Maximilian y Minerva caminaron por los senderos del laberinto de flores hacia el sur del castillo, que parecía construido en medio de un lago. Cuatro puentes de madera conectaban las puertas de cada escuela. En el centro, la torre más alta, coronada por una cúpula de cristal flotante, marcaba la escuela de luz.
Minerva seguía a Maximilian, analizando sus pasos y tratando de comprender lo que sucedía. Dudaba de la realidad de todo, aunque el aroma de las flores la ayudaba a mantenerse en el presente. Absorbía cada detalle: flores que brillaban con luz propia, criaturas extrañas. Se detuvo al ver a un animal que no se parecía a nada que hubiera imaginado: su melena resplandecía como una corona de luz y sus movimientos eran destellos, como si desapareciera por instantes antes de volver a aparecer.
Al notar que Maximilian se alejaba, Minerva se apresuró para alcanzarlo. Pronto llegaron a una gigantesca muralla de roca en medio del lago, tras la cual se alzaban torres y la cúpula de cristal. Minerva se detuvo, maravillada por la magnitud de Elysium.
—Esa de allá —dijo Maximilian, señalando con el dedo—. Es la entrada de la escuela de agua.
Minerva se asombró al notar los detalles: las construcciones parecían líquidas, aunque no podía estar segura. Caminó admirando la escuela de magia, y su incredulidad se desvanecía con cada paso. Se movía casi automáticamente, sin poder apartar la vista de la estructura mágica.
Al poco tiempo llegaron al puente que llevaba a la entrada de la escuela de agua.
—Hasta aquí te puedo acompañar —dijo Maximilian—. Este viaje lo tienes que hacer sola.
Minerva miró la entrada y volvió a dudar. Caminar sola por el puente era algo para lo que no se sentía preparada. Inspiró hondo, estiró la espalda y levantó la mirada. Estoy lista, pensó.
—Gracias por todo —dijo—. Espero volver a verte.
Minerva comenzó a caminar hacia la puerta de su nueva escuela. Con cada paso, el puente adquiría un aspecto más gelatinoso. Al poner el pie sobre la primera tabla, notó que no era madera, sino una superficie que se hundía ligeramente bajo su peso. Se detuvo, insegura, pero comprobó que la estructura la sostenía.
Avanzó lentamente, sintiendo cómo el puente la hacía tambalear. Tuvo que estirar los brazos para mantener el equilibrio, pero pronto se adaptó al ritmo del agua y continuó, dejando que su cuerpo rebotara suavemente con cada paso. No pudo evitar sonreír al tomar velocidad y ver cómo la puerta de Neptulius se acercaba.