Los rayos de luz resplandecían al estrellarse contra la hoja de metal. Reginald pasaba una roca para afilar su espada mientras miraba las verdes colinas danzar con el viento de la montaña. Árboles frondosos crecían sanos a las orillas del riachuelo, y los picaflores se aproximaban tanto que podía escuchar el batir de sus alas.
El día estaba a punto de empezar, pero Reginald era el único despierto. Sentado sobre el tronco de un árbol caído, esperaba que el campamento se preparara para continuar. A una corta distancia se encontraba el resto de los acompañantes del rey, Frederick el Grande. Pero nadie esperaba lo que estaba a punto de suceder.
El campamento viajaba al sur, en dirección a las tierras de la bruja Chaleine. Frederick debía renegociar los términos de su contrato; los días se acercaban para que el pacto entre ambos llegara a su fin.
Reginald se detuvo y colocó su mano sobre el suelo. No puede ser, pensó, y desenfundando su espada, empezó a correr. El rey está en peligro. Al poco tiempo vio que el campamento estaba rodeado por una pared de roca. ¿Pero qué es eso?
Las tiendas de campaña colapsaron con el movimiento del suelo. Extremidades color café emergieron de la tierra y tomaron a todos los que se encontraban en el campamento, dejándolos inmóviles.
Reginald notó a una mujer rodeada de criaturas de cristal. Debía ser la hechicera realizando el conjuro: sus brazos se movían mientras rayos azules salían de sus dedos. Reginald alcanzó a ver a los hombres de su campamento atrapados dentro de columnas de tierra.
Shasera sintió la llegada del caballero de luz. Te estabas demorando, pensó, girando para enfrentarlo.
Reginald desenfundó su espada y tomó el libro que colgaba de la cadena en su cintura.
—No, no lo harás —dijo Shasera, y brazos de tierra emergieron del suelo alrededor de Reginald. Él saltó para evitarlos, pero uno de ellos alcanzó su libro.
Maldita bruja, pensó Reginald al notar que el tomo estaba cubierto por roca. Tendremos que hacer esto a la antigua, pensó, y empezó a correr hacia la hechicera.
Shasera giró para asegurarse de que todas las personas estuvieran inmovilizadas dentro de las rocas. Luego enfocó su atención en el caballero.
Reginald vio a la hechicera levantar las manos, y sus guardianes de cristal se colocaron frente a ella.
—¿Quién eres? —preguntó al acercarse.
—Deja que me lleve a tu rey y te permitiré seguir con vida —dijo Shasera.
Reginald aceptó el reto y atacó.
Una de las criaturas de cristal bloqueó el ataque con su brazo; la espada ni siquiera dejó un rasguño.
—Eso es lo que quieres —dijo Shasera, y las otras criaturas se lanzaron al ataque.
Reginald tuvo que retroceder para evadir los ataques. Con su espada en ambas manos y la mirada concentrada en el siguiente movimiento de las criaturas, el caballero luchó por su vida.
Las criaturas parecían fieras salvajes, lanzándose contra el caballero, casi alcanzándolo.
¿De qué están hechas? se preguntó Reginald al estrellar su espada contra una de ellas y notar nuevamente que no sufrían daño alguno. No te saldrás con las tuyas.
Sin embargo, Shasera sonreía al ver que el caballero continuaba retrocediendo.
—No tengo tiempo para esto —pensó, levantando las manos. Las criaturas de cristal se unieron, transformándose en un disco de cristal que voló hasta detenerse junto a la hechicera. Ella levantó la mano para despedirse.
—Nos volveremos a ver.
Reginald vio a la hechicera subir al disco y marcharse.
—Espera… —dijo, corriendo inútilmente hacia ella, mientras observaba cómo la roca que mantenía inmovilizado al rey se levantaba y flotaba junto a ella.
Shasera giró para ver al caballero caer de rodillas. Nos volveremos a ver, Reginald.