.
Los habitantes del pueblo la llamaban «la dama del tren».
Una tarde, cuando ya cansada había visto desfilar el último grupo de viajeros, una sombra se le acercó lentamente. Cuando llegó a la zona iluminada pudo apreciar que se trataba de un hombre. Entrado en años y en kilos, con un puñado de pelo ralo y blanco, era un completo desconocido para ella. Pero en cambio él, la miraba con admiración y amor, como si la conociera desde siempre.
«Penelope, mi amor, ya estoy aquí. Siento haber tardado tanto. Pero he vuelto, como te prometí».
¡Esa voz!.
Volvió a mirarlo y, de repente, fue como si la escasa luz del andén, empezará a brillar de manera inexplicable. Y, oh milagro, la imagen de él con 20 años menos apareció ante sus ojos.
«Claro, mi guapo enamorado, nunca lo dude. Por eso he venido a buscarte. Vamos, regresemos a casa»
Y se alejaron cogidos de la mano, como si el tiempo no hubiera pasado.

PD: Pido perdón a Joan Manuel Serrat por cambiar ligeramente el final pero, es el libre albedrio del autor.

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