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Un crimen pasional

diciembre 4, 2002

A sabiendas de lo que hacía, le disparó en el pecho. Después notó el peso del arma en su mano y un agujero del tamaño de un cráter apareció en su corazón. Pese a las apariencias, él era un asesino con sentimientos. Trató de borrar cualquier posible relación con el crimen y se alejó sin más.

Con el ruido de su moto, ensordeció el recuerdo de aquel proyectil y aceleró cuanto pudo para huir de su conciencia, que nunca había sido mala del todo.

Se conocieron en una fiesta de fin de año y aquel cambio de siglo en un segundo, les auguró una relación tortuosa desde el principio. Nunca llegaron a entenderse del todo y mientras más tiempo pasaban juntos, más alejados se encontraban, pero se querían. Como en una canción, era un contigo sin ti que les obligó a convertir su relación en una montaña rusa sin escalas para tomar pulso.

Los mosquitos seguían estampándose contra su casco, mientras que sin poder evitarlo, empezó a llorar. Lentamente, a velocidad de vértigo, las lágrimas acortaron su ángulo visual y decidió dejar de escapar.

Ahora no sabría decir cuándo tomó la decisión de acabar con su vida, pero tenía claro que la situación resultaba insostenible para los dos. O eso se repetía miles de veces para justificarse, aunque sabía que el problema en este instante era otro: vivir con ello; respirar sintiendo que su conciencia le ahogaba. Por un acto reflejo, se había convertido en verdugo de los dos, solo que antes no lo sabía y justo ahora se daba cuenta de que también él había dejado de existir hacía unas horas.

Pensó en Romeo y Julieta, en los amantes de Teruel y en todos los amantes condenados a morir por el peso de las circunstancias. Volvió a acelerar sin querer dejar de hacerlo. Sólo el vibrador de su móvil le hizo aminorar la marcha. Poco a poco, regresó de cabalgar por su mundo onírico como de un mal sueño, sin saberse despierto del todo.

Hasta llegar a su casa, nació y murió varias veces tratando de enterrar sus miedos. Después respiró profundamente, haciéndole el boca a boca a su entereza para pasar inadvertido frente a los vecinos.

Al abrir la puerta de su apartamento, el olor a humedad le caló los huesos. Su mujer lo esperaba en el salón, con la televisión encendida.

– Menos mal que ya estás aquí, querido. Tengo malas noticias que darte.
– ¿Qué pasa?
– Acaban de anunciarlo en las noticias. Han encontrado muerto a uno de tus alumnos del instituto. Dicen que se ha suicidado. ¡Es horrible!

Él no dijo nada. Se desprendió de la chaqueta de piel y del casco repleto de cadáveres entre los que se hallaba su memoria. Y sin querer acordase nunca más de nada, abrazó a su mujer como cada día.

Santiago Díaz

Erudito literario, cuyas obras reflejan la profundidad de los clásicos y la innovación narrativa, inspirando a lectores y escritores.

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