Entre los profetas se hablaba de fluctuaciones energéticas; muchos comenzaron a presentir la llegada del cambio. Sin embargo, no eran capaces de comprender la verdadera importancia del tres de mayo. El mensaje era distinto a los anteriores. Durante años se conoció con exactitud la fecha de la llegada del nuevo mundo, pero nadie sabía si el cambio sería positivo. No entendían el mensaje en su totalidad, aunque los guerreros de la ley mística continuaban siguiendo con firmeza las enseñanzas de sus maestros.
Durante siete años trabajaron para transformarse en templos, purificando sus cuerpos de toda toxina. Antes de este tiempo, era difícil distinguir los alimentos contaminados; sin embargo, los guerreros siguieron la voz invisible del maestro. Prepararon las herramientas a su alcance y lucharon incansablemente por perfeccionar su ser.
Era extraño verlos caminar como si fueran personas comunes. Ya no eran parte del resto; habían pulido sus atributos sin un propósito evidente. ¿Crecer? Tal vez había llegado el momento de brillar, como lo hicieron sus antepasados. Solo que esta vez fue distinto: la guerra se vivió en silencio. El mundo entero se unió para luchar, no con armas, sino contra la contaminación del cuerpo, en busca del camino más puro hacia el crecimiento personal.
Siete años los convirtieron en seres diferentes, una transformación mental que solo se había visto hace más de setecientos años. Era evidente que el cambio sería tan marcado. Sin embargo, estos ingenuos guerreros de la ley mística siguieron las señales, a pesar de sus dudas. Decidieron escuchar los mensajes de ella: la voz que habla sin palabras.
Sin embargo, los mortales no comprendían el significado de sus números. ¿Por qué fue escogido el siete? ¿Quién lo eligió? Para su dios, Odín, la respuesta era sencilla: siete era el número de años mortales que tomaba afilar su espada.
En la dimensión celestial se eligió la fecha para su próximo encuentro. Odín debía estar listo; después de todo, había pasado mucho tiempo desde su última batalla. Los dioses recibieron un breve descanso antes de que comenzara el próximo torneo. Siete años fueron suficientes para él, el tiempo necesario para tener lista su arma.
Odín dependía de la fuerza de esa gran espada para sobrevivir a su próximo encuentro. Esta batalla sería diferente; después de haber sido el campeón de su último torneo, era evidente que los ancianos lo ascenderían de categoría. Sin embargo, las reglas se mantenían iguales: dos entran al abismo de batalla, pero solo uno puede salir.
Odín sabía que su vida estaba en juego. Su contrincante era un conocido campeón, con más de seiscientas batallas a sus espaldas, y aún seguía con vida. Él era diferente a los dioses que Odín conocía; por alguna razón, su aspecto era abominable. Se decía que controlaba a sus mortales con puño de hierro, y algunos se referían a su universo como el infierno. Sin embargo, en la dimensión de los dioses, ese tipo de problemas era irrelevante. Lo único que importaba era vencer en la próxima batalla, salir victorioso y ganar el poder del contrincante. Aunque, esa transformación no siempre era positiva. El arma de un dios era la expresión de su poder.
Luego de pasar por el desarrollo de la infancia, todos los dioses eran presentados con la oportunidad de portar un universo. La forja celestial es un espacio sagrado donde pocos de los más poderosos ancianos trabajaban incansablemente para dar vida a nuevos universos. Sin embargo, no son ellos quienes moldean un arma. Odín recibió la suya desde muy joven, y gracias a su cuidado e intervención, logró convertirla en la gran espada que es Gungnir.
Los mortales de su universo, los seres que viven dentro de su espada, los guerreros de la ley mística, debían estar afilados y listos para la próxima batalla. Por eso sentían que el cambio era necesario, aunque no podían estar seguros de lo que estaba a punto de suceder.
Odín, el dios que porta la gran espada, estaba a punto de entrar al abismo de batalla. Su familia observaba el escenario, sabiendo que la pelea sería eterna para los mortales, con generaciones que nacerían y morirían dentro del conflicto, sus vidas regidas por el esfuerzo de Odín para vencer. Sin embargo, para él, todo durará solo minutos: un instante de ataques hasta que uno de ellos caiga. Luego, en presencia de todo el público, el ganador tendrá que destruir el universo de su contrincante y consumirlo con el suyo.
Odín sostenía su gran espada con ambas manos. Hablaba con sus mortales, aunque no sabía por qué lo hacía.
—Gungnir —dijo—. Sé mi protección contra este oponente.
La espada brilló por un instante. Algo que solo él había sido capaz de presenciar. Esto era diferente; al parecer, sus mortales también estaban listos para la guerra.
