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Una llamada de teléfono

diciembre 4, 2002

Aquella mañana de septiembre, mucho antes de que
sonara el timbre del teléfono, yo sabía que alguien me llamaría
temprano. La casa estaba en silencio, mi casa siempre está
sumergida en el silencio, tenía las ventanas abiertas, ningún
coche frenando en medio de la calle, todas las tiendas cerradas
todavía. Era viernes, una mañana de verano apático y calmoso,
temprano, muy temprano, un viernes de septiembre, el
uno de septiembre, y hacía más de una hora que yo daba vueltas
y vueltas en la cama, más de una hora despierto, esperando
que sonara el zumbido del despertador, atrapado y perdido
entre las sábanas, de un lado para otro en una cama grande y
solitaria, mirando o presintiendo los indicios de un día sin
estrenar, las líneas de luz en una pared blanca, desnuda, una
pared donde una percha antigua me enseñaba mi camisa de
cuadros, un pantalón azul, el pijama de seda con el que nunca
me acuesto en el verano, verano largo largo de calor y desgana,
un verano tan lento como todos los veranos y un pijama de
seda que ahora, en medio del circo empalagoso de diciembre,
sigue abandonado en esa percha antigua que alguna vez estuvo
en la casa de mis padres y que ha vuelto a ser útil en mi
casa nueva, una casa donde sólo el pasado y los muebles vencidos
del pasado siguen teniendo un uso, han logrado evadirse
de las ruinas, a veces me estorban o me impiden mirar el
horizonte, saber dónde me muevo o dónde estoy, pero me siguen
siendo útiles, son mi único pasado, el único presente.
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Yo sabía que alguien llamaría por teléfono, me desperté
sabiendo que el timbre del teléfono sonaría temprano, sería
una llamada impertinente, un error, alguien confundido de
número, tal vez un compañero de Departamento, despistado y
ocioso, que intentaría sondear mis pretensiones para el próximo
curso, averiguar mis bazas, conocer alguna de mis cartas
secretas, yo no sé lo que son cartas secretas, sólo tengo cartas
en blanco, y esa llamada de teléfono podía ser una bobada que
me sacara de la monotonía de un verano que empezaba a morirse.
La gente vuelve de vacaciones y no sabe qué hacer, en
qué gastar el tiempo que le sobra, algunos se llaman por telé-
fono, resumen sus viajes, presumen de playas o montañas, de
tierras o países lejanos, se prometen cenas y veladas felices
que pronto, demasiado pronto, caen por la ladera del olvido
más dulce o más agrio, se vuelven un asunto pendiente que
nunca encuentra despejado el camino. Al acabar el verano la
gente regresa con ganas de hablar y de citarse, ganas de sentirse
juntos, verse otra vez las caras, ir a los mismos bares, hilvanar
planes y propósitos, pero esas ganas enormes de citas y de
mundo se pasan enseguida, casi nadie quiere tener conversaciones,
verdaderas conversaciones, o citas, o almuerzos, o
veladas que puedan parecer entrañables. Cuando estás lejos
de aquí, tumbado en la arena caliente, cerca del mar, de un
sitio para otro, la maleta guardada en un armario anónimo,
imaginas tu mundo como si fuera un mundo hospitalario, te
-olvidas de las viejas disputas, te parece que el lado más som-
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brío de las cosas fuera una torpe fantasía, un incidente pasajero,
algo sin importancia. Luego todo vuelve a su cauce en una
o dos semanas, y nadie llama a nadie, todos esperan que los
llame el otro. Y aunque nadie lo sepa o te lo diga, cuando
acaba el verano, la vida regresa a sus costumbres, a la oscura
rutina de los días sin aliento, de las horas iguales, aunque las
horas siempre seguirán siendo iguales, idénticas en invierno y
en verano, aunque en verano creas que serán diferentes, y en
invierno no sepas que las horas seguirán siendo idénticas, que
vendrán repetidas, infames.
Aquella mañana de septiembre sonaba el timbre del teléfono
con esa urgencia estúpida que tienen los teléfonos, y
yo me levanté sin prisas de la cama, puse un pie sobre el mármol,
rocé una sandalia huérfana o viuda, la otra se escondía
en paradero desconocido, y miré el reloj a punto de sonar,
todavía era temprano y subí la persiana, y el cielo estaba limpio,
en el suelo revistas atrasadas, y al teléfono una voz que
quería disculparse, algo de un velatorio, una voz que notaba
cómo yo no entendía ninguna de sus frases y tuvo que empezar
por el principio, un tiro en la cabeza o en la boca, una vieja
escopeta de caza, sangre por las paredes y cortinas, palabras
sueltas o solas, frases sin terminar, monosílabos sin sentido o
sin respuesta, me hablaba del periódico que traía una foto de
Mauricio en la primera página, y la voz de Raquel preguntándome
si podría subir conmigo al cementerio. Decía que el
entierro era a las once: Mauricio, el lejano y furtivo Mauricio,
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se había pegado un tiro con la escopeta de caza de su padre en
la madrugada del jueves. Puse los pies sobre la tierra, el mármol
de mi casa era la tierra, y el verano se esfumaba de golpe,
en un segundo todo comenzaba de nuevo, el tiempo se volvía
una madeja, un ovillo enredado que no tenía principio, ni final,
ni salida, todo se volvía una maraña, una maraña inútil
como todas las marañas del mundo, ese mundo que vive tan
ajeno a la muerte, al dolor, a la angustia.
Después de dejar en cualquier sitio el teléfono, mientras
yo me miraba los párpados hinchados en el espejo del
baño sin saber del todo lo que había ocurrido, lo que estaba
ocurriendo, sonó el despertador, eran las nueve de la mañana,
una mañana de verano apático, calmoso, un verano que terminaba
de morirse, ya no existía, igual que tantas cosas, igual
que la maldita voluntad de Mauricio, de mi amigo Mauricio,
el único amigo de mi vida, mi cómplice, mi hermano. Me di
cuenta que si no hubiera oído el timbre del teléfono, si no
hubiera atendido la llamada de Raquel, Mauricio no estaría
muerto, y es que las cosas no pasan cuando tú no las ves o no
las sabes, lo que no oyes no existe, y si te escondes y no escuchas
lo que pasa, entonces no pasa nada, nunca pasa nada, tu
corazón no siente, nada consigue herirte, ni siquiera la muerte,
como me viene hiriendo desde hace varios meses la muerte
inoportuna de Mauricio, su escopeta de caza, la escopeta de
caza que heredó de su padre y que guardaba en el armario de
la ropa para vestirse con ella alguna vez, al menos una vez.

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