Dos puertas se abrieron a los costados del abismo. De una de ellas salió un dios rojo de cuerpo musculoso, cubierto únicamente por cadenas negras. Sus grandes manos, que terminaban en garras, sostenían un tridente negro, ese era su universo. Sus más de seiscientas victorias lo convirtieron en un arma letal, y se podían ver llamas brotar por sus costados. El tamaño del tridente era imponente, bajo las leyes mortales: imposible de levantar. Sin embargo, el dios de seis cuernos lo movía alrededor de su cuerpo con facilidad y destreza. El público disfrutaba el espectáculo de fuego que daba Lucifer al pasar su arma de un costado al otro.
En el otro extremo del abismo, escondido bajo la armadura que fabricó su padre, el primero de su familia en ganar un torneo, Odín estaba listo para la batalla. El brillo azul que había visto hace poco ahora lo rodeaba, cubriendo el plateado de su gran espada, extendiéndose hasta sus guantes de metal y envolviendo toda su armadura. Sin embargo, el público solo tenía ojos para las llamas de Lucifer. Odín empuñó a Gungnir con fuerza; él era su único protector, y de esta batalla dependía el futuro de todos.
Sus mortales no entendían las sensaciones que vivían. Algunos de ellos nacieron y murieron desde que las puertas del abismo fueron abiertas; ellos vivieron los sentimientos de su dios. Odín sabía que este podría ser el final. Era demasiado joven para vencer a su oponente, las probabilidades no estaban a su favor. Odín ni siquiera debería haber clasificado para este evento; él era un simple joven de los bordes. Aún era desconocida la razón por la que los ancianos lo escogieron.
Su primer torneo empezó poco después de recibir a Gungnir. Él debía morir para que otro tuviera la oportunidad de portar aquel magnífico universo. Algunos de los dioses de Inthys envidiaban la suerte de Odín. Las reglas del torneo eran claras: solo podía salir un participante con vida, el otro debía escoger un universo para gobernar y devorar al oponente mediante un simple conjuro. De todas formas, ver a un universo ser devorado por otro era un espectáculo grotesco y sangriento.
Odín sostenía su gran espada; la empuñaba con orgullo. Desde que recibió a Gungnir, su vida cambió. Se convirtió en el dios de un pueblo que lo adoraba, miles de leyendas se escribieron en su honor, aunque sus mortales no conocían su nombre. Desde luego, la comunicación entre el dios y los mortales que habitaban su universo era un vínculo, siendo ellos uno, capaces de sentir todo lo que le sucedía al otro.
Odín tenía miedo; sin embargo, salió a flotar en medio del abismo, listo para defender su universo, y hacerlo con su vida.
Lucifer, por otro lado, estaba calmado, haciendo un espectáculo con su tridente. Esta era la primera pelea del torneo, y él era el favorito para ganar. Sus músculos rojos estaban cubiertos por las cicatrices de más de seiscientas batallas. En su región, logró ser el único en alcanzar tal magno privilegio. Estaba cerca de ser invitado al Torneo Supremo, donde, una vez al destello estelar, se reúnen los campeones de todo Inthys para la oportunidad de ascender y encontrarse con los creadores.
Una esfera brillante de color púrpura descendió desde los cielos, deteniéndose en medio del abismo, a la altura del público. Sin palabras, dio por iniciada la batalla. Solo bajo su luz es permitido que un dios termine con la vida de otro.
Odín miró a Lucifer flotar a la distancia, con su cola roja colgando detrás de él y las manos sujetando con fuerza el tridente. Odín jamás había visto una criatura igual. El rostro de una serpiente, que había logrado desarrollar extremidades, le resultaba a Odín sumamente desagradable.
Por otro lado, Odín llevaba su cuerpo cubierto por finas costuras que su madre había fabricado especialmente para la ocasión. Los colores de su familia: rojo, blanco y azul, resaltaban sobre el plateado de su armadura. Gungnir brillaba como nunca antes, canalizando la energía que los unía, dándole al joven dios poderes que, a su edad, no debería poseer.
La aceptación de los mortales fue casi instantánea. Todos los seres del universo lo adoraban a su manera. Algunos pocos intentaron odiarlo, pues crear era la fuente de su energía. Así, con cada palabra, demostraban su devoción. De esta forma, la conexión entre ellos, Gungnir, y su dios era perfecta.
Odín jamás pensó ser merecedor del peso que implica empuñar un universo, pero cuando lo sostuvo en sus manos, supo que este sería el mayor logro que alcanzaría. Para Odín, la vida de su preciada gran espada era más importante que cualquier torneo; sin embargo, esta batalla era inevitable.
Odín se lanzó contra su oponente. Lucifer sonrió. Esta sería una pelea fácil para el campeón, no era necesario esforzarse. Odín sintió el choque de su espada contra el tridente. Lucifer detuvo su ataque con facilidad.
— Esa es el arma de la que tanto hablan, —dijo Lucifer. Luego, devolvió el ataque, solo que este fue diferente.
Odín sintió el negro metal del tridente chocar contra su arma y expandirse por el abismo, la energía era tan fuerte que lo envió a un costado. Miró a Gungnir; el negro estaba impregnado sobre el metal, su espada contaminada. Y con eso llegó el tres de mayo.
Los mortales sabían que llegaría el día, pero jamás imaginaron que estaría lleno de oscuridad. La magia negra apareció por primera vez entre ellos, y los practicantes de esta oscura energía lograron formar un ejército en contra de los guerreros de la ley mística. Por años, la oscuridad cubrió la dimensión de los mortales, oscureciendo cada rincón y empapando sus corazones con miedo.
Sin embargo, y pese al dolor que Odín sentía, siguió luchando. Sus ataques eran desviados con facilidad, el poder de su arma atrapado en la fuerza del tridente. Estaba en verdaderos problemas, esquivando los ataques con desesperación, con la esperanza de que ese tridente no volviera a entrar en contacto con su espada. Pero era imposible.
Odín estaba perdido, volando de un extremo al otro, usando el abismo como su único refugio, seguro de que era imposible vencer. Pero entonces, Gungnir volvió a brillar con fuerza. Los mortales debían librarse de la oscuridad; esa era la única explicación. Algo había cambiado en el aire, algo que les daba esperanza.
Lucifer jugaba con su contrincante, disfrutando del espectáculo de acrobacias y fuego que estaba creando. El público lo adoraba. Muchos, como él, tenían la piel roja, incluso brillante. Ellos, los que viajaron por más de trescientos días, estaban ansiosos por ver una nueva pelea de su campeón.
Odín sintió la luz azul rodear su armadura. Sin embargo, el poder era diferente; esta vez estallaba como una corriente eléctrica a su alrededor. Empuñó Gungnir con fuerza, seguro de sí mismo. Con determinación, Odín se impulsó, cortando la distancia con rapidez, dejando que la punta de su espada abriera camino a través del abismo.
Lucifer desvió con facilidad el ataque; su tridente se estrelló contra Gungnir, pero esta vez fue diferente. La explosión de energía no solo fue negra, sino también azul, un azul cargado de rayos de electricidad que Odín sintió con intensidad. Toda esa energía los impulsó hacia diferentes costados del abismo.
—¿Qué crees que estás haciendo, muchacho? —dijo Lucifer, enfurecido al ver que su piel había sido cortada por las descargas eléctricas—. ¡Te mataré!
Los mortales tuvieron pesadillas esa noche, y muchas otras más, en las que podían ver la cara del dios de los seis cuernos.
Odín debía aprovechar el descuido de su contrincante; era posible que su universo encontrara una forma de derrotar su espada. Lucifer era demasiado poderoso; solo con la fuerza de Gungnir sería posible ganar esa batalla.
Él volvió a atacar; esta vez, Lucifer estaba preparado. Sus armas se estrellaron, creando explosiones que entretenían al público. La pelea superó las expectativas, y las probabilidades cambiaron. Muchos empezaron a ver al joven como merecedor de empuñar su universo, pues son pocos los que logran gobernar uno.
Odín atacó con euforia, bajando demasiado la guardia y arriesgando más de lo necesario. Sin embargo, Lucifer se defendió con facilidad. Odín notó los cortes en la piel de su contrincante; esa debía ser la clave. Su defensa parecía impenetrable, pero quizá… era una locura. Él ni siquiera sabía cómo controlar la energía de su arma. Peor aún, no sabía si sería capaz de usarla… El ataque llegó sin advertencia.
Lucifer arriesgó todo para vencer, lanzando su tridente. Odín no podría detenerlo sin usar toda la fuerza de su arma. Levantó Gungnir para defenderse, deteniendo el tridente, pero la fuerza era descomunal. No podría continuar sin que su espada se partiera en dos. Así que Odín decidió dejar que el tridente siguiera su trayectoria, recibiendo el golpe al costado de su casco.
Odín levantó la mirada para ver a Lucifer reír a lo lejos, con el tridente de regreso en su mano. Debía intentarlo, volver a atacar, pero esta vez de una forma diferente. Se lanzó contra Lucifer, concentrando la energía de su espada en la mano izquierda, incapaz de ver con el ojo derecho. Odín atacó, desviando la atención de su contrincante, e intentó crear una explosión de energía con su mano.
Un rayo surgió de la palma de su mano y se estrelló contra la piel desnuda de su contrincante. Lucifer cayó vencido hacia el abismo, mientras el destino de su tridente quedó en las manos de Odín. Él no quería volver a destruir un universo; unirlo con el suyo podría sumir todo en el caos, pero no tenía alternativa.
Odín comenzó el conjuro, colocando a Gungnir sobre el tridente, dejando que lentamente lo consumiera, transformando la gran espada en una lanza.